Festín de cuervos (41 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Lo malo era que no mirar las aguas resultaba peor aún, como comprendió en el abarrotado camarote que compartían los pasajeros bajo el castillo de popa. Trató de no pensar en los tumbos que le daba el estómago, y para ello se dedicó a hablar con Elí, que estaba dándole el pecho a su hijo.

—Este barco nos llevará hasta Braavos —le dijo—. Allí buscaremos otro que vaya a Antigua. Cuando era pequeño leí un libro sobre Braavos. La ciudad entera está construida en una ensenada, en un centenar de islitas, y allí hay un titán, un hombre de piedra que mide cientos de codos. No viajan con caballos, sino con botes, y sus cómicos representan historias que están escritas, en vez de inventarse farsas estúpidas, como hacen en otros sitios. La comida es muy buena, sobre todo la que procede del mar. Tienen montones de almejas, anguilas y ostras. Seguro que tardamos unos días en coger el otro barco. Si es así, podemos ir a ver un espectáculo de cómicos, y a comer ostras.

Había pensado que la idea le haría ilusión a Elí, pero estaba muy equivocado. La chica se quedó mirándolo con ojos apagados, mortecinos, entre unos cuantos mechones de pelo sucio.

—Como quieras, mi señor.

—¿Qué quieres tú? —le preguntó Sam.

—Nada.

Se giró y se pasó a su hijo de un pecho al otro.

El movimiento del barco le estaba revolviendo los huevos con panceta y pan frito que había tomado antes de zarpar. De repente sintió que ya no soportaba ni un instante más en el camarote. Se puso en pie y subió por la escalerilla para echar el desayuno al mar. Las náuseas lo habían asaltado de manera tan repentina que no se paró a calcular en qué dirección soplaba el viento, de modo que vomitó por la borda incorrecta y terminó todo salpicado. Aun así, después se sintió mejor... Aunque no le duró mucho tiempo.

La nave era la
Pájaro Negro
, la galera más grande de todas las de la Guardia. La
Cuervo de Tormenta
y la
Garra
eran más rápidas, como le había dicho Cotter Pyke al maestre Aemon en Guardiaoriente del Mar, pero eran naves de combate, aves de presa esbeltas y rápidas en las que los remeros iban en la cubierta superior. La
Pájaro Negro
era mejor para las aguas agitadas del mar Angosto pasado Skagos.

—Hemos tenido tormentas —avisó Pyke—. Las de invierno son las peores, pero las de otoño son más frecuentes.

Los diez primeros días habían sido bastante tranquilos; la
Pájaro Negro
surcó la bahía de las Focas, sin perder de vista la tierra en ningún momento. Cuando soplaba el viento hacía frío, pero el olor salubre del aire resultaba vigorizante. Sam casi no podía comer, y cuando conseguía tragar algo no lo retenía mucho tiempo, pero al margen de eso, no le iba demasiado mal. Intentó inspirar valor a Elí y animarla un poco, pero le resultó muy difícil. No consiguió convencerla para que subiera a la cubierta; prefería quedarse abajo, en la oscuridad, acurrucada con su hijo. Por lo visto, el barco le gustaba tan poco como a su madre: cuando no estaba berreando, estaba vomitando la leche materna. Tenía la tripa suelta, manchaba constantemente las pieles en las que lo envolvía Elí para darle calor e impregnaba el ambiente con un hedor estercolizo. Por muchas velas de sebo que encendiera Sam, el olor a mierda no se disipaba.

