Festín de cuervos (24 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

—En ese caso les podríamos haber sonsacado la verdad. —«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»—. Si fuera desconfiado, empezaría a preguntarme por qué teníais tanta prisa por evitar que los interrogaran. ¿Teníais que silenciarlos para ocultar vuestra participación en esto?

—¿Nosotros? —Kettleblack estuvo a punto de atragantarse—. No hemos hecho más que obedecer a la Reina. Os doy mi palabra de Hermano Juramentado.

Los dedos inexistentes de Jaime se tensaron.

—Que bajen Osney y Osfryd, y limpiad este desastre. Y la próxima vez que mi querida hermana os ordene matar a alguien, decídmelo antes. Si no es para eso, manteneos fuera de mi vista, ser.

Las palabras retumbaron en su mente en la penumbra del septo de Baelor. Más arriba, todas las vidrieras se habían tornado negras, y alcanzaba a divisar la luz tenue de estrellas lejanas. El sol se había ocultado por completo. Pese a las velas aromáticas, el hedor de la muerte era cada vez más marcado. Aquel olor le recordaba el paso del Colmillo Dorado, donde había conseguido una victoria gloriosa en los primeros días de la guerra. La mañana siguiente a la batalla, los cuervos se dieron un festín con los cadáveres de vencedores y vencidos, igual que habían devorado a Rhaegar Targaryen después del Tridente.

«¿Cuánto vale una corona si un cuervo puede cenar carne de rey?»

Jaime estaba seguro de que en aquel momento había cuervos dando vueltas sobre las siete torres y la gran cúpula del septo de Baelor, batiendo las alas negras contra el aire de la noche, buscando alguna manera de entrar.

«Todos los cuervos de los Siete Reinos deberían rendirte homenaje, padre. Los alimentaste bien, desde Castamere hasta el Aguasnegras. —La idea pareció satisfacer a Lord Tywin; su sonrisa se hizo todavía más amplia—. Mierda, sonríe como un recién casado en la noche de bodas.»

Era una imagen tan grotesca que Jaime se echó a reír.

El sonido de la carcajada resonó entre las criptas y capillas, como si los muertos enterrados tras los muros también se estuvieran riendo.

¿Por qué no? Esto es más absurdo que una farsa de titiriteros, aquí estoy, en vigilia por el padre al que ayudé a asesinar, enviando hombres en busca del hermano al que ayudé a escapar...»

Le había ordenado a Ser Addam Marbrand que registrara la calle de la Seda.

—Mirad debajo de todas las camas; ya sabéis lo aficionado que es mi hermano a los burdeles.

Los capas doradas encontrarían cosas más interesantes bajo las faldas de las putas que bajo los lechos. Se preguntó cuántos bastardos nacerían como fruto de aquella búsqueda fútil.

Sin poder evitarlo, sus pensamientos volaron hacia Brienne de Tarth.

«Moza estúpida, testaruda, adefesio. —¿Dónde estaría?—. Dale fuerzas, Padre.» Casi una plegaria... Pero ¿invocaba al dios, al padre de todos, cuya imponente estatua relucía a la luz de las velas al otro lado del septo? ¿O estaba rezando al cadáver que yacía ante él?

«¿Qué más da? Ni el uno ni el otro me escucharon nunca.» El Guerrero había sido el dios de Jaime desde que tuvo edad suficiente para empuñar una espada. Otros hombres podían ser padres, hijos, maridos, pero no Jaime Lannister, cuya espada era tan dorada como su cabello. Era un guerrero, y nunca sería otra cosa.

«Tendría que decirle la verdad a Cersei; debería reconocer que fui yo quien liberó a nuestro hermano de su celda.» Claro, como la verdad le había dado tan buen resultado con Tyrion... «Sí, yo maté al canalla de tu hijo, y ahora voy a matar también a tu padre.» Jaime oía las carcajadas del Gnomo en la penumbra. Se volvió para mirar, pero el sonido era el eco de su risa, que volvía a él. Cerró los ojos, pero volvió a abrirlos a toda velocidad.

