Festín de cuervos (23 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

—Oh. —El eunuco se lamió la sangre de los dedos—. Me pedís que haga algo terrible: que libere al Gnomo, que mató a nuestro amado Rey. ¿O creéis que es inocente?

—Inocente o culpable, da igual —respondió Jaime como el imbécil que era—. Un Lannister siempre paga sus deudas.

Con qué facilidad le habían salido las palabras.

Desde entonces no había vuelto a dormir. Constantemente volvía a ver a su hermano, la sonrisa del enano bajo los restos de la nariz mientras la luz de la antorcha le lamía el rostro.

—Eres un pobre idiota tullido —le había espetado con la voz ronca de odio—. Cersei es una zorra mentirosa. Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna. Y yo soy el monstruo que todos dicen. Sí, maté al canalla de tu hijo.

«No dijo que pensara matar a nuestro padre. Lo habría detenido. Así, el asesino de su propia sangre sería yo, no él.»

Jaime se preguntaba dónde se habría escondido Varys. El consejero de los rumores había tenido la sensatez de no volver a sus habitaciones, y tras registrar la Fortaleza Roja no habían dado con él. Tal vez el eunuco se hubiera embarcado con Tyrion en vez de quedarse para responder preguntas incómodas. Si era así, los dos ya estarían muy lejos, en alta mar, compartiendo una frasca de vino dorado del Rejo en el camarote de una galera.

«A menos que mi hermano matara también a Varys y su cadáver se esté pudriendo bajo el castillo.» En tal caso, tal vez pasarían años antes de que encontraran sus huesos.

Jaime había bajado con una docena de guardias, todos con antorchas, cuerdas y farolillos. Recorrieron a tientas durante horas los pasadizos retorcidos, se arrastraron por espacios angostos, cruzaron puertas ocultas, bajaron por escaleras secretas y por huecos que llevaban a la oscuridad más absoluta. Nunca se había sentido tan tullido. Hay muchas cosas que parecen pan comido cuando se tienen dos manos. Las escalas, por ejemplo. Ni siquiera le resultaba fácil gatear; por algo consistía en avanzar sobre las manos, en plural, y las rodillas. Tampoco podía sujetar una antorcha mientras trepaba, como hacían los demás.

Y todo en vano. Sólo encontraron oscuridad, polvo y ratas.

«Y dragones al acecho, allí abajo.» Recordaba el brillo anaranjado de las ascuas en la boca del dragón de hierro. El brasero caldeaba una estancia de la base de un pozo donde convergía media docena de túneles. En el suelo había un desgastado mosaico que representaba al dragón de tres cabezas de la Casa Targaryen, en baldosines rojos y negros.

«Te conozco, Matarreyes —parecía decirle la bestia—. Siempre he estado aquí, esperando tu llegada.» Y a Jaime le había parecido reconocer aquella voz, el tono férreo que había tenido la voz de Rhaegar, príncipe de Rocadragón.

El viento soplaba con fuerza el día en que se despidió de Rhaegar en el patio de la Fortaleza Roja. El príncipe llevaba una armadura negra como la noche, con el dragón de tres cabezas dibujado con rubíes incrustados en la coraza.

—Alteza —le había suplicado Jaime—, que se quede Darry a guardar al Rey esta vez, o Ser Barristan, si lo preferís. Sus capas son tan blancas como la mía.

El príncipe Rhaegar negó con la cabeza.

—Mi señor padre teme al vuestro más que a nuestro primo Robert. Quiere teneros cerca para que Lord Tywin no le haga daño alguno. No le quitaré esa muleta en este momento tan terrible.

La ira ahogaba a Jaime.

—No soy una muleta. Soy un caballero de la Guardia Real.

—En ese caso, guardad al Rey —le espetó Jon Darry—. Cuando os ceñisteis esa capa prometisteis obedecer.

Rhaegar había puesto una mano en el hombro de Jaime.

