—No tenía miedo —insistió el niño—. Es que el olor me daba arcadas. ¿No te daba arcadas a ti? ¿Cómo lo aguantabas, tío?
«Olí la podredumbre de mi propia mano cuando Vargo Hoat me obligó a llevarla al cuello.»
—Un hombre puede aguantar casi cualquier cosa si es necesario —le explicó Jaime a su hijo. «He olido a un hombre que se asaba, cuando el rey Aerys lo coció en su propia armadura»—. El mundo está lleno de cosas espantosas, Tommen. Puedes luchar contra ellas, reírte de ellas o verlas sin mirar... Escapar hacia dentro.
Tommen lo pensó un instante.
—Antes... Antes me escapaba hacia dentro, a veces —confesó—, cuando Joffy...
—Joffrey. —Cersei estaba junto a ellos; el viento le enredaba las faldas en torno a las piernas—. Tu hermano se llamaba Joffrey. Y jamás me habría avergonzado de esta manera.
—No pretendía... No tenía miedo, mamá. Es sólo que tu señor padre olía tan mal...
—¿Y crees que a mí me parecía un olor agradable? Yo también tengo nariz. —Lo cogió de la oreja para obligarlo a ponerse en pie—. Lord Tyrell tiene nariz. ¿Has visto que él vomitara en el septo sagrado? ¿Has visto a Lady Margaery lloriquear como un bebé?
—Ya basta, Cersei —dijo Jaime, poniéndose de pie.
La ira hacía que se le dilataran las fosas nasales.
—¿Ser? ¿Qué haces aquí? Creo recordar que juraste guardar vigilia junto a nuestro padre hasta que terminara el velatorio.
—Ya ha terminado. Sólo tienes que echarle un vistazo.
—No. Dijiste que siete días y siete noches. Sin duda el Lord Comandante sabrá contar hasta siete. Sólo tienes que mirarte el número de dedos y sumar dos.
Los demás asistentes habían empezado a salir a la plaza, huyendo del olor nauseabundo del septo.
—Baja la voz, Cersei —le advirtió Jaime—. Se acerca Lord Tyrell.
Aquello la calmó. La Reina tiró de Tommen para situarlo a su lado. Mace Tyrell hizo una reverencia ante ellos.
—Espero que Su Alteza no se encuentre mal.
—El Rey se ha sentido abrumado por el dolor —replicó Cersei.
—Igual que nos sucede a todos. Si hay algo que pueda hacer...
Mucho más arriba, un cuervo lanzó un graznido. Estaba posado en la estatua del rey Baelor, cagando sobre su cabeza sagrada.
—Hay mucho que podéis hacer por Tommen, mi señor —dijo Jaime—. ¿Le haríais a Su Alteza la Reina el honor de cenar con ella tras la ceremonia de esta noche?
Cersei le lanzó una mirada asesina, pero por una vez tuvo la sensatez de morderse la lengua.
—¿Cenar? —Tyrell parecía desconcertado—. Me imagino... Claro, será un honor para nosotros. Para mi señora esposa y para mí.
La Reina se obligó a sonreír y susurrar algo amable, pero cuando Tyrell le pidió permiso para retirarse y Ser Addam Marbrand se llevó a Tommen, se volvió hacia Jaime, furiosa.
—¿Estás borracho o deliras? Dime, ¿por qué tengo que cenar con ese imbécil codicioso y su pueril esposa? —Una ráfaga de viento le agitó el cabello dorado—. No lo nombraré Mano, si es eso lo que...
—Necesitas a Tyrell —interrumpió Jaime—, pero no aquí. Pídele que capture Bastión de Tormentas para Tommen. Adúlalo, dile que lo necesitas en el campo de batalla para sustituir a nuestro padre. Mace se considera un gran guerrero. O te gana Bastión de Tormentas o la caga y queda como un imbécil. Sea como sea, tú ganas.
