Merlyn cruzó los brazos ante el pecho.
—¿Quién será entonces? ¿Asha? ¿O Victarion? ¡Decídnoslo, sacerdote!
—El Dios Ahogado os lo dirá, pero no será aquí. —Aeron señaló el rostro blanco y seboso de Merlyn—. No debéis mirarme a mí, ni a las leyes de los hombres, sino al mar. Izad las velas y moved los remos, mi señor; tenéis que ir a Viejo Wyk. Vos, y también todos los capitanes y reyes. No acudáis a Pyke para inclinaros ante el impío, ni a Harlaw para confabular con mujeres intrigantes. Poned rumbo a Viejo Wyk, donde se alzaron las estancias del Rey Gris. Os convoco en nombre del Dios Ahogado, ¡en su nombre os convoco a todos! Dejad los salones y las chozas, los castillos y los torreones, ¡regresad a la colina de Nagga para celebrar una asamblea de sucesión!
Merlyn se lo quedó mirando boquiabierto.
—¿Una asamblea de sucesión? No ha habido una verdadera asamblea desde hace...
—¡... demasiado tiempo! —exclamó Aeron con aflicción—. Pero en el amanecer de los tiempos, los hijos del hierro elegían a sus reyes, nombraban al mejor de entre todos ellos. Ya va siendo hora de que volvamos a las Antiguas Costumbres, porque sólo eso nos volverá a hacer grandes. Fue en una asamblea de sucesión donde se eligió a Urras
Pie de Hierro
como Gran Rey y se le ciñeron las sienes con una corona de madera arrastrada por el mar. Sylas
el Chato
, Harrag Hoare, el Viejo Kraken... Todos fueron elegidos por una asamblea. Y de esta asamblea de sucesión surgirá un hombre que acabará el trabajo que ha comenzado el rey Balon, un hombre que nos hará recuperar la libertad. No vayáis a Pyke, ni a las Diez Torres de Harlaw; yo os digo: ¡id a Viejo Wyk! Buscad en la colina de Nagga y en los huesos de la cámara del Rey Gris, porque en ese lugar sagrado, cuando la luna se ahogue y resurja, nombraremos a un rey digno, a un rey piadoso. —Volvió a alzar las manos huesudas—. ¡Escuchad! ¡Escuchad las olas! ¡Escuchad al dios! Nos está hablando, oíd lo que nos dice: ¡sólo la asamblea puede elegir al rey!
La multitud respondió con un rugido; los hombres ahogados entrechocaron los garrotes.
—¡Una asamblea! —gritaron—. ¡Una asamblea, una asamblea! ¡Sólo la asamblea puede elegir al rey!
El clamor era tal que, sin duda, Ojo de Cuervo alcanzó a oír los gritos en Pyke, y el malévolo Dios de la Tormenta, en sus estancias nubosas. Y Aeron
Pelomojado
supo que había obrado bien.
—Las naranjas sanguinas están demasiado maduras —señaló el príncipe con voz cansina mientras el capitán empujaba su silla a la terraza.
Después de aquello, no dijo una palabra más durante horas.
Lo de las naranjas era verdad. Unas cuantas se habían reventado contra el suelo de mármol rosado, y el olor, dulzón y penetrante, llenaba las fosas nasales de Hotah cada vez que respiraba. Sin duda, el príncipe, sentado allí entre los árboles, en la silla rodante que le había hecho el maestre Caleotte, con cojines de plumón de ganso y estrepitosas ruedas de hierro y ébano, también percibía el olor.
Durante largo rato se oyó sólo el ruido de los chapoteos de los niños en los estanques y en las fuentes, y de cuando en cuando un
plop
sordo cuando una naranja se reventaba contra el suelo de la terraza. Entonces, desde el otro extremo del palacio, le llegó el sonido lejano de unas botas contra el mármol.
