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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (40 page)

Brienne pensaba que si los demás la empezaban a tratar con cortesía era gracias a él.

«Era más que cortesía.» En la mesa, los hombres se peleaban por sentarse a su lado; se ofrecían a llenarle la copa de vino o servirle mollejas. Ser Richard Farrow tocó canciones de amor con el laúd junto a su carpa; Ser Hugh Beesbury le llevó un tarro de miel «tan dulce como las doncellas de Tarth»; Ser Mark Mullendore la hizo reír con las bufonadas de su mono, un curioso animalito blanco y negro procedente de las Islas del Verano; un caballero errante llamado Will
el Cigüeña
se ofreció a darle un masaje para relajarle los hombros.

Brienne lo rechazó. Los rechazó a todos. Cuando Ser Owen Inchfíeld la agarró una noche y la besó por la fuerza, ella lo lanzó de culo contra una hoguera. Fue a mirarse a un espejo. Tenía el rostro tan ancho y pecoso como siempre, con los dientes saltones, los labios gruesos y la mandíbula fuerte. Seguía siendo fea. Lo único que quería era ser un caballero y servir al rey Renly, pero...

No lo hacían por que fuera la única mujer que tenían a mano. Hasta las vivanderas que seguían al campamento eran más bonitas que ella, y en el castillo, Lord Tyrell agasajaba a Renly todas las noches con banquetes, mientras doncellas nobles y damas encantadoras bailaban al son de la flauta, el cuerno y la lira.

«¿Por qué sois amables conmigo? —habría querido gritar cada vez que un caballero desconocido le hacía un cumplido—. ¿Qué pretendéis?»

Randyll Tarly resolvió el misterio el día que envió a dos de sus hombres para que la convocaran a su carpa. Su hijo pequeño, Dickon, había oído a cuatro caballeros bromear mientras ensillaban los caballos, y se lo había contado todo.

Habían hecho una apuesta.

Le dijo que la habían empezado tres de los caballeros más jóvenes, Ambrose, Bushy y Hyle Hunt, de su propia Casa. Pero luego corrió la voz, y muchos más se unieron al juego. Cada participante tenía que pagar un dragón de oro para entrar en la competición, y el total sería para el que se llevara su virginidad.

—He puesto fin al juego —le dijo Tarly—. Algunos de esos... competidores... son menos honorables que otros, y la apuesta iba creciendo día tras día. Más tarde o más temprano, alguno habría decidido reclamar el premio por la fuerza.

—Pero si son caballeros —replicó, conmocionada—. ¡Caballeros ungidos!

—Y hombres de honor. La culpa es vuestra.

La acusación hizo que se estremeciera.

—Yo jamás habría... Mi señor, no les he dado pie a nada.

—Sólo con estar aquí ya les dais pie. Si una mujer se comporta como una vivandera, no puede protestar si la tratan como a tal. Un ejército en guerra no es lugar para una doncella. Si en algo valoráis vuestra virtud o el honor de vuestra casa, os quitaréis esa armadura, volveréis a Tarth y le suplicaréis a vuestro padre que os busque un marido.

—He venido a luchar —insistió ella—. Quiero ser caballero.

—Los dioses hicieron a los hombres para luchar y a las mujeres para tener hijos —replicó Randyll Tarly—. Las mujeres libran sus guerras en el paritorio.

Alguien bajaba por las escaleras del local. Brienne puso el vaso de vino a un lado cuando un hombrecillo andrajoso, flaco, de rostro afilado, con el pelo castaño muy sucio, entró en el Ganso. Echó una mirada rápida a los marineros tyroshis y otra más larga a Brienne, y luego se dirigió al tablón.

—Vino —pidió—. Y sin meados de caballo, ¿eh?

La mujer miró a Brienne y asintió.

—Yo os invito al vino —dijo ella—, a cambio de unas palabras.

El hombre la miró con los ojos cargados de desconfianza.