—¿Bastión de Tormentas? —Cersei se quedó pensativa—. Sí, pero... Lord Tyrell ha dejado claro una y otra vez que no saldrá de Desembarco del Rey hasta que Tommen se case con Margaery.
Jaime suspiró.
—Pues que se casen. Faltan años para que Tommen tenga edad para consumar el matrimonio, y hasta entonces, siempre se podrá anular. Dale su boda a Tyrell y mándalo a jugar a la guerra.
Una sonrisa cautelosa aleteó en los labios de su hermana.
—Y también hay riesgos en los asedios —murmuró—. Oye, nuestro señor de Altojardín podría perder la vida.
—Existe ese peligro —convino Jaime—. Sobre todo si se le acaba la paciencia y decide tomar la fortaleza por asalto.
Cersei le dirigió una larga mirada.
—¿Sabes? —dijo—, durante un momento has hablado igual que nuestro padre.
Las puertas del Valle Oscuro estaban cerradas y atrancadas. A la escasa luz previa al amanecer, los muros de la ciudad desprendían un brillo pálido. En los baluartes, los jirones de neblina se movían como centinelas fantasmales. Ante las puertas se había reunido una docena de carromatos y carros tirados por bueyes, a la espera de que saliera el sol. Brienne ocupó su lugar detrás de unos nabos. Le dolían las pantorrillas, de modo que le resultó agradable desmontar y estirar las piernas. No pasó mucho tiempo antes de que llegara otro carromato traqueteando entre los árboles. Cuando el cielo empezó a iluminarse, la cola era ya de quinientos pasos.
Los campesinos le lanzaban miradas de curiosidad, pero nadie le dirigió la palabra.
«Tengo que ser yo la que hable con ellos —se dijo Brienne. Pero siempre le había costado entablar conversación con desconocidos. Era tímida desde pequeña, y los años de burlas y desprecios la habían hecho más tímida aún—. Tengo que preguntar por Sansa. Si no, ¿cómo la voy a encontrar?» Se aclaró la garganta.
—Buena mujer —le dijo a la campesina del carro de nabos—, puede que hayáis visto a mi hermana en el camino. Una doncella joven, de trece años, muy hermosa, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo. Tal vez viaje con un caballero borracho.
La mujer negó con la cabeza.
—Entonces ya no es doncella, seguro —intervino su esposo—. ¿Cómo se llama esa pobre chiquilla?
Brienne se quedó en blanco. «Tendría que haberle inventado un nombre.» Cualquier nombre habría servido, pero no se le ocurrió ninguno.
—¿No tiene nombre? Bueno, los caminos están llenos de niñas sin nombre.
—Los cementerios están aún más llenos —dijo su esposa.
Cuando amaneció, los guardias se asomaron a los parapetos. Los campesinos se subieron a sus carromatos y sacudieron las riendas. Brienne también montó y echó un vistazo a sus espaldas. Casi todos los que aguardaban para entrar en el Valle Oscuro eran granjeros con cargamentos de frutas y verduras. Una docena de puestos detrás de ella había un par de ciudadanos acaudalados, a lomos de palafrenes de pura raza, y un poco más atrás divisó a un chiquillo flaco montado en un jamelgo picazo. No había ni rastro de los dos caballeros, ni de Ser Shadrich,
el Ratón Loco
.
Los guardias hacían gestos para dar paso a los carromatos sin apenas dedicarles una mirada, pero cuando Brienne llegó ante la puerta la detuvieron.
—¡Alto! —exclamó el capitán. Un par de hombres con cota de malla cruzaron las lanzas ante ella para impedirle el paso—. Decid a qué venís.
—Busco al señor del Valle Oscuro, o si no, a su maestre.
El capitán observó su escudo con atención.
—El murciélago negro de Lothston. Ese blasón tiene mala fama.
—No es el mío. Voy a encargar que me pinten el escudo.
