—Es el Refugio Sagrado, donde se adora a los dioses menores que el mundo ha olvidado. También lo llaman la Casa de las Mil Habitaciones.
Entre los muros verdecidos de la Casa de las Mil Habitaciones discurría un pequeño canal, y por él se adentraron. Atravesaron un túnel antes de volver a salir a la luz. A ambos lados se alzaban más templos.
—No imaginaba que hubiera tantos dioses —dijo Arya.
Yorko dejó escapar un gruñido. Doblaron una curva del río y pasaron bajo otro puente. A su izquierda apareció una loma rocosa sobre la que se alzaba un templo de piedra gris oscuro y sin ventanas. Un tramo de peldaños de piedra bajaba de sus puertas a un atracadero cubierto.
Yorko echó los remos hacia atrás, y el bote chocó con suavidad contra los pilares de piedra. Se agarró a un aro de hierro para no apartarse.
—Te dejo aquí.
El atracadero era sombrío; la escalera, empinada. El tejado negro del templo estaba rematado en una punta afilada, igual que las casas que flanqueaban los canales. Arya se mordisqueó el labio.
«Syrio llegó de Braavos. Tal vez visitara este templo. Tal vez subiera por estos peldaños.» Se agarró a otro aro y saltó al atracadero.
—Ya sabes cómo me llamo —le dijo Yorko desde el bote.
—Yorko Terys.
—
Valar dohaeris.
Se impulsó con un remo y volvió a salir a aguas más profundas. Arya lo contempló mientras volvía, remando, por donde habían llegado, hasta que lo perdió de vista entre las sombras del puente. A medida que el susurro de los remos se desvanecía, se hizo un silencio tal que casi oía los latidos de su propio corazón. De repente se encontraba en otro lugar... En Harrenhal, con Gendry, o tal vez en los bosques del Tridente, con el Perro.
«Salina es una niña idiota —se dijo—. Soy un lobo; no estoy asustada.» Palmeó el puño de
Aguja
como si fuera un amuleto, se sumergió en las sombras y subió los peldaños de dos en dos, para que nadie pudiera decir que había tenido miedo.
Arriba se encontró ante un par puertas de madera tallada, de diez codos de altura. La puerta de la izquierda era de arciano blanco como el hueso; la derecha, de ébano brillante. En el centro de cada una había una luna llena tallada, de ébano en la puerta de arciano y de arciano en la de ébano. En cierto modo le recordaban al árbol corazón del bosque de dioses de Invernalia.
«Las puertas me están mirando —pensó. Empujó las dos a la vez con las manos enguantadas, pero no cedieron—. Están cerradas a cal y canto.»
—Dejadme entrar, idiotas —dijo—. He cruzado el mar Angosto. —Las golpeó con el puño—. Jaqen me dijo que viniera. Tengo la moneda de hierro. —Se la sacó de la bolsa y la mostró—. ¿Veis?
Valar morghulis.
La única respuesta de las puertas consistió en abrirse.
Se abrieron hacia dentro en silencio, sin que ninguna mano humana las moviera. Arya dio un paso al frente, y luego otro. Las puertas se cerraron a su espalda y, durante un momento, se quedó a ciegas. Tenía a
Aguja
en la mano, aunque no recordaba haberla desenvainado.
Unas cuantas velas ardían a lo largo de las paredes, pero daban tan poca luz que Arya no se veía ni los pies. Alguien susurraba, aunque en voz tan baja que no entendía las palabras. Otra persona sollozaba. Oyó un sonido de pisadas ligeras, cuero contra piedra, y una puerta que se abría y se cerraba.
«Agua, también se oye el agua.»
