El callejón desembocaba en un patio iluminado por la luna. «Pasando la cerería, una verja y unos peldaños», le había escrito ella. Cruzó la verja y subió por los peldaños hasta llegar ante una puerta.
«¿Debería llamar?» Decidió que no y empujó la puerta, y se encontró en una habitación grande, de techo bajo, penumbrosa, iluminada por un par de velas aromáticas cuyas llamas titilaban en nichos excavados en las gruesas paredes de adobe. Bajo sus sandalias había alfombras myrienses; de una pared pendía un tapiz, y también vio una cama.
—¿Mi señora? —gritó—. ¿Dónde estás?
—Aquí.
Ella salió de entre las sombras que había más allá de la puerta.
Lucía una serpiente ornamentada enroscada en el antebrazo derecho; las escamas de cobre y oro centelleaban cuando se movía. No llevaba nada más.
«No —quiso decirle el caballero—, sólo he venido a decirte que tengo que partir», pero cuando la vio, deslumbrante a la luz de las velas, perdió el habla. Tenía la garganta tan seca como las arenas dornienses. Se quedó en silencio, embriagado ante la gloria de su cuerpo, el hueco de la garganta, los pechos abundantes con grandes pezones oscuros, las curvas exuberantes de la cintura y las caderas. Y de pronto, sin saber cómo, la tenía entre los brazos y ella le estaba quitando la ropa. Cuando llegó a la camisa que llevaba bajo la túnica se la agarró por los hombros y desgarró la seda hasta el ombligo, pero a Arys ya nada le importaba. Sentía la piel suave bajo los dedos, tan cálida como la arena caldeada por el sol dorniense. Le alzó el rostro y buscó sus labios. La boca de la mujer se abrió bajo la suya; sus pechos le llenaron las manos. Sintió como se endurecían los pezones cuando los acarició con los pulgares. Tenía la cabellera espesa y negra, olía a orquídeas, y aquel olor terrenal y oscuro le provocó una erección casi dolorosa.
—Tócame —le susurró la mujer al oído. Él pasó la mano más allá de la suave curva del vientre para buscar el dulce lugar húmedo bajo la mata de vello negro—. Sí, así —murmuró ella mientras introducía un dedo en su interior. Dejó escapar un gemido, lo arrastró hacia la cama y lo hizo tumbarse—. Más, más, sí, mi caballero, mi caballero, mi dulce caballero blanco, sí, sí, a ti, te deseo a ti. —Lo guió hacia su interior y se abrazó a él para atraerlo con más fuerza—. Más —susurró—. Más, sí.
Lo rodeó con unas piernas fuertes como el acero. Sus uñas le arañaron la espalda mientras la embestía, una vez, y otra, y otra, hasta que dejó escapar un grito y arqueó la espalda contra el colchón. Mientras, ella le buscó los pezones con los dedos y se los pellizcó hasta que derramó su semilla en su interior.
«Ahora mismo podría morir feliz», pensó el caballero y, al menos durante unos instantes, estuvo en paz.
No murió.
Su deseo era profundo e infinito como el mar, pero cuando bajaba la marea asomaban los escollos de la vergüenza y la culpa, tan escabrosas como siempre. En ocasiones, las olas las cubrían, pero seguían bajo las aguas, duras, negras, resbaladizas.
«¿Qué estoy haciendo? —se preguntó—. Soy caballero de la Guardia Real.»
Rodó hacia un lado y se quedó tendido, contemplando el techo. Había una grieta enorme que iba de una pared a otra. No se había fijado hasta entonces, igual que no se había fijado en la imagen del tapiz, una escena en la que se veía a Nymeria con sus diez mil barcos.
«Sólo la veo a ella. Podría asomarse un dragón a la ventana, que yo no habría visto más que sus pechos, su rostro, su sonrisa.»
—Hay vino —le susurró contra el cuello. Le pasó una mano por el torso—. ¿Tienes sed?
—No.
