A unos cien pasos de la torre, respiró profundamente para que la cabeza dejara de darle vueltas.
—¡Lord Hallyne! ¡Ya podéis empezar!
Hallyne el piromante emitió un
mmm
y agitó la antorcha que tenía en la mano, y los arqueros de los muros inclinaron el arco y lanzaron una docena de flechas llameantes hacia los huecos de las ventanas.
La torre se incendió con un sonido siseante. El interior cobró vida con luces rojas, amarillas, anaranjadas... y verdes, de un ominoso verde oscuro, el color de la bilis, del jade y de la orina de piromante. La sustancia, como decían los alquimistas, aunque el pueblo llano lo llamaba fuego valyrio. Habían puesto cincuenta recipientes dentro de la Torre de la Mano, además de troncos, barriles de brea y la mayor parte de las posesiones terrenales de un enano llamado Tyrion Lannister.
La Reina sentía el calor de aquellas llamas verdes. Según los piromantes, sólo había tres cosas que ardieran a temperatura más alta que su sustancia: las llamas de dragón, los fuegos del interior de la tierra y el sol del verano. Varias damas dejaron escapar grititos cuando las primeras llamaradas aparecieron por las ventanas y lamieron los muros exteriores como largas lenguas verdes. Otros aplaudieron y brindaron.
«Es hermoso —pensó—, tan hermoso como Joffrey cuando me lo pusieron en los brazos.»
Ningún hombre la había hecho sentirse tan bien como cuando el bebé le acercó la boca al pezón y empezó a mamar.
Tommen contemplaba el fuego con los ojos muy abiertos, tan fascinado como aterrado, hasta que Margaery le dijo al oído algo que lo hizo reír. Los caballeros empezaron a cruzar apuestas sobre cuánto tardaría la torre en desmoronarse. Lord Hallyne seguía canturreando y meciéndose.
Cersei pensó en todas las Manos del Rey que había conocido a lo largo de los años: Owen Merryweather, Jon Connington, Qarlton Chested, Jon Arryn, Eddard Stark, su hermano Tyrion... Y su padre, Lord Tywin Lannister, sobre todo su padre.
«Ahora, todos están ardiendo —se dijo, saboreando la idea—. Están muertos, todos, están muertos y arden, junto con sus tramas, intrigas y traiciones. Este es mi día. Es mi castillo, es mi reino.»
De repente, la Torre de la Mano emitió un gemido tan estrepitoso que todas las conversaciones se interrumpieron en el acto. La piedra crujió y se rajó, y parte de las almenas superiores se desmoronó y se precipitó contra el suelo levantando una nube de humo y polvo con un impacto tal que la colina tembló. El aire fresco entró a ráfagas por la estructura, y el fuego se elevó con un rugido. Las llamas verdes lamieron el cielo y giraron, formando remolinos. Tommen retrocedió asustado hasta que Margaery le cogió la mano.
—Mirad, las llamas están bailando. Igual que hacíamos nosotros, mi amor.
—Es verdad. —La voz del niño rebosaba asombro—. Mira, mamá, están bailando.
—Ya lo veo. ¿Cuánto tiempo arderá el fuego, Lord Hallyne?
—Toda la noche, Alteza.
—Bonita vela, desde luego —dijo Lady Olenna Tyrell, apoyada en su bastón, entre Izquierdo y Derecho—. Con tanta luz, podemos irnos a dormir sin miedo. Los huesos viejos se cansan, y estos jovencitos ya han tenido emociones suficientes por una noche. Es hora de que el Rey y la Reina se vayan a la cama.
—Sí. —Cersei hizo un ademán a Jaime para que se acercara—. Lord Comandante, ten la amabilidad de escoltar a Su Alteza y a su pequeña reina hasta sus almohadas.
—Como ordenes. ¿Y a ti?
