—A menos que vuelva a Dorne, no puedo hacer nada con Sarella, excepto rezar para que tenga más sentido común que sus hermanas. Dejadla con su... juego. Reunid a las otras. No me acostaré hasta que sepa que están a salvo y vigiladas.
—Así se hará. —El capitán titubeó—. Cuando corra la voz, el pueblo aullará.
—Todo Dorne aullará —dijo Doran Martell con voz cansada—. Sólo ruego por que Lord Tywin oiga los aullidos desde Desembarco del Rey, para que vea qué amigo tan leal tiene en Lanza del Sol.
Soñaba que estaba sentada en el Trono de Hierro, por encima de todos.
Abajo, los cortesanos eran ratones de mil colores. Los grandes señores y las damas orgullosas se arrodillaban ante ella. Valientes caballeros jóvenes ponían las espadas a sus pies y le suplicaban llevar sus prendas, y la Reina les sonreía desde arriba. Eso... hasta que el enano apareció de la nada y la señaló entre carcajadas. Las damas y los señores también empezaron a reír a hurtadillas, se tapaban la boca con la mano para ocultar la sonrisa. Entonces, la Reina se dio cuenta de que estaba desnuda.
Trató de taparse con las manos, horrorizada. Las púas y las hojas afiladas del Trono de Hierro se le clavaron en la carne cuando se acurrucó para ocultar su vergüenza. La sangre roja le bajó por las piernas; dientes de acero le mordisquearon las nalgas. Cuando trató de levantarse, se le encajó un pie en un boquete del metal retorcido. Cuanto más se debatía, más la engullía el trono; le arrancaba pedazos de carne del pecho y el vientre, le cortaba los brazos y las piernas hasta dejarla pegajosa, enrojecida.
Y mientras, abajo, su hermano no dejaba de reír.
Aquella alegría perversa le seguía resonando en los oídos cuando sintió un roce en el hombro y, de repente, se despertó. Durante un instante, la mano le pareció parte de la pesadilla; Cersei lanzó un grito, pero no era más que Senelle. El rostro de la doncella estaba pálido y asustado.
«No estamos solas —advirtió la Reina. Las sombras se cernían sobre su cama; eran figuras altas con cota de malla que brillaba bajo la capa. ¿Qué hacían allí unos hombres armados?—. ¿Dónde están mis guardias? —El dormitorio se encontraba a oscuras; la única luz era la del farol que sostenía en alto uno de los intrusos—. No debo mostrar temor.» Cersei se echó hacia atrás la melena revuelta.
—¿Qué queréis de mí? —dijo. Un hombre se adelantó hasta quedar iluminado por la luz. Cersei vio que llevaba una capa blanca—. ¿Jaime? —«He soñado con un hermano, pero es el otro el que viene a despertarme.»
—Alteza. —La voz no era la de su hermano—. El Lord Comandante nos ha ordenado que viniéramos a buscaros.
Tenía el pelo ondulado, como Jaime, pero su hermano lo tenía como ella, color oro batido, mientras que el de aquel hombre era negro y grasiento. Se quedó mirándolo desconcertada, mientras él mascullaba algo sobre un escusado y una ballesta, y pronunciaba el nombre de su padre.
«Todavía estoy soñando —pensó Cersei—. No me he despertado; la pesadilla no ha terminado. De un momento a otro, Tyrion saldrá de debajo de la cama y se reirá de mí.»
Pero aquello era una locura. Su hermano enano estaba encerrado en las celdas negras, condenado a morir aquel mismo día. Se contempló las manos y las movió para asegurarse de que conservaba todos los dedos. Cuando se pasó una mano por el brazo notó el vello erizado, pero ninguna herida. No tenía cortes en las piernas ni tajos en las plantas de los pies.
«Ha sido un sueño, nada más, un sueño. Ayer bebí demasiado; estos miedos sólo son fruto de los vapores del vino. Cuando llegue la noche seré yo la que ría. Mis hijos estarán a salvo, Tommen tendrá asegurado el trono, y mi retorcido
valonqar
será una cabeza más bajo y estará pudriéndose.»