Se estaba mejor fuera, al aire libre, sobre todo cuando Dareon cantaba. Los remeros de la
Pájaro Negro
conocían al bardo, que tocaba para animarlos mientras trabajaban. Se sabía todas sus canciones favoritas: las tristes, como «El día en que ahorcaron a Robin
el Negro
», «El lamento de la sirena» y «Otoño de mi día»; las estimulantes, como «Lanzas de hierro» y «Siete espadas para siete hijos», y las picantes, como «La cena de mi señora», «Su pequeña flor» y «Meggett marchaba con muchos machos, muchos machos, sí». Cuando cantaba «El oso y la doncella», todos los remeros la coreaban, y la
Pájaro Negro
parecía volar sobre las aguas. Dareon no era gran cosa con la espada, Sam lo había visto cuando se entrenaban al mando de Alliser Thorne, pero tenía una voz excelente. «Como miel que se derrama sobre un trueno», había dicho en cierta ocasión el maestre Aemon. Tocaba la lira y el violín, y hasta escribía sus propias canciones... Aunque a Sam no le parecían gran cosa. Aun así, era agradable sentarse a escucharlo, y eso que la madera era tan dura y estaba tan astillada que Sam casi se alegraba de tener las nalgas tan carnosas.

«Los gordos siempre llevan un cojín allí adonde van», pensó.

El maestre Aemon también prefería pasar el día en la cubierta, tapado con pieles y contemplando las aguas.

—¿Qué diantres hace aquí? —preguntó Dareon una mañana—. Para él, esto está tan oscuro como el camarote.

El anciano lo oyó. Los ojos de Aemon se habían empañado y oscurecido, pero los oídos le funcionaban bien.

—No nací ciego —les recordó—. La última vez que pasé por esta zona vi cada roca, cada árbol, la espuma de cada ola, las gaviotas grises que nos seguían. Tenía treinta y cinco años y había sido maestre de la cadena durante dieciséis años. Egg quería que lo ayudara a gobernar, pero yo sabía que este era mi lugar. Me envió al norte a bordo de la
Dragón de Oro
, y se empecinó en que me acompañara su amigo Ser Duncan, para que llegara sano y salvo a Guardiaoriente. Ningún nuevo hermano había llegado al Muro con tanta pompa desde que Nymeria envió a la Guardia a seis reyes con grilletes de oro. Además, Egg vació las mazmorras para que no tuviera que pronunciar los votos a solas. Decía que los antiguos presos eran mi guardia de honor. Entre ellos estaba nada menos que Brynden Ríos, que llegó a Lord Comandante.

—¿Cuervo de Sangre? —se sorprendió Dareon—. Conozco una canción sobre él. Se titula «Mil ojos, y uno más». Pero creía que vivió hace cien años.

—Y así fue. Hubo un tiempo en que fui tan joven como tú.

Aquello pareció entristecerlo. Carraspeó, cerró los ojos y se durmió. Cada vez que una ola mecía el barco se sacudía entre las pieles.

Navegaron bajo cielos grises hacia el este, hacia el sur y de nuevo hacia el este, a medida que la bahía de las Focas se ensanchaba ante ellos. El capitán, un hermano canoso con una panza que parecía un barril de cerveza, vestía prendas negras tan manchadas y descoloridas que la tripulación le había puesto el mote de Viejo Traposal. Rara vez decía una palabra. El contramaestre lo compensaba llenando el aire salado de maldiciones cada vez que el viento amainaba o los remeros parecían flaquear. Por las mañanas tomaban copos de avena; a mediodía, gachas de guisantes, y por las noches, carne en salazón, bacalao en salazón y carnero en salazón, todo ello regado con cerveza. Dareon cantaba; Sam vomitaba; Elí lloraba y amamantaba al bebé; el maestre Aemon dormía y tiritaba, y los vientos se hacían más gélidos y borrascosos día a día.

Pese a todo, el viaje le resultó a Sam más agradable que el último que había realizado. No tenía más de diez años cuando zarpó en la galeaza de Lord Redwyne, la
Reina del Rejo
. Era cinco veces mayor que la
Pájaro Negro
, un barco formidable, con tres gigantescas velas color vino e hileras de remos que centelleaban dorados y blancos a la luz del sol. Su manera de dar tumbos cuando zarpó de Antigua era tan impresionante que Sam se quedó sin palabras... Pero aquel fue el último buen recuerdo que tendría de los estrechos del Tinto. Por aquel entonces, igual que le seguía sucediendo, se mareaba en el mar, para decepción de su señor padre.