—Cuando acabe la batalla tengo intención de reunir al consejo. Habrá cambios. Hace tiempo que pensaba hacerlo, pero... En fin, no sirve de nada hablar de los caminos que no tomamos. Cuando regrese, hablaremos.

Fueron las últimas palabras que le dijo Rhaegar Targaryen. Al otro lado de las puertas se había reunido un ejército, y otro descendía ya por el Tridente. Y así, el príncipe de Rocadragón montó a caballo, se puso el alto yelmo negro y cabalgó hacia su destino.

«No sabía cuánta razón tenía. Cuando terminó la batalla hubo cambios.»

—Aerys creía que, si me tenía cerca, no le pasaría nada malo —le dijo al cadáver de su padre—. ¿A que tiene gracia?

Lo mismo debía de pensar Lord Tywin; su sonrisa era más amplia que antes.

«Parece que disfruta con lo de estar muerto. —Era extraño, pero no sentía pena alguna—. ¿Dónde están mis lágrimas? ¿Dónde está mi rabia?» Si algo no le había faltado nunca a Jaime Lannister era eso, rabia.

—Padre —le dijo al cadáver—, tú fuiste quien me dijo que las lágrimas eran señal de debilidad en un hombre, así que no esperarás que llore por ti.

Aquella mañana había desfilado ante el féretro un millar de grandes damas y señores, y después del mediodía pasaron también varios miles de personas del pueblo llano. Todos llevaban ropa oscura y tenían una expresión solemne, pero Jaime sospechaba que muchos de ellos estaban encantados de presenciar la caída de un gran hombre. Incluso en el oeste, Lord Tywin era más respetado que querido, y Desembarco del Rey recordaba todavía el Saqueo.

De todos los asistentes al funeral, el Gran Maestre Pycelle parecía el más compungido.

—He servido a seis reyes —le dijo a Jaime tras la segunda ceremonia, mientras arrugaba la nariz al lado del cadáver—, pero aquí yace el hombre más grande que jamás he conocido. Lord Tywin no llevaba corona, pero tenía todo lo que debe tener un rey.

Sin la barba, Pycelle no sólo parecía viejo, sino también débil.

«Afeitarlo fue lo más cruel que le pudo hacer Tyrion», pensó Jaime, que sabía lo que era perder una parte de uno mismo, una parte que hace de alguien lo que es. Pycelle había lucido una barba magnífica, blanca como la nieve y suave como la lana de un corderillo, muy espesa. Le cubría las mejillas y la barbilla, y le llegaba casi hasta el cinturón. El Gran Maestre solía acariciársela mientras pontificaba. Le proporcionaba un aura de sabiduría y ocultaba todo tipo de cosas desagradables: la piel flácida bajo la mandíbula de anciano, la boca pequeña en la que faltaban varios dientes, las verrugas, las arrugas y las abundantes manchas de la edad. Pycelle trataba de que le creciera de nuevo, pero no lo conseguía. De las mejillas arrugadas y del pellejo que tenía bajo la mandíbula sólo le brotaban mechones ralos a través de los cuales Jaime le veía la piel rosada llena de manchas.

—He visto cosas espantosas en mis tiempos, Ser Jaime —dijo el anciano—. Guerras, batallas, asesinatos horribles... No era más que un niño que vivía en Antigua cuando la peste gris se llevó a media ciudad y a tres cuartas partes de los habitantes de la Ciudadela. Lord Hightower quemó todos los barcos del puerto, cerró las puertas y ordenó a sus guardias que mataran a todos aquellos que intentaran huir, fueran hombres, mujeres o niños de pecho. Cuando pasó la peste acabaron con él. El mismo día en que reabrió el puerto lo desmontaron de su caballo y lo degollaron, al igual que a su hijo. Aún a día de hoy, los ignorantes de Antigua escupen cuando se pronuncia su nombre, pero Quenton Hightower hizo lo que había que hacer. Vuestro padre también era así: un hombre que hacía lo que había que hacer.

