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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (20 page)

«Era un verdadero glotón, y muy manejable. Este, en cambio...» De repente, Cersei recordó que el nuevo Septón Supremo había sido elegido por Tyrion. Era una idea un tanto inquietante.

La mano manchada del anciano parecía una pata de pollo que surgiera de la manga con cenefas de oro y cristales engarzados. Cersei se arrodilló en el mármol húmedo y le besó los dedos, e indicó a Tommen que hiciera lo mismo.

«¿Qué sabe de mí? ¿Qué le contó el enano?» El Septón Supremo sonrió y la escoltó al interior del septo. Pero ¿era una sonrisa amenazadora, impregnada de conocimiento, o sólo el gesto vacuo de los labios arrugados de un anciano? La Reina no tenía manera de saberlo.

Cruzó la Sala de las Lámparas bajo los globos de cristal de colores, siempre con la mano de Tommen en la suya. Los flanqueaban Trant y Kettleblack, con las capas chorreantes que iban dejando charcos en el suelo. El Septón Supremo caminaba despacio, apoyado en un bastón de arciano rematado por un orbe de cristal. Siete Máximos Devotos lo asistían vestidos con resplandecientes ropajes de hilo de plata. Tommen lucía una túnica de hilo de oro bajo el manto de marta, y la Reina, un antiguo vestido largo de terciopelo negro ribeteado con armiño. No había tenido tiempo para que le hicieran uno nuevo, y no podía llevar la misma ropa que en el funeral de Joffrey, ni el que lució cuando enterró a Robert.

«Por lo menos, nadie esperará que lleve luto por Tyrion. En ese funeral vestiré de seda carmesí e hilo de oro, y me adornaré el pelo con rubíes.» Había anunciado que el hombre que le llevara la cabeza del enano obtendría de inmediato el título de señor, por humildes que fueran sus orígenes. Los cuervos llevaban ya la promesa a todos los rincones de los Siete Reinos; no tardarían en cruzar en mar Angosto y llegar a las Nueve Ciudades Libres y a las tierras que se extendían más allá.

«El Gnomo puede intentar esconderse en los confines de la tierra, pero no se me escapará.»

La regia procesión cruzó las puertas interiores del gigantesco corazón del Gran Septo y bajó por un ancho pasillo, uno de los siete que confluían bajo la cúpula. A izquierda y derecha, los nobles se hincaron de rodillas al paso del Rey y de la Reina. Allí estaban muchos de los banderizos de su padre, así como caballeros que habían luchado al lado de Lord Tywin en medio centenar de batallas. Al verlos se sintió más segura.

«No carezco de amigos.»

El cadáver de Lord Tywin Lannister reposaba bajo la elevada cúpula de oro y cristal del Gran Septo, sobre un féretro de mármol. Jaime montaba guardia junto a la cabeza, con la mano cerrada en torno al puño de un largo mandoble dorado cuya punta apoyaba en el suelo. La capa con capucha que vestía era tan blanca como la nieve recién caída, y la túnica de malla tenía incrustaciones de oro y madreperla.

«Lord Tywin habría preferido que vistiera los colores de los Lannister, el oro y el carmesí —pensó—. Siempre se enfadaba cuando veía a Jaime de blanco. —Además, su hermano se estaba dejando crecer la barba. La pelusa que le cubría la mandíbula y las mejillas le daba a su rostro un aspecto tosco, basto—. Al menos podría haber esperado a que los huesos de nuestro padre estuvieran enterrados bajo la Roca.»

Cersei y el Rey subieron los tres peldaños y se arrodillaron junto al cadáver. Tommen tenía los ojos llenos de lágrimas. Cersei se inclinó hacia él.

—Llora sin hacer ruido —le dijo—. Eres el rey, no un niño berreante. Tus señores te están observando.

El niño se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía los mismos ojos que ella, color verde esmeralda, tan grandes y vivos como los de Jaime a su edad. Su hermano había sido un niño muy guapo... Pero también fiero, igual que Joffrey, un verdadero cachorro de león. La Reina rodeó a Tommen con el brazo y le besó los rizos dorados.

