—Daenerys de la Tormenta. Ya me acuerdo de quién dices. —Mollander alzó el pichel bien alto; se oyó el chapoteo de la sidra que quedaba—. ¡Brindo por ella! —Bebió de un trago, dejó de golpe el pichel vacío, eructó y se limpió la boca con el dorso de la mano—. ¿Dónde está Rosey? Nuestra reina legítima se merece otra ronda de sidra, ¿no os parece?
Armen
el Acólito
tenía cara de alarma.
—Baja la voz, idiota. Con esas cosas ni se bromea. Nunca se sabe quién puede estar escuchando. La Araña tiene oídos en todas partes.
—Venga, Armen, que te meas en los calzones. He propuesto un brindis, no una rebelión.
Pate oyó una risita. Una voz suave y taimada los sorprendió desde atrás.
—Ya sabía yo que eras un traidor, Patachula.
Leo
el Vago
avanzaba desgarbado por la entrada del viejo puente de tablones, con ropa de seda de rayas verdes y doradas y una capa corta de seda negra abrochada en el hombro con una rosa de jade. A juzgar por el color de las manchas, el vino que le había goteado por la pechera había sido un tinto robusto. Un mechón de cabello rubio ceniza le cubría un ojo.
Mollander se puso nervioso nada más verlo.
—A la mierda. Lárgate. Aquí no te queremos.
Alleras le puso una mano en el hombro para calmarlo, y Armen frunció el ceño.
—Leo, mi señor, tenía entendido que seguías confinado en la Ciudadela, que aún te quedaban...
—Tres días. —Leo
el Vago
se encogió de hombros—. Perestan dice que el mundo tiene cuarenta mil años. Según Mollos son quinientos mil. ¿Qué son tres días en comparación? —Aunque en el porche había una docena de mesas vacías, Leo fue a sentarse con ellos—. Venga, Patachula, invítame a una copa de dorado del Rejo y puede que no le cuente a mi padre lo del brindis. Las tabas se han vuelto contra mí en el Suerte Caprichosa, y me he gastado el último venado en la cena. Cochinillo en salsa de ciruelas, relleno con castañas y trufas blancas. Algo hay que comer. ¿Qué habéis cenado vosotros, muchachos?
—Carnero —masculló Mollander. No parecía nada satisfecho—. Hemos compartido una pierna de carnero hervido.
—No me cabe duda que os ha saciado el apetito. —Leo se volvió hacia Alleras—. El hijo de un señor debería ser generoso, Esfinge. Tengo entendido que has conseguido el eslabón de cobre. Brindaré por ello.
Alleras le devolvió la sonrisa.
—Sólo invito a mis amigos. Y no soy el hijo de un señor, ya te lo he dicho. Mi madre era comerciante.
Leo tenía los ojos color avellana, con el brillo del vino y la malicia.
—Tu madre era una mona de las Islas del Verano. Los dornienses se follan cualquier cosa que tenga un agujero entre las piernas, sin ánimo de ofender. Eres negro como el carbón, pero tú al menos te bañas. No se puede decir lo mismo de nuestro amigo, el porquerizo de las manchas. —Hizo un gesto vago en dirección a Pate.
«Si le pego en la boca con el pichel, le saltaré la mitad de los dientes», pensó Pate.
Pate
Manchas
, el porquerizo, era el protagonista de un millar de anécdotas picarescas; se trataba de un patán torpe y de buen corazón que siempre se las arreglaba para quedar por encima de los señores rollizos, los caballeros arrogantes y los septones pomposos que lo mortificaban. Su estupidez ocultaba una especie de astucia rudimentaria; al final de las historias, Pate
Manchas
siempre acababa sentado en el trono de un gran señor, o encamado con la hija de algún caballero. Pero no eran más que cuentos. En el mundo real, a los porquerizos jamás les iba tan bien. A veces, Pate pensaba que su madre debía de haberlo odiado mucho para ponerle aquel nombre.