—¿Unas palabras? Me sé muchas. —Se sentó en un taburete, frente a ella—. Que mi señora diga cuáles quiere oír y las diré.

—Tengo entendido que engañasteis a un bufón.

El hombre andrajoso bebió un trago de vino, pensativo.

—Puede que sí. O puede que no. —Llevaba una casaca desteñida y desgarrada de la que habían arrancado el blasón de algún señor—. ¿Quién lo quiere saber?

—El rey Robert.

Puso un venado de plata en el barril que los separaba. En la cara tenía la cabeza de Robert; en la cruz, un venado.

—Vaya, vaya. —Cogió la moneda y la hizo girar. Sonrió—. Me gusta cómo bailan los reyes. Puede que viera a ese bufón que decís, sí.

—¿Iba acompañado de una niña?

—De dos —replicó al momento.

—¿Dos niñas?

«La otra podría ser Arya.»

—Bueno —dijo el hombre—, la verdad es que no llegué a verlas, pero buscaba pasaje para tres.

—¿Pasaje hacia dónde?

—Al otro lado del mar.

—¿Recordáis qué aspecto tenía?

—Aspecto de bufón. —Cogió la moneda de la mesa cuando empezó a detenerse y la hizo desaparecer—. De bufón asustado.

—¿Asustado de qué?

Se encogió de hombros.

—No lo dijo, pero Dick
el Ágil
sabe a qué huele el miedo. Venía casi todas las noches, invitaba a beber a los marineros, gastaba bromas, cantaba canciones... Pero una noche entraron unos hombres con ese cazador en el pecho, y el bufón palideció. No dijo ni palabra hasta que se largaron. —Acercó el taburete—. Ese Tarly tiene soldados pululando por los muelles; vigilan cada barco que entra o sale. Quien quiera ciervos, que vaya al bosque. Quien quiera barcos, que vaya a los muelles. El bufón no se atrevía, así que le ofrecí ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?

—La que cuesta más de un venado de plata.

—Decídmelo y os daré otro.

—Vamos a verlo.

Brienne puso otro venado en el barril. Él lo hizo girar, sonrió y lo cogió.

—Quien no pueda ir adonde están los barcos, que consiga que los barcos vayan a él. Le dije que conocía un lugar donde era posible. Un lugar... oculto.

A Brienne se le puso la carne de gallina.

—Una cala de contrabandistas. Enviaste al bufón a los contrabandistas.

—Y a las dos niñas. —Soltó una risita—. Lo único es que el lugar adonde los mandé... Bueno, no se ven barcos por allí desde hace tiempo. Como treinta años. —Se rascó la nariz—. ¿Qué tenéis que ver con ese bufón?

—Las dos niñas son mis hermanas.

—¿De verdad? Pobrecillas. Yo también tenía una hermana. Una cría flaca, con las rodillas huesudas, pero luego le salieron tetas, y el hijo de un caballero se le metió entre las piernas. La última vez que la vi se iba a Desembarco del Rey, a ganarse la vida tumbada de espaldas.

—¿Adónde los enviasteis?

Volvió a encogerse de hombros.

—Vaya, pues no me acuerdo.

Brienne estampó otro venado de plata contra el barril.

—¿Adónde?

El hombre empujó la moneda con el índice para devolvérsela.

—A un lugar que ningún venado podría encontrar... Aunque tal vez un dragón sí.

Presentía que con plata no le sacaría la verdad.

«Y con oro, puede que sí o puede que no. El acero sería más seguro.» Brienne se llevó la mano al puñal, pero al final recurrió a la bolsa. Sacó un dragón de oro y lo puso en el barril.

—¿Adónde?

El hombre andrajoso cogió la moneda y la mordió.

—Qué maravilla. Me recuerda a Punta Zarpa Rota. Al norte de esta ciudad, es una tierra salvaje, muchas colinas, muchos pantanos, pero allí fue donde nací y me crié. Me llamo Dick Crabb, aunque todos me llaman Dick
el Ágil
.