«Me necesita para que lo enseñe a gobernar, para que lo proteja de sus enemigos.» Algunos de ellos estaban allí, a su alrededor, haciéndose pasar por amigos.

Las hermanas silenciosas habían vestido a Lord Tywin como si fuera a luchar en una última batalla. Llevaba su mejor armadura, de grueso acero esmaltado de carmesí oscuro, con incrustaciones de oro en las canilleras y la coraza. Los ristres eran soles dorados; tenía un león al acecho en cada hombro, y la cimera del yelmo colocado junto a su cabeza tenía la forma de un león de larga melena. Le habían puesto sobre el pecho una espada larga con la vaina recubierta de oro e incrustaciones de rubíes, y tenía las manos cerradas en torno al puño, envueltas en guanteletes de metal dorado.

«Hasta muerto tiene un rostro noble —pensó—, pero la boca... —Las comisuras de los labios de su padre se curvaban ligeramente hacia arriba; daba la sensación de que algo le resultaba divertido—. No debería estar así.» La culpa la tenía Pycelle; tendría que haberles dicho a las hermanas silenciosas que Lord Tywin Lannister no sonreía jamás. «Ese hombre es más inútil que los pezones en una coraza.» En cierto modo, aquel atisbo de sonrisa hacía que Lord Tywin pareciera menos temible, igual que el hecho de que tuviera los ojos cerrados. Los ojos de su padre siempre habían sido turbadores, de color verde claro, casi llameantes, con destellos dorados. Eran ojos que veían por dentro, que veían lo débil, lo indignas, lo feas que eran las personas en su interior. «Cuando miraba a alguien, lo sabía.»

Le acudió a la mente un recuerdo del banquete que había ofrecido el rey Aerys cuando Cersei llegó a la corte, cuando no era más que una niña verde como la hierba del verano. El anciano Merryweather estaba charlando sobre la posibilidad de subir el impuesto sobre el vino cuando Lord Rykker dijo: «Si nos hace falta oro, lo que debería hacer Su Alteza es sentar a Lord Tywin en el orinal». Aerys y sus lisonjeadores rieron a carcajadas, mientras que su padre miró a Rykker por encima de la copa. Las risas cesaron al poco rato, pero la mirada siguió clavada en él. Rykker apartó la vista, se volvió de nuevo, le sostuvo la mirada, intentó no hacer caso, bebió un pichel de cerveza y al final se marchó con el rostro enrojecido, derrotado por un par de ojos que no le daban cuartel.

«Los ojos de Lord Tywin se han cerrado para siempre —pensó Cersei—. Ahora, la mirada que los hará temblar será la mía; mío, el ceño que temerán. Yo también soy un león.»

El cielo estaba tan gris que dentro del septo todo eran penumbras. Si escampara, el sol entraría por los cristales y envolvería el cadáver en un arco iris. El señor de Roca Casterly merecía un arco iris. Había sido un gran hombre.

«Pero yo seré más grande aún. Dentro de mil años, cuando los maestres escriban sobre esta época, sólo se te recordará como el padre de la reina Cersei.»

—Madre. —Tommen le tironeó la manga—. ¿Qué es eso que huele tan mal?

«Mi señor padre.»

—La muerte.

A ella también le llegaba el olor, un jirón tenue de corrupción que hacía que le dieran ganas de arrugar la nariz. Cersei no le prestó atención. Los siete septones de túnicas plateadas estaban ante el féretro, suplicándole al Padre que juzgara con justicia a Lord Tywin. Cuando terminaron, setenta y siete septas se congregaron en torno al altar de la Madre y entonaron una oración para pedirle clemencia. Para entonces Tommen ya se movía inquieto, y a la Reina le empezaban a doler las rodillas. Le lanzó una mirada a Jaime. Su mellizo estaba erguido como si fuera de piedra, y no la miró.

En los bancos, su tío Kevan estaba arrodillado, con los hombros caídos, al lado de su hijo.