«No puedo dormir. —Si se dormía, tal vez soñara. Cómo se reía Tyrion...—... zorra mentirosa... follando con Lancel y con Osmund Kettleblack...»

A medianoche, las bisagras de las Puertas del Padre dejaron escapar un gemido cuando entró una hilera de varios cientos de septones. Algunos vestían túnicas de hilo de plata y llevaban guirnaldas de cristal que los señalaban como Máximos Devotos. Por las Puertas de la Madre, que daban a su convento, entraron las septas blancas, en fila de a siete, entonando cánticos con voz queda, mientas que las hermanas silenciosas llegaron de una en una bajando por los Peldaños del Desconocido. Las doncellas de la muerte vestían de gris claro y se cubrían con capuchas de manera que sólo se les veían los ojos. También llegó un grupo de monjes con túnicas marrones, castañas, color arena y hasta de lana basta sin teñir, ceñidas con sogas de cáñamo. Algunos llevaban colgado del cuello el martillo del Herrero, mientras que otros portaban cuencos mendicantes.

Ninguno de ellos le prestó la menor atención a Jaime. Hicieron el circuito del septo, rezando ante cada uno de los siete altares para honrar los siete aspectos de la deidad. Hicieron un sacrificio a cada dios y a cada uno le cantaron un himno. Sus voces se alzaban dulces, solemnes. Jaime cerró los ojos para escuchar, pero tuvo que abrirlos cuando empezó a tambalearse.

«Estoy más cansado de lo que me imaginaba. Han pasado muchos años desde mi última vigilia. Y entonces era más joven; tenía quince años.» En aquella ocasión no vestía armadura, sólo una sencilla túnica blanca. El septo donde había pasado la noche no tenía ni un tercio del tamaño de cualquiera de los siete cruceros del Gran Septo. Jaime había depositado la espada en las rodillas del guerrero, le había puesto la armadura a los pies y se había arrodillado en el duro suelo de piedra, ante el altar. Al amanecer tenía las rodillas ensangrentadas y en carne viva.

—Todo caballero debe sangrar, Jaime —le había dicho Ser Arthur Dayne al verlo—. La sangre es el sello de nuestra devoción.

Le dio un golpecito en el hombro con
Albor
, la hoja blanquecina estaba tan afilada que hasta el ligero roce bastó para atravesar la túnica de Jaime, que sangró de nuevo. Ni siquiera lo sintió. Un niño se había arrodillado; un caballero se levantaba.

«El Joven León, no el Matarreyes.»

Pero eso había sido hacía mucho tiempo, y el niño había muerto.

No se dio cuenta de en qué momento terminaron las ceremonias. Quizá se hubiera quedado dormido, a pesar de estar de pie. Cuando los devotos volvieron a salir en fila, el Gran Septo quedó de nuevo en silencio. Las velas eran una muralla de estrellas que ardían en la oscuridad, aunque el aire apestaba a muerte. Jaime estiró los dedos con los que agarraba el mandoble dorado. Quizá no habría sido mala idea dejar que Ser Loras lo relevara.

«Qué mal le habría sentado a Cersei.» El Caballero de las Flores era aún casi un niño, arrogante y vanidoso, pero tenía madera para llegar a ser grande, para llevar a cabo hazañas dignas del Libro Blanco.

El Libro Blanco lo estaría esperando cuando terminara la vigilia, abierto en mudo reproche.

«Antes de llenarlo de mentiras, romperé en pedazos esa mierda de libro.» Pero si no mentía, ¿qué podía escribir, aparte de la verdad?

Había una mujer ante él.

«Está lloviendo otra vez —pensó al ver lo empapada que estaba. El agua le corría por la capa y formaba un charco a sus pies—. ¿Cómo ha llegado aquí? No la he oído entrar.» Vestía como una moza de taberna, con una gruesa capa de lana basta mal teñida a manchas marrones, deshilachada por el dobladillo. La capucha le ocultaba el rostro, pero Jaime veía la danza de las velas en los estanques verdes de sus ojos y reconocía su manera de moverse.