—No será necesario. —Cersei se sentía demasiado viva para dormir. El fuego valyrio la estaba limpiando; quemaba toda su rabia, todo su miedo, la llenaba de resolución—. Las llamas son muy hermosas. Quiero contemplarlas un rato.
Jaime titubeó un instante.
—No deberías quedarte sola.
—No estaré sola. Ser Osmund permanecerá conmigo y me mantendrá a salvo. Es tu Hermano Juramentado.
—Si eso es lo que desea Vuestra Alteza... —dijo Kettleblack.
—Lo es.
Cersei lo cogió del brazo y, juntos, contemplaron el fuego.
La noche era demasiado fría incluso para la estación otoñal. Un viento fuerte y húmedo soplaba en los callejones y levantaba el polvo que se había posado durante el día.
«Viento del norte, viene con hielo.»
Ser Arys Oakheart se subió la capucha para cubrirse el rostro. No le convenía que lo reconocieran. Quince días atrás habían asesinado a un comerciante en la ciudad de la sombra; era un hombre inofensivo que había acudido a Dorne a comprar fruta y, en vez de dátiles, había encontrado la muerte. Su único crimen era proceder de Desembarco del Rey.
«La turba habría encontrado un enemigo más duro en mí.» En aquel momento casi habría agradecido que lo atacaran. Se le escapó la mano para acariciar el pomo de la espada larga que le colgaba semioculta entre los pliegues de las túnicas de lino; la exterior, con tiras color turquesa e hileras de soles dorados; la naranja, más ligera, debajo. El atuendo dorniense era cómodo, pero su padre se habría escandalizado de haber vivido para ver a su hijo vestido de aquella guisa. Había nacido en el Dominio y los dornienses eran sus enemigos históricos, como atestiguaban los tapices que colgaban de las paredes de Roble Viejo. Arys sólo tenía que cerrar los ojos para volver a verlos: Lord Edgerran
el Generoso
, sentado en todo su esplendor, con las cabezas de cien dornienses amontonadas a sus pies; las Tres Hojas en el Paso del Príncipe, traspasadas por lanzas dornienses; Alester, que soplaba el cuerno de batalla con su último aliento; Ser Olyvar,
el Roble Verde
, todo de blanco, agonizando al lado del Joven Dragón.
«Dorne no es lugar adecuado para ningún Oakheart.»
Ya antes de la muerte del príncipe Oberyn, el caballero se sentía inquieto siempre que se alejaba de Lanza del Sol para adentrarse por los callejones de la ciudad de la sombra. Sentía constantemente que las miradas se clavaban en él, miradas de ojos dornienses, pequeños y negros, cargados de hostilidad mal disimulada. Los tenderos hacían lo posible por engañarlo, y a veces se preguntaba si los taberneros no escupirían en sus bebidas. En cierta ocasión, un grupo de críos andrajosos se dedicó a tirarle piedras hasta que desenvainó la espada y los espantó. La muerte de la Víbora Roja había exaltado aún más a los dornienses, aunque las calles se habían tranquilizado algo después de que el príncipe Doran confinara en una torre a las Serpientes de Arena. Aun así, lucir abiertamente la capa blanca en la ciudad de la sombra sería como ir pidiendo a gritos que lo atacaran. Llevaba tres prendas: dos de lana, una ligera y otra gruesa, y la tercera era una fina camisa de seda blanca. Pero sin capa se sentía desnudo.
«Más vale desnudo que muerto —se dijo—. Aun sin capa, sigo siendo un caballero de la Guardia Real. Ella lo tiene que respetar. Tengo que hacérselo entender.»
No debería haberse dejado meter en aquello, pero, como decía el bardo, el amor puede volver estúpido a cualquier hombre.