Jocelyn Swyft había acudido junto a ella y le acercaba una copa a los labios. Cersei bebió un trago. Era agua mezclada con zumo de limón; estaba tan ácida que la escupió. Le llegó el sonido del viento nocturno que sacudía los postigos y, de pronto, lo vio todo con una extraña claridad. Jocelyn temblaba como un flan, tan asustada como Senelle. La silueta de Ser Osmund Kettleblack se cernía sobre ella. Tras él se encontraba Ser Boros Blount, con el farol. Junto a la puerta vigilaban los guardias de los Lannister, con leones dorados brillantes en la cimera del yelmo. También ellos parecían atemorizados.
«¿Es posible? —se preguntó la Reina—. ¿Será verdad?»
Se levantó y permitió que Senelle le pasara una túnica por los hombros para ocultar su desnudez. La propia Cersei se ató el cinturón con dedos torpes y rígidos.
—Mi señor padre tiene guardias que lo custodian día y noche —dijo.
Notaba la lengua espesa. Bebió otro trago de agua con limón y le dio vueltas en la boca para refrescarse el aliento. Una polilla se había quedado atrapada en el farol que sostenía Ser Boros; la oía zumbar y veía la sombra de las alas que se batían contra el cristal.
—Los guardias estaban en sus puestos, Alteza —dijo Osmund Kettleblack—. Hemos encontrado una puerta oculta tras la chimenea. Un pasadizo secreto. El Lord Comandante ha bajado por él para ver adónde lleva.
—¿Jaime? —El terror se apoderó de ella, repentino como una tormenta—. Jaime tendría que estar con el Rey...
—El pequeño no ha sufrido daño alguno. Ser Jaime envió de inmediato a una docena de hombres para que lo guardaran. Su Alteza duerme tranquilo.
«Ojalá tenga mejores sueños que yo, y un despertar más dulce.»
—¿Quién está con el Rey?
—Ese honor le ha correspondido a Ser Loras, si os parece bien.
No le parecía bien. Los Tyrell eran los únicos mayordomos a los que los reyes dragón habían ascendido muy por encima del nivel que les correspondía por derecho. Lo único que sobrepasaba su ambición era su vanidad. Ser Loras era hermoso como el sueño de una doncella, pero bajo la capa blanca corría pura sangre Tyrell. Que ella supiera, el inmundo fruto de aquella noche bien podría haber sido plantado y regado en Altojardín.
Pero era una sospecha que no se atrevía a formular en voz alta.
—Dadme un momento para que me vista. Ser Osmund, vos me acompañaréis a la Torre de la Mano. Ser Boros, espabilad a los carceleros y comprobad que el enano siga en su celda.
Ni siquiera quería pronunciar su nombre.
«Jamás habría tenido valor para alzar la mano contra nuestro padre», se dijo, pero tenía que estar segura.
—Como ordene Vuestra Alteza. —Blount le entregó el farol a Ser Osmund.
Cersei se alegró de verlo alejarse.
«Mi padre no debería haberle devuelto la capa blanca.» Aquel hombre había demostrado claramente que era un cobarde.
Cuando salieron del Torreón de Maegor, el cielo se había teñido de azul cobalto, aunque las estrellas brillaban todavía.
«Todas menos una —pensó Cersei—. La estrella más brillante del oeste ha caído; a partir de ahora, las noches serán más oscuras. —Se detuvo un momento en el puente levadizo que cruzaba el foso seco y contempló las estacas que había abajo—. No se atreverían a mentirme en un asunto así.»
—¿Quién lo ha encontrado?
—Uno de sus guardias —respondió Ser Osmund—. Lum. Sintió una urgencia y encontró a Su Señoría en el escusado.
