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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (17 page)

«Soy la espada en la oscuridad.» Pero con la espada era un desastre, y la oscuridad le daba miedo.

—Lo... intentaré.

—No lo intentarás. Obedecerás.


Obedecerás.
—El cuervo de Mormont batió las grandes alas negras.

—Como ordene mi señor. ¿Lo...? ¿Lo sabe ya el maestre Aemon?

—La idea se nos ocurrió a los dos. —Jon le abrió la puerta—. Nada de despedidas. Cuanta menos gente se entere, mejor. Una hora antes del amanecer, junto al cementerio.

Sam no recordó haber salido de la armería; lo siguiente que supo fue que caminaba tambaleante por charcos de barro y nieve sucia hacia las habitaciones del maestre Aemon.

«Podría esconderme —se dijo—. Podría esconderme en las criptas, con los libros. Podría vivir ahí abajo con el ratón; saldría por las noches a robar comida.» Pero sabía que eran ideas delirantes, tan inútiles como desesperadas. Las criptas serían el primer lugar donde lo buscarían. El último lugar donde lo buscarían sería más allá del Muro, pero eso era una locura aún mayor.

«Los salvajes podrían atraparme y me matarían muy despacio. Me quemarían vivo, como quiere hacer la mujer roja con Mance Rayder.»

Cuando encontró al maestre Aemon con los pájaros, le entregó la carta de Jon y le relató sus temores en un torrente de palabras balbuceantes.

—Es que no lo entiende. —Sam estaba a punto de vomitar—. Si me pongo una cadena, mi señor p-p—p-padre... me, me, me...

—Mi padre también puso las mismas objeciones cuando elegí una vida de servicio —le dijo el anciano—. Fue su padre quien me envió a la Ciudadela. El rey Daeron tenía cuatro hijos, y tres de ellos también tenían hijos varones. «Demasiados dragones son un peligro tan grande como demasiado pocos», oí que Su Alteza le decía a mi señor padre el día que me envió lejos. —Aemon se llevó una mano llena de manchas a la cadena de metales diversos que le colgaba en torno al cuello flaco—. La cadena es pesada, Sam, pero mi señor abuelo tenía razón. Y también la tiene tu Lord Nieve.


Nieve
—graznó un cuervo. «Nieve», repitió otro. Todos empezaron a graznar a la vez. «Nieve, nieve, nieve, nieve, nieve». Sam les había enseñado aquella palabra.

Comprendió que allí no encontraría ayuda; el maestre Aemon estaba tan atrapado como él.

«Morirá en el mar —pensó con desesperación—. Es demasiado viejo para sobrevivir a un viaje así. El hijito de Elí también podría morir, no es tan grande ni tan fuerte como el bebé de Dalla. ¿Qué quiere Jon? ¿Matarnos a todos?»

A la mañana siguiente, Sam ensilló la yegua con la que había llegado desde Colina Cuerno y la llevó hacia el cementerio que había junto al camino del este. Las alforjas estaban llenas a rebosar de queso, salchichas ahumadas y huevos duros, y también llevaba medio jamón en salazón que le había regalado Hobb Tresdedos por su día del nombre.

—Tú sí que sabes valorar a un buen cocinero, Mortífero —le dijo—. Más como tú harían falta por aquí.

El jamón le sería de gran ayuda. Guardiaoriente estaba a una larga y fría cabalgada, y no había pueblos ni posadas a la sombra del Muro.

La hora que precedía al amanecer era oscura y silenciosa. El Castillo Negro estaba extrañamente tranquilo. En el cementerio lo aguardaban dos carros de dos ruedas, además de Jack Bulwer
el Negro
y una docena de exploradores curtidos, tan duros como sus monturas. Kedge
Ojoblanco
profirió un juramento cuando divisó a Sam con el ojo sano.

—No le hagas caso, Mortífero —dijo Jack
el Negro
—. Ha perdido una apuesta: decía que te tendríamos que sacar chillando de debajo de alguna cama.