Se echó a un lado y se sentó en el borde de la cama. Hacía calor, pero estaba temblando.
—Tienes sangre —dijo ella—. Te he arañado.
Cuando le rozó la espalda, el caballero se estremeció como si sus dedos fueran de fuego.
—No. —Se levantó, desnudo—. Ya basta.
—Tengo un bálsamo. Para los arañazos.
«Pero no para la vergüenza.»
—No es nada. Perdóname, mi señora, tengo que irme.
—¿Tan pronto? —Tenía la voz grave, una boca amplia hecha para susurrar, unos labios carnosos hechos para besar. La cabellera le caía por los hombros desnudos hasta los pechos redondos, negra, espesa, con suaves bucles. Hasta el vello del pubis era rizado y sedoso—. Quédate conmigo esta noche, ser. Todavía tengo muchas cosas que enseñarte.
—Ya he aprendido demasiado de ti.
—Pues en su momento, mis lecciones parecían agradarte. ¿Seguro que no te vas a otra cama, con otra mujer? Dime quién es. Lucharé con ella por ti, a pecho descubierto, cuchillo contra cuchillo. —Sonrió—. A menos que sea una Serpiente de Arena. En ese caso podríamos compartirte; aprecio mucho a mis primas.
—Ya sabes que no hay otra mujer, sólo... mi obligación.
Ella se giró y se apoyó en un codo para mirarlo. Sus grandes ojos negros brillaban a la luz de las velas.
—¿La obligación? ¿Esa zorra vieja? La conozco. Entre las piernas está tan seca como la arena; sus besos hacen sangrar. Que la obligación duerma sola por una vez; quédate conmigo esta noche.
—Mi lugar está en el palacio.
—Con tu otra princesa. —La mujer suspiró—. Me vas a poner celosa. Me parece que la quieres más que a mí. Esa doncella es demasiado joven para ti; lo que necesitas es una mujer, no una niñita, pero si eso te excita, puedo hacerme la inocente.
—No digas esas cosas. —«Recuerda que es dorniense.» En el Dominio se decía que era la comida lo que hacía a los dornienses tan irascibles, y a las dornienses, tan indómitas y lujuriosas. «Las guindillas y las especias extrañas le calientan la sangre, no lo puede evitar»—. Quiero a Myrcella como a una hija. —Nunca podría tener hijas, igual que no podría tener esposa. En su lugar tenía una bonita capa blanca—. Nos marchamos a los Jardines del Agua.
—Algún día —asintió ella—, pero con mi padre todo tarda cuatro veces más de lo que debería. Si dice que tiene intención de partir mañana, no será hasta dentro de quince días. En los Jardines estarás muy solo, te lo aseguro. ¿Dónde está el joven galante que decía que quería pasar el resto de la vida entre mis brazos?
—Cuando dije aquello estaba embriagado.
—Sólo habías tomado tres copas de vino aguado.
—Estaba embriagado de ti. Habían pasado diez años desde... No había tocado a una mujer desde que vestí el blanco. Nunca supe cómo podía ser el amor, pero ahora... Tengo miedo.
—¿Qué puede asustar a mi caballero blanco?
—Temo por mi honor —respondió—, y por el tuyo.
—De mi honor me ocupo yo. —Se llevó un dedo al pecho y se acarició lentamente el pezón—. Y de mi placer también, si hace falta. Soy adulta.
Lo era, no cabía duda. Al verla allí, sobre el colchón de plumas, con aquella sonrisa perversa, tocándose el pecho... ¿Habría otra mujer con unos pezones tan grandes, tan sensibles? No podía ni mirárselos sin que lo dominara el deseo de cogerlos, de lamerlos hasta que estuvieran duros, húmedos, brillantes...
Apartó la vista. Su ropa interior estaba dispersa por las alfombras. El caballero se inclinó para recogerla.