Poco a poco, la vista se le acostumbró a la oscuridad. El templo parecía mucho más grande por dentro que por fuera. Los septos de Poniente tenían siete lados, con siete altares dedicados a los siete dioses, pero allí había muchos más. Sus estatuas se alzaban a lo largo de las paredes, inmensas, amenazadoras. Alrededor de sus pies ardían velas rojas titilantes, tenues como estrellas lejanas. La que tenía más cerca era de mármol, de más de cuatro varas de altura, y representaba una mujer. De sus ojos brotaban lágrimas de verdad que iban a caer al cuenco que sostenía entre los brazos. La siguiente era de un hombre con cabeza de león sentado en un trono de ébano tallado. Al otro lado de las puertas, un enorme caballo de hierro y bronce se alzaba encabritado sobre las patas traseras. Más allá distinguió un gran rostro de piedra, un niño pálido con una espada, una cabra peluda del tamaño de un uro, un hombre encapuchado que se apoyaba en un bastón... Las otras estatuas eran sólo bultos que se cernían sobre ella, apenas entrevistas en la penumbra. Entre los dioses había nichos ocultos donde anidaban las sombras, con una vela encendida aquí y allá.
Silenciosa como una sombra, Arya avanzó entre las largas hileras de bancos de piedra con la espada en la mano. Los pies le indicaron que el suelo era de piedra; no de mármol pulido como en el del Gran Septo de Baelor, sino más basto. Pasó junto a unas mujeres que susurraban. El aire era cálido y denso, tan cargado que no pudo contener un bostezo. Le llegaba el olor de las velas. Tenían un aroma que no le resultaba familiar. Lo atribuyó a algún incienso extraño, pero a medida que se adentraba en el templo le pareció que empezaban a oler a nieve, a agujas de pino y a guiso caliente.
«Olores buenos», se dijo, y se sintió un poco más valiente. Tanto como para volver a envainar a
Aguja
.
En el centro del templo encontró el agua que había oído antes: un estanque de algo más de tres varas de diámetro, negro como la tinta, iluminado por velas rojas de luz tenue. Junto a él había un hombre sentado. Llevaba una capa plateada y se oían sus sollozos quedos. Observó como metía una mano en el agua y provocaba ondulaciones escarlata en todo el estanque. Cuando sacó los dedos, se los fue lamiendo uno a uno.
«Debe de tener sed.» A lo largo del borde del estanque había vasijas de piedra. Arya cogió una, la llenó y se la llevó para que bebiera. El joven la miró atentamente mientras se la ofrecía.
—
Valar morghulis
—dijo.
—
Valar dohaeris
—respondió ella.
Él bebió a tragos largos y después dejó caer la vasija en el estanque. Se puso en pie meciéndose, sujetándose el vientre. Durante un momento, Arya pensó que se iba a caer. Entonces se fijó en la mancha oscura que tenía bajo el cinturón, una mancha que se extendía mientras la miraba.
—Te han apuñalado —farfulló, pero el hombre no le prestó atención.
Caminó tambaleante hacia la pared y se metió en un nicho, en un lecho de dura piedra. Al mirar a su alrededor, Arya vio que había más nichos. En algunos había ancianos durmiendo.
«No —pareció susurrar en su cabeza una voz apenas recordada—. Están muertos o moribundos. Mira con los ojos.»
Una mano le rozó el brazo.
Arya se giró bruscamente, pero no era más que una chiquilla, una niñita pálida con una túnica cuya capucha parecía devorarla, negra por el lado derecho y blanca por el izquierdo. Debajo se veía un rostro demacrado y huesudo, con las mejillas hundidas y unos ojos oscuros, grandes como platos.
—No me agarres —le advirtió Arya a la chiquilla—. Al último niño que me agarró, lo maté.
La pequeña dijo unas palabras, pero Arya no las comprendió. Sacudió la cabeza.
—¿No hablas la lengua común?
—Yo sí —dijo una voz a sus espaldas.
A Arya no le gustaba que la sorprendieran así una y otra vez. El hombre encapuchado era alto y llevaba una túnica blanca y negra igual que la de la niña, sólo que más grande. Bajo la capucha, Arya sólo distinguió un brillo rojizo y tenue, el reflejo de la vela en sus ojos.
