Festín de cuervos (34 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

—Y Ser Loras. ¿O te olvidas de tu Hermano Juramentado?

—Ser Loras es caballero de la Guardia Real.

—Ser Loras es tan Tyrell que mea agua de rosas. No se le debería haber concedido una capa blanca.

—Yo tampoco lo habría elegido, te lo aseguro, pero nadie se tomó la molestia de consultarme. En fin, Loras lo hará bien. Esa capa te cambia.

—A ti te ha cambiado, desde luego, y no para mejor.

—Yo también te quiero, hermana.

Le abrió la puerta, le cedió el paso y la escoltó hasta la mesa principal, al asiento contiguo al del rey. Margaery se sentaría al otro lado de Tommen, en el lugar de honor. Cuando entró la joven, del brazo del pequeño rey, se detuvo ostentosamente junto a Cersei para besarla en las mejillas y abrazarla.

—Ahora me siento como si tuviera una segunda madre, Alteza —se atrevió a decir—. Rezo para que estemos muy próximas, unidas por el amor que ambas le profesamos a vuestro dulce hijo.

—Yo amaba a mis dos hijos.

—Joffrey también está en mis oraciones —replicó Margaery—. Le amaba de todo corazón, aunque no tuve ocasión de conocerlo.

«Mentirosa —pensó la Reina—. Si lo hubieras amado aunque fuera un instante, no habrías tenido una prisa tan descarada por casarte con su hermano. Lo único que te interesaba era su corona.» Ganas tenía de abofetear a la novia allí mismo, delante de media corte.

Al igual que la ceremonia, el banquete de bodas fue modesto. Lady Alerie se había encargado de todos los preparativos; Cersei no había tenido valor para enfrentarse de nuevo a semejante tarea tras la forma en que había terminado la boda de Joffrey. Sólo se sirvieron siete platos. Mantecas y el Chico Luna entretuvieron a los invitados, y los músicos tocaron durante la comida. Había gaiteros y violinistas, un laúd, una flauta y una lira. El único cantor era uno de los favoritos de Lady Margaery, un joven brioso y enérgico vestido en todos los tonos del cian, que se hacía llamar «Bardo Azul». Cantó unas pocas canciones de amor y se retiró.

—Qué decepción —se quejó Lady Olenna en voz alta—. Yo quería oír «Las lluvias de Castamere».

Cada vez que Cersei miraba a la vieja bruja, el rostro de Maggy
la Rana
parecía flotar ante sus ojos, arrugado, espantoso, sabio.

«Todas las ancianas se parecen —trató de decirse—. Es sólo eso, nada más.»

Lo cierto era que la hechicera encorvada no tenía nada que ver con la Reina de las Espinas, pero, sin que supiera por qué, la sonrisita desagradable de Lady Olenna la transportaba a la carpa de Maggy. Aún recordaba el olor de aquel lugar, a extrañas especias orientales, y la blandura de las encías de Maggy cuando le sorbió la sangre del dedo.

«Reina serás —le había prometido la anciana, con los labios todavía húmedos, rojos, brillantes—, hasta que llegue otra más joven y más bella para derribarte y apoderarse de todo lo que amas.»

Cersei miró más allá de Tommen, hacia donde estaba sentada Margaery, riéndose con su padre.

«Es bonita —tuvo que reconocer—, pero sobre todo porque es joven. Hasta las campesinas son bonitas a cierta edad, cuando aún gozan de frescura e inocencia, y muchas tienen el mismo pelo y los mismos ojos marrones que ella. Sólo un idiota diría que es más bella que yo.»

Pero el mundo estaba lleno de idiotas. Igual que la corte de su hijo.

Su humor no mejoró cuando Mace Tyrell se puso en pie para emprender los brindis. Alzó un cáliz dorado y sonrió a su hermosa hijita.

—¡Por el Rey, por la Reina! —exclamó con voz retumbante.

Las demás ovejas balaron con él.

—¡Por el Rey, por la Reina! —gritaron al tiempo que hacían entrechocar las copas—. ¡Por el Rey, por la Reina!

