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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (42 page)

Cuando entró en el camarote con Aemon en brazos advirtió que Elí había dejado que las velas se consumieran. El bebé se había dormido, y ella estaba acurrucada en un rincón, sollozando entre los pliegues de la enorme capa negra que le había dado Sam.

—Ayúdame —le dijo con voz apremiante—. Ayúdame a secarlo; tenemos que hacer que entre en calor.

La chica se levantó de inmediato, y entre los dos le quitaron al maestre la ropa empapada y lo cubrieron con una montaña de pieles. Pero seguía teniendo la piel fría y húmeda, casi pegajosa.

—Túmbate con él —le dijo Sam a Elí—. Abrázalo, dale calor con tu cuerpo. Tenemos que conseguir que se recupere. —La chica obedeció, sin decir palabra, sin dejar de sollozar—. ¿Dónde está Dareon? —preguntó Sam—. Si estuviéramos todos juntos sería más fácil entrar en calor. Tiene que venir.

Iba a subir a buscar al bardo cuando el barco se alzó bajo sus pies y descendió bruscamente. Elí lanzó un aullido, Sam perdió el equilibrio y el bebé se despertó berreando.

La siguiente sacudida del barco llegó cuando trataba de ponerse en pie. El movimiento lanzó a Elí a sus brazos, y la chica salvaje se le aferró con tanta fuerza que apenas lo dejaba respirar.

—No tengas miedo —le dijo—. Esto no es más que una aventura. Algún día se lo contarás a tu hijo.

Lo único que consiguió fue que le clavara las uñas en el brazo. Elí se estremecía; la violencia de los sollozos la hacía temblar de la cabeza a los pies.

«Le diga lo que le diga, sólo consigo empeorar las cosas.»

La abrazó con fuerza, incómodamente consciente de la presión de sus pechos. Pese al miedo, tuvo una erección. «Lo va a notar», pensó avergonzado. Pero si Elí se dio cuenta, no lo dejó entrever; se limitó a aferrarse a él con más fuerza.

A partir de entonces, las jornadas se sucedieron a toda velocidad. No volvieron a ver el sol. Los días eran grises, y las noches, negras, excepto cuando los relámpagos hendían el cielo sobre los picos de Skagos. Todos estaban muertos de hambre, pero no podían comer. El capitán abrió un barril de vino de fuego para fortalecer a los remeros. Sam probó una copa y dejó escapar un suspiro al notar las serpientes calientes que le recorrían la garganta y el pecho. Dareon también se aficionó a la bebida, y después de aquello, rara vez se lo veía sobrio.

Izaban las velas; arriaban las velas; una se desgarró, se desprendió del mástil y salió volando como una enorme ave gris. Cuando la
Pájaro Negro
estaba bordeando la costa sur de Skagos, divisaron entre las rocas los restos de una galera. Las olas habían arrastrado a parte de la tripulación hasta la orilla, y los cangrejos y los grajos se habían congregado para rendirle homenaje.

—Demasiado cerca —masculló el Viejo Traposal al verlo—. Un golpe de viento y acabaremos como ellos.

Aunque estaban agotados, los remeros volvieron a las bancas, y el barco enfiló hacia el sur, hacia el mar Angosto, hasta que Skagos se convirtió en una serie de manchas negras en el horizonte que podrían tomarse por nubes de tormenta, las cimas de altas montañas negras o ambas cosas. Tras aquello disfrutaron de ocho días y siete noches de navegación tranquila.

Luego llegaron más tormentas, aún peores que la primera.

¿Fueron tres, o sólo una con algunos momentos de calma? Sam no llegó a saberlo, aunque trató desesperadamente de averiguarlo.

—¿Qué importa? —le gritó Dareon en cierta ocasión, cuando estaban todos acurrucados en el camarote.

«No importa —habría querido decirle Sam—, pero mientras piense en eso no pensaré en ahogarme, ni en marearme, ni en cómo tirita el maestre Aemon.»