—Cersei. —Hablaba despacio, como quien despierta de un sueño y aún no sabe dónde se encuentra—. ¿Qué hora es?

—Ya no es de noche, pero aún no ha amanecido. La hora del lobo, la llaman. —Su hermana se retiró la capucha e hizo una mueca—. Será la hora del lobo ahogado. —Le dedicó la más dulce de las sonrisas—. ¿Te acuerdas de la primera vez que fui a verte así? Fue en una tabernucha del callejón de la Comadreja, y me puse ropa de criada para pasar entre los guardias de nuestro padre.

—Me acuerdo. Fue en el callejón de la Anguila. —«Busca algo»—. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Qué quieres de mí?

La última palabra resonó por todo el septo,
mimimimimimimimimimimimimimí
, languideciendo hasta convertirse en un susurro. Durante un momento se atrevió a soñar con que no buscaba más que el consuelo de sus brazos.

—Baja la voz. —Sonaba extraña, jadeante, casi alarmada—. Jaime, Kevan se ha negado. No quiere ser la Mano. Sabe... Sabe lo nuestro. Me lo ha dicho.

—¿Que se ha negado? —Aquello constituía una sorpresa—. ¿Cómo es posible que lo supiera? Habrá leído lo que escribió Stannis, pero no hay...

—Tyrion lo sabía —le recordó su hermana—. ¿Quién sabe qué habrá contado ese enano malvado, y a quién? Y el tío Kevan es lo de menos. El Septón Supremo... Tyrion lo coronó después de que muriera el gordo. Puede que también lo sepa. —Se acercó más a él—. Tienes que ser la Mano de Tommen. No me fío de Mace Tyrell. ¿Y si tuvo algo que ver con la muerte de nuestro padre? Puede que conspirase con Tyrion. Tal vez el Gnomo esté de camino a Altojardín...

—No es así.

—Sé mi Mano —le suplicó—. Juntos gobernaremos los Siete Reinos, como un rey con su reina.

—Fuiste la reina de Robert. Pero no quieres ser la mía.

—Lo sería si me atreviera, pero nuestro hijo...

—Tommen no es hijo mío, igual que no lo era Joffrey. —Hablaba con tono seco—. También se los entregaste a Robert.

Su hermana se sobresaltó.

—Me juraste que siempre me amarías. Obligarme a suplicar no es amarme.

A Jaime le llegaba el olor de su miedo incluso por encima del hedor rancio del cadáver. Habría dado cualquier cosa por tomarla entre sus brazos y besarla, por enterrar el rostro en sus rizos dorados y prometerle que nadie le haría daño.

«Aquí no —pensó—, aquí no; estamos ante los dioses, ante nuestro padre.»

—No —dijo—. No puedo. No quiero.

—Te necesito. Necesito a mi otra mitad. —Jaime oía las gotas de lluvia que repiqueteaban contra los cristales, más arriba—. Tú eres yo, yo soy tú. Te necesito conmigo. Dentro de mí. Por favor, Jaime. Por favor.

Jaime echó un vistazo para asegurarse de que Lord Tywin no se levantaba del sepulcro en un ataque de ira, pero seguía inmóvil, frío, pudriéndose.

—Estoy hecho para el campo de batalla, no para la cámara del Consejo. Y puede que ahora no sirva ni para eso.

Cersei se secó las lágrimas con la desastrada manga marrón.

—Muy bien. Si quieres campos de batalla, campos de batalla te daré. —Se volvió a cubrir la cabeza con gesto furioso—. Qué idiota he sido al venir. Qué idiota fui al amarte.

Sus pisadas resonaron en el silencio y dejaron manchas húmedas en el suelo de mármol.

