—Me lo follé, padre. Si mal no recuerdo, me ordenaste que entretuviera a nuestros nobles visitantes.
El príncipe se puso rojo.
—¿Bastó con eso?
—Le dije que cuando Myrcella fuera reina, nos daría permiso para casarnos. Quería que fuera su esposa.
—Seguro que hiciste todo lo posible por evitar que rompiera sus votos —dijo su padre.
Le toco a ella ponerse roja. Había tardado medio año en seducir a Ser Arys. Aunque le aseguraba que, antes de vestir el blanco, había conocido a otras mujeres, nadie lo habría dicho por su manera de actuar. Sus caricias eran torpes; sus besos, nerviosos, y la primera vez que se acostaron juntos le derramó su semilla en los muslos cuando ella lo guiaba hacia su interior con la mano. Y peor aún, la vergüenza lo consumía. Si le hubieran dado un dragón por cada vez que había susurrado «no deberíamos estar haciendo esto», sería más rica que los Lannister.
«¿Atacó a Areo Hotah con la esperanza de salvarme? —se preguntó Arianne—. ¿O para huir de mí, para lavar con sangre su deshonra?»
—Me amaba —se oyó decir—. Murió por mí.
—Tal vez haya sido el primero de muchos. Tus primas y tú queríais guerra. Puede que la obtengáis. En estos momentos, otro caballero de la Guardia Real se acerca a Lanza del Sol. Ser Balon Swann me trae la cabeza de la Montaña. Mis banderizos han estado retrasándolo para permitirme ganar tiempo. Los Wyl lo llevaron a cazar y practicar la cetrería ocho días en el Sendahueso, y Lord Yronwood le organizó un banquete de dos semanas cuando llegó de las montañas. En estos momentos está en Tor, donde Lady Jordayne ha organizado unos juegos en su honor. Cuando llegue a Colina Fantasma se encontrará con Lady Toland empeñada en superarla. Pero más tarde o más temprano, Ser Balon llegará a Lanza del Sol, y entonces querrá ver a la princesa Myrcella... y a Ser Arys, su Hermano Juramentado. ¿Qué le diremos, Arianne? ¿Le explico que Oakheart pereció en un accidente de caza? ¿Que se cayó por unas escaleras? ¿O que Arys fue a nadar a los Jardines del Agua, resbaló en el mármol, se dio un golpe en la cabeza y se ahogó?
—No —replicó Arianne—. Dile que murió defendiendo a su princesita. Dile a Ser Balon que Estrellaoscura trató de matarla, pero Ser Arys se interpuso y le salvó la vida. Así deben morir los caballeros blancos de la Guardia Real: dando la vida por aquellos a los que habían jurado proteger. Puede que Ser Balon sospeche, igual que sospechaste tú cuando los Lannister mataron a tu hermana y a su hijo, pero no tendrá pruebas...
—Hasta que hable con Myrcella. ¿O también la niña debe sufrir un trágico accidente? Eso nos llevará a la guerra. Ninguna mentira salvará a Dorne de la ira de la Reina si su hija muere estando bajo mi protección.
«Me necesita —comprendió Arianne—. Por eso me ha convocado.»
—Yo podría decirle a Myrcella qué tiene que contar, pero ¿por qué?
La ira retorció el rostro de su padre.
—Te lo advierto, Arianne, se me está acabando la paciencia.
—¿Conmigo? —«Muy propio de él»—. Con Lord Tywin y con los Lannister siempre has tenido la paciencia de Baelor
el Santo
, pero no es lo mismo con la sangre de tu sangre.
—Confundes la paciencia con el autodominio. Llevo preparando la caída de Tywin Lannister desde el día en que me dijeron lo de Elia y sus hijos. Tenía la esperanza de arrebatarle todo lo que le era querido antes de matarlo, pero por lo visto, su hijo enano me ha privado de ese placer. En cierto modo me consuela saber que sufrió una muerte cruel a manos del monstruo que él mismo había engendrado. En fin, así han sido las cosas. Lord Tywin está aullando en el infierno... donde millares de hombres se reunirán con él si tu estupidez nos lleva a la guerra. —Su padre hizo una mueca, como si la sola palabra le causara dolor—. ¿Eso es lo que quieres?