Alleras ya no sonreía.
—Te vas a disculpar.
—¿De verdad? —dijo Leo—. No sé si podré; tengo la boca tan seca...
—Cada palabra que dices arroja más vergüenza sobre tu Casa —le replicó Alleras—. La misma vergüenza que cae sobre la Ciudadela por el hecho de que seas uno de los nuestros.
—Ya lo sé. Así que invitadme a vino para que ahogue la vergüenza que siento.
—Te arrancaría la lengua de raíz —le espetó Mollander.
—¿En serio? ¿Y cómo os iba a contar luego lo que sé de los dragones? —Leo se encogió de hombros otra vez—. El mestizo ha acertado: la hija del Rey Loco está viva, y ella misma ha empollado a los tres dragones.
—¿Tres? —se asombró Roone.
Leo le dio unas palmaditas en la mano.
—Más de dos y menos de cuatro. Yo que tú no optaría aún al eslabón de oro.
—Deja en paz al chico —le advirtió Mollander.
—Qué Patachula más caballeroso. Como quieras. Todos los hombres de todos los barcos que se han acercado a menos de cien leguas de Qarth hablan de esos dragones. Unos cuantos hasta dicen que los han visto. Al Mago le parece verosímil.
Armen frunció los labios en gesto de desaprobación.
—Marwyn no está bien. El propio archimaestre Perestan te lo diría.
—El archimaestre Ryam también lo dice —aportó Roone.
Leo bostezó.
—El mar es húmedo, el sol es cálido, y los animales del bestiario aborrecen al mastín.
«Tiene un mote para todo el mundo —pensó Pate. Pero no se podía negar que Marwyn tenía más aspecto de mastín que de maestre—. Siempre parece que va a morder.» El Mago no era igual que los otros maestres. Se decía por ahí que gustaba de la compañía de putas y de magos errantes, que hablaba con ibbeneses velludos y con negros isleños del verano en sus propios idiomas y que hacía sacrificios a dioses extraños en los pequeños templos de marinos que salpicaban los embarcaderos. Lo habían visto en los bajos fondos de la ciudad, en las peleas de ratas y en burdeles negros, en compañía de cómicos, bardos, mercenarios e incluso mendigos. Algunos hasta rumoreaban que, en cierta ocasión, había matado a un hombre a puñetazos.
Cuando Marwyn retornó a Antigua tras pasar ocho años en el este cartografiando tierras lejanas, buscando libros perdidos y estudiando con brujos y portadores de sombras, Vaellyn
Vinagre
le había puesto el apodo de Marwyn
el Mago
, que no tardó en extenderse por Antigua, para enfado de Vaellyn.
—Deja los hechizos y las oraciones para los sacerdotes y los septones, y dedícate a aprender verdades en las que se pueda confiar —le había aconsejado a Pate en cierta ocasión el archimaestre Ryam; pero el anillo, la vara y la máscara de Ryam eran de oro amarillo, y en su cadena de maestre no había ningún eslabón de acero valyrio.
Armen miró con desprecio a Leo
el Vago
.
—El archimaestre Marwyn cree en muchas cosas raras —dijo—, pero no tiene más pruebas que Mollander de la existencia de esos dragones. Sólo son cuentos de marineros.
—Te equivocas —replicó Leo—. En las habitaciones del Mago arde una vela de cristal.
Se hizo el silencio en el porche iluminado por antorchas. Armen suspiró y sacudió la cabeza. Mollander se echó a reír. El Esfinge escudriñó a Leo con sus grandes ojos oscuros. Roone parecía despistado.
Pate sabía algo sobre las velas de cristal, pero nunca había visto una encendida. Eran el secreto peor guardado de la Ciudadela. Se decía que habían llegado a Antigua, procedentes de Valyria, un millar de años antes de la Maldición. Tenía entendido que había cuatro, una verde y tres negras, y todas eran largas y retorcidas.