Cuando llegaron al Rejo, las cosas fueron de mal en peor. Los hijos gemelos de Lord Redwyne despreciaron a Sam nada más verlo. Cada mañana encontraban una manera nueva de humillarlo en el patio de entrenamiento. El tercer día, Horas Redwyne lo obligó a chillar como un cerdo cuando suplicó cuartel. El quinto, su hermano Hobber vistió a una ayudante de cocina con su armadura y le encargó que diera una paliza a Sam con una espada de madera hasta que el niño empezó a llorar. Cuando se descubrió quién era, todos los escuderos, pajes y mozos de cuadras rugieron de risa.

—El chico aún se tiene que sazonar, eso es todo —le había comentado su padre a Lord Redwyne aquella noche.

—Sí, con un pellizco de pimienta, unos clavos de olor y una manzana en la boca —replicó haciendo sonar la matraca.

Después de aquello, Lord Randyll prohibió a Sam comer manzanas mientras estuvieran bajo el techo de Paxter Redwyne. También se había mareado en el viaje de regreso, pero sintió tal alivio al marcharse de allí que incluso agradeció el sabor del vómito en la garganta. Hasta que estuvieron de nuevo en Colina Cuerno, Sam no supo que su padre no tenía intención de regresar con él, según le dijo su madre.

—Horas iba a venir en tu lugar; tú ibas a quedarte en el Rejo como paje y copero de Lord Paxter. Si le hubieras caído en gracia, te habrían prometido con su hija. —Sam aún recordaba el roce suave de la mano de su madre cuando le limpió las lágrimas con un pañuelo de encaje humedecido con saliva—. Mi pobre Sam —murmuró—. Mi pobre, mi pobre Sam.

«Me alegro de volver a verla —pensó, agarrado a la borda de la
Pájaro Negro
, contemplando las olas que rompían contra la costa rocosa—. Cuando me vea de negro, a lo mejor hasta se siente orgullosa. "Ahora soy un hombre, madre". Eso podría decirle: "Soy mayordomo y miembro de la Guardia de la Noche. A veces, mis hermanos me llaman Sam
el Mortífero
''.» También podría ver a su hermano Dickon, y a sus hermanas. «¿Veis? —les diría—. ¿Veis como al final sí que servía para algo?» Pero si iba a Colina Cuerno, tal vez se encontrara con su padre.

La sola idea le revolvió el estómago de nuevo. Se dobló sobre la regala y vomitó, pero no contra el viento. En aquella ocasión no se había equivocado de borda. Se le empezaba a dar bien lo de vomitar.

O eso creía, hasta que la
Pájaro Negro
dejó atrás la tierra firme y puso rumbo al este, cruzando la bahía hacia las costas de Skagos.

La isla, situada en la entrada de la bahía de las Focas, era una tierra enorme, montañosa, imponente, habitada por salvajes. Sam había leído que vivían en cuevas y en sombrías fortalezas de las montañas, e iban a la guerra a lomos de grandes unicornios lanudos.
Skagos
significaba «piedra» en la antigua lengua. Los skagosis se autodenominaban hijos de la piedra, pero los norteños los llamaban
skaggs
a secas, y no les tenían demasiado afecto. Hacía una centuria que Skagos se había rebelado. Se tardaron años en sofocar la revuelta, y les costó la vida al Señor de Invernalia y a cientos de sus espadas juramentadas. En algunas canciones se decía que los skaggs eran caníbales. Al parecer, sus guerreros devoraban el corazón y el hígado de aquellos a los que mataban. En tiempos remotos, los skagosis llegaron navegando a la cercana isla de Skane, se apoderaron de las mujeres, mataron a todos los hombres y se los comieron en una playa de guijarros, en un banquete que se prolongó durante quince días. Hasta la fecha, Skane seguía deshabitada.

