—Estoy cansada —se quejó Myrcella tras varias horas de viaje—. ¿Falta mucho? ¿Adónde vamos?
—La princesa Arianne os lleva a un lugar donde estaréis sana y salva —la tranquilizó Ser Arys.
—Es un viaje largo —dijo Arianne—, pero cuando lleguemos al Sangreverde, todo será más sencillo. Allí se reunirán con nosotros unos hombres de Garin, los huérfanos del río. Viven en barcas, y recorren el Sangreverde y sus afluentes pescando, recogiendo fruta y haciendo trabajos sueltos aquí y allá.
—Sí —intervino Garin en tono alegre—. Cantamos, jugamos y bailamos en el agua, y sabemos mucho de sanación. Mi madre es la mejor comadrona de Poniente, y mi padre cura las verrugas.
—¿Cómo podéis ser huérfanos si tenéis padres? —preguntó la niña.
—Son los rhoynar —le explicó Arianne—, y su madre fue el río Rhoyne.
Myrcella no lo entendía.
—Yo creía que los rhoynar erais vosotros. O sea, los dornienses.
—Lo somos en parte, Alteza. Por mis venas corre la sangre de Nymeria, y también la de Mors Martell, el señor dorniense con el que contrajo matrimonio. El día de su boda, Nymeria les prendió fuego a sus barcos para que todos comprendieran que ya no había vuelta atrás. Muchos se alegraron de ver aquellas llamas, porque antes de llegar a Dorne habían hecho un viaje largo, terrible, y demasiados habían sucumbido a las tormentas, las enfermedades y la esclavitud. Pero también hubo unos pocos que lo lamentaron. No les gustaba esta tierra seca y roja, ni su dios de siete rostros, así que se aferraron a sus antiguas costumbres, construyeron barcazas con los restos de los barcos quemados y se convirtieron en los huérfanos del Sangreverde. La Madre de sus canciones no es la nuestra, sino la madre Rhoyne, cuyas aguas los alimentaron desde el amanecer de los tiempos.
—Me han dicho que los rhoynar tienen una especie de dios tortuga —comentó Ser Arys.
—El Anciano del Río es un dios menor —dijo Garin—. Él también nació de la Madre Río, y se enfrentó al Rey Cangrejo por el dominio de todo lo que habita bajo las aguas.
—Oh —se asombró Myrcella.
—Tengo entendido que vos también habéis librado grandes batallas, Alteza —comentó Drey con su voz más alegre—. Se dice que nuestro valeroso príncipe Trystane no tiene piedad ante el tablero de
sitrang
.
—Siempre dispone los cuadrados de la misma manera, con todas las montañas delante y los elefantes en los pasos —respondió la niña—. Así que yo envío a mi dragón para que se coma a sus elefantes.
—¿Vuestra doncella también sabe jugar? —preguntó Drey.
—¿Rosamund? No. Traté de enseñarle las reglas, pero le parecieron demasiado complicadas.
—¿Es una Lannister? —quiso saber Lady Sylva.
—Una Lannister de Lannisport, no de Roca Casterly. Tiene el pelo del mismo color que yo, pero liso, no rizado. La verdad es que no se parece mucho a mí, pero con mi ropa, la gente que no nos conoce nos confunde.
—Así que ya lo habíais hecho antes...
—Sí. Nos cambiamos en la
Mar Veloz
, de camino a Braavos. La septa Eglantine me tiñó el pelo de castaño. Decía que era un juego, pero lo que pretendía era protegerme por si acaso mi tío Stannis se apoderaba del barco.
Era evidente que la niña estaba cada vez más cansada, de modo que Arianne ordenó que se detuvieran. Una vez más dieron de beber a los caballos, descansaron un rato, y comieron queso y fruta. Myrcella compartió una naranja con Sylva
Pintas
, mientras Garin comía aceitunas y escupía los huesos a Drey.
