En el combate cuerpo a cuerpo de Puenteamargo había buscado a sus pretendientes y los había apaleado uno por uno: Farrow, Ambrose, Bushy, Mark Mullendore, Raymond Nayland y Will
el Cigüeña
. Había arrollado a Harry Sawyer con el caballo antes de destrozarle el yelmo a Robin Potter y dejarle una fea cicatriz. Y cuando cayó el último de ellos, la Madre había puesto en sus manos a Connington. En aquella ocasión, Ser Ronnet llevaba en la mano una espada, no una rosa. Cada golpe que le asestó le supo más dulce que un beso.
Loras Tyrell había sido el último en enfrentarse a su ira aquel día. Nunca la había cortejado, apenas le había dirigido una mirada, pero llevaba tres rosas doradas en el escudo, y Brienne detestaba las rosas. Su sola visión le había insuflado una fuerza furibunda. Cuando se fue a dormir soñó con aquella lucha, y con Ser Jaime, que le ponía una capa arco iris por los hombros.
A la mañana siguiente seguía lloviendo. Mientras desayunaban, Dick
el Ágil
sugirió que esperasen a que se escampara.
—¿Y eso cuándo será? ¿Mañana? ¿Dentro de quince días? ¿Cuando vuelva el verano? No. Tenemos capas, y muchas leguas por delante.
Llovió durante todo el día. El angosto sendero que seguían pronto se transformó en un lodazal. Los pocos árboles que veían estaban desnudos, y la lluvia constante había transformado las hojas caídas en una alfombra marrón empapada. Pese al forro de piel de ardilla, la capa de Dick no tardó en calarse. Brienne advirtió que estaba tiritando. Durante un momento sintió pena por él.
«No está bien alimentado, es evidente.» ¿Existiría de verdad una cala de contrabandistas, o un castillo en ruinas llamado Los Susurros? Un hombre hambriento podía llegar a hacer cosas desesperadas. Tal vez todo fuera un truco para engañarla. La desconfianza le hacía un nudo en la garganta.
Durante un tiempo pareció que el repiqueteo constante de la lluvia era el único sonido del mundo. Dick
el Ágil
cabalgaba absorto en sus pensamientos. Brienne, que lo observaba con atención, advirtió lo encorvado que iba, como si encogiéndose en la silla de montar fuera a mantenerse más seco. Aquel día no había ningún pueblo cerca cuando la oscuridad los envolvió. Tampoco vieron árboles entre los que refugiarse. Tuvieron que acampar al resguardo de unas rocas, a cincuenta pasos por encima del nivel del mar. Al menos, las rocas los protegían del viento.
—Será mejor que montemos guardia esta noche, mi señora —dijo Crabb mientras Brienne trataba de encender una hoguera con madera arrastrada a la orilla por el mar—. En los lugares como este suele haber tritones.
—¿Tritones? —Brienne le dirigió una mirada desconfiada.
—Monstruos. —Dick
el Ágil
saboreó la palabra—. Vistos de lejos parecen hombres, pero tienen la cabeza muy grande, y escamas en vez de pelo. También tienen la tripa blanca como la de los peces, y los dedos unidos por membranas. Siempre están húmedos y huelen a pescado, pero tras los labios gordos ocultan varias hileras de dientes verdes afilados como agujas. Hay quien dice que los primeros hombres los mataron a todos, pero no es verdad. Vienen por la noche y se llevan a los niños que se han portado mal,
chof
,
chof
, suenan sus pasos al caminar. A las niñas se las quedan para aparearse con ellas, y a los niños se los comen: les arrancan la carne con esos dientes verdes tan afilados. —Sonrió a Podrick—. Se te comerían, chico. Se te comerían crudo.
—Si lo intentan, los mataré. —Podrick se acarició la espada.
—Prueba. Prueba a ver. No es tan fácil matar a los tritones. —Le guiñó un ojo a Brienne—. ¿Habéis sido una niña mala, mi señora?
—No.
