«Ya lo sé.» En aquel mismo camino había muerto Ser Cleos Frey; allí, los Titiriteros Sangrientos los habían atrapado a Ser Jaime y a ella. «Jaime trató de matarme —recordó—, y eso que estaba flaco y débil, y tenía las muñecas encadenadas.» Aun así, había faltado poco, pero eso fue antes de que Zollo le cortara la mano. Zollo, Rorge y Shagwell la habrían violado cien veces si Ser Jaime no los hubiera convencido de que valía su peso en zafiros.
—¿Mi señora? ¿A qué viene esa cara tan larga? ¿Pensáis en vuestra hermana? —El enano le dio unas palmaditas en la mano—. No temáis; la Vieja iluminará vuestro camino hacia ella, y la Doncella la mantendrá sana y salva.
—Ojalá tengáis razón.
—La tengo. —Le dedicó una reverencia—. En fin, debo marcharme. Aún me queda mucho viaje para llegar a Desembarco del Rey.
—¿Tenéis caballo? ¿O mula?
—Dos mulas. —El hombrecillo se echó a reír—. Aquí están, pegadas a mis piernas. Me llevan adonde quiero.
Se inclinó de nuevo y caminó con pasos bamboleantes hacia la puerta.
Tras su partida, Brienne se quedó sentada a la mesa, bebiendo una copa de vino aguado. No solía tomar vino, pero de tarde en tarde se daba cuenta de que la ayudaba a asentar el estómago.
«¿Adónde voy ahora? —se preguntó—. ¿A Poza de la Doncella, en busca de un hombre al que llaman Dick
el Ágil
y que frecuenta un local llamado Ganso Hediondo?»
La última vez que había estado en Poza de la Doncella, la ciudad estaba arrasada; su señor se había encerrado en el castillo, y los habitantes huían o estaban escondidos. Recordó las casas quemadas, las calles desiertas, las puertas destrozadas. Los perros salvajes seguían a los caballos, y los cadáveres hinchados flotaban como enormes nenúfares blancuzcos en el estanque alimentado por un manantial que daba su nombre a la ciudad. «Jaime cantó "Seis doncellas había en la poza cristalina", y cuando le pedí que se callara se rió de mí.» Y Randyll Tarly también estaba en Poza de la Doncella; razón de más para evitar la ciudad. Seguramente sería mejor que tomara un barco hacia Puerto Gaviota o Puerto Blanco. «Aunque podría hacer las dos cosas. Puedo ir al Ganso Hediondo y hablar con ese tal Dick
el Ágil
, y luego, allí mismo, buscar un barco que me lleve más al norte.»
La sala común empezaba a vaciarse. Brienne partió por la mitad un pedazo de pan mientras escuchaba a los demás comensales. La mayor parte de las conversaciones giraba en torno a la muerte de Lord Tywin Lannister.
—Dicen que lo mató su propio hijo —comentaba un hombre de la zona, zapatero remendón por su aspecto—. Ese enano malvado...
—Y el Rey no es más que un niño —dijo la más anciana de las cuatro septas—. ¿Quién nos gobernará hasta que llegue a la mayoría de edad?
—El hermano de Lord Tywin —respondió un guardia—. O puede que el tal Lord Tyrell. O el Matarreyes.
—Ese ni hablar —afirmó el posadero. Escupió al fuego—. Es un traidor.
Brienne soltó el pan y se sacudió las migas de los calzones. Ya había oído suficiente.
Aquella noche volvió a soñar que estaba en la carpa de Renly. Todas las velas se apagaban, y el frío la rodeaba como una gruesa manta. Algo se movía en la oscuridad verdosa; algo malévolo y horrible se acercaba a su rey. Quería protegerlo, pero sentía los miembros rígidos, congelados; no tenía fuerzas ni siquiera para levantar una mano. Y cuando la espada de sombras hendió el gorjal de acero verde, cuando la sangre empezó a manar, Brienne vio que el rey agonizante no era Renly, sino Jaime Lannister. Y que ella le había fallado.