—No importa —consiguió mascullar, pero un trueno ahogó el resto de la frase, el barco se movió y lo hizo caer de lado.

Elí no dejaba de sollozar; el bebé berreaba, y por encima de todo se oían los gritos del Viejo Traposal, el andrajoso capitán que no hablaba nunca, dándole órdenes a la tripulación.

«Odio el mar —pensó Sam—. Odio el mar, odio el mar, odio el mar. —El siguiente relámpago fue tan intenso que iluminó el camarote a través de las rendijas de los tablones del techo—. Es un buen barco, un barco seguro, un barco seguro —se dijo—. No se va a hundir. No tengo miedo.»

Durante uno de los respiros entre tormenta y tormenta, mientras se aferraba a la borda con los nudillos blancos por el esfuerzo, tratando de vomitar, Sam oyó a unos tripulantes murmurar que aquello pasaba por llevar a una mujer a bordo, y a una salvaje, encima.

—Follaba con su padre —escuchó Sam a uno mientras el rugido del viento volvía a imponerse—. Eso es peor que ser puta. Eso es lo peor que puede haber. O nos libramos de ella y de esa abominación que parió, o nos ahogamos todos.

Sam no se atrevió a plantarles cara. Eran mayores que él, duros y correosos, con los brazos y los hombros musculados tras años de manejar los remos. Pero se cercioró de que tenía el cuchillo bien afilado, y siempre que Elí salía del camarote para hacer sus necesidades, la acompañaba.

Dareon tampoco estaba a favor de la salvaje. Una vez, tras muchas súplicas de Sam, el bardo empezó a cantar una nana para calmar al bebé, pero apenas había empezado cuando Elí se echó a llorar, inconsolable.

—Por los siete infiernos —espetó Dareon—, ¿no puedes dejar de lloriquear ni el tiempo justo de oír una canción?

—Canta, anda —le rogó Sam—. Canta, no le hagas caso.

—No le hacen falta canciones —replicó Dareon—. Lo que le hace falta es una buena azotaina, o a lo mejor, una buena polla. Fuera de mi camino, Mortífero.

Empujó a Sam a un lado y salió del camarote para buscar solaz en una copa de vino de fuego y en la curtida hermandad de los remos.

Sam ya no sabía qué hacer. Casi se había acostumbrado a los olores, pero entre las tormentas y los sollozos de Elí, llevaba días sin dormir.

—¿No podéis darle nada? —le preguntó en voz baja al maestre Aemon cuando vio que estaba despierto—. Alguna hierba, alguna pócima, para que no tenga miedo...

—Lo que oyes no es miedo —le respondió el anciano—. Es el sonido de la pena, y para eso no hay pócimas. Deja que las lágrimas sigan su curso, Sam. No se puede contener la marea con un muro.

Sam no comprendió nada.

—Va a un lugar seguro. A un lugar cálido. ¿Por qué va a sentir pena?

—Sam —susurró el anciano—, tienes dos ojos que te sirven, pero no ves nada. Es una madre que llora por su hijo.

—No le pasa nada; está mareado, igual que todos. En cuanto lleguemos a puerto en Braavos...

—... el bebé seguirá siendo el hijo de Dalla, no el fruto de sus entrañas.

Sam tardó un momento en entender lo que insinuaba Aemon.

—No es posible... Ella jamás... Claro que es el suyo. Elí jamás se habría ido del Muro sin su hijo. Lo quiere mucho.

—Los amamantó a los dos y los quería a los dos —replicó Aemon—, pero no de la misma manera. No hay madre que quiera por igual a todos sus hijos, ni siquiera la Madre Divina. Y Elí jamás habría dejado al niño por su propia voluntad, estoy seguro. No sé con qué la amenazaría el Lord Comandante, ni qué le prometería; sólo puedo imaginármelo... Pero no me cabe duda de que hubo amenazas y promesas.

—No. No, no es posible. Jon jamás...