—¿Por eso parece tan satisfecho consigo mismo?

Los vapores que desprendía el cadáver hacían que a Pycelle le llorasen los ojos.

—La carne... A medida que la carne se seca, los músculos se tensan y tiran de los labios hacia arriba. No es una sonrisa; es un... Un síntoma de la sequedad, nada más. —Parpadeó para disipar las lágrimas—. Disculpadme, por favor. Estoy muy cansado.

Pycelle se dirigió hacia la salida del septo con pasos dificultosos, apoyándose en el bastón.

«Ese también se está muriendo», comprendió Jaime. No era de extrañar que Cersei lo considerase un inútil.

Aunque, a decir verdad, su querida hermana parecía pensar que la mitad de la corte estaba formada por inútiles o traidores: Pycelle, la Guardia Real, los Tyrell, el propio Jaime... Hasta Ser Ilyn Payne, el caballero silencioso que desempeñaba las funciones de verdugo. Como Justicia del Rey, las mazmorras eran responsabilidad suya. Al carecer de lengua, Payne dejaba la mayor parte de los asuntos de las mazmorras en manos de subordinados, pero aun así, Cersei lo hacía responsable de la fuga de Tyrion. «Fue cosa mía, no suya», había estado a punto de decirle Jaime. Pero en vez de confesar se había prometido averiguar cuanto pudiera del carcelero jefe, un anciano jorobado que respondía al nombre de Rennifer Mareslargos.

—Seguro que os preguntáis qué clase de nombre es ese —dijo entre risitas cuando Jaime fue a interrogarlo—. Pues un nombre muy antiguo, sí. No suelo alardear, pero por mis venas corre sangre real. Soy descendiente de una princesa. Mi padre me lo contó cuando era chiquillo. —A juzgar por las manchas de la cabeza y las canas de la barbilla, hacía muchos años que Mareslargos ya no era un chiquillo—. La princesa era el tesoro más preciado de la Bóveda de las Doncellas. Lord Puño de Roble, el gran almirante, perdió la cabeza por ella, y eso que estaba casado con otra mujer. Puso a su hijo el apellido de Mares en honor a su padre, y cuando creció se convirtió en un gran caballero; también lo fue su propio hijo, que se añadió la terminación largos para que los demás supieran que él no era bastardo. Así que tengo algo de dragón.

—Sí, he estado a punto de confundirte con Aegon
el Conquistador
—fue la respuesta de Jaime. Mares era un apellido de bastardo muy común en la zona de la bahía Aguasnegras; lo más probable era que el viejo Mareslargos descendiera de la Casa de algún caballero sin importancia, y no de una princesa—. Pero da la casualidad de que tengo preocupaciones más apremiantes que tu linaje.

Mareslargos inclinó la cabeza.

—El prisionero desaparecido.

—Y el carcelero que falta.

—Rugen —confirmó el viejo—. Un subordinado. Estaba al mando del tercer nivel, las celdas negras.

—Dime lo que sepas de él —tuvo que responder Jaime.

«Esto es una farsa de mierda.» Sabía quién era Rugen mejor que Mareslargos.

—Desaliñado, sin afeitar, muy vulgar en el habla. Tengo que reconocer que no era de mi agrado. Rugen ya estaba aquí cuando llegué, hace doce años. Lo había nombrado el rey Aerys. La verdad es que rara vez pasaba por aquí. Ya lo señalé en los informes, mi señor. Os lo aseguro, os doy mi palabra, la palabra de un hombre de sangre real.

«Vuelve a mencionar esa sangre real y quizá la derrame», pensó Jaime.

—¿Quién leía esos informes?