La princesa se negó a dejarse acobardar.
—Quiero libertad para mis primas. Quiero venganza para mi tío. Quiero lo que me corresponde por derecho.
—¿Lo que te corresponde por derecho?
—Dorne.
—Dorne será tuyo cuando yo muera. ¿Tanto deseas librarte de mí?
—Eso te lo debería preguntar yo a ti, padre. Tú sí que llevas años intentando librarte de mí.
—No es verdad.
—¿No? ¿Se lo preguntamos a mi hermano?
—¿A Trystane?
—A Quentyn.
—¿Qué pasa con él?
—¿Dónde está?
—Con el ejército de Lord Yronwood, en el Sendahueso.
—Mientes bien, padre, lo reconozco. Ni siquiera has parpadeado. Quentyn ha ido a Lys.
—¿De dónde has sacado esa idea?
—Me lo ha dicho un amigo. —Ella también sabía guardar sus secretos.
—Tu amigo te ha mentido. Te doy mi palabra de que tu hermano no ha ido a Lys. Lo juro por el sol, por la lanza y por los Siete.
Arianne no estaba dispuesta a dejarse engañar con tanta facilidad.
—¿Adónde, entonces? ¿A Myr? ¿A Tyrosh? Sé que ha cruzado el mar Angosto y está contratando mercenarios para robarme lo que me corresponde por derecho.
—Tanta desconfianza te deshonra, Arianne. —Doran tenía el semblante sombrío—. Debería ser Quentyn el que conspirase contra mí. Lo envié lejos cuando no era nada más que un niño, demasiado pequeño para comprender las necesidades de Dorne. Anders Yronwood ha sido más padre suyo que yo, pero tu hermano sigue siendo leal y obediente.
—¿Por qué no? Lo prefieres a él; siempre lo has preferido. Se parece a ti, piensa como tú, y tienes intención de entregarle Dorne. No te molestes en negarlo. Se lo decías en la carta. —Aún tenía las palabras exactas grabadas a fuego en la memoria—. «Algún día ocuparás mi lugar y gobernarás sobre todo Dorne», eso le escribiste. Dime, padre, ¿cuándo decidiste desheredarme? ¿El día en que nació Quentyn, o fue el día en que nací yo? ¿Qué hice para que me odiaras tanto? —Se puso furiosa al sentir que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Nunca te he odiado. —El príncipe Doran apenas tenía un hilo de voz, cargada de dolor—. No lo entiendes, Arianne.
—¿Niegas haber escrito aquellas palabras?
—No. Quentyn se había marchado a Palosanto. Mi intención era que me sucediera, sí. Para ti tenía otros planes.
—Sí, claro —replicó con desprecio—. Menudos planes. Gyles Rosby, Ben Beesbury
el Ciego
, Grandison
Barbagrís
... Esos eran tus planes. —No le dio tiempo a replicar—. Ya sé que mi deber es darle un heredero a Dorne, nunca lo he olvidado. Me habría casado de buena gana, pero todos los hombres que me ofreciste eran un insulto. Era como si me escupieras con cada uno. Si alguna vez me tuviste el menor afecto, ¿por qué me ofreciste a Walder Frey?
—Porque sabía que lo rechazarías. Cuando llegaste a cierta edad tenía que aparentar que trataba de buscarte un consorte, pues de lo contrario habría suscitado sospechas, pero no me atrevía ofrecerte a ningún hombre que pudieras aceptar. Estabas prometida, Arianne.
«¿Prometida?» Se quedó mirándolo con incredulidad.
—¿A qué te refieres? ¿Es otra mentira? Nunca me dijiste...
—El pacto se selló en secreto. Quería decírtelo cuando crecieras un poco más, pensé que cuando fueras mayor de edad, pero...
—Tengo veintitrés años; hace siete que soy adulta.