—¿Qué es eso de las velas de cristal? —quiso saber Roone.
Armen
el Acólito
carraspeó.
—La noche anterior al día en que pronuncia los votos, todo acólito tiene que guardar vigilia en la cripta. No se le permite llevar ningún tipo de antorcha, lámpara, candelabro, farol... Sólo una vela de obsidiana. Tiene que pasarse la noche a oscuras, a menos que sea capaz de encender esa vela. Los hay que lo intentan. Los tontos, los testarudos, los que han estudiado eso que llaman misterios superiores... Casi siempre se cortan los dedos, porque los bordes de las velas son afilados como navajas, según se dice. Y luego tienen que esperar al amanecer con las manos ensangrentadas y meditando sobre su fracaso. Los más listos se tumban a dormir o se pasan la noche rezando y ya está, pero no hay año en que no lo intente alguno.
—Sí. —Pate también había oído aquellas historias—. Lo que no entiendo es de qué sirve una vela que no da luz.
—Es una lección —explicó Armen—. La última lección que tenemos que aprender antes de ponernos la cadena de maestre. La vela de cristal representa la verdad y el aprendizaje, dos cosas infrecuentes, hermosas y frágiles. Tiene forma de vela, para recordarnos que un maestre debe proyectar luz allá donde preste sus servicios, y es afilada para recordarnos que el conocimiento también puede ser peligroso. Los sabios pueden volverse arrogantes en su sabiduría; un maestre, en cambio, debe ser humilde siempre. La vela de cristal también nos recuerda eso. Así, mucho después de pronunciar los votos, ponerse la cadena y marcharse a servir, el maestre recordará la oscuridad de su vigilia, recordará que no pudo hacer nada para encender la vela... Porque, incluso con conocimientos, hay cosas que no son posibles.
Leo
el Vago
soltó una carcajada.
—Querrás decir que no son posibles para ti. Yo he visto la vela encendida.
—Has visto alguna vela encendida, eso no lo dudo —replicó Armen—. Puede que fuera una vela de cera negra.
—Sé muy bien qué vi. La luz era rara, brillante, mucho más que la de cualquier vela de cera o de sebo. Proyectaba sombras extrañas, y la llama no parpadeó en ningún momento, ni siquiera cuando entró el viento por la puerta abierta que había a mi espalda.
Armen se cruzó de brazos.
—La obsidiana no arde.
—Vidriagón —intervino Pate—. La gente llama vidriagón a la obsidiana.
No sabía por qué, pero el detalle le parecía importante.
—Es verdad —reflexionó Alleras el Esfinge—, y si de nuevo hay dragones en el mundo...
—Dragones y cosas más sombrías —dijo Leo—. Las ovejas grises han cerrado los ojos, pero el mastín prefiere ver la verdad. Se están despertando poderes antiguos. Las sombras se agitan. Pronto se cernirá sobre nosotros una era de maravillas y horrores, una era de dioses y héroes. —Se estiró y esbozó su sonrisa perezosa—. Yo diría que eso bien vale una ronda.
—Ya hemos bebido bastante —replicó Armen—. Se nos echa encima el amanecer, y el archimaestre Ebrose hablará hoy de las propiedades de la orina. Si alguien quiere forjar un eslabón de plata, más le vale no perderse esta charla.
—No seré yo quien os impida ir a la cata de meados —replicó Leo—. La verdad, yo prefiero el sabor de un dorado del Rejo.
—Si hay que elegir entre los meados y tú, me quedo con los meados. —Mollander se levantó—. Vamos, Roone.
El Esfinge cogió la funda del arco.
—Yo también me voy a la cama. Me imagino que soñaré con dragones y velas de cristal.
—¿Os marcháis todos? —Leo se encogió de hombros—. Bueno, al menos se queda Rosey. A lo mejor voy a despertar a nuestro caramelito y la hago mujer.