—¿Sí? —El capitán se rascó la barbilla mal afeitada—. Da la casualidad de que mi hermana se dedica a eso. La podéis encontrar en la casa de las puertas pintadas, la que está enfrente del Siete Espadas. —Les hizo una seña a los guardias—. Dejadla pasar, muchachos. Es una moza.
Al otro lado de la puerta había un mercado donde los que habían entrado antes de ella estaban descargando los carros y empezaban a pregonar sus nabos, sus cebollas y sus sacos de cebada. Otros vendían armas y armaduras, todo muy barato a juzgar por los precios que oyó gritar a su paso.
«Los saqueadores llegan con los cuervos carroñeros después de toda batalla.» Brienne avanzó a caballo entre cotas de malla que aún tenían pegotes de sangre seca, yelmos abollados y espadas largas melladas. También se podían comprar prendas de vestir: botas de cuero, capas de piel, jubones sucios con desgarrones muy sospechosos... Reconoció muchas de las divisas: el puño con el guantelete, el alce, el sol blanco, el hacha de doble filo... Eran todos blasones norteños. Pero también habían caído allí hombres de la casa Tarly, y muchos de las tierras de la tormenta. Vio manzanas rojas y verdes, un escudo en el que aparecían los tres relámpagos de Leygood, y una gualdrapa con las hormigas de Ambrose. El mismísimo cazador de Lord Tarly aparecía en muchos emblemas y sobretodos.
«Amigo o enemigo, a los cuervos les da igual.»
Había escudos de pino y de tilo por apenas unas monedas, pero Brienne pasó de largo; quería conservar el pesado escudo de roble que le había dado Jaime, el que él mismo había llevado de Harrenhal a Desembarco del Rey. Los escudos de pino tenían sus ventajas: eran más ligeros y, por tanto, más fáciles de transportar, y la madera blanda atrapaba con más facilidad el hacha o la espada del enemigo. Pero el roble ofrecía más protección a quien tuviera fuerzas suficientes para portarlo.
El Valle Oscuro estaba edificado en torno a su puerto. Al norte de la ciudad se alzaban acantilados de caliza; hacia el sur, un cabo rocoso protegía los barcos anclados de las tormentas que llegaban del mar Angosto. El castillo dominaba el puerto; el torreón cuadrado y las enormes torres en forma de tambor se divisaban desde cualquier punto de la ciudad. Las calles pavimentadas con guijarros estaban tan llenas de gente que era más fácil caminar que cabalgar, de manera que Brienne dejó la yegua en un establo y siguió a pie, con el escudo colgado a la espalda y el petate bajo el brazo.
No le costó dar con la casa de la hermana del capitán. El Siete Espadas era la posada más grande de la ciudad, un edificio de cuatro pisos que sobresalía entre los que lo rodeaban, y las puertas de la casa que había enfrente estaban pintadas con gran talento. En la imagen se veía un castillo situado en un bosque otoñal, con árboles en tonos dorados y ocres. Los troncos de los robles centenarios estaban cubiertos de hiedra, y hasta las bellotas estaban pintadas con amoroso detalle. Al examinar la imagen más de cerca, Brienne vio criaturas en medio del follaje: un tímido zorro rojo, dos gorriones posados en una rama y, tras esas hojas, la sombra de un jabalí.
—Tu puerta es muy hermosa —le dijo a la mujer morena que abrió cuando llamó con los nudillos—. ¿Qué castillo es ese?
—Todos los castillos —respondió la hermana del capitán—. El único que conozco es el Fuerte Pardo, que está junto al puerto. Este me lo he inventado pensando en cómo debería ser un castillo. Tampoco he visto nunca un dragón, ni un grifo, ni un unicornio.
Su actitud era alegre, pero cuando Brienne le enseñó el escudo se le borró la sonrisa.
—Mi anciana madre me decía que, en las noches sin luna, venían de Harrenhal murciélagos gigantes y se llevaban a los niños malos para que Danelle
la Loca
los asara. A veces los oía arañar los postigos. —Se pasó la lengua por los dientes, pensativa—. ¿Qué queréis que ponga en su lugar?