Ella no le dijo su nombre.

—¿En qué lugar de Punta Zarpa Rota?

—En Los Susurros. Habréis oído hablar de Clarence Crabb, claro.

—No.

Aquello pareció sorprenderlo.

—Ser Clarence Crabb. Llevo su sangre. Medía casi tres varas, y era tan fuerte que podía arrancar un pino con una mano y lanzarlo a mil pasos. No había caballo que soportara su peso, así que tenía que montar a lomos de un uro.

—¿Qué tiene que ver con esa cala de contrabandistas?

—Su esposa era una bruja de los bosques. Cada vez que Ser Clarence mataba a un hombre, se llevaba la cabeza a casa, y su mujer le daba un beso en los labios y la devolvía a la vida. Eran señores, y magos, y caballeros famosos, y piratas. Uno era un rey del Valle Oscuro. Le daban buenos consejos al viejo Crabb. Como sólo eran cabezas, no podían hablar muy alto, pero no se callaban nunca. Si eres una cabeza, lo único que puedes hacer en todo el día es hablar. Así que la fortaleza de Crabb acabó por llamarse Los Susurros. Aún le dan ese nombre, aunque hace mil años que está en ruinas. Un lugar solitario, Los Susurros. —Hizo bailar la moneda por los nudillos con destreza—. Un dragón también se siente solo. En cambio, diez...

—Diez dragones son una fortuna. ¿Me tomáis por estúpida?

—Os tomo por alguien que busca a un bufón. —La moneda bailó hacia un lado; luego hacia el otro—. Os puedo llevar a Los Susurros, mi señora.

A Brienne no le gustaba la manera en que jugaba con aquella moneda de oro. Aun así...

—Seis dragones si encontramos a mi hermana; dos si encontramos sólo al bufón, y nada si nada es lo que encontramos.

Crabb se encogió de hombros.

—Seis está bien. Con seis me conformo.

«Ha aceptado demasiado deprisa.» Le agarró la muñeca antes de que pudiera esconder el oro.

—No intentéis engañarme. Soy un hueso duro de roer.

Cuando lo soltó, Crabb se frotó la muñeca.

—Mierda puta —masculló—. Me habéis hecho daño en la mano.

—Lo siento mucho. Mi hermana tiene trece años. Tengo que encontrarla antes de que...

—Antes de que algún caballero se le meta en la raja. Se entiende. Se puede dar por salvada. Ahora, Dick
el Ágil
está con vos. Nos reuniremos mañana a primera hora junto a la puerta oriental. Tengo que buscarme un caballo.

SAMWELL (2)

Samwell Tarly siempre acababa indispuesto en los viajes por mar.

No era por el miedo de ahogarse, aunque sin duda tenía algo que ver. Se trataba también del movimiento del barco, de la manera en que las cubiertas se mecían bajo sus pies.

—Tengo la tripa revuelta —le confesó a Dareon el día en que zarparon de Guardiaoriente del Mar.

El bardo le dio una palmada en la espalda y se echó a reír.

—Con el pedazo de tripa que tienes... menuda revolución, Mortífero.

Sam intentó hacerse el valiente aunque sólo fuera por Elí. Era la primera vez que la chica veía el mar. En la penosa travesía por la nieve, tras huir del Torreón de Craster, habían pasado cerca de varios lagos, y le habían parecido impresionantes. Cuando la
Pájaro Negro
se alejó de la orilla, la joven empezó a temblar, y grandes lágrimas saladas le corrieron por las mejillas.

—Que los dioses se apiaden de nosotros —la oyó susurrar Sam.

Guardiaoriente fue lo primero que perdieron de vista, y el Muro fue haciéndose cada vez más pequeño hasta que, por fin, también desapareció. El viento soplaba ya con fuerza. Las velas eran de ese color gris de la lona negra demasiado lavada, y Elí tenía la cara blanca de miedo.