«Obara.» Reconocía sus zancadas, largas, apresuradas, furiosas. En los establos situados junto a las puertas, su caballo tendría espuma en la boca y sangraría por culpa de las espuelas. Siempre cabalgaba a lomos de sementales, y se la había oído alardear de que podía dominar a cualquier caballo de Dorne... y también a cualquier hombre. El capitán oyó también otras pisadas, rápidas y ligeras: el maestre Caleotte tenía que apresurarse para mantenerse a su ritmo.
Obara Arena siempre caminaba demasiado deprisa.
«Persigue algo que nunca podrá alcanzar», le había dicho el príncipe a su hija en cierta ocasión, y el capitán lo había oído.
Cuando la joven apareció bajo el arco triple, Areo Hotah ladeó la alabarda para cortarle el paso. La cabeza estaba fijada a un mango de fresno de más de dos varas, de manera que no lo podía rodear.
—No sigáis, mi señora. —Tenía la voz profunda, ronca, con marcado acento de Norvos—. El príncipe ha pedido que no lo molesten.
El rostro de la joven ya era de piedra antes de que hablara; tras escucharlo se endureció.
—Me estás estorbando, Hotah.
Obara era la mayor de las Serpientes de Arena: una mujer de casi treinta años, con una estructura ósea fuerte, los ojos juntos y el pelo castaño ratuno de la prostituta de Antigua que la trajo al mundo. Bajo la capa de seda cruda moteada parda y dorada, llevaba ropa de montar de cuero oscuro, gastado y suave. De hecho, eran lo más suave que había en ella. De la cadera le colgaba un látigo enroscado, y llevaba a la espalda un escudo redondo de acero y cobre. Había dejado la lanza en el exterior. Areo Hotah lo agradeció para sus adentros. Aquella mujer era rápida y fuerte, pero no podía rivalizar con él; Hotah lo sabía... Pero ella no, y no tenía el menor deseo de ver su sangre derramada por el suelo de mármol rosado.
El maestre Caleotte cambió el peso de una pierna a otra, inquieto.
—Lady Obara, he intentado deciros...
—¿Ya sabe que mi padre ha muerto? —le preguntó Obara al capitán, sin prestarle al maestre más atención que la que le prestaría a una mosca, si hubiera una mosca tan idiota como para zumbar cerca de su cabeza.
—Sí —respondió el capitán—. Le llegó un pájaro.
La muerte había llegado a Dorne con alas de cuervo, en letra menuda y sellada con una gota de lacre rojo. Caleotte debió de presentir lo que decía la carta, porque se la había dado a Hotah para que la entregase él. El príncipe le dio las gracias, pero durante un rato interminable no hizo ademán de romper el sello. Se pasó la tarde sentado con el pergamino en el regazo, mientras miraba jugar a los niños. Los contempló hasta que se puso el sol y el aire del anochecer se enfrió tanto que los chiquillos se retiraron, y luego se quedó mirando el reflejo de las estrellas en el agua. Ya había salido la luna cuando envió a Hotah a buscar una vela y así poder leer la carta bajo los naranjos, en la oscuridad de la noche.
Obara se acarició el látigo.
—Miles de personas cruzan a pie las arenas y suben por el Sendahueso para ayudar a Ellaria a traer a mi padre a casa. Los septos están llenos a reventar, y los sacerdotes rojos han encendido las hogueras de sus templos. En las casas de mancebía, las mujeres copulan con todo aquel que las aborda y no aceptan ni una moneda. En Lanza del Sol, en el Brazo Roto, a lo largo del Sangreverde, en las montañas, en el mar de arena, en todas partes, en todas partes, las mujeres se arrancan el pelo y los hombres gritan de rabia. En todas las lenguas se oye la misma pregunta: ¿qué va a hacer Doran? ¿Qué hará su hermano para vengar a nuestro príncipe asesinado? —Dio un paso más hacia el capitán—. ¡Y tú me dices que el príncipe ha pedido que no lo molesten!