Dareon también conocía las canciones. Cuando los sombríos picos grises de Skagos se cernieron sobre el mar fue a reunirse con Sam en la proa de la
Pájaro Negro
.

—Si los dioses son buenos, tal vez veamos un unicornio.

—Si el capitán es bueno, no nos acercaremos tanto. Las corrientes son traicioneras alrededor de Skagos; hay rocas que pueden rajar el casco de una nave como si fuera un huevo. Pero no se lo menciones a Elí; ya está bastante asustada.

—Igual que ese cachorro llorón que tiene. No sé cuál de los dos hace más ruido. Sólo deja de llorar cuando le mete la teta en la boca, y entonces, la que empieza a lloriquear es ella.

Sam también se había dado cuenta.

—A lo mejor es que el bebé le hace daño —argumentó sin convicción—. Si le están saliendo los dientes...

Dareon rasgó una cuerda del laúd para arrancarle una nota despectiva.

—Tenía entendido que los salvajes eran más valientes.

—Es muy valiente —se empecinó Sam, aunque tenía que reconocer que nunca había visto a Elí tan deshecha. A pesar de que se ocultaba el rostro y su camarote siempre estaba a oscuras, se había fijado en que siempre tenía los ojos enrojecidos y las mejillas empapadas de lágrimas. Pero cuando le preguntó qué le pasaba, la chica se limitó a sacudir la cabeza, de modo que no lo sacó de dudas—. Tiene miedo del mar, nada más —le dijo a Dareon—. Antes de ir al Muro, lo único que conocía era el Torreón de Craster y los bosques de los alrededores. Creo que en su vida se había alejado más de media legua del lugar donde nació. Había visto ríos y arroyos, pero nunca un lago hasta que llegamos a uno, y el mar... El mar da mucho miedo.

—Si ni siquiera hemos perdido de vista la tierra firme.

—Ya la perderemos. —A Sam no le hacía ninguna gracia la idea.

—Venga ya, no me digas que al Mortífero le da miedo un poco de agua.

—No —mintió—, yo no. Pero Elí... Oye, ¿por qué no les tocas unas nanas? A lo mejor así se duerme el bebé.

Dareon hizo un gesto de asco.

—Sólo si antes le pone un tapón en el culo. No soporto ese olor.

Al día siguiente empezaron las lluvias, y el mar se agitó.

—Será mejor que bajemos o acabaremos empapados —le dijo Sam a Aemon.

El viejo maestre se limitó a sonreír.

—Me gusta la sensación de la lluvia en la cara. Es como si fueran lágrimas. Si no te importa, me quedaré un rato más. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lloré.

Si el maestre Aemon, con lo anciano y frágil que era, decidía quedarse en cubierta, a Sam no le quedaba más remedio que hacer lo mismo. Se quedó junto a él durante casi una hora, arrebujado en la capa mientras la lluvia, fina y constante, lo empapaba hasta los huesos. Aemon no parecía notarla. Suspiró y cerró los ojos. Sam se acercó más a él para escudarlo en la medida de lo posible.

«Pronto me dirá que bajemos al camarote —pensó—. Seguro.» Pero no se lo dijo, y por último empezaron a retumbar los truenos al este, a lo lejos.

—Tenemos que bajar —insistió Sam, tiritando. El maestre Aemon no respondió. Sam se dio cuenta de que se había dormido—. Maestre —dijo al tiempo que lo sacudía por un hombro con delicadeza—. Maestre Aemon, despertad.

Los ojos ciegos de Aemon se abrieron.

—¿Egg? —dijo mientras la lluvia le corría por las mejillas—. He soñado que era viejo, Egg.

Sam no sabía qué hacer. Se arrodilló, cogió en brazos al anciano y lo llevó a la cubierta inferior. Nadie lo había considerado fuerte en su vida, y la lluvia que empapaba la ropa negra del maestre Aemon hacía que pesara el doble, pero aun así era como cargar con un chiquillo.

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