No le quedó más remedio que beber con los demás, deseando todo el tiempo que los invitados tuvieran una única cara, para poder tirarle el vino a los ojos y recordarle que la verdadera reina era ella. El único de los cobistas Tyrell que se acordó de su existencia fue Paxter Redwyne, que se levantó algo tambaleante para brindar.

—¡Por nuestras dos reinas! —gorjeó—. ¡Por la joven y por la mayor!

Cersei bebió varias copas de vino y jugueteó con la comida en el plato dorado. Jaime comió aún menos, y en raras ocasiones se dignó ocupar su asiento en el estrado.

«Está tan nervioso como yo», comprendió la Reina mientras lo observaba rondar por la sala y apartar tapices de las paredes con su única mano para asegurarse de que nadie se escondía detrás. Sabía que había lanceros de los Lannister apostados en torno al edificio. Ser Osmund Kettleblack vigilaba una puerta, y Ser Meryn Trant, la otra. Balon Swann estaba situado tras el asiento del Rey, y Loras Tyrell, tras el de la Reina. No se había permitido que nadie, aparte de los caballeros blancos, acudiera al banquete con espada.

«Mi hijo está a salvo —se dijo Cersei—. Aquí no le puede pasar nada malo.»

Pero cada vez que miraba a Tommen, veía a Joffrey echándose las manos a la garganta, y cuando el niño empezó a toser de repente, a la Reina se le paró el corazón durante un instante. Derribó a una criada en su precipitación por llegar a su lado.

—No es nada, sólo un poco de vino que se le ha ido por donde no debía —le aseguró Margaery Tyrell con una sonrisa. Tomó la mano de Tommen y le besó los dedos—. Mi amorcito tiene que beber traguitos más pequeños. Mirad, casi matáis del susto a vuestra madre.

—Lo siento mucho, mamá —dijo Tommen, avergonzado.

Aquello colmó la paciencia de Cersei.

«No permitiré que me vean llorar», pensó cuando sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos. Pasó junto a Ser Meryn Trant hacia la salida trasera. A solas, bajo una vela de sebo, se permitió dejar escapar un sollozo desgarrador, luego otro. «Una mujer puede llorar; una reina, no.»

—¿Alteza? —dijo alguien a su espalda—. ¿Os molesto?

Era una voz de mujer con marcado acento oriental. Durante un momento temió que Maggy
la Rana
estuviera hablándole desde la tumba. Pero no era más que la esposa de Merryweather, la beldad de ojos rasgados con la que Lord Orton había contraído matrimonio durante el exilio y con la que había regresado a Granmesa.

—El aire está muy viciado en la Sala Menor —se oyó decir Cersei—. El humo hacía que me llorasen los ojos.

—Lo mismo me pasaba a mí, Alteza. —Lady Merryweather era tan alta como la Reina, pero morena en vez de rubia, con el pelo como ala de cuervo y la piel aceitunada, y un decenio más joven. Le tendió a la Reina un pañuelo azul claro de seda y encaje—. Yo también tengo un hijo. Sé que lloraré a mares el día en que se case.

Cersei se frotó las mejillas, furiosa por que alguien hubiera visto sus lágrimas.

—Os lo agradezco —dijo con tono seco.

—Alteza... —La myriense bajo la voz—. Hay una cosa que deberíais saber. Vuestra doncella está comprada. Le cuenta a Lady Margaery todo lo que hacéis.

—¿Senelle? —Una furia repentina retorció las entrañas de la Reina. ¿Acaso no podía confiar en nadie?—. ¿Estáis segura?

—Hacedla seguir. Margaery nunca se reúne directamente con ella. Sus primas son sus cuervos; le llevan los mensajes. Unas veces es Elinor; otras, Alla; otras, Megga. Todas están tan unidas a Margaery como si fueran sus hermanas. Se reúnen en el septo y fingen que rezan. Situad mañana a uno de vuestros hombres en la galería, y verá a Senelle hablando a susurros con Megga bajo el altar de la Doncella.