—Jon jamás haría algo así. Lord Nieve lo hizo. A veces no hay opción buena, Sam, sólo una menos dolorosa que las otras.

«No hay opción buena.» Sam pensó en todo lo que habían sufrido Elí y él; en el Torreón de Craster, en la muerte del Viejo Oso, en el hielo, la nieve y los vientos gélidos, en los días y más días de caminar, en los espectros de Arbolblanco, en Manosfrías y el árbol de los cuervos, en el Muro, en el Muro, en el Muro... La Puerta Negra, bajo tierra. Y todo, ¿para qué? «No hay opción buena, no hay final feliz.»

Habría querido gritar. Habría querido chillar, sollozar, temblar y acurrucarse para gimotear.

«Intercambió los bebés —se dijo—. Intercambió los bebes para proteger al príncipe, para alejarlo de los fuegos de Lady Melisandre y de su dios rojo. Si hace arder al bebé de Elí, ¿a quién le va a importar? A nadie más que a ella. Total, no era más que un cachorro de Craster, una abominación fruto del incesto, no el hijo del Rey-más-allá-del-Muro. No vale como rehén, ni como sacrificio, ni como nada; ni siquiera tiene nombre.»

Sin palabras, Sam se dirigió tambaleante a la cubierta para vomitar, pero no tenía nada en el estómago. La noche había caído sobre ellos, una noche extraña y tranquila, como no habían visto en muchos días. El mar estaba negro como boca de lobo. Los remeros descansaban en sus puestos. Uno o dos se habían dormido sentados. El viento hinchaba las velas y, hacia el norte, Sam divisó una constelación, así como la estrella errante roja que el pueblo libre llamaba
el Ladrón
.

«Esa debería ser mi estrella —pensó con tristeza—. Yo hice que eligieran Lord Comandante a Jon; yo le llevé a Elí y al bebé. No hay final feliz.»

—¿Qué tal, Mortífero? —Dareon se puso a su lado, sin advertir la pena de Sam—. Bonita noche, por una vez. Mira, han salido las estrellas. A lo mejor hasta vemos la luna. Puede que ya haya pasado lo peor.

—No. —Sam se limpió la nariz y señaló hacia el sur con un dedo rechoncho, en dirección al lugar donde la oscuridad se hacía más densa—. Allí. —Nada más decirlo, un relámpago hendió el cielo, repentino, silencioso, cegador. Las nubes lejanas brillaron un segundo, montañas sobre montañas, moradas, rojas y amarillas, más altas que el mundo—. Lo peor no ha pasado. Lo peor no ha hecho más que empezar, y no hay final feliz.

—Loados sean los dioses —rió Dareon—. Desde luego, eres un ave de mal agüero.

JAIME (2)

Lord Tywin Lannister había llegado a la ciudad a lomos de un corcel, con la armadura de esmalte carmesí bruñida y deslumbrante, centelleante de gemas y filigrana de oro. La abandonaba en un carromato alto cubierto de estandartes también carmesíes, acompañado de seis hermanas silenciosas a caballo que velaban por sus huesos.

El cortejo fúnebre salió de Desembarco del Rey por la Puerta de los Dioses, más amplia y espléndida que la Puerta del León. A Jaime no le pareció correcto. Su padre había sido un león, eso no lo podía negar nadie, pero ni siquiera Lord Tywin se había considerado un dios en vida.

Una guardia de honor de cincuenta caballeros rodeaba el carromato de Lord Tywin, con los pendones color carmesí ondulando en las lanzas. Los señores del Oeste los seguían de cerca. El viento agitaba sus estandartes, haciendo bailar los emblemas. Al avanzar al trote hacia el frente de la columna, Jaime pasó junto a jabalíes, tejones y escarabajos, junto a una flecha verde y un buey rojo, alabardas cruzadas, lanzas cruzadas, un gato arbóreo, una fresa, una arremangada y cuatro soles cuartelados.