«Sólo idiota.» La madera estaba demasiado mojada para prenderse, por muchas chispas que Brienne arrancara del acero y el pedernal. La incendaja humeaba un poco, pero nada más. Harta, apoyó la espalda en una roca, se envolvió en la capa y se resignó a pasar una noche húmeda y fría. Mordisqueó un trozo de tasajo, soñando con una comida caliente, mientras Dick
el Ágil
parloteaba sin cesar de la vez que Ser Clarence Crabb había luchado contra el rey de los tritones.
«Escucharlo es entretenido —tuvo que reconocer—, pero Mark Mullendore también me hacía reír con su monito.»
La lluvia era tan densa que no vieron ponerse el sol; la neblina, demasiado espesa para que vieran salir la luna. La noche era oscura y sin estrellas. A Crabb se le acabaron las anécdotas y se echó a dormir. Podrick no tardó en empezar a roncar él también. Brienne se quedó sentada, con la espalda contra la roca, escuchando el murmullo de las olas.
«¿Estáis cerca, Sansa? —se preguntó—. ¿En Los Susurros, esperando un barco que nunca llegará? ¿Quién os acompaña? Dijo que buscaba pasaje para tres. ¿Se ha reunido el Gnomo con Ser Dontos y con vos, o habéis encontrado a vuestra hermanita?»
El día había sido largo, y Brienne se encontraba cansada. Pese a tener la espalda apoyada en una roca, con la lluvia repiqueteando a su alrededor, se dio cuenta de que se le cerraban los ojos. Por dos veces se quedó adormilada. La segunda se despertó de repente, con el pulso acelerado, convencida de que alguien se le echaba encima. Tenía los brazos agarrotados, y la capa se le había enredado en torno a los tobillos. Se liberó de ella de una patada y se puso en pie. Dick
el Ágil
estaba acurrucado junto a una roca, medio enterrado en la arena mojada, dormido.
«Un sueño. Ha sido un sueño.» Tal vez hubiera cometido un error al abandonar a Ser Creighton y Ser Illifer. Parecían personas honradas. «Ojalá Jaime hubiera venido conmigo», pensó... Pero Jaime era caballero de la Guardia Real; su lugar estaba junto al rey. Además, a quien quería era a Renly. «Juré que lo protegería y le fallé. Luego juré que lo vengaría y en eso le fallé también: lo que hice fue huir con Lady Catelyn, y a ella también le fallé.» El viento había cambiado de dirección, y la lluvia le azotaba el rostro.
Al día siguiente, el camino se convirtió en una estela pedregosa, y por último, de él no quedó más que el nombre. Alrededor del mediodía se interrumpía bruscamente al pie de una pared rocosa erosionada por el viento. En la cima, un castillo pequeño dominaba las olas, con tres torreones torcidos que se recortaban contra el cielo plúmbeo.
—¿Eso es Los Susurros? —preguntó Podrick.
—¿Tiene pinta de estar en ruinas? —Crabb escupió—. Eso es el Refugio de Malacosta, el asentamiento del viejo Lord Brune. Pero el camino termina aquí. A partir de ahora iremos por los pinos.
Brienne examinó la pared rocosa.
—¿Cómo se llega ahí arriba?
—Es fácil. —Dick
el Ágil
hizo dar la vuelta a su caballo—. No os alejéis de Dick; a los tritones les encanta llevarse a los que se rezagan.
El camino de subida resultó ser un sendero pedregoso empinado, oculto en una hendidura de la roca. La mayor parte era natural, pero de tanto en tanto habían tallado peldaños para facilitar la subida. Altas paredes de piedra erosionadas por siglos de viento y agua marina los flanqueaban. En algunos puntos habían adquirido formas fantásticas. Dick
el Ágil
les señaló algunas mientras subían.
—Ahí hay una cabeza de ogro, ¿veis? —comentó, y Brienne sonrió al divisarla—. Y eso es un dragón de piedra. El ala que le falta se le cayó cuando mi padre era niño. Y encima están los pezones descolgados, que parecen las tetas de una vieja.
Ella se miró el pecho.
—¿Ser? ¿Mi señora? —intervino Podrick—. Hay un jinete.
