—No digo que te equivoques.
Tenía la voz ronca.
—Claro, ¡porque no puedes! Myrcella está mejor preparada para gobernar...
—Los varones tienen preferencia.
—¿Por qué? ¿Qué dios lo ha decidido? Yo soy la heredera de mi padre. ¿Tengo que renunciar a mis derechos en beneficio de mis hermanos?
—Estás tergiversando mis palabras. Yo no he dicho... Dorne es diferente. En los Siete Reinos nunca ha gobernado una mujer.
—El primer Viserys quería que lo sucediera su hija Rhaenyra, ¿acaso lo niegas? Pero mientras el Rey agonizaba, el Lord Comandante de su Guardia Real decidió que no sería así.
«Ser Criston Cole.» Criston
el Hacedor de Reyes
había enfrentado a hermano contra hermana y dividido a la Guardia Real, provocando la espantosa guerra que los bardos denominaron la Danza de los Dragones. Algunos decían que lo había hecho por ambición, ya que el príncipe Aegon era más dócil que su voluntariosa hermana mayor; otros le atribuían motivos más nobles y aseguraban que estaba defendiendo la antigua costumbre de los ándalos. Pero hubo quien murmuró que Ser Criston había sido amante de la princesa Rhaenyra antes de vestir el blanco y quería vengarse de la mujer que lo había rechazado.
—El Hacedor provocó una gran desgracia —dijo Ser Arys—, y lo pagó con creces, pero...
—... Pero tal vez los Siete te hayan enviado aquí para que un caballero blanco enderece lo que torció otro. ¿Sabes por qué quiere mi padre llevarse a Myrcella a los Jardines del Agua?
—Para ponerla a salvo de los que quieren hacerle daño.
—No. Para mantenerla lejos de los que quieren coronarla. El príncipe Oberyn,
la Víbora
en persona, le habría puesto la corona en la cabeza de seguir vivo, pero mi padre no tiene valor. —Se puso en pie—. Dices que quieres a esa niña como si fuera tu propia hija. ¿Permitirías que a tu hija la despojaran de sus derechos y la encarcelaran?
—Los Jardines del Agua no son ninguna cárcel —protestó Ser Arys con debilidad.
—¿Crees que en las cárceles no hay fuentes ni higueras? Pues cuando la niña haya entrado no la dejarán salir jamás. Igual que a ti; Hotah se encargará de eso. No lo conoces como yo. Cuando lo provocan es terrible.
Ser Arys frunció el ceño. El corpulento capitán norvoshi, con el rostro lleno de cicatrices, lo hacía sentir incómodo. Se decía que no se separaba de su enorme hacha ni para dormir.
—¿Qué quieres que haga?
—Lo que has jurado: proteger a Myrcella con tu propia vida. Defenderla... y defender sus derechos. Ponerle una corona en la cabeza.
—¡Hice un juramento!
—A Joffrey, no a Tommen.
—Sí, pero Tommen es un niño de buen corazón. Será mejor rey que Joffrey.
—Pero no mejor que Myrcella. Ella también lo quiere mucho. Sé que no permitirá que le pase nada malo. Bastión de Tormentas le corresponde por derecho, ya que Lord Renly no dejó herederos y Lord Stannis ha caído en desgracia. Con el tiempo heredará también Roca Casterly de su señora madre; será el más grande de los señores del reino... Pero, por derecho, Myrcella debería ocupar el Trono de Hierro.
—La ley... No sé...
—Yo sí. —Cuando se levantó, la mata de cabello negro le cayó como una cascada hasta las nalgas—. Aegon
el Dragón
creó la Guardia Real y sus votos, pero lo que un rey ha hecho, otro lo puede deshacer, o cambiar. Antes, los miembros de la Guardia Real lo eran de por vida, y aun así, Joffrey echó a Ser Barristan para que su perro pudiera vestir la capa. Myrcella querrá hacerte feliz, y a mí también me aprecia. Si se lo pedimos, nos dará permiso para casarnos. —Arianne lo abrazó y le apoyó la cara contra el pecho. La cabeza le quedaba justo debajo de la barbilla—. Podrás tenerme a mí y también la capa blanca, si eso es lo que quieres.