Lord Brax vestía un jubón gris claro con bordados de hilo de plata y un broche de amatistas en forma de unicornio encima del corazón. La armadura de Lord Jast era de acero negro, con tres cabezas de león incrustadas en oro en la coraza. A juzgar por su aspecto, los rumores relativos a su muerte no habían estado desencaminados. Las heridas y el encarcelamiento lo habían convertido en una sombra del hombre que había sido. Lord Banefort había soportado mejor la batalla; parecía preparado para volver a la guerra. Plumm vestía de violeta; Prester, de armiño; Moreland, de teja y verde. Pero todos llevaban una capa carmesí en honor al hombre al que escoltaban de regreso a su hogar.

Tras los señores iban un centenar de ballesteros y trescientos soldados, todos ellos con capas carmesíes ondulando a sus espaldas. Jaime, con la capa y la armadura blancas, se sentía fuera de lugar en aquel río de color rojo.

Su tío no contribuyó a que se sintiera más cómodo.

—Lord Comandante —saludó Ser Kevan cuando Jaime se situó junto a él en la cabeza de la columna—, ¿tiene Su Alteza alguna orden de última hora para mí?

—No me envía Cersei. —Un tambor empezó a batir tras ellos, lento, ponderado, funerario. «Muerto», parecía decir. «Muerto, muerto»—. He venido a despedirme. Era mi padre.

—También era el suyo.

—Yo no soy Cersei. Yo tengo barba, y ella, tetas. Si no te aclaras con eso, prueba a contar las manos, tío. Cersei tiene dos.

—A los dos os gusta el sarcasmo —replicó su tío—. Ahórrate las chanzas; no son de mi agrado.

—Como quieras. —«Esto no va tan bien como había esperado»—. A Cersei le habría gustado venir a despedirte, pero tiene muchas obligaciones.

—Igual que nos sucede a todos nosotros. —Ser Kevan soltó un bufido—. ¿Cómo le va a tu rey? —Su tono convertía la pregunta en un reproche.

—Bastante bien —replicó Jaime a la defensiva—. Balon Swann lo acompaña por las mañanas. Es un buen caballero, de probado valor.

—Hubo un tiempo en que no hacía falta aclararlo cuando se hablaba de los que vestían la capa blanca.

«Nadie puede elegir a sus hermanos —pensó Jaime—. Si yo escogiera a mis hombres, la Guardia Real volvería a ser grande.» Pero dicho de manera tan directa, sonaba a debilidad, a una bravata sin contenido en labios del hombre al que el reino llamaba Matarreyes. «Un hombre que tiene mierda en lugar de honor.» Jaime dejó pasar el comentario. No había ido a discutir con su tío.

—Ser —le dijo—, tienes que hacer las paces con Cersei.

—¿Estamos en guerra? No me había enterado.

Jaime hizo caso omiso del comentario.

—El enfrentamiento interno de los Lannister sólo ayuda a los enemigos de nuestra Casa.

—Si hay un enfrentamiento, no es por mi causa. ¿Cersei quiere gobernar? Muy bien, ahí tiene el reino. Lo único que pido yo es que me deje en paz. Mi lugar está en Darry, con mi hijo. Hay que restaurar el castillo; hay que sembrar y proteger las tierras. —Dejó escapar una carcajada amarga—. Y tu hermana no me ha dejado gran cosa con la que ocupar el tiempo, aparte de eso. También me tengo que encargar del matrimonio de Lancel. Su prometida se impacienta esperando a que lleguemos a Darry.

«Su viuda de Los Gemelos.»

Su primo Lancel cabalgaba diez pasos detrás de ellos. Con los ojos hundidos, y el pelo blanco y quebradizo, parecía mayor que Lord Jast. Sólo con mirarlo, Jaime sentía un picor en los dedos perdidos. «Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...» Había intentado hablar con Lancel tantas veces que había perdido la cuenta, pero nunca lo encontraba a solas. Si no estaba con su padre, lo acompañaba algún septón.

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