—Lo sé. Si te he mantenido demasiado tiempo en la ignorancia ha sido para protegerte. Arianne, tu naturaleza... Para ti, un secreto sólo es algo divertido de lo que hablar con Garin y Tyene en la cama por la noche. Garin es tan chismoso como sólo pueden serlo los huérfanos, y Tyene se lo cuenta todo a Obara y a Lady Nym. Y si ellas se hubieran enterado... A Obara le gusta demasiado el vino, y Nym está demasiado allegada a las gemelas Fowler, y a saber en quién podrían confiar ellas. No podía correr el riesgo.
Arianne se sentía desconcertada, perdida.
«Prometida. Estaba prometida.»
—¿De quién se trata? ¿Con quién he estado prometida durante todos estos años?
—Ya no importa. Ha muerto.
Aquello la desconcertó más aún.
—Es que los ancianos son tan frágiles... ¿Qué ha sido? ¿Una cadera rota, un enfriamiento, la gota...?
—Un caldero de oro fundido. Los príncipes trazamos nuestros planes con el mayor esmero, y los dioses se divierten volviéndolos del revés. —El príncipe Doran hizo un gesto cansino con la hinchada mano roja—. Dorne será tuyo. Te doy mi palabra, si es que mi palabra significa algo para ti. A tu hermano Quentyn le espera un camino más duro.
—¿Qué camino? —Lo miró con desconfianza—. ¿Qué me estás ocultando? Los Siete me amparen, estoy harta de secretos. Cuéntamelo todo, padre, o nombra heredero a Quentyn y dile a Hotah que venga con el hacha, quiero morir al lado de mis primas.
—¿De verdad crees que les haría daño a las hijas de mi hermano? —Frunció el ceño—. A Obara, Nym y Tyene no les falta nada excepto la libertad, y Ellaria y sus hijas están felices, refugiadas en los Jardines del Agua. Dorea va por ahí arrancando naranjas de los árboles con su mangual, y Elia y Obella se han convertido en el terror de los estanques. —Suspiró—. No hace tanto tiempo que tú jugabas en esos estanques. Te subías a los hombros de una niña mayor... Una niña alta, con el pelo rubio muy fino...
—Jeyne Fowler, o su hermana Jennelyn. —Hacía muchos años que Arianne no recordaba aquello—. Ah, y Frynne, su padre era herrero. Tenía el pelo castaño. Pero mi favorito era Garin. Cuando me subía a los hombros de Garin, nadie nos podía derrotar, ni siquiera Nym y aquella niña tyroshi del pelo verde.
—La niña del pelo verde era la hija del arconte. Tenía que haberte enviado a Tyrosh en su lugar. Habrías servido como copera del arconte y habrías conocido en secreto a tu prometido, pero tu madre amenazó con hacer una locura si le arrebataba a otro de sus hijos. No quise herirla.
«Esta historia es cada vez más extraña.»
—¿Es ahí adonde ha ido Quentyn? ¿A Tyrosh, a cortejar a la hija del arconte?
Su padre cogió una pieza de
sitrang
.
—Tengo que saber cómo te has enterado de que Quentyn estaba fuera. Tu hermano ha emprendido un viaje largo y peligroso junto con Cletus Yronwood, el maestre Kedry y tres de los mejores caballeros jóvenes de Palosanto. Ha ido a traernos lo que más desea nuestro corazón.
—¿Qué es lo que más desea nuestro corazón? —preguntó Arianne, entrecerrando los ojos.
—Venganza. —Hablaba en voz baja, como si temiera que pudieran oírlo—. Justicia. —El príncipe Doran apretó el dragón de ónice con los dedos hinchados y gotosos, y susurró—: Fuego y sangre.
Giró el aro de hierro y abrió la puerta, apenas una rendija.
—¿Robalito? —llamó—. ¿Puedo entrar?
—Tened cuidado, mi señora —le advirtió la vieja Gretchel al tiempo que se retorcía las manos—. Su señoría le ha tirado el orinal al maestre.
—Entonces ya no tiene nada que tirarme a mí. ¿No deberías estar trabajando? Y tú, Maddy. ¿Están cerrados todos los postigos? ¿Han cubierto todos los muebles?