—Te tiemblan las manos —señaló ella—. Me parece que preferirían estar acariciándome. ¿Tanta prisa tienes en ponerte la ropa, ser? Te prefiero tal como estás. En la cama, desnudos, somos nosotros de verdad, un hombre y una mujer, amantes, una sola carne, tan cercanos como pueden estar dos seres humanos. La ropa nos convierte en personas diferentes. Yo prefiero ser carne y sangre, no sedas y joyas, y tú... No eres tu capa blanca.
—Sí lo soy —respondió Ser Arys—. Yo soy mi capa. Y esto tiene que terminar, tanto por tu propio bien como por el mío. Si nos descubrieran...
—Muchos te considerarían afortunado.
—Muchos me considerarían perjuro. ¿Qué pasaría si alguien le contara a tu padre que te he deshonrado?
—Mi padre será muchas cosas, pero nadie lo ha considerado nunca estúpido. El Bastardo de Bondadivina se llevó mi virtud cuando los dos teníamos catorce años. ¿Sabes lo que hizo mi padre cuando se enteró? —Recogió las mantas y se las subió hasta la barbilla para ocultar su desnudez—. Nada. A mi padre se le da muy bien no hacer nada. Lo llama pensar. Dime la verdad, ser, ¿qué te preocupa? ¿Tu deshonra o la mía?
—Las dos. —Era una acusación dolorosa—. Por eso, esta tiene que ser nuestra última vez.
—No es la primera vez que lo dices.
«Es verdad, y lo decía en serio. Pero soy débil; de lo contrario no estaría aquí en este momento.» Eso no se lo podía decir. Presentía que era una de esas mujeres que despreciaban la debilidad. «Tiene más de su tío que de su padre.» Se volvió y encontró la camisa de seda desgarrada en una silla.
—Está destrozada —se quejó—. ¿Cómo me la pongo ahora?
—Al revés —sugirió—. Cuando lleves la túnica no se verá el desgarrón. A lo mejor te la cose tu princesita. ¿O prefieres que te envíe una nueva a los Jardines del Agua?
—No me mandes regalos. —Aquello sólo serviría para llamar la atención. Sacudió la camisa y se la puso con la parte trasera por delante. Sentía la seda fresca contra la piel, aunque se le adhería a la espalda, allí donde tenía los arañazos. Al menos le serviría para volver a palacio—. Lo único que quiero es poner fin a este... Este...
—No eres nada galante, ser. Me hieres. Empiezo a pensar que todas tus palabras de amor eran mentira.
«A ti jamás te podría mentir.» Ser Arys se sintió como si le hubiera abofeteado.
—¿Por qué habría renunciado a mi honra, si no fuera por amor? Cuando estoy contigo... Casi no puedo ni pensar, eres lo que siempre había soñado, pero...
—Las palabras se las lleva el viento. Si me amas, no me dejes.
—Hice un juramento...
—Juraste no casarte ni engendrar hijos. Pues bebo el té de la luna, y sabes que no me puedo casar contigo. —Sonrió—. Aunque me podrías convencer para que te conservara como amante.
—Te estás burlando de mí.
—Un poquito. ¿Crees que eres el único miembro de la Guardia Real que ha amado a una mujer?
—Siempre ha habido hombres con más facilidad para pronunciar juramentos que para mantenerlos —reconoció. A Ser Boros Blount lo conocían bien en la calle de la Seda, y Ser Preston Greenfield solía visitar la casa de cierto mercero cuando estaba de viaje, pero Arys nunca avergonzaría a sus Hermanos Juramentados relatando sus debilidades—. A Ser Terrence Toyne lo encontraron en la cama con la amante de su rey —fue su respuesta—. Juró que era por amor, pero les costó la vida a los dos, y provocó la caída de su Casa y la muerte del caballero más noble que jamás había existido.
—¿Qué me dices de Lucamore
el Lujurioso
, con sus tres esposas y sus dieciséis hijos? Qué gracia me hace esa canción.