El maestre Aemon estaba demasiado delicado para ir a caballo, de manera que le habían preparado un carro bien acolchado con pieles y con un toldo de cuero en la parte superior, para protegerlo de la nieve y la lluvia. Elí y su hijo viajarían con él. En el segundo carro se amontonaban su ropa y sus pertenencias, junto con un cofre de libros raros y antiguos que Aemon suponía que no encontraría en la Ciudadela. Sam se había pasado media noche buscándolos, aunque sólo había encontrado una cuarta parte de los que le había pedido.

«Por suerte, o nos haría falta otro carro.»

El maestre llegó arrebujado en una piel de oso que era tres veces más grande que él. Mientras Clydas lo guiaba hacia el carro se levantó una ráfaga de viento, y el anciano se tambaleó. Sam se apresuró a acudir a su lado y lo rodeó con un brazo.

«Otro soplo de aire así se lo podría llevar por encima del Muro.»

—Cogeos de mi brazo, maestre. Estamos cerca.

El anciano ciego asintió mientras el viento les echaba hacia atrás las capuchas.

—En Antigua siempre hace calor. Conozco una posada de una isla del Vinomiel; siempre iba allí cuando era novicio. Será muy grato volver a sentarme allí a beber sidra.

Ya habían acomodado al maestre en el carro cuando apareció Elí, con el niño bien abrigado entre los brazos. Bajo la capucha se le veían los ojos rojos de tanto llorar. Jon llegó al mismo tiempo, acompañado por Edd
el Penas
.

—Lord Nieve —le dijo el maestre Aemon—, os he dejado un libro en mis habitaciones. El
Compendio jade
. Lo escribió el aventurero volantino Colloquo Votar, que viajó al Este y visitó todas las tierras del mar de Jade. Hay un pasaje que os parecerá muy interesante; le he dicho a Clydas que os lo marque.

—Lo leeré, no lo dudéis —respondió Jon Nieve.

Un hilillo de mucosidad blanca le colgaba de la nariz al maestre Aemon. Se lo limpió con el dorso de la mano enguantada.

—El conocimiento es un arma, Jon. Aseguraos de ir bien armado antes de entrar en combate.

—Muy bien. —Empezó a caer una nevada ligera; los copos grandes, blancos, descendían perezosos del cielo. Jon se volvió hacia Jack Bulwer
el Negro
—. Id tan deprisa como podáis, pero sin correr riesgos innecesarios. Viajan con vosotros un anciano y un bebé. Encargaos de que no pasen frío ni hambre.

—Vos también, mi señor —intervino Elí—. Haced lo mismo por el otro. Buscadle otra nodriza, como dijisteis. Me lo habéis prometido. El niño... El hijo de Dalla... Es decir, el príncipe... Buscadle una buena mujer, para que crezca grande y fuerte.

—Tenéis mi palabra —le aseguró Jon Nieve con solemnidad.

—No le pongáis nombre. Nada de nombres hasta que cumpla dos años. Trae mala suerte ponerles nombre cuando aún toman el pecho. Puede que los cuervos no lo sepáis, pero es así.

—Como ordenéis, mi señora.

Una mueca de ira desfiguró el rostro de Elí.

—No me llaméis así. Soy madre, no señora. Soy esposa de Craster e hija de Craster, y también soy madre.

Edd
el Penas
cogió en brazos al bebé mientras Elí subía al carro y se cubría las piernas con unas pieles que olían a rancio. Para entonces, el cielo era más gris que negro hacia el este. Lew
el Zurdo
estaba deseoso de emprender la marcha. Edd le devolvió el bebé a Elí, que se lo llevó al pecho.

«Puede que sea la última vez que veo el Castillo Negro», pensó Sam mientras montaba a lomos de su yegua. Cuando llegó detestaba aquel lugar, pero en aquel momento no soportaba la idea de tener que partir.

—¡En marcha! —ordenó Bulwer.