A menudo, la ciudad de la sombra de Lanza del Sol parecía desierta durante las horas de más calor, cuando sólo las moscas zumbonas se movían por las calles polvorientas, pero las calles cobraban vida en cuanto anochecía. Ser Arys oyó una música tenue que se colaba por las ventanas con persianas bajo las que pasaba; en alguna parte, los tambores marcaban el ritmo rápido de un baile de la lanza, haciendo palpitar la noche. En el punto donde se encontraban tres callejones, al pie de la segunda de las Murallas Serpenteantes, una muchacha de una casa de mancebía, ataviada sólo con joyas y ungüentos, lo llamó desde un balcón. El caballero le lanzó una mirada, encorvó los hombros y siguió avanzando contra el viento.
«Los hombres somos tan débiles... El cuerpo traiciona hasta al más noble.» Pensó en el rey Baelor
el Santo
, que ayunaba hasta el punto de desmayarse para someter las pasiones que lo avergonzaban. ¿Debería él hacer lo mismo?
Un hombre bajo estaba ante un portal, asando en un brasero unos trozos de serpiente a los que daba vueltas con unas pinzas de madera. El olor penetrante de las salsas hizo que se le saltaran las lágrimas. Tenía entendido que la mejor salsa de serpiente llevaba, además de semillas de mostaza y guindillas de dragón, una gota de veneno. Myrcella se había adaptado a la cocina local tan deprisa como a su príncipe dorniense, y de cuando en cuando, Ser Arys probaba algún plato sólo para complacerla. La comida le abrasaba la boca y lo obligaba a beber vino, pero en la salida picaba aún más que en la entrada. En cambio, a su princesita le encantaba.
La había dejado en sus habitaciones, inclinada ante un tablero de juego frente al príncipe Trystane, moviendo las piezas ornamentadas por las casillas de jade, cornalina y lapislázuli. Myrcella, concentrada, tenía los carnosos labios entreabiertos y los verdes ojos entrecerrados. El juego se llamaba
sitrang
. Había llegado a la Ciudad de los Tablones en una galera mercante procedente de Volantis, y los huérfanos lo habían difundido a lo largo del Sangreverde. En la corte dorniense, todo el mundo estaba enloquecido con él.
A Ser Arys le ponía los nervios de punta. Había diez piezas diferentes, cada una con sus poderes y atributos, y el juego cambiaba de partida en partida, en función de cómo distribuyera sus casillas cada jugador. El príncipe Trystane se había aficionado enseguida, y Myrcella se aprendió las reglas para poder jugar con él. Aún no había cumplido once años, mientras que su prometido tenía trece, y pese a ello, últimamente ganaba a menudo. A Trystane no parecía molestarle. Los dos niños eran diferentes a más no poder: él, con la piel aceitunada y el pelo lacio y negro; ella, pálida como la leche y con una mata de rizos dorados; clara y oscuro, igual que la reina Cersei y el rey Robert. El caballero les pedía a los dioses que Myrcella tuviera con su muchacho dorniense más alegrías que las que había recibido su madre de su señor de la tormenta.
No le gustaba dejarla sola, aunque sabía que en el castillo estaba a salvo. En la torre del Sol sólo había dos puertas que dieran acceso a las habitaciones de Myrcella, y Ser Arys tenía apostados a dos hombres ante cada una de ellas; eran guardias de la Casa Lannister, que habían llegado con él desde Desembarco del Rey, hombres curtidos en combate, duros y leales hasta la médula. Myrcella también tenía a sus doncellas y a la septa Eglantine, y al príncipe Trystane lo protegía su escudo juramentado, Ser Gascoyne del Sangreverde.
«Nadie la molestará —se dijo—, y en menos de quince días nos habremos marchado.»
Eso le había prometido el príncipe Doran. Arys se había llevado una desagradable sorpresa al ver lo envejecido y enfermo que estaba el dorniense, pero no dudaba de su palabra.
—Siento no haber podido conoceros hasta ahora, ni haber recibido a la princesa Myrcella —le había dicho Martell a Arys cuando lo recibió en sus estancias—. Espero que mi hija Aryanne os haya dado una bienvenida adecuada a Dorne, ser.