—Unos iban para el consejero de la moneda; otros, para el consejero de los rumores. El carcelero jefe y la Justicia del Rey los recibían todos. Siempre se ha hecho así en las mazmorras. —Mareslargos se rascó la nariz—. Rugen estaba aquí cuando hacía falta, mi señor, eso también hay que decirlo. Las celdas negras se utilizan poco. Antes de que enviaran a vuestro hermano menor tuvimos durante un tiempo al Gran Maestre Pycelle, y antes de él al traidor Lord Stark. Hubo otros tres, que no eran nobles, Lord Stark se los entregó a la Guardia de la Noche. No me pareció buena idea soltarlos, pero los papeles estaban en orden. También lo señalé en el informe, podéis estar seguro.

—Háblame de los dos carceleros que se quedaron dormidos.

—¿Carceleros? —Mareslargos bufó—. Esos no eran carceleros. No eran más que llaverizos. La corona paga el sueldo de veinte llaverizos, mi señor, nada menos que veinte, pero en el tiempo que llevo aquí nunca hemos tenido más de doce. También se supone que tendríamos que contar con seis carceleros, dos en cada nivel, pero sólo disponemos de tres.

—¿Tú y dos más?

Mareslargos volvió a soltar un bufido.

—Yo soy el carcelero jefe, mi señor. Estoy por encima de los carceleros. A mí me corresponde llevar las cuentas. Si mi señor desea echar un vistazo a los libros verá que las cifras cuadran. —Mareslargos había consultado un gran volumen con encuadernación de cuero que tenía abierto delante—. En este momento tenemos cuatro prisioneros en el primer nivel y uno en el segundo, además de vuestro hermano. —El viejo frunció el ceño—. Que se ha fugado, claro. Es verdad. Lo tacharé.

Cogió una pluma y le hizo una incisión en el cañón para escribir.

«Seis prisioneros —pensó Jaime con amargura—, y pagamos el salario de veinte llaverizos, seis carceleros, un carcelero jefe, un encargado y la Justicia del Rey.»

—Quiero interrogar a esos dos llaverizos.

Rennifer Mareslargos dejó el cortaplumas y alzó la vista hacia Jaime, desconcertado.

—¿Interrogarlos, mi señor?

—Ya me has oído.

—Sí, mi señor, os he oído, pero... Mi señor puede interrogar a quien quiera, desde luego; no me corresponde a mí decir lo contrario. Pero, permitidme la osadía, ser, no creo que os respondan. Están muertos, mi señor.

—¿Muertos? ¿Por orden de quién?

—Pensé que por orden vuestra, o... ¿Tal vez del Rey? No pregunté. No... No me corresponde a mí interrogar a la Guardia Real.

Aquello era hurgar en la herida: Cersei había utilizado a sus propios hombres para hacer el trabajo sucio, a ellos y a sus adorados Kettleblack.

—¡Imbéciles descerebrados! —les había gritado Jaime a Boros Blount y a Osmund Kettleblack más tarde, en una celda que apestaba a sangre y muerte—. ¿Qué habéis hecho?

—Nada más que lo que se nos ordenó, mi señor. —Ser Boros era más bajo que Jaime, pero más fornido—. Lo ordenó Su Alteza. Vuestra hermana.

Ser Osmund apoyó el pulgar en el cinto.

—Nos dijo que deseaba que durmieran para siempre, así que mis hermanos y yo nos encargamos de ello.

«Y de qué manera.» Uno de los cadáveres estaba tumbado de bruces sobre la mesa, como si se hubiera desmayado tras emborracharse en un banquete, pero el charco que había bajo la cabeza era de sangre, no de vino. El segundo llaverizo había logrado apartarse del banco y sacar el puñal antes de que le clavaran una espada larga entre las costillas. Su final había sido más largo, más sucio.

«Le dije a Varys que nadie debía resultar herido en la fuga —pensó Jaime—. Se lo tendría que haber dicho a mis hermanos.»

—Ha sido un error, ser.

Ser Osmund se encogió de hombros.

—Nadie los echará de menos. Seguro que habían participado en la intriga, igual que el que ha desaparecido.

«No —habría podido decirle Jaime—. Varys les puso un somnífero en el vino.»

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