La hermana del capitán se reunió con ella en la sala común, donde Brienne estaba desayunando una taza de leche con miel y tres huevos crudos batidos.
—Habéis hecho un gran trabajo —dijo cuando la mujer le mostró el escudo recién pintado.
Parecía más un cuadro que un blasón propiamente dicho; al verlo, su mente retrocedió muchos años, hasta la fresca oscuridad de la armería de su padre. Recordó como había pasado las yemas de los dedos por la pintura desconchada y desvaída, por las hojas verdes del árbol, por el curso de una estrella errante.
Brienne sumó al pago la mitad de la suma que habían acordado y se colgó el escudo al hombro cuando salió de la posada, después de comprarle pan, queso y harina al cocinero. Abandonó la ciudad por la puerta norte, cabalgando despacio entre sembrados y granjas, por el lugar donde la batalla había sido más encarnizada, cuando los lobos cayeron sobre el Valle Oscuro.
Lord Randyll Tarly se había puesto al mando del ejército de Joffrey, compuesto por hombres de Occidente y de las tierras de la tormenta, y por caballeros del Dominio. A los caídos de sus filas los habían vuelto a llevar a la ciudad, para que reposaran en tumbas de héroes bajo los septos del Valle Oscuro. Los norteños caídos, mucho más numerosos, fueron enterrados en una fosa común, al lado del mar. Sobre el túmulo que marcaba su lugar de descanso eterno, los vencedores habían puesto un sencillo letrero de madera en el que ponía: AQUÍ YACEN LOBOS. Brienne se detuvo al lado y rezó en silencio una oración por ellos, y también por Catelyn Stark y su hijo Robb, y por todos los hombres que habían muerto a su lado.
Recordó la noche en que Lady Catelyn había recibido la noticia de la muerte de sus dos hijos, de los dos pequeños que había dejado en Invernalia para que estuvieran a salvo. Brienne supo enseguida que había pasado algo terrible, y cuando le preguntó si había recibido noticias de sus hijos, su respuesta había sido: «No tengo más hijo que Robb». Hablaba como si le hubieran clavado un cuchillo en el vientre y lo estuvieran retorciendo. Brienne había extendido el brazo sobre la mesa para consolarla, pero se detuvo antes de que sus dedos rozaran a la otra mujer por miedo a que la rechazara. Lady Catelyn le había mostrado las manos para enseñarle las cicatrices de las palmas y los dedos, allí donde un cuchillo se había hundido profundamente en la carne. Luego empezó a hablarle de sus hijas.
—Sansa era una damita —le dijo—, siempre cortés y deseosa de complacer. Le encantaban las historias de hazañas caballerescas. Cuando crezca se convertirá en una mujer mucho más hermosa que yo; se le nota. Me gusta cepillarle el pelo. Tiene una cabellera castaña rojiza, muy suave y espesa. A la luz de las antorchas le brilla como el cobre.
También le había hablado de Arya, la más pequeña, aunque a aquellas alturas había desaparecido y probablemente estuviera muerta. En cambio, Sansa...
«Daré con ella, mi señora —le juró Brienne a la sombra inquieta de Lady Catelyn—. Nunca la dejaré de buscar. Si hace falta sacrificaré mi vida, sacrificaré mi honor, sacrificaré todos mis sueños, pero la encontraré.»
Más allá del campo de batalla, el camino discurría junto a la orilla, entre el mar gris verdoso y una sucesión de colinas bajas de piedra caliza. Había más viajeros aparte de Brienne. A lo largo de la costa, durante muchas leguas, había aldeas de pescadores que utilizaban aquel camino para llevar sus capturas al mercado. Pasó junto a una pescadera y sus hijas, que volvían a casa con las cestas vacías cargadas a los hombros. A causa de la armadura, la confundieron con un caballero hasta que le vieron la cara. Las chicas intercambiaron susurros y la miraron de reojo.
—¿Habéis visto por el camino a una doncella de trece años? —les preguntó—. ¿Una doncella noble, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo? —Ser Shadrich la había vuelto más precavida, pero tenía que seguir intentándolo—. Puede que viaje con un bufón.