Arianne había albergado la esperanza de llegar al río antes de que saliera el sol, pero se habían puesto en marcha mucho más tarde de lo previsto, de modo que aún iban a caballo cuando el cielo empezó a teñirse de rojo por el este. Estrellaoscura trotó hasta ponerse a su altura.
—Princesa —dijo—, a no ser que por fin hayas decidido matar a la niña, yo en tu lugar ordenaría que acelerásemos la marcha. No tenemos carpas, y las arenas son crueles durante el día.
—Conozco las arenas tan bien como tú, ser —le replicó.
Pero hizo lo que le sugería. Era un trato duro para las monturas, pero más valía perder seis caballos que una princesa.
El viento del oeste no tardó en soplar, ardiente, seco, lleno de arenilla. Arianne se cubrió el rostro con el velo. Era de seda brillante, verde claro por arriba y amarillo por debajo, en suave transición. Unas pequeñas perlas verdes le daban peso y tintineaban al chocar entre sí mientras cabalgaba.
—Ya sé por qué lleva velo mi princesa —comentó Ser Arys cuando la vio sujetárselo a las sienes del yelmo de cobre—. Para que su belleza no apague el sol en comparación.
Ella no pudo contener una carcajada.
—No, vuestra princesa lleva velo para evitar que se le deslumbren los ojos y se le llene la boca de arena. Vos deberíais hacer lo mismo, ser.
Se preguntó cuánto tiempo llevaría su caballero blanco elaborando tan vulgar galantería. Ser Arys era buena compañía en la cama, pero en cuestión de ingenio dejaba mucho que desear.
Sus dornienses se cubrieron el rostro, igual que ella, y Sylva
Pintas
ayudó a la princesa a ponerse el velo, pero Ser Arys no dio su brazo a torcer. No tardó en tener las mejillas enrojecidas y el rostro cubierto de sudor.
«Si tardamos mucho, se va a cocer en esa ropa tan gruesa», reflexionó. No sería el primero. En siglos anteriores, más de un ejército había bajado del Paso del Príncipe con los estandartes al viento, sólo para marchitarse y asarse en las ardientes arenas rojas de Dorne. «El escudo de la Casa Martell muestra el sol y la lanza, las dos armas favoritas de los dornienses —había escrito el Joven Dragón en su jactanciosa obra
La conquista de Dorne
—, y de las dos, el sol es la más mortífera.»
Por suerte, no tenían que cruzar todo el mar de arena, sino sólo una franja estrecha. Arianne divisó un halcón que volaba en círculos sobre ellos, en el cielo despejado, y supo que ya habían dejado atrás la peor parte. Pronto llegaron junto a un árbol nudoso y retorcido, con tantas espinas como hojas. Aquellos arbolillos recibían el nombre de mendigos de la arena, pero su presencia significaba que no estaban lejos del agua.
—Casi hemos llegado, Alteza —le dijo Garin a Myrcella en tono alegre cuando divisó más mendigos de la arena, todo un bosquecillo que crecía en torno al lecho seco de un arroyo.
El sol caía como un martillo de fuego, pero no importaba: el viaje se acercaba a su fin. Se detuvieron para que los caballos bebieran otra vez; ellos también bebieron de los pellejos y se humedecieron los velos, y montaron de nuevo para enfrentarse al último tramo. Apenas habían recorrido media legua cuando empezaron a cabalgar por la hierba seca, entre olivos. Tras cruzar una hilera de colinas pedregosas, la hierba se hizo más verde y abundante, y divisaron limonares regados por un entramado de canales antiguos. Garin fue el primero en divisar el brillo verdoso del río. Lanzó un grito y emprendió el galope.
Arianne Martell había cruzado el Mander en cierta ocasión, cuando fue a visitar a la madre de Tyene con tres Serpientes de Arena. Comparado con él, el Sangreverde apenas merecía la denominación de río, y aun así, era lo que daba vida a Dorne. Debía su nombre al color verde sucio de sus aguas turbias, pero a medida que se acercaban, la luz del sol parecía transformarlas en oro. Pocas veces había visto nada tan bello.
