No había susurro tan tenue que no se oyera en la Casa de Blanco y Negro.
—Niña —le dijo un día el hombre bondadoso—, ¿qué son esos nombres que susurras por las noches?
—No susurro ningún nombre —replicó.
—Mientes —dijo él—. Todo el mundo miente cuando tiene miedo. Algunos dicen muchas mentiras; otros, pocas. Algunos sólo tienen una gran mentira y la dicen tan a menudo que casi llegan a creerla... Aunque en su interior siempre sabrán que sigue siendo mentira, y eso se reflejará en su rostro. Háblame de esos nombres.
Ella se mordisqueó el labio.
—Los nombres no importan.
—Sí que importan —insistió el hombre bondadoso—. Háblame, niña.
«Háblame o te echaremos», fue lo que oyó.
—Son personas a las que odio. Quiero que mueran.
—En esta casa oímos muchas plegarias como esa.
—Lo sé —dijo Arya.
Jaqen H'ghar había cumplido tres de sus plegarias.
«Sólo tuve que susurrar...»
—¿Por eso has acudido a nosotros? —continuó el hombre bondadoso—. ¿Para aprender nuestras artes y poder matar a esos hombres que odias?
Arya no supo qué responder.
—Puede.
—En ese caso, te has equivocado de lugar. No te corresponde a ti decidir quién vive y quién muere. Ese don sólo lo posee El que Tiene Muchos Rostros. Nosotros no somos más que sus siervos; hemos jurado hacer su voluntad.
—Ah. —Arya examinó las estatuas que se alzaban a lo largo de las paredes, con velas encendidas en torno a sus pies—. ¿Cuál de esos dioses es?
—Todos, claro —respondió el sacerdote vestido de blanco y negro.
Nunca le había dicho su nombre. Tampoco se lo había dicho la niña abandonada, la chiquilla de ojos grandes y rostro demacrado que le recordaba a otra niñita llamada Comadreja. Al igual que Arya, la niña abandonada vivía bajo el templo, con tres acólitos, dos criados y una cocinera llamada Umma. A Umma le gustaba hablar mientras trabajaba, pero Arya no entendía ni una palabra de lo que decía. Los demás no tenían nombre, o preferían no decirlo. Uno de los criados era muy viejo, andaba con la espalda encorvada como un arco. El segundo era de rostro rubicundo, y le salían pelos de las orejas. Había pensado que eran mudos hasta que los oyó rezar. Los acólitos eran más jóvenes. El mayor tenía la edad de su padre; los otros dos no serían mucho mayores que Sansa, la que había sido su hermana. Los acólitos también vestían de blanco y negro, pero sus túnicas no llevaban capucha, y eran negras por la izquierda y blancas por la derecha. La del hombre bondadoso y la de la niña abandonada tenían los colores al revés. A Arya le habían dado ropa de sirvienta: una túnica de lana sin teñir, calzones amplios, ropa interior de lino y zapatillas de tela.
El único que hablaba la lengua común era el hombre bondadoso.
—¿Quién eres? —le preguntaba todos los días.
—Nadie —respondía ella, que había sido Arya de la Casa Stark, Arya
Entrelospiés
, Arya
Caracaballo
... También había sido Arry, Comadreja, Perdiz, Salina, Nan la copera, un ratón gris, una oveja, el fantasma de Harrenhal...
Pero no de verdad, no en lo más profundo de su corazón. Ahí era Arya de Invernalia, la hija de Lord Eddard Stark y Lady Catelyn, que en otro tiempo tuvo tres hermanos llamados Robb, Bran y Rickon, una hermana llamada Sansa, una loba huargo llamada
Nymeria
y un hermano paterno llamado Jon Nieve. Ahí era alguien... Pero no era la respuesta que él quería.
Sin un idioma compartido, Arya no tenía manera de hablar con los demás. Lo que hacía era escucharlos, y mientras trabajaba repetía para sus adentros las palabras que oía. El acólito más joven era ciego, y pese a ello se encargaba de las velas. Recorría el templo con sus zapatillas de tela, rodeado por los murmullos de las ancianas que acudían día tras día para rezar. A pesar de no tener ojos, siempre sabía qué velas se habían apagado.