Las mujeres se limitaron a sacudir la cabeza y a taparse la boca con las manos para reírse de ella.
En el primer pueblo en el que entró, los chiquillos descalzos corrieron junto a su caballo. Herida por las risitas, se había puesto el casco, de modo que la confundieron con un hombre. Un chico se ofreció a venderle almejas; otro le ofreció cangrejos; otro le ofreció a su hermana.
Brienne le compró tres cangrejos al segundo. Cuando salió del pueblo estaba empezando a llover y se había levantado mucho viento.
«Se aproxima una tormenta», pensó mientras miraba el mar. Las gotas de lluvia tintineaban contra el acero del yelmo y hacían que le zumbaran los oídos, pero mejor aquello que ir en bote.
Tras una hora de cabalgar hacia el norte, el camino se dividía junto a un montón de escombros, las ruinas de un castillo pequeño. La desviación de la derecha seguía junto a la costa y zigzagueaba a lo largo de la orilla hacia Punta Zarpa Rota, una zona desolada de pantanos y arenales; la de la izquierda discurría entre colinas, prados y bosques hasta Poza de la Doncella. La lluvia había arreciado. Brienne desmontó y guió a la yegua para salir del camino y refugiarse en las ruinas. Entre los espinos, las malas hierbas y los olmos silvestres aún se veía dónde se habían alzado los muros del castillo, pero las piedras estaban dispersas, como los bloques de construcción de un niño. De todos modos, aún quedaba una parte en pie. Las tres torres eran de granito gris, como las murallas caídas, y las almenas eran de asperón amarillo.
«Tres coronas —comprendió al contemplarlas entre la lluvia—. Tres coronas doradas.» Aquel castillo había sido de los Hollard. Probablemente Ser Dontos naciera allí.
Guió a la yegua entre los escombros hasta la entrada del edificio central. De la puerta sólo quedaban unas bisagras de hierro oxidado, pero la techumbre seguía en su lugar, y el interior estaba seco. Brienne ató a la yegua a un candelabro de la pared, se quitó el yelmo y se sacudió la cabellera. Estaba buscando leña seca para encender una hoguera cuando oyó otro caballo que se acercaba. El instinto la hizo retroceder para ocultarse entre las sombras, donde no podrían verla desde el camino. En aquella misma zona la habían capturado junto con Jaime. No pensaba volver a pasar por lo mismo.
El jinete era un hombre menudo.
«El Ratón Loco —pensó en cuanto lo vio—. ¿Cómo ha sido capaz de seguirme?» Se llevó la mano al puño de la espada. ¿Acaso Ser Shadrich pensaba que sería presa fácil sólo porque se trataba de una mujer? El castellano de Lord Grandison había cometido el mismo error. Se llamaba Humfrey Wagstaff; era un hombre orgulloso de sesenta y cinco años con nariz aguileña y el cuero cabelludo repleto de manchas. El día en que los prometieron advirtió a Brienne de que, en cuanto se casaran, se tendría que comportar como una mujer de verdad.
—No toleraré que mi señora esposa vaya por ahí haciendo cabriolas con una armadura de hombre. Me obedecerás, o de lo contrario tendré que castigarte.
Ella tenía dieciséis años y sabía manejar la espada, pero pese a sus proezas con las armas seguía siendo tímida. Aun así, tuvo el valor de decirle a Ser Humfrey que sólo aceptaría castigos de un hombre que luchara mejor que ella. El anciano caballero se puso como la grana, pero accedió a vestir la armadura para ponerla en su lugar. Pelearon con armas de torneo, romas, de manera que la maza de Brienne no tenía púas. Le rompió a Ser Humfrey una clavícula y dos costillas, y de paso rompió su compromiso. Fue su tercer prometido, y también el último. Su padre no volvió a insistir.
Si de verdad era Ser Shadrich, que le seguía la pista, tal vez tuviera que pelear. No tenía la menor intención de asociarse con él ni de permitir que la siguiera hasta llegar a Sansa.