«Lo que viene ahora será más fácil y relajado —pensó—, Sangreverde arriba hasta llegar al Vaith, y por ahí, hasta donde pueda llegar la barcaza. —Eso les daría tiempo suficiente para preparar a Myrcella para lo que se avecinaba. Después del Vaith tenían por delante el mar de arena. Iban a necesitar ayuda de Asperón y Sotoinferno para la travesía, pero no le cabía duda de que la recibirían. La Víbora Roja se había criado como pupilo en Asperón, y Ellaria Arena, la amante del príncipe Oberyn, era hija natural de Lord Uller. Cuatro Serpientes de Arena eran nietas suyas—. Coronaré a Myrcella en Sotoinferno y allí alzaré mi estandarte.»
La barcaza estaba media legua río abajo, oculta bajo las ramas colgantes de un gran sauce llorón. Anchas, de techo bajo, las barcazas maniobradas con pértigas apenas tenían calado; el Joven Dragón las había desdeñado llamándolas
chozas sobre balsas
, pero no les había hecho justicia. Las únicas que no tenían hermosas tallas y estaban bien pintadas eran las de los huérfanos más pobres. Aquella era de varios tonos de verde, con la barra del timón tallada en forma de sirena y cabezas de pez en las bordas. La cubierta estaba abarrotada de pértigas, sogas y tarros de aceite de oliva, y tanto en la proa como en la popa había faroles de hierro. Arianne no vio a ningún huérfano.
«¿Dónde está la tripulación?», se preguntó.
Garin tiró de las riendas bajo el sauce.
—¡Eh, pescados, despertad! —gritó al tiempo que bajaba del caballo—. Ha llegado vuestra reina y quiere una bienvenida regia. Levantaos, salid, traemos canciones y vino dulce. Tengo ganas de...
La puerta de la barcaza se abrió de golpe, y Areo Hotah salió a la luz del sol con la alabarda en la mano.
Garin se detuvo bruscamente. Arianne se sintió como si la hubieran golpeado en el vientre con un hacha.
«Esto no tenía que acabar así. Esto no tenía que pasar.»
—Vaya, la última persona que esperaba ver —oyó decir a Drey.
Arianne supo que tenía que actuar de inmediato.
—¡Vámonos! —gritó irguiéndose en la silla—. ¡Arys, proteged a la princesa...!
Hotah golpeó la cubierta con el mango de la alabarda. Una docena de guardias armados con dardos y ballestas surgió tras las ornamentadas bordas de la barcaza. Otros aparecieron en el tejado de los camarotes.
—¡Rendíos, princesa! —ordenó el capitán—. De lo contrario, por orden de vuestro padre, tendremos que matarlos a todos, excepto a la niña y a vos.
La princesa Myrcella se había quedado inmóvil en su montura. Garin retrocedió a paso lento con las manos levantadas. Drey se desabrochó el cinto.
—Rendirnos es lo más inteligente —le dijo a Arianne mientras su arma caía al suelo.
—¡No! —Ser Arys Oakheart puso su caballo entre Arianne y las ballestas, con la espada plateada en la mano. Se había descolgado el escudo para ponérselo en el brazo izquierdo—. ¡No la cogeréis mientras me quede aliento!
«Tonto sin remedio —fue lo único que pudo pensar Arianne—, ¿qué crees que haces?»
Estrellaoscura soltó una carcajada.
—¿Sois ciego o idiota, Oakheart? Son demasiados. Bajad la espada.
—Haced lo que os dice, Ser Arys —lo apremió Drey.
«Nos han atrapado, ser —habría querido gritar Arianne—. Vuestra muerte no nos liberará. Si amáis a vuestra princesa, rendíos.» Pero, cuando trató de hablar, las palabras se le ahogaron en la garganta.