—La verdad no es tan divertida. Mientras vivió, nadie lo llamó nunca Lucamore
el Lujurioso
. Su nombre era Ser Lucamore Strong, y toda su vida era una mentira. Cuando se descubrió el engaño, sus propios Hermanos Juramentados lo castraron, y el Viejo Rey lo mandó al Muro. Esos dieciséis niños se quedaron en la estacada. No era un caballero de verdad, como tampoco lo era Terrence Toyne.
—¿Y el Caballero Dragón? —Apartó a un lado las mantas y puso los pies en el suelo—. Dices que era el caballero más noble que jamás haya existido, pero se llevó a su reina a la cama y la dejó embarazada.
—Me niego a creerlo —replicó, ofendido—. La historia de la traición del príncipe Aemon con la reina Naerys sólo fue eso, una historia, una mentira que inventó su hermano para apartar a su hijo y favorecer a su propio bastardo. Por algo llamaban el Indigno a Aegon. —Cogió el cinto y se lo abrochó. Le quedaba extraño sobre la seda dorniense de la camisa, pero el peso familiar de la espada larga y el puñal le recordaron quién era, qué era—. No quiero que se me recuerde como Ser Arys
el Indigno
—declaró—. No mancharé mi capa.
—Claro —replicó ella—. Esa capa blanca tan bonita. Por si no lo recuerdas, mi tío abuelo también la vistió. Murió cuando era pequeña, pero aún me acuerdo de él. Era alto como una torre y solía hacerme cosquillas hasta que me quedaba sin aliento de tanto reírme.
—No tuve el honor de conocer al príncipe Lewyn —respondió Ser Arys—, pero todo el mundo dice que fue un gran caballero.
—Un gran caballero que tenía una amante. Ahora ya es anciana, pero se comenta que de joven era toda una belleza.
«¿El príncipe Lewyn?» Ser Arys no conocía esa historia. Se quedó conmocionado. La traición de Terrence Toyne y los engaños de Lucamore
el Lujurioso
aparecían reseñados en el Libro Blanco, pero en la página del príncipe Lewyn no se mencionaba a ninguna mujer.
—Mi tío decía siempre que lo que determina la valía de un hombre es la espada que lleva en la mano, no la que tiene entre las piernas —siguió—, así que no me vengas con tonterías de capas manchadas. Lo que te ha deshonrado no es nuestro amor, son los monstruos a los que has servido y los animales a los que llamas hermanos.
Aquello lo hirió en lo más hondo.
—Robert no era ningún monstruo.
—Se encaramó a cadáveres de niños para ascender a su trono —replicó—. Aunque no era tan malo como Joffrey, eso lo reconozco.
«Joffrey.» Había sido un muchacho guapo, alto y fuerte para su edad, pero eso era lo único bueno que se podía decir de él. Ser Arys todavía se avergonzaba al recordar todas las veces que había golpeado a la pequeña Stark por orden del muchacho. Cuando Tyrion lo eligió para que fuera a Dorne con Myrcella, le encendió una vela al Guerrero en gesto de gratitud.
—Joffrey está muerto; el Gnomo lo envenenó. —Nunca habría pensado que el enano fuera capaz de hacer aquello—. Ahora el Rey es Tommen, y no es como su hermano.
—Ni como su hermana.
Era verdad. Tommen era un hombrecito de buen corazón que trataba de comportarse lo mejor que podía, pero la última vez que Arys lo había visto estaba llorando en los muelles. Myrcella no derramó ni una lágrima, y eso que era ella la que abandonaba su tierra y su hogar para sellar una alianza. Sin duda, la princesa era más valiente que su hermano, y también más inteligente y segura de sí misma. Tenía un ingenio más vivo y unos modales más exquisitos. Nada la intimidaba, ni siquiera Joffrey.
«Es verdad, las mujeres son las fuertes.» No pensaba tan sólo en Myrcella, sino también en la madre de la niña, en la suya, en la Reina de las Espinas, en las hermosas y mortíferas Serpientes de Arena de la Víbora Roja y, sobre todo, en la princesa Arianne Martell.