—El príncipe ha pedido que no lo molesten —repitió Areo Hotah. El capitán de los guardias conocía al príncipe que protegía. Hacía mucho, mucho tiempo, un joven inexperto había llegado de Norvos; era un muchacho corpulento, de hombros anchos, con una mata de pelo negro. El pelo se le había teñido ya blanco, y en el cuerpo lucía las cicatrices de muchas batallas, pero seguía siendo fuerte y mantenía la alabarda siempre afilada, como le habían enseñado los sacerdotes barbudos. «No dejaré que pase», se dijo—. El príncipe está mirando jugar a los niños. No quiere que lo molesten nunca cuando esté mirando jugar a los niños.
—Hotah —dijo Obara Arena—, o te quitas de mi camino o te meto esa alabarda por el...
—Capitán —le llegó la orden desde su espalda—. Dejadla pasar. Hablaré con ella.
El príncipe tenía la voz ronca.
Areo Hotah puso vertical el mango de la alabarda y dio un paso a un lado. Obara le lanzó una última mirada prolongada y entró a zancadas, con el maestre pisándole los talones. Caleotte no mediría mucho más de siete palmos y era calvo como un canto rodado. Tenía el rostro tan liso y rechoncho que costaba adivinar su edad, pero llevaba allí más tiempo que el capitán; hasta había servido a la madre del príncipe. Pese a la edad y la barriga, aún conservaba la agilidad y un cerebro privilegiado, aunque pecaba de sumiso.
«No es rival para ninguna Serpiente de Arena», pensó el capitán.
El príncipe se encontraba sentado en la silla a la sombra de los naranjos, con las piernas gotosas elevadas y unas ojeras muy marcadas. Hotah no habría sabido decir qué le quitaba el sueño, si la pena o la gota. Abajo, en las fuentes y en los estanques, los chiquillos seguían jugando. Los más pequeños no pasaban de cinco años; los mayores tendrían nueve o diez. Había tantos niños como niñas. Hotah oía los chapoteos y los gritos de las voces agudas, estridentes.
—No hace tanto que eras una de las niñas de los estanques, Obara —dijo el príncipe cuando la mujer hincó una rodilla en tierra junto a su silla de ruedas.
Obara soltó un bufido.
—Han pasado casi veinte años. Y además, no estuve aquí mucho tiempo. Soy la hija de la puta, ¿se te ha olvidado? —Al no obtener respuesta se puso de nuevo en pie y se apoyó las manos en las caderas—. Mi padre ha sido asesinado.
—Murió luchando en un juicio por combate —señaló el príncipe Doran—. Según la ley, no ha sido ningún asesinato.
—Era tu hermano.
—Era mi hermano.
—¿Qué piensas hacer?
El príncipe hizo girar la silla trabajosamente para quedar frente a ella. Doran Martell sólo tenía cincuenta y dos años, pero parecía mucho mayor. Bajo la ropa de lino, su cuerpo era blando y amorfo, y hasta la visión de sus piernas causaba dolor. La gota le había hinchado y enrojecido las articulaciones: su rodilla izquierda era una manzana; la derecha, un melón, y los dedos de los pies se le habían convertido en uvas tintas tan maduras que daba la sensación de que reventarían si alguien las tocaba. Hasta el peso de una manta ligera lo hacía estremecer, aunque sobrellevaba el dolor sin quejas.
«El silencio es el amigo de los príncipes —le había oído decir el capitán a su hija en cierta ocasión—. Las palabras son como flechas, Arianne. Una vez lanzadas no hay manera de hacerlas volver.»
—He escrito a Lord Tywin...
—¿Qué? ¿Le has escrito? Con que fueras la mitad de hombre de lo que era mi padre...
—Yo no soy tu padre.
—Está muy claro. —La voz de Obara estaba cargada de desprecio.
—Quieres que vaya a la guerra.