—Si es verdad, ¿por qué me lo contáis? Sois una de las acompañantes de Margaery. ¿Por qué la traicionáis? —Cersei había aprendido a desconfiar a la sombra de su padre; aquello podía ser una trampa, una mentira destinada a sembrar la discordia entre el león y la rosa.

—Puede que Granmesa haya jurado lealtad a Altojardín —respondió la mujer al tiempo que se apartaba la melena negra—, pero yo soy de Myr, y sólo guardo lealtad a mi esposo y a mi hijo. Quiero lo mejor para ellos.

—Ya. —En el espacio angosto del pasillo le llegaba el olor del perfume de la otra mujer, un aroma almizclado que evocaba el musgo, la tierra y las flores silvestres. Por debajo de él, olía a ambición.

«Prestó declaración en el juicio contra Tyrion —recordó Cersei de repente—. Vio como el Gnomo ponía veneno en la copa de Joff y no tuvo miedo de decirlo.»

—Me encargaré de este asunto —le prometió—. Si lo que decís es cierto, seréis recompensada.

«Y si me habéis mentido, os cortaré la lengua, y además me quedaré con las tierras y el oro de vuestro señor esposo.»

—Vuestra Alteza es muy bondadosa. Y muy bella.

Lady Merryweather sonrió. Tenía los dientes muy blancos, y los labios, gruesos y oscuros.

Cuando la Reina volvió a la Sala Menor se encontró con su hermano, que paseaba inquieto.

—Sólo era un trago que se le fue por otro camino, pero a mí también me sobresaltó.

—Tengo un nudo en el estómago que no me deja comer —gruñó ella—. El vino sabe a bilis. Esta boda ha sido un error.

—Esta boda ha sido necesaria. El chico está a salvo.

—Idiota. Nadie que lleve una corona está jamás a salvo.

Miró a su alrededor. Mace Tyrell reía a carcajadas entre sus caballeros. Lord Redwyne y Lord Rowan cuchicheaban. Ser Kevan estaba sentado al fondo de la sala, concentrado en su vino, mientras que Lancel le susurraba algo a un septón. Senelle recorría la mesa, llenando las copas de las primas de la novia con vino tinto, rojo como la sangre. El Gran Maestre Pycelle se había quedado dormido.

«No hay nadie en quien pueda confiar, ni siquiera Jaime —comprendió con amargura—. Voy a tener que desplazarlos a todos para rodear al Rey con mi gente.»

Más tarde, después de que se sirvieran dulces, frutos secos y queso, y se retirasen los restos de las fuentes, Margaery y Tommen empezaron a bailar. La imagen que daban al desplazarse por el suelo era bastante ridícula. La joven Tyrell le sacaba sus buenos tres palmos a su pequeño esposo, y Tommen era un bailarín torpe; carecía por completo de la gracia de Joffrey. De todos modos, hacía lo que podía, y no parecía darse cuenta del lamentable espectáculo que estaba ofreciendo. En cuanto la doncella Margaery terminó con él, sus primas se le echaron encima una tras otra, insistiendo en que Su Alteza bailara con ellas.

«Harán que tropiece y arrastre los pies como un idiota —pensó Cersei con resentimiento mientras observaba la escena—. Media corte se reirá a sus espaldas.»

Mientras Alla, Elinor y Megga se turnaban con Tommen, Margaery bailó una vez con su padre y otra con su hermano Loras. El Caballero de las Flores vestía de seda blanca y se ceñía con un cinturón de rosas doradas; una rosa de jade le abrochaba la capa.

«Parecen mellizos —pensó Cersei al verlos. Ser Loras era un año mayor que su hermana, pero ambos tenían los mismos ojos grandes y marrones, la misma cabellera castaña que les caía por los hombros en una cascada de bucles, la misma piel suave, perfecta—. Una buena cosecha de espinillas les daría una lección de humildad.» Loras era más alto y le crecía una pelusilla marrón en la mandíbula, y Margaery tenía formas femeninas, pero por lo demás se parecían más que Jaime y ella. Eso también la molestaba.