Un látigo restalló, y los carros empezaron a traquetear lentamente por el camino mientras la nieve caía a su alrededor. Sam se detuvo un instante junto a Clydas, Edd
el Penas
y Jon Nieve.

—Bueno —dijo—. Hasta pronto.

—Hasta pronto, Sam —respondió Edd
el Penas
—. No creo que tu barco se hunda. Los barcos sólo se hunden si yo estoy a bordo.

Jon estaba contemplando los carros.

—La primera vez que vi a Elí estaba de pie, con la espalda contra una pared del Torreón de Craster —dijo—. Era una chiquilla flaca de pelo oscuro y barriga enorme, y
Fantasma
la tenía aterrorizada. Se había colado entre sus conejos, y ella tenía miedo de que la desgarrara para devorar al bebé... Pero no era del lobo de quien debía tener miedo, ¿verdad?

«No —pensó Sam—. El peligro era Craster, su propio padre.»

—Es más valiente de lo que ella misma sabe.

—Tú también, Sam. Que tengas un viaje rápido y seguro, y cuida de ella, de Aemon y del bebé. —Jon esbozó una sonrisa extraña, triste—. Y súbete la capucha. Los copos de nieve se te derriten en el pelo.

ARYA (1)

La luz ardía tenue y lejana, muy baja en el horizonte, un brillo entre las nieblas marinas.

—Parece una estrella —dijo Arya.

—La estrella del hogar —convino Denyo.

Era su padre el que gritaba órdenes. Los marineros subían y bajaban por los tres altos mástiles y se movían por los aparejos para arriar las pesadas velas moradas. Abajo, los remeros jadeaban y se afanaban con las dos grandes hileras de remos. Las cubiertas crujían y se inclinaban mientras la galera
Hija del Titán
viraba hacia estribor.

«La estrella del hogar.» Arya estaba en la proa con una mano en el mascarón dorado, una doncella con un cuenco de fruta. Durante un breve instante se permitió fingir que lo que tenía delante era de verdad su hogar.

Pero aquello era una estupidez. Su hogar ya no existía; sus padres habían muerto asesinados, igual que todos sus hermanos, menos Jon Nieve, que estaba en el Muro. Era allí adonde habría querido ir. Así se lo dijo al capitán, pero ni la moneda de hierro bastó para convencerlo. Arya tenía la sensación de que no llegaba nunca a los lugares que quería alcanzar. Yoren había jurado devolverla a Invernalia, pero había acabado en una tumba, y ella, en Harrenhal. Cuando escapó de Harrenhal para ir a Aguasdulces, Lim, Anguy y Tom
Siete
la tomaron prisionera y la arrastraron a la colina hueca. Luego, el Perro la secuestró y la arrastró a Los Gemelos. Arya lo dejó agonizante junto al río y siguió camino hasta Salinas con la esperanza de encontrar un barco que la llevara a Guardiaoriente del Mar, pero...

«Puede que Braavos no esté tan mal. Syrio era de Braavos, y a lo mejor, Jaqen también.» Había sido Jaqen quien le había dado la moneda de hierro. En realidad no era su amigo, cosa que sí había sido Syrio, pero ¿de qué le habían servido los amigos hasta entonces? «Mientras tenga a
Aguja
no necesito amigos.» Acarició el pomo pulido de la espada con la yema del pulgar, deseando, deseando...

A decir verdad, no sabía qué desear, igual que no sabía qué le esperaba bajo aquella luz distante. El capitán la había admitido a bordo, pero no tenía tiempo para hablar con ella. Algunos miembros de la tripulación la evitaban; otros, en cambio, le hacían regalos: un tenedor de plata, unos mitones, un gorro de lana con parches de cuero... Un hombre la enseñó a hacer nudos de marinero. Otro le servía a veces traguitos de vino de fuego. Los que eran amistosos con ella se golpeaban el pecho y repetían su nombre una y otra vez hasta que Arya lo pronunciaba, aunque ninguno se molestó en preguntarle a ella cómo se llamaba. La llamaban Salina porque había subido a bordo en Salinas, cerca de la desembocadura del Tridente. En fin, era un nombre tan bueno como cualquier otro.