—¿Qué lugar es este? —le preguntó.
—Un lugar de paz. —Hablaba con voz amable—. Aquí estás a salvo. Esto es la Casa de Blanco y Negro, pequeña, aunque eres joven para buscar el favor del Dios de Muchos Rostros.
—¿Es como el dios sureño, el de las siete caras?
—¿Siete? No. Sus rostros son incontables, pequeña; tiene tantos como estrellas hay en el cielo. En Braavos, cada cual adora al dios que se le antoja... Pero, al final de todos los caminos aguarda el que Tiene Muchos Rostros. También a ti te aguardará algún día, no temas. No hace falta que corras a sus brazos.
—Sólo he venido a buscar a Jaqen H'ghar.
—No conozco ese nombre.
Se le hizo un nudo en el estómago.
—Era de Lorath. Tenía el pelo blanco por un lado y rojo por el otro. Me dijo que me enseñaría secretos y me dio esto. —Llevaba en el puño la moneda de hierro. Cuando abrió los dedos se le quedó pegada a la mano sudorosa.
El sacerdote examinó la moneda, pero no hizo ademán de tocarla. La niñita de los ojos enormes también la miró.
—Dime tu nombre, pequeña —dijo al final el hombre encapuchado.
—Salina. Vengo de Salinas, junto al Tridente.
No podía verle el rostro, pero de alguna manera percibió que sonreía.
—No —respondió—. Dime tu nombre.
—Pajarito —corrigió.
—Tu nombre verdadero, niña.
—Mi madre me puso Nan, pero me llaman Comadreja...
—Tu nombre.
Tragó saliva.
—Arry. Soy Arry.
—Ya se parece más. Y ahora, la verdad.
«El miedo hiere más que las espadas», se dijo.
—Arya. Soy Arya de la Casa Stark. —La primera vez susurró la palabra; la segunda se la tiró a la cara.
—Esa eres, pero en la Casa de Blanco y Negro no hay lugar para Arya de la Casa Stark.
—Por favor —suplicó—. No tengo adonde ir.
—¿Temes a la muerte?
Se mordisqueó el labio.
—No.
—Veamos. —El sacerdote se bajó la capucha. Bajo ella no había ningún rostro, sólo un cráneo amarillento con unas tiras de piel todavía aferradas a las mejillas y un gusano blanco que se retorcía en una órbita ocular—. Dame un beso, niña —graznó con una voz tan seca y áspera como el cloqueo de la muerte.
«¿Se cree que me asusta?» Arya lo besó allí donde debería haber tenido la nariz y cogió el gusano del ojo para comérselo, pero se le derritió como una sombra en la mano.
El cráneo amarillo también se derritió y, de repente, el anciano de aspecto más bondadoso que había visto jamás la miraba con una sonrisa.
—Hasta ahora, nadie había intentado comerse mi gusano —dijo—. ¿Tienes hambre, pequeña?
«Sí —pensó ella—, pero no de comida.»
Caía una lluvia fría que había tornado oscuros como la sangre las murallas y baluartes de la Fortaleza Roja. La Reina cogió al Rey de la mano y lo guió con paso firme por el patio enlodado hasta donde aguardaba la litera con su escolta.
—El tío Jaime me dijo que podía ir a caballo y lanzar monedas al populacho —protestó el niño.
—Qué quieres, ¿coger un resfriado? —No podía correr ese riesgo; Tommen nunca había sido tan vigoroso como Joffrey—. Tu abuelo habría querido que te comportaras como un verdadero rey en su velatorio. No quiero que aparezcamos en el Gran Septo empapados y desaliñados.