Las armas de Tarth estaban cuarteladas en cruz, con una media luna de plata en campo de azur y un sol de oro en campo de púrpura. Pero mientras la gente creyera que era una asesina, Brienne no se atrevía a llevarlas.
—Vuestra puerta me ha recordado un viejo escudo que vi en la armería de mi padre, hace mucho.
Le describió las divisas con tanto detalle como pudo recordar. La mujer asintió.
—Lo puedo pintar ahora mismo, pero luego tendrá que secarse. Tomad una habitación en el Siete Espadas, si os parece bien, y os llevaré el escudo mañana por la mañana.
Brienne no había previsto hacer noche en el Valle Oscuro, pero tal vez fuera lo mejor. No sabía si el señor de la ciudad se encontraba en el castillo, ni si accedería a recibirla. Le dio las gracias a la pintora y cruzó la calle en dirección a la posada. Encima de la puerta pendían siete espadas de madera bajo una púa de hierro. El encalado blanco que las cubría estaba desconchado y se caía a pedazos, pero Brienne sabía qué significaba: las espadas representaban a los siete hijos de Darklyn, que habían vestido las capas blancas de la Guardia Real. No había otra Casa del reino que pudiera presumir de una hazaña comparable.
«Fueron la gloria de su Casa. Y ahora son el cartel de una posada.» Entró en la sala común y le pidió al posadero una habitación y un baño.
El hombre la alojó en el segundo piso; una mujer que tenía en el rostro un antojo marrón rojizo le llevó una bañera de madera y, después, el agua cubo a cubo.
—¿Queda algún Darklyn en el Valle Oscuro? —le preguntó Brienne al tiempo que se metía en la bañera.
—Bueno, estamos los Darke; yo, por ejemplo. En el Valle Oscuro das una patada a una piedra y sale un Darke, o un Darkwood, o un Dargood, pero los señores Darklyn han desaparecido. El último fue Lord Denys, ese jovencito alocado. ¿Sabíais que los Darklyn eran los reyes del Valle Oscuro antes de la llegada de los ándalos? Nadie lo diría al verme, pero tengo sangre real. ¿Os imagináis? Tendría que hacer que me trataran con respeto, que me dijeran «Alteza, otra jarra de cerveza, Alteza, hay que vaciar el orinal de la habitación y traer más leña, Alteza, mierda, que se apaga el fuego». —Se echó a reír y sacudió las últimas gotas del cubo—. Ya está. ¿Está el agua bien caliente?
—Así me vale.
Estaba apenas tibia.
—Os traería más, pero sobraría. Y con lo grande que sois, seguro que llenáis una bañera.
«Sólo si es tan pequeña como esta.» En Harrenhal las bañeras eran enormes, de piedra. En la casa de baños apenas se veía a través del vapor, y de esa neblina había surgido Jaime, desnudo como en el día de su nombre, mitad cadáver y mitad dios.
«Se metió en la bañera conmigo», recordó con sonrojo. Cogió un trozo de duro jabón de sosa y se frotó bajo los brazos mientras intentaba evocar el rostro de Renly.
Cuando el agua se enfrió por completo, Brienne ya estaba tan limpia como podía estar dadas las circunstancias. Se puso la ropa con la que había llegado y se ajustó el cinto, pero dejó en la habitación la cota de malla y el yelmo para no presentar una imagen tan amenazadora en Fuerte Pardo. Le sentó bien estirar las piernas. Los guardias de las puertas del castillo vestían jubones de cuero con una divisa en la que se veían mazas cruzadas sobre un aspa de plata.
—Quiero hablar con vuestro señor —les dijo Brienne.
Uno de ellos se echó a reír.
—Pues vais a tener que gritar mucho.
—Lord Rykker ha ido a Poza de la Doncella con Randyll Tarly —informó el otro—. Ha dejado a Ser Rufus Leek de castellano para que cuide de Lady Rykker y de los pequeños.