Ser Arys Oakheart le lanzó una última mirada anhelante, clavó las espuelas doradas al caballo y atacó.
Cabalgó directamente hacia la barcaza, con la capa blanca ondeando a la espalda. Arianne Martell no había visto nunca nada tan caballeresco, ni tan estúpido.
—¡Nooo! —gritó, pero había recuperado la voz demasiado tarde.
Una ballesta disparó, y luego otra. Hotah rugió una orden. A tan poca distancia, tanto habría dado que la armadura del caballero blanco fuera de papel. La primera saeta atravesó el pesado escudo de roble y se le clavó en el hombro. La segunda le rozó la sien. Un dardo desgarró el flanco de su montura, pero el caballo siguió adelante y sólo se tambaleó al subir por la plancha.
—¡No! —gritaba alguna niña, alguna niñita idiota—. ¡No, por favor, esto no tenía que pasar!
Oyó que Myrcella también gritaba con voz aguda.
La espada larga de Ser Arys relampagueó a izquierda y derecha, y dos lanceros cayeron. El caballo se alzó sobre las patas traseras y coceó en la cara a un ballestero que intentaba volver a cargar el arma, pero los demás ya estaban disparando, llenando de saetas al gran corcel. Los impactos eran tan fuertes que el caballo cayó de lado. Arys Oakheart consiguió liberarse de su peso sin saber cómo. Aún tenía la espada en la mano.
Logró ponerse de rodillas junto a su caballo moribundo...
... Y se encontró con Areo Hotah ante él.
El caballero blanco alzó la espada demasiado despacio. La alabarda de Hotah le cortó el brazo derecho por el hombro, ascendió en medio de un reguero de sangre y volvió a caer en un terrible golpe a dos manos que cortó la cabeza de Arys Oakheart y la envió volando por los aires. Fue a caer entre los juncos, y el Sangreverde la engulló.
Arianne no recordaba haberse bajado del caballo. Tal vez se hubiera caído. Eso tampoco lo recordaba. Se encontró de repente a cuatro patas en la arena, temblando, sollozando, vomitando.
«No —pensaba sin cesar—, no, no, nadie tenía que resultar herido, todo estaba planeado, tuve mucho cuidado.»
—¡A por él! —oyó gritar a Areo Hotah—. Que no escape, ¡a por él!
Myrcella estaba en el suelo, sollozante y temblorosa, con las manos en la cara blanca. Le corría sangre entre los dedos. Arianne no entendía nada. Algunos hombres cogían a los caballos, otros corrían hacia ella y hacia sus acompañantes, pero nada tenía sentido. Estaba presa de un sueño, de una espantosa pesadilla roja.
«No puede ser verdad. Pronto me despertaré y me reiré de mis terrores nocturnos.»
No ofreció resistencia cuando la cogieron para atarle las manos a la espalda. Uno de los guardias tiró de ella para ponerla en pie. Vestía los colores de su padre. Otro se agachó y le quitó de la bota el cuchillo arrojadizo, regalo de su prima, Lady Nym.
Areo Hotah lo cogió y lo examinó con el ceño fruncido.
—El príncipe ha dado orden de que os lleve a Lanza del Sol —anunció. Tenía las mejillas y la frente llenas de salpicaduras de la sangre de Arys Oakheart—. Lo siento mucho, princesita.
Arianne alzó el rostro deshecho en lágrimas.
—¿Cómo era posible que lo supiera? —le preguntó al capitán—. Tuve mucho cuidado. ¿Cómo era posible que lo supiera?
—Alguien habló. —Hotah se encogió de hombros—. Siempre hay alguien que habla.
Todas las noches, antes de quedarse dormida, murmuraba la plegaria contra la almohada.
—Ser Gregor —decía—. Dunsen, Raff
el Dulce
, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.
También habría susurrado los nombres de los Frey del Cruce, de haberlos conocido.
«Algún día sabré cómo se llaman —se dijo—, y los mataré a todos.»