Alleras vio la expresión en el rostro de Pate.
—Si no tiene un cobre para pagarse una copa de vino, menos va a tener un dragón para pagar por la chica.
—Eso —dijo Mollander—. Además, para convertir a una niña en mujer tendría que ser un hombre. Ven con nosotros, Pate. El viejo Walgrave se despertará cuando salga el sol. Te necesitará para que lo lleves al retrete.
«Si es que hoy se acuerda de quién soy.» El archimaestre Walgrave no tenía problemas para distinguir un cuervo de otro, pero la gente se le daba peor. En ocasiones confundía a Pate con un tal Cressen.
—Todavía no —respondió a sus amigos—. Me quedo un rato más. —Aún no había amanecido del todo. El alquimista podía acudir, y Pate tenía toda la intención de estar allí por si acaso.
—Como quieras —dijo Armen.
Alleras miró a Pate durante largo rato; luego se colgó el arco de un hombro esbelto y siguió a los demás en dirección al puente. Mollander iba tan borracho que tenía que caminar con una mano en el hombro de Roone para no caerse. La Ciudadela no estaba lejos a vuelo de cuervo, pero ellos no eran cuervos, y Antigua era un auténtico laberinto de callejuelas tortuosas, encrucijadas y calles llenas de baches.
—Id con ojo —oyó decir Pate a Armen mientras la bruma del río los engullía a los cuatro—. La noche es húmeda, y los guijarros estarán resbaladizos.
Cuando se hubieron marchado, Leo
el Vago
miró a Pate con gesto hosco desde el otro lado de la mesa.
—Qué pena. El Esfinge se ha largado con toda su plata y me ha abandonado con Pate
Manchas
, el porquerizo. —Se desperezó y bostezó—. Y dime, ¿cómo está nuestra pequeña Rosey?
—Duerme —replicó Pate, cortante.
—Desnuda, seguro. —Leo sonrió—. ¿De verdad crees que vale un dragón? Un día de estos lo tengo que comprobar. —Pate no era tan idiota como para responder. Y a Leo no le hacía falta ninguna respuesta—. Supongo que, una vez la haya abierto, el precio bajará tanto que hasta los porquerizos os la podréis permitir. Me tendrías que dar las gracias.
«Te tendría que matar», pensó Pate, pero no estaba suficientemente borracho para tirar por tierra su vida. Leo tenía entrenamiento con las armas; se sabía que era mortífero con el puñal y la espada de jaque. Y, aunque Pate consiguiera matarlo, también le costaría la cabeza. Él sólo tenía un nombre; Leo, dos, y el segundo era Tyrell. Su padre era Ser Moryn Tyrell, comandante de la Guardia de la Ciudad de Antigua. Mace Tyrell, señor de Altojardín y Guardián del Sur, era su primo. Y el Anciano de Antigua, Lord Leyton, del Faro, entre cuyos muchos títulos se contaba el de Protector de la Ciudadela, era banderizo de la Casa Tyrell.
«Ni caso —se dijo Pate—. Únicamente dice esas cosas para hacerme daño. —Hacia el este, las neblinas eran cada vez más claras—. El amanecer —comprendió—. El amanecer ha llegado, y el alquimista, no. —No sabía si reír o llorar—. Si lo devuelvo todo y nadie se entera, ¿sigo siendo un ladrón?» Otra pregunta para la que no tenía respuesta, como aquellas que le habían planteado Ebrose y Vaellyn.
Cuando se levantó del banco, la sidra monstruosamente fuerte se le subió a la cabeza de golpe. Tuvo que apoyar una mano en la mesa para recuperar el equilibrio.
—Deja en paz a Rosey —dijo a modo de despedida—. Déjala en paz, o te mato.
Leo Tyrell se apartó el mechón de pelo del ojo.
—No me bato en duelo con porquerizos. Lárgate.