«Bastante malo es ya tener que volver a vestir de luto.» El negro nunca le había sentado bien. Tenía la piel tan clara que le hacía parecer un cadáver. Cersei se había levantado una hora antes del amanecer para bañarse y peinarse, y no tenía la menor intención de permitir que la lluvia diera al traste con sus esfuerzos.
Una vez dentro de la litera, Tommen se recostó contra los cojines y observó la lluvia que caía.
—Los dioses lloran por el abuelo. Lady Jocelyn dice que las gotas de lluvia son sus lágrimas.
—Jocelyn Swyft es idiota. Si los dioses pudieran llorar, habrían llorado por tu hermano. La lluvia no es más que lluvia. Cierra la cortina para que no se siga metiendo dentro. Ese manto es de marta. ¿Qué quieres? ¿Que se te empape?
Tommen obedeció. A Cersei le preocupaba que fuera tan sumiso; un rey tenía que ser fuerte.
«Joffrey habría protestado. Nunca fue fácil acobardarlo.»
—No te sientes así —dijo a Tommen—. Siéntate como un rey. Endereza los hombros y ponte bien la corona. ¿Quieres que se te caiga de la cabeza delante de todos tus señores?
—No, madre.
El niño se sentó erguido y se colocó la corona. Era la de Joff, que le quedaba muy grande. Tommen siempre había sido regordete, pero últimamente tenía el rostro más afilado.
«¿Estará comiendo bien? —Tenía que acordarse de preguntárselo al mayordomo. No podía correr el riesgo de que Tommen enfermara, y menos con Myrcella en manos de los dornienses—. Con el tiempo crecerá, y la corona de Joff le quedará bien.» Hasta entonces le haría falta una más pequeña, que no amenazara con engullirle la cabeza. Dejaría el asunto en manos de los orfebres.
La litera descendió a paso lento por la Colina Alta de Aegon. Dos miembros de la Guardia Real cabalgaban ante ellos, caballeros blancos a lomo de corceles blancos con las capas blancas que les colgaban empapadas. Tras ellos iban cincuenta guardias de los Lannister vestidos de oro y carmesí.
Tommen contempló las calles desiertas por una rendija, entre los cortinajes.
—Creía que habría más gente. Cuando murió mi padre, todo el mundo salió para vernos pasar.
—Es por la lluvia. —Lord Tywin no se había ganado nunca el amor de los habitantes de Desembarco del Rey.
«Y él tampoco quería amor. "El amor no da de comer, ni sirve para comprar caballos, ni para calentar las habitaciones una noche fría"», recordó haberlo oído decirle a Jaime cuando tenía la edad de Tommen.
En el Gran Septo de Baelor, el magnífico edificio de mármol situado en la colina de Visenya, el escaso grupo de asistentes quedaba empequeñecido por el número de capas doradas que Ser Addam Marbrand había distribuido por toda la plaza.
«Ya vendrán más a llorar —se dijo la Reina mientras Ser Meryn Trant la ayudaba a bajar de la litera. En el funeral de la mañana sólo se permitía el acceso a los nobles con sus séquitos; por la tarde habría otro para el pueblo, y las plegarias de la noche estaban abiertas a todos. Cersei tendría que asistir también, para que el pueblo la viera de luto—. La plebe quiere espectáculo.» Era un verdadero fastidio. Tenía que escribir despachos, ganar una guerra, gobernar un reino... Su padre lo habría comprendido.
El Septón Supremo los recibió en la parte superior de las escaleras. Era un anciano encorvado de barbita canosa y rala, tan doblado por el peso de la ornamentada túnica bordada que los ojos le quedaban a la altura del pecho de la Reina, aunque la corona, un hermoso objeto etéreo de cristal tallado e hilo de oro, le añadía sus buenos dos palmos de estatura.
Lord Tywin se la había entregado para sustituir la que se perdió cuando la turba asesinó al anterior Septón Supremo. A aquel gordo idiota lo habían sacado de su litera y lo habían despedazado el día en que Myrcella embarcó hacia Dorne.