—¿Dónde? —Ninguna de las rocas cercanas tenía esa forma.
—En el camino. De piedra, no. Real. Nos sigue. Ahí abajo —señaló.
Brienne se giró en la silla. Había ascendido a suficiente altura para dominar con la vista varias leguas de orilla. El caballo seguía el mismo camino por el que habían llegado ellos, como a una legua de distancia.
«¿Otra vez?» Escudriñó a Dick
el Ágil
con desconfianza.
—A mí no me miréis —se defendió Crabb—. Sea quien sea, no tiene nada que ver con el pobre Dick
el Ágil
. Seguro que es alguno de los hombres de Brune, que vuelve de la guerra. O un bardo de esos que van de un sitio a otro. —Giró la cabeza y escupió—. Por lo menos, seguro que no es un tritón. Esos no montan a caballo.
—No —dijo Brienne.
Al menos en eso estaban de acuerdo.
Resultó que los treinta y cinco últimos pasos del ascenso eran los más empinados y traicioneros. Los guijarros sueltos rodaban bajo los cascos de los caballos y caían por el sendero pedregoso que dejaban atrás. Cuando salieron de la hendidura de la roca se encontraron ante las murallas del castillo. Desde las almenas, un rostro se asomó para mirarlos y desapareció. A Brienne le pareció que se trataba de una mujer, y así se lo dijo a Dick
el Ágil
.
El hombre asintió.
—Brune es demasiado viejo para andar subiendo por los adarves, y sus hijos y nietos se han ido a las guerras. Aquí no quedan más que las mozas y algún que otro mocoso.
Le iba a preguntar a su guía a qué rey apoyaba Lord Brune, pero en realidad ya no tenía importancia. Los hijos de Brune se habían marchado; tal vez algunos no volvieran.
«Aquí no recibiremos hospitalidad esta noche.» Un castillo habitado por ancianos, mujeres y niños no abriría sus puertas a desconocidos armados.
—Tenéis que hablar de Lord Brune como si lo conocierais —le dijo a Dick
el Ágil
.
—Puede que lo conociera.
Brienne echó un vistazo a la pechera de su jubón. Unos hilos sueltos y una zona de tejido más oscuro mostraban el lugar de donde se había arrancado alguna divisa. No cabía duda: su guía era un desertor. Tal vez el jinete que los seguía fuera uno de sus antiguos compañeros de armas.
—Deberíamos seguir —la apremió—, antes de que Brune empiece a preguntarse qué hacemos ante sus murallas. Hasta una moza se podría llevar una saeta de ballesta. —Dick señaló con un gesto las colinas de caliza que se alzaban más allá del castillo, con las laderas cubiertas de árboles—. De aquí en adelante se acabaron los caminos; no hay más que senderos y cañadas. Pero no temáis, mi señora. Dick
el Ágil
conoce bien este territorio.
Aquello era lo que se temía Brienne. El viento soplaba en la cima de la pared rocosa, pero todo le olía a trampa.
—¿Qué hay de ese jinete? A no ser que su caballo pueda pasar por encima de las olas, pronto subirá hasta aquí.
—¿Qué pasa con él? Si es cualquier imbécil de Poza de la Doncella, ni siquiera dará con el camino. Y si da con él, no importa; lo despistaremos en los bosques. Allí no tendrá ningún camino que seguir.
«Sólo nuestras huellas.» Brienne se preguntaba si no sería mejor enfrentarse al jinete allí, con la espada en la mano. «Quedaré como una estúpida si es un bardo errante, o un hijo de Lord Brune. —Tal vez Crabb tuviera razón—. Si mañana todavía nos sigue, ya me encargaré de él.»
—Como queráis —dijo al tiempo que hacia girar a su yegua hacia los árboles.
El castillo de Lord Brune se fue empequeñeciendo a sus espaldas, y no tardaron en perderlo de vista. A su alrededor crecían centinelas y pinos soldado, imponentes lanzas verdes que se proyectaban hacia el cielo. El suelo del bosque era un lecho de agujas caídas, grueso como el muro de un castillo, salpicado de piñas. Los cascos de los caballos no parecían emitir sonido alguno. Llovió un rato, luego escampó y luego empezó otra vez, pero entre los pinos apenas les llegaba alguna gota.