El amanecer pilló a Jaime casi desprevenido. Cuando el cristal de la cúpula empezó a iluminarse, las paredes, suelos y columnas se cubrieron de pronto con multitud de dibujos irisados y bañaron el cadáver de Lord Tywin con un halo multicolor. La Mano del Rey se pudría a ojos vistas. Su rostro había adquirido un tono verdoso y tenía los ojos muy hundidos, como dos pozos negros. Se le habían abierto grietas en las mejillas, y un asqueroso líquido blanco manaba por las juntas de su espléndida armadura dorada y carmesí para convertirse en un charco bajo el cuerpo.

Los septones fueron los primeros en verlo cuando regresaron para las plegarias del amanecer. Entonaron los cánticos, rezaron las oraciones y arrugaron la nariz; un Máximo Devoto se mareó tanto que necesitó ayuda para salir del septo. Poco después llegó una bandada de novicios que agitaba incensarios, y el aire se cargó tanto que el féretro parecía envuelto en humo. Los colores se desvanecieron en la niebla perfumada, pero el hedor persistió, un olor dulzón y podrido que le provocaba arcadas a Jaime.

Cuando se abrieron las puertas, los Tyrell fueron los primeros en entrar, tal como correspondía a su alcurnia. Margaery llevaba un gran centro de rosas doradas. Lo puso ostentosamente al pie del féretro de Lord Tywin, pero se quedó con una y la sostuvo bajo la nariz mientras tomaba asiento.

«Así que es tan lista como hermosa. Será una buena reina para Tommen. Mejor que las que tuvieron otros.» Las damas de Margaery siguieron su ejemplo.

Cersei aguardó hasta que todos estuvieron sentados antes de hacer su entrada, acompañada de Tommen. Ser Osmund Kettleblack caminaba junto a ellos con su armadura esmaltada en blanco y la capa blanca de lana.

«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»

Jaime había visto a Kettleblack desnudo en la sala de baños; había visto la pelambre negra de su pecho y la mata aún más recia que tenía entre las piernas. Se imaginó aquel pecho apretado contra el de su hermana, aquel vello arañando la piel suave de sus senos.

«Cersei no haría semejante cosa. El Gnomo me mintió. —Oro batido y alambre negro, entremezclados, sudorosos. Las nalgas prietas de Kettleblack contrayéndose con cada embestida. Jaime oyó los gemidos de su hermana—. No... Es mentira.»

Pálida, con los ojos enrojecidos, Cersei subió por las escaleras para arrodillarse ante su padre, arrastrando a Tommen. El chico dio un paso atrás al ver aquel espectáculo, pero su madre lo agarró por la muñeca antes de que pudiera escapar.

—Reza —le susurró.

Tommen lo intentó. Pero sólo tenía ocho años, y Lord Tywin era un espanto. El Rey inhaló una bocanada desesperada y empezó a sollozar.

—¡Basta ya! —ordenó Cersei.

Tommen giró la cabeza, se dobló por la cintura y empezó a vomitar. La corona se le cayó y salió rodando por el suelo de mármol. Su madre se apartó asqueada, y el Rey echó a correr hacia la puerta tan deprisa como se lo permitían sus piernas infantiles.

—Relevadme, Ser Osmund —ordenó Jaime con brusquedad cuando Kettleblack se volvió para recoger la corona.

Entregó al otro hombre la espada dorada y salió corriendo en pos de su rey. Le dio alcance en la Sala de las Lámparas, ante la mirada de dos docenas de sobresaltadas septas.

—Lo siento —sollozó Tommen—. Mañana lo haré mejor. Mamá dice que un rey tiene que dar ejemplo, pero es que el olor me daba arcadas.

«No puede ser. Demasiados oídos atentos, demasiados ojos mirando.»

—Será mejor que salgamos, Alteza.

Jaime llevó al chico al exterior, donde el aire estaba tan fresco y limpio como era posible en Desembarco del Rey. Cuarenta capas doradas se encontraban apostados alrededor de la plaza guardando los caballos y las literas. Se llevó al Rey a un lado, lejos de todos, y lo sentó en los peldaños de mármol.

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