«Me está destrozando.»
—Ya sabes que sí, pero...
—Soy una princesa de Dorne —le dijo con aquella voz profunda—. No es apropiado que me hagas suplicar.
Ser Arys olió el perfume de su cabello; sintió los latidos de su corazón cuando se apretó contra él. Su cuerpo empezaba a responder a la proximidad. Sin duda, ella también se estaba dando cuenta. Cuando le puso las manos en los hombros, advirtió que temblaba.
—¿Arianne? ¿Princesa mía? ¿Qué te pasa, mi amor?
—¿Es necesario que lo diga, ser? Tengo miedo. Me llamas mi amor, pero me rechazas justo cuando más te necesito. ¿Tan mal está que quiera un caballero que vele por mí?
Nunca la había visto tan desvalida.
—No —dijo—, pero tienes a los guardias de tu padre para protegerte, ¿por qué...?
—Es de los guardias de mi padre de quienes tengo miedo. —Durante un momento, le pareció aún más joven que Myrcella—. Fueron los guardias de mi padre los que encadenaron a mis queridas primas.
—No están encadenadas. Tengo entendido que disfrutan de todas las comodidades.
Ella dejó escapar una carcajada amarga.
—¿Tú las has visto? No me dejan visitarlas, ¿lo sabías?
—Estaban conspirando para provocar una guerra...
—Loreza tiene seis años; Dorea, ocho. ¿Qué guerras pueden provocar? Pero mi padre las ha encerrado con sus hermanas. Ya lo has visto. Llevados por el miedo, hasta los hombres más fuertes pueden hacer cosas que de otra manera no harían, y mi padre no ha sido fuerte nunca. Arys, corazón mío, por el amor que dices que me profesas, escúchame. No soy tan valerosa como mis primas; nací de una semilla más débil, pero Tyene y yo tenemos la misma edad, y hemos sido como hermanas desde muy pequeñas. No hay secretos entre nosotras. Si las pueden encerrar a ellas, a mí también... y por la misma causa. La causa de Myrcella.
—Tu padre no haría eso jamás.
—No conoces a mi padre. Para él he sido una fuente continua de decepciones desde que llegué al mundo sin polla. Ha tratado de casarme media docena de veces con viejos desdentados, cada uno más despreciable que el anterior. Nunca me ordenó que me casara, cierto, pero me ofrece esos pretendientes para demostrar la pobre opinión que tiene de mí.
—Pese a eso, eres su heredera.
—¿Sí?
—Te dejó gobernando en Lanza del Sol cuando se retiró a los Jardines del Agua, ¿no?
—¿Gobernando? No. Dejó como castellano a su primo, Ser Manfrey; a Ricasso, ese viejo ciego, como senescal; a sus alguaciles, a cargo de cobrar los impuestos, y a su tesorero, Alyse Ladybright, de gestionarlos; a sus condestables, a cargo de patrullar la ciudad de la sombra; a sus justicias mayores, a cargo de realizar los juicios, y al maestre Myles, a cargo de responder a todas las cartas que no requiriesen la atención personal del príncipe. Y por encima de todos ellos puso a la Víbora Roja. Mi cometido eran los banquetes, las fiestas y la recepción de invitados distinguidos. Oberyn iba a los Jardines del Agua una vez por semana; a mí me llamaba dos veces al año. No soy la heredera que quiere mi padre; eso lo ha dejado muy claro. Nuestras leyes lo obligan, pero preferiría que lo sucediera mi hermano, estoy segura.
—¿Tu hermano? —Ser Arys le llevó una mano a la barbilla y le levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. No te referirás a Trystane; no es más que un niño.