«No puede ser, es imposible. No es manera de morir para un león. —La Reina sentía una extraña calma. Recordó la primera vez que se le había caído un diente, cuando era pequeña. No le dolió, pero el agujero que le quedó en la boca le causaba una sensación rara y no podía dejar de rozárselo con la lengua—. Ahora hay un agujero en el mundo, en el lugar que ocupaba mi padre, y los agujeros piden a gritos que los llenen.»
Si era verdad que Tywin Lannister había muerto, nadie estaba a salvo... Y el que más peligro corría era su hijo, en el trono. Cuando cae el león, las bestias inferiores entran en juego: los chacales, los buitres, los perros salvajes. Tratarían de echarla a un lado, como siempre. Tendría que actuar deprisa, igual que cuando había muerto Robert. Aquello podía ser obra de Stannis Baratheon a través de un esbirro. Podía ser el preludio de otro ataque contra la ciudad. Ojalá fuera así.
«Que venga si quiere. Lo machacaré, igual que hizo mi padre, y esta vez morirá. —Stannis no la asustaba, como tampoco la asustaba Mace Tyrell. Nadie la asustaba. Era hija de la Roca, era una leona—. No se volverá a hablar de obligarme a contraer segundas nupcias.» Roca Casterly le pertenecía, junto con todo el poder de la Casa Lannister. Nadie volvería a dejarla de lado. Incluso cuando llegara el momento en que Tommen ya no la necesitara como regente, la señora de Roca Casterly seguiría siendo un poder que habría que tener en cuenta.
El sol naciente había teñido de rojo vivo las cúspides de las torres, pero bajo los muros, la noche acechaba todavía. El castillo estaba tan silencioso como si todos los habitantes hubieran muerto.
«Así debería ser. Morir solo no es digno de Tywin Lannister. Un hombre como él merece un séquito que atienda sus necesidades en el infierno.»
Ante la puerta de la Torre de la Mano se encontraban apostados cuatro lanceros con capa roja y yelmo con cimera en forma de león.
—Que no entre ni salga nadie sin mi permiso —les dijo.
Le resultó sencillo dar órdenes. «Mi padre también tenía acero en la voz.»
Una vez dentro de la torre, el humo de las antorchas le irritó los ojos, pero Cersei no lloró; no lloró, igual que no habría llorado su padre.
«Soy el único hijo varón de verdad que ha tenido. —Sus tacones arañaban la piedra cuando subía por las escaleras; todavía oía a la polilla revolotear como loca dentro del farol de Ser Osmund—. Muere —pensó la Reina con irritación—. Vuela hacia la llama y muere de una vez.»
Otros dos guardias con capa roja aguardaban en lo alto de las escaleras. Lester
el Rojo
musitó un pésame al verla pasar. La Reina respiraba con bocanadas cortas y rápidas; el corazón le latía como una mariposa en el pecho.
«Los peldaños —se dijo—. Esta condenada torre tiene demasiados peldaños.» Casi le daban ganas de hacerla derribar.
La sala estaba llena de imbéciles que hablaban en susurros, como si Lord Tywin estuviera durmiendo y tuvieran miedo de despertarlo. Tanto guardias como sirvientes retrocedieron a su paso mientras movían los labios. Les veía las encías rosadas; veía como agitaban la lengua, pero sus palabras no tenían más sentido que el zumbido de la polilla.
«¿Qué hacen aquí? ¿Cómo se han enterado?» Tendrían que haberla llamado a ella en primer lugar. Era la reina regente, ¿acaso se habían olvidado?
Ser Meryn Trant se encontraba ante el dormitorio de la Mano, ataviado con la armadura y la capa blanca. Llevaba levantado el visor del yelmo, y las enormes ojeras hacían que pareciera todavía medio dormido.
—Echad a toda esta gente —le ordenó Cersei—. ¿Mi padre sigue en el escusado?
—Lo han llevado a su cama, mi señora.