«Es de esos arrogantes que lo son porque saben manejar las armas —pensó—, pero también es menudo. Tengo más alcance que él, y además soy más fuerte.»
Brienne era tan fuerte como la mayoría de los caballeros, y según decía su viejo maestro de armas, era más veloz de lo que cabía esperar en alguien de su tamaño. Los dioses también le habían dado resistencia, cosa que Ser Goodwin consideraba un noble don. Los combates con espada y escudo siempre eran agotadores, y la victoria solía ser para el más resistente. Ser Goodwin la había enseñado a pelear con cautela, a conservar las fuerzas mientras sus rivales se agotaban en ataques furiosos.
—Los hombres siempre te van a subestimar —le dijo—. El orgullo hará que quieran derrotarte deprisa, para que no se diga que una mujer los puso a prueba.
Descubrió hasta qué punto eran ciertas aquellas palabras en cuanto salió al mundo. Hasta Jaime Lannister se había enfrentado a ella así en los bosques cercanos a Poza de la Doncella. Si los dioses eran bondadosos, el Ratón Loco cometería el mismo error.
«Puede que sea un caballero curtido —pensó—, pero no es Jaime Lannister.» Desenvainó la espada. Pero el caballo que se detuvo donde se dividía el camino no era el corcel pardo de Ser Shadrich, sino un jamelgo picazo, viejo y agotado, montado por un niño flaco. Al verlo, Brienne retrocedió desconcertada.
«No es más que un niño —pensó hasta que vio el rostro que ocultaba la capucha—. El chico del Valle Oscuro, el que tropezó conmigo. Es él.»
El niño ni se fijó en las ruinas del castillo, sino que escudriñó una desviación del camino y luego la otra. Tras titubear un instante condujo el jamelgo hacia las colinas. Brienne lo observó alejarse entre la lluvia, y de repente recordó que también lo había visto en Rosby.
«Me está siguiendo —comprendió—, pero yo también sé jugar a eso.» Desató a la yegua, montó y fue en pos de él.
El chico tenía los ojos clavados en el camino, observando las huellas llenas de agua. Entre la lluvia y la capucha que llevaba puesta, no la oyó acercarse. Ni siquiera miró hacia atrás hasta que Brienne se situó tras él y golpeó al jamelgo en la grupa con la hoja de la espada.
El caballo se encabritó, y el muchachito flaco salió despedido, con la capa ondeando como un par de alas. Aterrizó en el barro y se incorporó cubierto de manchas, con un tallo de hierba seca entre los dientes. Brienne estaba ante él. Sí, era el mismo niño, no cabía duda. Reconoció el orzuelo al instante.
—¿Quién eres? —preguntó con brusquedad.
El chico movió los labios sin emitir sonido alguno. Tenía los ojos grandes como huevos.
—P... —fue lo único que pudo decir—. P... —La loriga tintineaba cuando se estremecía—. P-p-p...
—¿Por favor? —dijo Brienne—. ¿Estás intentado decir «por favor»? —Le puso la punta de la espada en la nuez—. Por favor, dime cómo te llamas y por qué me sigues.
—P-p-por favor, no. —Se metió un dedo en la boca, se sacó un pegote de barro y escupió—. P-P-Pod. Me llamo P-P-Podrick. P-Payne.
Brienne bajó la espada y sintió un ramalazo de compasión. Recordó cierto día, en el Castillo del Atardecer, y a un joven caballero con una rosa en la mano. «La llevaba para dármela a mí.» O eso le había dicho la septa. Lo único que tenía que hacer era darle la bienvenida al castillo de su padre. Él tenía dieciocho años; el pelo largo rojizo le caía por los hombros. Ella tenía doce e iba embutida en una túnica nueva con el corpiño lleno de granates. Tenían más o menos la misma altura, pero Brienne no conseguía mirarlo a los ojos ni recitar las sencillas palabras que le había hecho aprender la septa: «Ser Ronnet, os doy la bienvenida a la residencia de mi padre. Me alegro de conoceros al fin.»