—No, Trys no. Quentyn. —Tenía los ojos osados y negros como el pecado, resueltos—. Conozco la verdad desde que tenía catorce años, desde un día en que fui a las habitaciones de mi padre para darle las buenas noches y me encontré con que no estaba. Más adelante supe que mi madre lo había hecho llamar. Se había dejado una vela encendida, y cuando fui a apagarla vi que al lado había una carta inacabada, dirigida a mi hermano Quentyn, que estaba en Palosanto. Mi padre le decía que tenía que hacer todo lo que le dijeran el maestre y el maestro de armas, «porque algún día ocuparás mi lugar y gobernarás sobre todo Dorne, y un gobernante debe ser fuerte en cuerpo y espíritu». —Una lágrima resbaló por la suave mejilla de Arianne—. Palabras de mi padre, escritas por su propia mano. Se me grabaron a fuego en la memoria. Aquella noche lloré hasta que me quedé dormida. Las noches siguientes, también.
Ser Arys aún no conocía a Quentyn Martell. Lord Yronwood había criado al príncipe desde edad muy temprana. El niño le había servido como paje y después como escudero; incluso recibió de sus manos el ordenamiento como caballero, en vez de que lo armara la Víbora Roja. «Si fuera padre, yo también querría que me sucediera un hijo varón», pensó, pero había oído el dolor en la voz de Arianne, y sabía que, si lo decía, la perdería.
—Quizá lo interpretaras mal —le dijo—. No eras más que una niña. Tal vez el príncipe sólo lo decía para animar a tu hermano y que fuera más diligente.
—¿Eso crees? Entonces, dime, ¿dónde está Quentyn ahora mismo?
—El príncipe se encuentra con el ejército de Lord Yronwood, en el Sendahueso —respondió Arys con cautela. Eso le había dicho el anciano castellano de Lanza del Sol cuando llegó a Dorne. La versión del maestre de la barba sedosa coincidía.
Arianne no estaba de acuerdo.
—Eso quiere mi padre que creamos, pero tengo amigos que me dan una versión muy diferente. Mi hermano ha cruzado el mar Angosto en secreto, haciéndose pasar por un vulgar mercader. ¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Puede haber cien motivos.
—O sólo uno. ¿Sabías que la Compañía Dorada ha roto su contrato con Myr?
—Como si fuera la primera vez que unos mercenarios rompen su contrato.
—La Compañía Dorada no. «Nuestra palabra vale tanto como el oro»: es su consigna desde tiempos de Aceroamargo. Myr está a punto de entrar en guerra con Lys y Tyrosh. ¿Por qué romper un contrato que ofrecía la perspectiva de buenos salarios y saqueos abundantes?
—Tal vez Lys le ofreciera un mejor sueldo. O Tyrosh.
—No —replicó ella—. Eso me lo podría creer de cualquiera de las otras compañías libres; la mayoría cambiaría de bando por media moneda de hierro. La Compañía Dorada es diferente. Es una hermandad de exiliados e hijos de exiliados, unida por el sueño de Aceroamargo. Quiere oro, sí, pero también un hogar. Lord Yronwood lo sabe tan bien como yo. Sus antepasados cabalgaron con Aceroamargo durante tres de las Rebeliones de los Fuegoscuro. —Cogió la mano de Ser Arys y entrelazó los dedos con los suyos—. ¿Has visto alguna vez el escudo de la Casa Toland de Colina Fantasma?
El caballero tuvo que pensar un instante.
—¿Un dragón que se muerde la cola?
—El dragón es el tiempo. No tiene principio ni fin, así que todo transcurre en círculo. Anders Yronwood es Criston Cole renacido. Susurra al oído de mi hermano que debería ser él quien gobernara después de mi padre, que no está bien que los hombres se arrodillen ante las mujeres... Y que Arianne, sobre todo, es la menos indicada para gobernar porque es una furcia testaruda. —Se echó el pelo hacia atrás en gesto desafiante—. Así que tus dos princesas comparten una causa común, ser... Al igual que comparten a un caballero que dice amarlas a las dos, pero que no está dispuesto a luchar por ellas.