—Estamos en un buen barco —trató de decirle Sam—. No hay por qué tener miedo.

Pero la chica se limitó a mirarlo, abrazó al bebé con más energía y salió corriendo hacia los camarotes.

Sam se aferró con fuerza a la borda y contempló el movimiento de los remos. Era agradable admirar su ritmo uniforme; desde luego, mucho mejor que mirar el agua. Cuando se fijaba en el agua sólo le acudía a la mente el temor a ahogarse. De pequeño, su señor padre había intentado enseñarlo a nadar, y para ello lo tiró al estanque que había al pie de Colina Cuerno. El agua se le había metido en la nariz, en la boca y en los pulmones, y estuvo tosiendo durante horas después de que Ser Hyle lo sacara. Nunca más se atrevió a meterse en ningún lugar que lo cubriera por encima de la cintura.

La Bahía de las Focas lo cubría muy por encima de la cintura, y las aguas eran mucho más agitadas que las del pequeño estanque de peces del castillo de su padre. Eran de color gris verdoso, turbulentas, y la orilla boscosa junto a la que navegaban parecía un hervidero de rocas y remolinos. Aunque consiguiera llegar hasta allí pateando y braceando, las olas lo estamparían contra una roca y le romperían la cabeza.

—Qué, Mortífero, ¿buscando sirenas? —le preguntó Dareon al verlo contemplar la bahía.

Con el pelo rubio y los ojos color avellana, el joven y atractivo bardo de Guardiaoriente parecía más un príncipe que un hermano negro.

—No.

Sam no sabía qué buscaba, ni qué hacía en aquel barco.

«Voy a la Ciudadela para forjarme una cadena y hacerme maestre, y así servir mejor a la Guardia», se dijo, pero la sola idea le resultaba agotadora. No quería convertirse en maestre, ni llevar una pesada cadena en torno al cuello, tan fría contra la piel. No quería alejarse de sus hermanos, los únicos amigos que había tenido en su vida. Y, desde luego, no quería enfrentarse al padre que lo había enviado al Muro a morir.

Para los demás era diferente. Para ellos, el viaje tendría un final feliz. Elí estaría a salvo en Colina Cuerno, separada por toda la extensión de Poniente de los horrores que había conocido en el bosque Encantado. Como criada en el castillo del padre de Sam, tendría resguardo y comida, y una pequeña parte de un gran mundo con el que jamás habría podido soñar como esposa de Craster. Vería crecer a su hijo hasta convertirse en un hombre robusto; sería cazador, mozo de cuadras o herrero. Si mostraba alguna aptitud para las armas, tal vez algún caballero lo tomara como escudero.

El maestre Aemon también iba a un lugar mejor. Era grato pensar que pasaría lo que le quedaba de vida acariciado por las brisas cálidas de Antigua, conversando con sus camaradas maestres y compartiendo su sabiduría con novicios y acólitos. Se había ganado cien veces aquel descanso.

Hasta Dareon sería más feliz. Siempre había dicho que era inocente de la violación por la que lo enviaron al Muro; insistía en que su lugar estaba en la corte de algún señor, cantando a cambio de su cena. Iba a tener esa oportunidad. Jon lo había nombrado reclutador para ocupar el lugar de un tal Yoren, que había desaparecido y al que se daba por muerto. Su misión consistiría en recorrer los Siete Reinos cantando las hazañas de la Guardia de la Noche, y sólo de cuando en cuando tendría que volver al Muro con los nuevos alistados.

Sí, el viaje sería largo y duro, eso era innegable, pero para los demás, al menos tendría un final feliz. Con eso se consolaba Sam.

«Lo hago por ellos —se dijo—, por la Guardia de la Noche y por el final feliz.» Pero cuanto más miraba el mar, más frío y profundo le parecía.

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