Por el bosque, la marcha era mucho más lenta. Brienne picó espuelas a la yegua en medio de la penumbra verdosa, sorteando los árboles. Se daba cuenta de que sería muy fácil extraviarse allí. Mirase hacia donde mirase, todo tenía el mismo aspecto. Hasta el aire parecía gris verdoso e inmóvil. Las ramas de los pinos le arañaban los brazos y chocaban con estrépito contra el escudo recién pintado. El escalofriante silencio se le hacía más pesado con cada hora que pasaba.
También estaba preocupada por Dick
el Ágil
. Aquel mismo día, cuando se acercaba el ocaso, el hombrecillo trató de cantar.
—«Había un oso, un oso, ¡un oso! Era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!» —cantó con voz rasposa cual calzones de esparto.
Los pinos ahogaron su canción, igual que ahogaban el viento y la lluvia. Tras un rato acabó por rendirse.
—Esto es malo —dijo Podrick—. Es un sitio malo.
Brienne tenía la misma sensación, pero no serviría de nada reconocerlo.
—Los bosques de pinos son lúgubres, pero al fin y al cabo no son más que bosques. Aquí no hay nada que temer.
—¿Qué hay de los tritones? ¿Y de las cabezas?
—Qué chico tan listo —comentó Dick
el Ágil
entre risas.
—Los tritones no existen —le dijo Brienne a Podrick, lanzándole una mirada molesta—. Ni las cabezas.
Avanzaron colina arriba, colina abajo, una y otra vez. Brienne rezaba por que Dick
el Ágil
fuera honrado y supiera de verdad adónde los llevaba. Si de ella hubiera dependido, ni siquiera estaba segura de poder orientarse hasta el mar. El cielo era gris y nuboso día y noche, no había sol ni estrellas que la ayudaran a buscar el camino.
Aquella noche acamparon temprano, tras bajar de una colina y llegar al borde de un pantano verdoso. A la luz verde grisácea, el terreno que tenían por delante parecía sólido, pero si hubieran intentado atravesarlo, los caballos se habrían hundido hasta la cruz. Tuvieron que dar un rodeo y abrirse camino por un suelo más firme.
—No importa —los tranquilizó Crabb—. Volveremos a subir a la colina y bajaremos por otro lado.
Al día siguiente sucedió lo mismo. Cabalgaron entre pinos y ciénagas, bajo cielos oscuros y lluvias intermitentes, junto a pozos, cuevas y ruinas de antiguas fortalezas con las piedras ennegrecidas por el moho. Cada montón de escombros tenía su historia, y Dick
el Ágil
se las contó todas. Si se le daba crédito, los hombres de Punta Zarpa Rota habían regado los pinos con sangre. A Brienne se le estaba acabando la paciencia.
—¿Cuánto queda? —preguntó al final con tono brusco—. A estas alturas, ya debemos de haber visto hasta el último árbol de Punta Zarpa Rota.
—Ni mucho menos —replicó Crabb—. Pero estamos cerca. Mirad: el bosque es cada vez menos espeso. Nos acercamos al mar Angosto.
«Seguro que el bufón que prometió mostrarme será mi reflejo en un estanque», pensó Brienne, pero no tenía sentido dar la vuelta después de llegar tan lejos. Aun así, no podía negar que estaba muerta de cansancio. Tenía los muslos rígidos como el hierro de tanto montar, y en los últimos días apenas había dormido cuatro horas cada noche, mientras Podrick montaba guardia. Si Dick
el Ágil
iba a intentar matarlos, sería allí, sin duda, en el terreno que mejor conocía. Tal vez los llevara a alguna guarida de ladrones donde hubiera gentuza tan traicionera como él. O quizá los estuviera guiando en círculos para dar tiempo a que aquel jinete los alcanzara. No habían visto rastro de él desde que dejaron atrás el castillo de Lord Brune, pero eso no quería decir que hubiera desistido de darles caza.