—Sí, mi príncipe —respondió al tiempo que rezaba para que no lo traicionara el rubor.
—Nuestra tierra es yerma y abrupta, pero no carece de lugares bellos. Nos duele que lo único que hayáis visto de Dorne sea Lanza del Sol, pero mucho me temo que ni vos ni vuestra princesa estaríais a salvo fuera de estos muros. Los dornienses somos un pueblo de sangre ardiente; nos enfurecemos deprisa y tardamos en perdonar. Desearía de todo corazón poder deciros que las Serpientes de Arena eran las únicas que anhelaban la guerra, pero no quiero mentiros, ser. Ya habéis oído a mi gente en las calles, gritándome que convoque a las lanzas. Mucho me temo que es lo mismo que desea la mitad de mis señores.
—¿Y vos, mi príncipe? —se atrevió a preguntar el caballero.
—Hace mucho, mi madre me enseñó que sólo los locos libran batallas perdidas. —Si la brusquedad de la pregunta lo había ofendido, el príncipe Doran disimuló bien—. Pero esta paz es frágil... Tan frágil como vuestra princesa.
—Sólo un animal le haría daño a una niña.
—Mi hermana Elia también tenía una niña. Se llamaba Rhaenys. Y también era una princesa. —El príncipe suspiró—. Los que serían capaces de apuñalar a la princesa Myrcella no tienen nada contra ella, igual que Ser Amory Lorch no tenía nada contra Rhaenys cuando la mató, si es que fue él. Sólo quieren obligarme a actuar, porque si la princesa Myrcella fuera asesinada en Dorne estando bajo mi protección, ¿quién prestaría oídos a mis explicaciones?
—Nadie le hará ningún daño a Myrcella mientras yo viva.
—Noble juramento —replicó Doran Martell con un atisbo de sonrisa—, pero sólo sois un hombre, ser. Tenía la esperanza de que encerrar a mis testarudas sobrinas contribuyera a calmar las aguas, pero lo único que hemos conseguido es que las cucarachas vuelvan a esconderse bajo las alfombras. Todas las noches los oigo susurrar mientras afilan los cuchillos.
«Tiene miedo —comprendió Ser Arys en aquel momento—. ¡Pero si le están temblando las manos! El príncipe de Dorne está aterrado.» Se quedó sin palabras.
—Tenéis que disculparme, ser —continuó el príncipe Doran—. Estoy delicado de salud, y a veces... A veces, Lanza del Sol me agota con tanto ruido, tanta suciedad, estos olores... En cuanto mis deberes me lo permitan tengo intención de regresar a los Jardines del Agua. Y me llevaré a la princesa Myrcella. —Antes de que el caballero pudiera protestar, el príncipe alzó una mano de nudillos rojos e hinchados—. Vos también vendréis. Y su septa, sus doncellas y sus guardias. Los muros de Lanza del Sol son altos, pero tras ellos está la ciudad de la sombra. Cientos de personas entran y salen cada día del castillo. Los Jardines son mi refugio. El príncipe Maron los hizo construir como regalo para su prometida Targaryen, para celebrar el enlace de Dorne con el Trono de Hierro. Allí, el otoño es una estación deliciosa. Los días son cálidos y las noches frescas, y la brisa salada sopla del mar, las fuentes y los estanques. Y hay otros chiquillos de noble cuna. Myrcella tendrá amigos de su edad con los que jugar. No estará sola.
—Como digáis. —Las palabras del príncipe le resonaban en la cabeza.
«Allí estará a salvo.» Pero entonces, ¿por qué le había dicho Doran Martell que no escribiera a Desembarco del Rey para contar lo del traslado? «Myrcella estará más segura si nadie sabe exactamente dónde se encuentra.» Ser Arys se había mostrado de acuerdo, aunque en realidad no tenía otra elección. Era caballero de la Guardia Real, pero, como había dicho el príncipe, sólo era un hombre.