Ser Meryn abrió la puerta para dejarle paso. La luz del amanecer se colaba a través de los postigos para pintar barras doradas en los juncos que cubrían el suelo de la estancia. Su tío Kevan estaba de rodillas junto a la cama, tratando de rezar, pero apenas le salían las palabras. Los guardias se arracimaban cerca de la chimenea. La puerta secreta de la que le había hablado Ser Osmund era un boquete abierto tras las cenizas, no más grande que un horno. Para pasar por ella, un hombre tendría que arrastrarse.
«Pero Tyrion sólo es medio hombre. —La simple idea la hizo enfurecer—. No, el enano está encerrado en una celda negra. —No podía ser obra suya—. Stannis —se dijo—. Stannis está detrás de esto. Todavía tiene partidarios en la ciudad. Ha sido él, o quizá los Tyrell...»
Siempre se habían oído rumores acerca de pasadizos secretos en la Fortaleza Roja. Según se decía, Maegor
el Cruel
había matado a los hombres que construyeron el castillo para mantener en secreto su posición.
«¿Cuántos dormitorios más tendrán puertas ocultas? —De repente, Cersei se imaginó al enano saliendo de detrás de un tapiz en la habitación de Tommen, con un cuchillo en la mano—. Tommen está bien custodiado», se dijo. Pero Lord Tywin también había estado bien custodiado.
Durante un momento no reconoció al hombre muerto. Tenía el pelo como el de su padre, sí, pero sin duda era otro, más menudo y mucho más viejo. Llevaba la ropa de dormir subida hasta el pecho, de modo que estaba desnudo de cintura para abajo. La saeta se le había clavado en el vientre, entre el ombligo y el miembro viril, tan profundamente que sólo asomaban las plumas. Tenía el vello púbico rígido por la sangre seca, que también se le había coagulado en el ombligo.
Su olor hizo que arrugara la nariz.
—¡Sacadle esa flecha! —ordenó—. ¡Es la Mano del Rey!
«Y mi padre. Mi señor padre. ¿Tendría que gritar y mesarme el cabello? —Según decían, Catelyn Stark se había desgarrado la cara con las uñas cuando los Frey mataron a su adorado Robb—. ¿Sería eso lo que te gustaría, padre? —habría querido preguntarle—. ¿O preferirías que fuera fuerte? ¿Lloraste tú cuando murió tu padre?» Su abuelo había fallecido cuando ella no tenía más que un año, pero conocía bien la historia. Lord Tytos había engordado mucho, y el corazón le reventó un día cuando subía por las escaleras para visitar a su amante. Cuando sucedió, Lord Tywin se encontraba lejos, en Desembarco del Rey, sirviendo como Mano al Rey Loco. Pasaba mucho tiempo en Desembarco del Rey cuando Jaime y ella eran pequeños. Si lloró cuando le llevaron la noticia de la muerte de su padre, nadie vio sus lágrimas.
La Reina se clavó las uñas en la palma de las manos.
—¿Cómo habéis podido dejarlo así? Mi padre fue Mano de tres reyes; no ha habido hombre más grande en los Siete Reinos. Las campanas deben tañer por él igual que tañeron por Robert. Hay que bañarlo y vestirlo como corresponde a su categoría, con ropajes de armiño, hilo de oro y seda escarlata. ¿Dónde está Pycelle? ¡He dicho que dónde está Pycelle! —Se volvió hacia los guardias—. Ceños, ve a buscar al Gran Maestre Pycelle. Tiene que ver a Lord Tywin.
—Ya lo ha visto, Alteza —respondió Ceños—. Ha estado aquí, lo ha visto y ha ido a buscar a las hermanas silenciosas.
«Me han avisado a mí la última. —Aquello la enfurecía tanto que no le salían las palabras—. Y Pycelle sale corriendo para enviar un mensaje con tal de no mancharse esas manos blandengues. Es un inútil.»
—Id a buscar al maestre Ballabar —ordenó—. Id a buscar al maestre Frenken. A cualquiera. —Ceños y Orejamocha se precipitaron a obedecer—. ¿Dónde está mi hermano?