—No pido imposibles. Ni siquiera te tendrías que levantar de la silla; yo vengaré a mi padre. Tienes una rehén en el Paso del Príncipe. Lord Yronwood tiene otro en el Sendahueso. Entrégame a uno y pon al otro en manos de Nym. Que ella cabalgue por el camino Real; yo iré a sacar a los señores marqueños de sus castillos y luego marcharé sobre Antigua.
—¿Cómo piensas defender Antigua después?
—Bastará con saquear la ciudad. Las riquezas de Torrealta...
—¿Lo que quieres es oro?
—Lo que quiero es sangre.
—Lord Tywin nos entregará la cabeza de la Montaña.
—¿Y quién nos entregará la cabeza de Lord Tywin? La Montaña no es más que su perro faldero.
El príncipe hizo un gesto en dirección a los estanques.
—Obara, mira a los niños, si no te importa.
—Me importa mucho. Lo que no me importaría en absoluto sería clavarle la lanza en la barriga a Lord Tywin. Le haré cantar «Las lluvias de Castamere» mientras le saco las tripas, a ver si están llenas de oro.
—Míralos —repitió el príncipe—. Te lo ordeno.
Varios niños mayores tomaban en sol tumbados boca abajo en el liso mármol rosado. Otros remaban en el mar. Tres chiquillos construían un castillo de arena con una estructura central muy alta que recordaba la torre de la Lanza del Palacio Antiguo. Una veintena o más se había juntado en el estanque grande para ver las peleas: los niños más pequeños se montaban en los hombros de los mayores y se empujaban para tratar de tirarse mutuamente al agua. Cada vez que caía una pareja, después del sonido del chapuzón les llegaba el de las carcajadas. Contemplaron como una niña de piel cetrina hacía caer a un rubito de los hombros de su hermano y lo mandaba de cabeza al agua.
—Tu padre jugaba a eso, igual que jugué yo antes que él —dijo el príncipe—. Nos llevábamos diez años, así que cuando tuvo edad de jugar, yo ya no me bañaba en los estanques, pero lo veía siempre que venía a visitar a mi madre. Ya era fiero incluso de niño, y rápido como una serpiente de agua. A menudo lo veía hacer caer a niños mucho más grandes que él. Me lo recordó el día que partió hacia Desembarco del Rey. Me juró que volvería a hacerlo; de lo contrario no le habría permitido emprender el viaje.
—¿Que no se lo habrías permitido? —Obara se echó a reír—. ¡Como si hubieras podido detenerlo! La Víbora Roja de Dorne iba adonde quería.
—Cierto. Me gustaría poder decirte algo que te consolara...
—No he venido a buscar consuelo. —Tenía la voz cargada de desprecio—. El día que mi padre fue a buscarme, mi madre no quería desprenderse de mí. Le dijo: «Es una niña, y no creo que seáis el padre; me he acostado con mil hombres más». Tiró la lanza a mis pies y le dio a mi madre un revés que la hizo llorar. «Niña o niño, nosotros libramos nuestras batallas, pero los dioses nos dejan elegir las armas», le respondió. Señaló la lanza, y luego, las lágrimas de mi madre, y yo cogí la lanza. «Ya te dije que era mía», dijo mi padre, y se me llevó. Mi madre se mató bebiendo en menos de un año. Según me dijeron, seguía llorando cuando murió. —Obara se acercó más a la silla del príncipe—. Lo único que te pido es que me permitas emplear la lanza.
—Es una petición importante, Obara. Lo consultaré con la almohada.
—Ya te has tomado demasiado tiempo para consultarlo.
—Puede que tengas razón. Te enviaré la respuesta a Lanza del Sol.
—Mientras la respuesta sea la guerra...
Obara dio media vuelta y salió a zancadas tan furiosas como las que la habían llevado allí, de vuelta a los establos, en busca de un caballo descansado y otro galope precipitado camino abajo.
El maestre Caleotte se quedó donde estaba.
—¿Le duelen las piernas a mi príncipe? —preguntó el hombrecillo regordete.
El príncipe esbozó una sonrisa tenue.