—Os defenderé. —Ser Arys se dejó caer sobre una rodilla—. Es cierto que Myrcella es la mayor y está mejor preparada para llevar la corona. ¿Quién defenderá sus derechos si no lo hace su Guardia Real? Mi espada, mi vida, mi honor le pertenecen... Igual que a ti, alegría de mi corazón. Juro que nadie te robará lo que te corresponde por derecho de nacimiento mientras yo tenga fuerzas para blandir una espada. Soy tuyo. ¿Qué quieres de mí?
—Todo. —Se arrodilló para besarle los labios—. Todo, mi amor, mi amor verdadero, mi amor eterno. Pero antes...
—Pide lo que quieras y será tuyo.
—... Myrcella.
El muro de piedra era viejo y estaba en ruinas, pero su sola visión a través del campo hizo que a Brienne se le erizara el vello.
«Ahí estaban escondidos los arqueros que mataron al pobre Cleos Frey», pensó.
Pero mil pasos más adelante bordearon otro muro que se parecía mucho al anterior, y ya no estuvo tan segura. El camino marcado con huellas de carros describía curvas y más curvas; los árboles desnudos, con su corteza marrón, parecían diferentes de los verdes que ella recordaba. ¿Habían pasado ya por el lugar donde Ser Jaime le había arrebatado a su primo la espada de la vaina? ¿Dónde estaban los bosques en los que habían luchado? ¿Y el arroyo al que se habían precipitado mientras se lanzaban estocadas, hasta que la Compañía Audaz cayó sobre ellos?
—¿Mi señora? ¿Ser? —Podrick no sabía nunca cómo llamarla—. ¿Qué estáis buscando?
«Fantasmas.»
—Un muro junto al que pasé en cierta ocasión. No importa. —«Eso fue cuando Ser Jaime aún tenía dos manos. ¡Cómo detestaba entonces sus burlas, sus sonrisitas!»—. Guarda silencio, Podrick. Puede que aún queden bandidos en estos bosques.
El chico contempló los árboles desnudos, las hojas mojadas, el camino embarrado que tenían por delante.
—Tengo una espada larga. Sé luchar.
«No tan bien como haría falta.»
Brienne no dudaba del valor del chico, pero sí de su entrenamiento. Tal vez fuera escudero, al menos en teoría, pero el hombre al que sirvió no le había enseñado gran cosa.
Durante el viaje desde el Valle Oscuro había conseguido sacarle su historia a trompicones. Procedía de una rama menor y empobrecida de la Casa Payne, fruto de la entrepierna de un hijo pequeño. Su padre se había pasado la vida trabajando de escudero para sus primos más ricos, y había engendrado a Podrick con la hija de un cerero con la que se casó antes de partir para morir en la rebelión de los Greyjoy. Su madre lo había abandonado con uno de aquellos primos cuando tenía cuatro años, para ir tras un bardo errante que le había metido otro bebé en la barriga. Podrick no recordaba ni su cara. Ser Cedric Payne había sido lo más cercano a un progenitor que el chico había tenido jamás, aunque por su relato entrecortado, a Brienne le parecía que había tratado a Podrick más como a un criado que como a un hijo. Cuando Roca Casterly convocó a sus banderizos, el caballero lo llevó para que le cuidara el caballo y le limpiara la cota de malla. Ser Cedric había muerto en las tierras de los ríos, luchando en el ejército de Lord Tywin.
Lejos de su hogar, solo y sin recursos, el muchacho se había unido a un obeso caballero errante que respondía al nombre de Ser Lorimer
el Barriga
y formaba parte del contingente de Lord Lefford, con la misión de proteger el convoy de provisiones.
—Los chicos que vigilan la comida son los que mejor comen —decía Ser Lorimer, hasta que lo descubrieron con un jamón robado de la despensa personal de Lord Tywin.