Fue su propio mellizo quien interrumpió sus meditaciones.

—¿Le concede Vuestra Alteza el honor de un baile a su caballero blanco?

Cersei le dirigió una mirada perpleja.

—¿Y que me toquetees con ese muñón? No. Pero si quieres, puedes llenarme la copa de vino. ¿Podrás hacerlo sin que se te derrame?

—¿Un tullido como yo? No creo.

Se alejó para hacer otra ronda por la sala. Cersei tuvo que llenarse la copa ella misma.

Rechazó el ofrecimiento de Mace Tyrell, y más tarde, el de Lancel. Los demás tomaron buena nota, y nadie más la invitó a bailar.

«Nuestros queridos amigos, nuestros leales señores.»

Ni siquiera podía confiar en los hombres de Occidente, en las espadas juramentadas y los banderizos de su padre, porque su propio tío conspiraba con sus enemigos...

Margaery bailaba con su prima Alla; Megga, con Ser Tallad
el Tallo
. La otra prima, Elinor, compartía una copa de vino con un atractivo joven, Aurane Mares, el Bastardo de Marcaderiva. No era la primera vez que la Reina se fijaba en Mares, un hombre esbelto de ojos verde grisáceo y larga cabellera entre dorada y plateada. La primera vez que lo vio pensó durante un instante que Rhaegar Targaryen había resurgido de sus cenizas.

«Es por el pelo —se dijo—. No es ni la mitad de guapo de lo que era Rhaegar. Tiene la cara demasiado afilada, y ese hoyuelo en la mandíbula.»

Pero los Velaryon procedían del antiguo tronco valyrio, y algunos tenían el mismo cabello platino que los reyes dragón de antaño.

Tommen volvió a su asiento y se puso a comer sin mucho entusiasmo un pastel de manzana. El lugar de su tío Kevan estaba vacío. La Reina lo divisó por fin en una esquina, muy concentrado en su conversación con Garlan, el hijo de Mace Tyrell.

«¿De qué estarán hablando?» En el Dominio apodaban el Galante a Ser Garlan, pero Cersei desconfiaba de él tanto como de Margaery o de Loras. No se olvidaba de la moneda de oro que Qyburn había encontrado bajo el orinal del carcelero.

«Una mano dorada de Altojardín. Y Margaery me está espiando.»

Cuando Senelle se acercó para llenarle la copa de vino, la Reina tuvo que contenerse para no agarrarla por el cuello y estrangularla.

«No te atrevas a sonreírme, zorrita traidora. Antes de que termine contigo me suplicarás piedad.»

—Me parece que Vuestra Alteza ya ha bebido suficiente por esta noche —oyó decir a su hermano Jaime.

«No —pensó la Reina—. Ni todo el vino del mundo bastaría para que soportara esta boda.»

Se levantó de manera tan precipitada que estuvo a punto de caerse. Jaime la sujetó por el brazo, pero ella se liberó de su mano y dio una palmada. La música cesó, y las voces se acallaron.

—¡Damas y caballeros! —exclamó en voz alta—. Si tenéis la amabilidad de seguirme afuera, encenderemos una vela para celebrar la unión entre Altojardín y Roca Casterly, y una nueva era de paz y abundancia para nuestros Siete Reinos.

La Torre de la Mano se alzaba oscura y desierta; sólo había agujeros donde antes hubo puertas de roble y ventanas con postigos. Pese a su estado ruinoso seguía elevándose imponente, dominando el palenque. Los invitados a la boda pasaron bajo su sombra a medida que salían de la Sala Menor. Al alzar la vista, Cersei vio como sus almenas arañaban la redonda luna de sangre, y se preguntó cuántas Manos de cuántos reyes habían vivido allí a lo largo de los tres últimos siglos.

Other books

The Keeper by Darragh Martin
Golden Christmas by Helen Scott Taylor
Sherwood by S. E. Roberts
I Like Stars by Margaret Wise Brown, Joan Paley
Second Time Around by Allred, Katherine
Theirs by Christin Lovell