Ya había desaparecido la última estrella de la noche; sólo quedaban las dos que se divisaban delante.

—Ahora son dos estrellas.

—Dos ojos —dijo Denyo—. El Titán nos ve.

«El Titán de Braavos.» La Vieja Tata les contaba cuentos sobre el Titán cuando vivían en Invernalia. Era un gigante alto como una montaña y, cuando un peligro se cernía sobre Braavos, se despertaba con fuego en los ojos, y los miembros de piedra le rechinaban y gemían mientras se adentraba en el mar para acabar con los enemigos.

—Los braavosis lo alimentan con la carne jugosa y rosada de niñas nobles —terminaba Nan, y Sansa siempre soltaba un gritito estúpido. Pero el maestre Luwin decía que el Titán no era más que una estatua, y que los cuentos de la Vieja Tata no eran más que cuentos.

«Invernalia se quemó; ya no existe —se recordó Arya. Seguramente, la Vieja Tata y el maestre Luwin estaban muertos, igual que Sansa. No servía de nada pensar en ellos—. Todos los hombres mueren.» Eso era lo que significaban las palabras que Jaqen H'ghar le había enseñado cuando le dio la moneda de hierro desgastada. Había aprendido más palabras en braavosi desde que zarparon de Salinas, cosas como
por favor
,
gracias
,
mar
,
estrella
y
vino de fuego
, pero todas ellas habían llegado después de
todos los hombres mueren
. La mayoría de los tripulantes de la Hija chapurreaba la lengua común porque habían pasado muchas noches en Antigua, en Desembarco del Rey o en Poza de la Doncella, pero sólo el capitán y sus hijos la dominaban lo suficiente para hablar con Arya. Denyo era el menor de esos hijos: se trataba de un muchacho regordete y alegre de doce años que se ocupaba del camarote de su padre y ayudaba a su hermano mayor a hacer las cuentas.

—Espero que vuestro Titán no tenga hambre —le dijo Arya.

—¿Hambre? —repitió Denyo, desconcertado.

—Déjalo. —Aunque fuera verdad que el Titán comía carne jugosa y rosada de niñas, Arya no tenía nada que temer. Estaba tan flaca que no era comida digna de un gigante, y ya tenía casi once años; era prácticamente una mujer. «Además, Salina no es noble»—. ¿El Titán es el dios de Braavos? —preguntó—. ¿O tenéis a los Siete?

—En Braavos se adora a todos los dioses. —Al hijo del capitán le gustaba hablar de su ciudad casi tanto como del barco de su padre—. Tus Siete tienen un septo aquí, el Septo-más-allá-del-Mar, pero ahí sólo van los marineros ponientis.

«No son mis Siete. Eran los dioses de mi madre, y permitieron que los Frey la asesinaran en Los Gemelos. —¿Habría en Braavos un bosque de dioses, con un arciano en el centro? Tal vez Denyo lo supiera, pero no se lo podía preguntar. Salina era de Salinas, y ¿qué sabía una niña de Salinas sobre los antiguos dioses del Norte?—. Los antiguos dioses han muerto, igual que mis padres, y Robb, y Bran, y Rickon; todos han muerto.» Recordó como su padre había dicho, mucho tiempo atrás, que cuando soplan los vientos fríos, el lobo solitario muere y la manada sobrevive. «Pues es al revés.» Arya, la loba solitaria, seguía viva, pero a los lobos de la manada los habían capturado, asesinado y desollado.

—Los Bardos Lunares nos trajeron a este refugio, donde los dragones de Valyria no nos podrían encontrar —le explicó Denyo—. Su templo es el más grande. También honramos al Padre de las Aguas, pero su casa se vuelve a construir cada vez que toma esposa. El resto de los dioses convive en una isla, en el centro de la ciudad. Allí es donde encontrarás al... Al Dios de Muchos Rostros.

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