«Lancel tiene peor aspecto que mi padre. —Sólo tenía diecisiete años, pero aparentaba setenta, con el rostro macilento y demacrado, las mejillas y los ojos hundidos, y el pelo tan claro y quebradizo como la paja—. ¿Cómo es posible que Lancel siga entre los vivos y Tywin Lannister haya muerto? ¿Es que los dioses se han vuelto locos?»

Lord Gyles tosía más que de costumbre y se cubría la nariz con un cuadrado de seda roja.

«A él también le llega el olor.» El Gran Maestre Pycelle había cerrado los ojos. «Como se haya quedado dormido lo mandaré azotar, lo juro.» A la derecha del féretro estaban arrodillados los Tyrell: el señor de Altojardín, su repulsiva madre y su insípida esposa, su hijo Garlan y su hija Margaery. «La reina Margaery», se recordó: la viuda de Joff y futura esposa de Tommen. Margaery se parecía mucho en lo físico a su hermano, el Caballero de las Flores. La Reina se preguntó si tendrían otras cosas en común. «Nuestra pequeña se hace acompañar por muchas damas, día y noche. —En aquel momento estaban con ella; eran casi una docena. Cersei examinó sus rostros—. ¿Cuál es la más cobarde, la más caprichosa, la más desesperada por conseguir favores? ¿Cuál tendrá la lengua más suelta?» Iba a tener que averiguarlo.

Fue un alivio que los rezos terminaran por fin. El olor que despedía el cadáver de su padre parecía cada vez más fuerte. La mayoría de los asistentes tenía la delicadeza de fingir que no pasaba nada, pero Cersei se fijó en que dos primas de Lady Margaery arrugaban sus naricillas Tyrell. Mientras Tommen y ella volvían a recorrer el pasillo, le pareció que alguien susurraba «escusado» y soltaba una risita, pero cuando se giró para ver quién había hablado se encontró con un mar de rostros solemnes que la miraban inexpresivos.

«Cuando vivía no se habrían atrevido a hacer chistes sobre él. Les habría aflojado las tripas con una mirada.»

Cuando estuvieron de nuevo en la Sala de las Lámparas, los asistentes al funeral zumbaron en torno a ellos como moscones, ansiosos por ofrecerle sus inútiles condolencias. Los gemelos Redwyne le besaron la mano, y su padre, las mejillas. Hallyne
el Piromante
le prometió que una mano llameante iluminaría el cielo, sobre la ciudad, el día en que los huesos de su padre emprendieran viaje hacia el oeste. Lord Gyles le contó entre toses que había contratado a un maestro escultor para que hiciera una estatua de Lord Tywin que montaría guardia eternamente junto a la Puerta del León. Ser Lambert Turnberry se presentó con un parche en el ojo derecho y juró que lo llevaría hasta que consiguiera llevarle la cabeza del enano.

Apenas había conseguido escapar de las garras de aquel imbécil cuando se vio arrinconada por Lady Falyse de Stokeworth y su esposo, Ser Balman Byrch.

—Mi señora madre os envía su pésame, Alteza —farfulló Falyse—. Lollys tiene que guardar cama por su embarazo, y no ha querido apartarse de su lado. Os ruega que la disculpéis, y quiere que os pida... Mi madre admiraba a vuestro difunto padre más que a ningún otro hombre. Si mi hermana tuviera un hijo varón, querría ponerle por nombre Tywin, si... Si os parece bien...

Cersei se quedó mirándola, horrorizada.

—A vuestra hermana retrasada la viola medio Desembarco del Rey, ¿y Tanda quiere honrar al bastardo con el nombre de mi señor padre? Ni hablar.

Falyse retrocedió como si la hubiera abofeteado; su esposo, en cambio, se limitó a pasarse el pulgar por el espeso bigote rubio.

—Eso mismo le dije a Lady Tanda. Ya encontraremos un nombre más... eh... Más adecuado para el bastardo de Lollys, os doy mi palabra.