—Todos, mi señora —dijo Maddy.
—Más vale que vayas a comprobarlo. —Alayne entró en el dormitorio a oscuras—. Soy yo, Robalito.
Alguien sorbió por la nariz en la oscuridad.
—¿Estás sola?
—Sí, mi señor.
—Pues acércate. Pero nada más que tú.
Alayne cerró la puerta a su paso. Era de roble macizo, de seis dedos de grosor. Maddy y Gretchel podían escuchar hasta hartarse: no oirían nada. Eso era lo que quería. Gretchel era capaz de guardar silencio, pero Maddy era una chismosa incurable.
—¿Te manda el maestre Colemon? —preguntó el niño.
—No —mintió ella—. Me he enterado de que mi Robalito estaba enfermo.
Tras su encuentro con el orinal, el maestre había acudido a Ser Lothor, y Brune, a su vez, a ella.
—Si mi señora puede convencerlo para que salga de la cama por las buenas, no tendré que sacarlo yo a rastras.
«No podemos llegar a eso», se dijo. Cuando Robert recibía un trato brusco corría el riesgo de sufrir un ataque de temblores.
—¿Tienes hambre, mi señor? —preguntó al pequeño—. ¿Quieres que mande a Maddy a buscar fresas con nata, o pan caliente con mantequilla?
Recordó demasiado tarde que no había pan caliente; las cocinas estaban cerradas, y los hornos, vacíos.
«Si sirve para sacar a Robert de la cama, vale la pena la molestia de encender un fuego», se dijo.
—No quiero comida —replicó el pequeño señor con voz atiplada y de fastidio—. Hoy me voy a quedar en la cama. Puedes leerme un cuento si quieres.
—Está demasiado oscuro, no se puede leer. —Con las gruesas cortinas cerradas, el dormitorio estaba negro como la noche—. ¿Es que mi Robalito se ha olvidado de qué día es hoy?
—No —replicó él—, pero no voy a ir. Quiero quedarme en la cama. Puedes leerme cosas del Caballero Alado.
El Caballero Alado era Ser Artys Arryn. Según la leyenda, había echado del Valle a los primeros hombres, y había subido a la cima de la Lanza del Gigante montado en un enorme halcón para matar al Rey Grifo. Había cientos de cuentos que narraban sus aventuras. El pequeño Robert se los sabía tan bien que habría podido recitarlos de memoria, pero le seguía gustando que se los leyeran.
—Tenemos que irnos, cariño —le dijo al pequeño—, pero te prometo que cuando lleguemos a las Puertas de la Luna, te leeré dos cuentos del Caballero Alado.
—Tres —replicó él al momento.
Se le ofreciera lo que se le ofreciera, Robert siempre quería más.
—Tres —accedió—. ¿Dejamos que entre un poco de sol?
—No. La luz me hace daño en los ojos. Ven a la cama, Alayne.
Pero ella se dirigió hacia la ventana, esquivando el orinal roto. Lo olía, más que verlo.
—No voy a abrir mucho las cortinas. Lo justo para ver la cara de mi Robalito.
—Vale. —El niño sorbió por la nariz.
Las cortinas eran de suave terciopelo azul. Apartó una, apenas una rendija, y la ató. Las motas de polvo bailaron en un haz de luz matinal. El vaho opacaba los cristales romboidales de la ventana. Alayne frotó uno con la mano, lo justo para ver el cielo azul despejado y el fulgor blanco en la ladera de la montaña. El Nido de Águilas estaba envuelto en un manto gélido; la punta de la Lanza del Gigante, enterrada en una vara de nieve.
Cuando se volvió, Robert Arryn se había incorporado contra los cojines y la miraba. «El señor del Nido de Águilas y Defensor del Valle.» Se tapaba de cintura para abajo con una manta de lana. De cintura para arriba iba desnudo: un niño pálido con el pelo largo como una muchachita. Robert tenía las piernas y los brazos largos y flacos, el pecho hundido y un poco de barriga, y los ojos siempre irritados y llorosos. «No puede evitar ser como es. Nació así, pequeño y enfermizo.»