—Eso espero.

Cersei les dio la espalda y se alejó. Advirtió que Tommen había caído en las garras de Margaery Tyrell y su abuela. La Reina de las Espinas era tan menuda que, durante un momento, Cersei la tomó por otro niño. Antes de que pudiera rescatar a su hijo de las rosas, la presión de la multitud la situó cara a cara con su tío. Cuando la Reina le recordó la reunión que iban a tener más tarde, Ser Kevan asintió con cansancio y pidió permiso para retirarse. En cambio, Lancel se quedó allí; era la viva imagen de un hombre con un pie en la tumba.

«Pero... ¿Está entrando o saliendo?» Cersei se obligó a sonreír.

—Me alegro de ver que estás mucho más fuerte, Lancel. Los informes del maestre Ballabar eran tan espantosos que temimos por tu vida. Pero creía que ya estarías camino de Darry para ocupar tu puesto como señor.

Tras la batalla del Aguasnegras, su padre había nombrado señor a Lancel, como premio para su hermano Kevan.

—Todavía no. En mi castillo hay bandidos.

La voz de su primo era tan tenue como el bigotillo que le adornaba el labio superior. Aunque el pelo se le había quedado descolorido, la pelusa del bigote seguía siendo color arena. Cersei se la había observado a menudo mientras lo tenía dentro, montándola obediente. Daba la impresión de ser una mancha, y lo solía amenazar con borrársela con el dedo mojado en saliva.

—Mi padre dice que en las tierras de los ríos hace falta una mano fuerte. —«Lástima, porque la que van a tener es la tuya», habría querido decirle, pero sonrió—. Y además te vas a casar.

Un gesto de melancolía torció el rostro destrozado del joven caballero.

—Con una Frey, y no la he elegido yo. Ni siquiera es doncella. Me casan con una viuda de sangre Darry. Mi padre dice que así me ganaré a los campesinos, pero todos los campesinos están muertos. —Le cogió una mano—. Es una crueldad, Cersei. Vuestra Alteza sabe que amo a...

—... a la Casa Lannister —terminó por él—. Eso no lo duda nadie, Lancel. Ojalá tu esposa te dé hijos fuertes. —«Pero que no sea su señor abuelo el que organice la boda»—. Sé que protagonizarás muchas hazañas en Darry.

Lancel asintió con tristeza evidente.

—Cuando parecía que iba a morir, mi padre llevó al Septón Supremo a mi lado para que rezara por mí. Es un buen hombre. —Los ojos de su primo estaban húmedos y brillantes; eran los ojos de un niño en un rostro de anciano—. Dice que la Madre me salvó la vida con algún propósito sagrado, para que pueda expiar mis pecados.

Cersei se preguntó cómo pensaría expiar los que había cometido con ella.

«Fue un error nombrarlo caballero, y un error aún mayor acostarme con él. —Lancel era un junco débil, y no le gustaba en absoluto que se hubiera vuelto tan piadoso; le resultaba mucho más divertido cuando intentaba ser como Jaime—. ¿Qué le habrá dicho este imbécil llorica al Septón Supremo? ¿Y qué le contará a su pequeña Frey cuando estén en la cama juntos, en la oscuridad?» Si confesaba haberse acostado con ella, eso lo podría superar. Los hombres siempre mentían sobre esas cosas, y podría atribuirlo a la fanfarronería de un muchacho impresionado por su belleza. «Pero si habla de Robert y del vino, es otra cosa...»

—La mejor manera de expiar los pecados es la oración —le dijo Cersei—. La oración silenciosa. —Dio media vuelta, dejándolo meditabundo, y fue a enfrentarse al ejército de los Tyrell.

Margaery la abrazó como a una hermana, cosa que a la Reina le pareció presuntuosa, pero no era lugar para reprochárselo. Lady Alerie y las primas se conformaron con besarle los dedos. Lady Graceford, con un embarazo ya muy avanzado, le pidió permiso para llamar Tywin a su bebé si era niño, o Lanna si era niña.

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