—Se guía por el olfato —le explicó el hombre bondadoso—. Y donde hay una vela ardiendo, el aire es más cálido. —Le dijo que cerrara los ojos y probara a hacerlo ella.
Rezaban al amanecer antes del desayuno, todos de rodillas en torno al tranquilo estanque negro. Algunos días, el que dirigía la plegaria era el hombre bondadoso; otros, la niña abandonada. Arya sólo sabía unas cuantas palabras de braavosi, las que eran iguales en alto valyrio, de modo que rezaba su propia oración al Dios de Muchos Rostros, la que decía «Ser Gregor, Dunsen, Raff
el Dulce
, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei». Rezaba en silencio. Si el Dios de Muchos Rostros era un dios de verdad, la oiría de todos modos.
Todos los días llegaban fíeles a la Casa de Blanco y Negro. Casi todos acudían solos y se sentaban también solos; encendían velas en un altar u otro, rezaban junto al estanque y a veces lloraban. Unos cuantos bebían de la copa negra y se echaban a dormir; la mayoría no bebía. No había misas, ni canciones, ni coros de alabanzas para complacer al dios. El templo nunca estaba lleno. De cuando en cuando, un fiel pedía ver a un sacerdote, y el hombre bondadoso o la niña abandonada lo llevaban abajo, al santuario. Pero no sucedía a menudo.
A lo largo de las paredes se alzaban treinta dioses diferentes, todos rodeados de lucecitas. Arya se dio cuenta de que la Mujer que Llora era la favorita de las ancianas; los hombres adinerados preferían al León de Noche, y los pobres, al Peregrino Encapuchado. Los soldados encendían velas a Bakkalon,
el Niño Pálido
; los marineros, a la Doncella Clara de Luna y al Rey Pescadilla. El Desconocido también tenía su altar, pero eran muy pocos los que acudían a él. La mayor parte del tiempo tenía una vela solitaria encendida a sus pies. El hombre bondadoso decía que eso no importaba.
—Tiene muchos ojos, y muchos oídos para escuchar.
La colina en la que se alzaba el templo estaba encima de un laberinto de pasadizos excavados en la roca. Los sacerdotes y acólitos tenían sus celdas en el primer nivel; Arya y los sirvientes, en el segundo. El acceso al tercero, el inferior, les estaba prohibido a todos excepto a los sacerdotes. Allí era donde se encontraba el santuario sagrado.
Cuando no estaba trabajando, Arya tenía libertad para vagar libremente por las criptas y almacenes, siempre y cuando no saliera del templo ni bajara al tercer sótano. Había encontrado una sala llena de armas y armaduras: yelmos ornamentados, extrañas corazas antiguas, espadas largas, puñales, cuchillos, ballestas y lanzas altas con la punta en forma de hoja. Otra cripta estaba abarrotada de ropa: pieles gruesas y sedas lujosas de medio centenar de colores, junto a montones de harapos malolientes y túnicas bastas y desgastadas.
«Seguro que también hay una cripta con tesoros», decidió Arya. Se imaginaba pilas de bandejas doradas, sacos de monedas de plata, zafiros azules como el mar, hileras de gruesas perlas verdes.
Un día, el hombre bondadoso se le acercó de manera inesperada y le preguntó qué hacía. Ella le dijo que se había extraviado.
—Mientes. Y lo que es peor, mientes mal. ¿Quién eres?
—Nadie.
—Otra mentira —suspiró.
Weese le habría dado una paliza de muerte si la hubiera pescado mintiendo, pero en la Casa de Blanco y Negro todo era diferente. Cuando estaba ayudando en la cocina, Umma le daba a veces con la cuchara si se cruzaba en su camino, pero nadie más le había levantado la mano.
«Sólo levantan la mano para matar», pensó.
Se llevaba bastante bien con la cocinera. Umma le ponía un cuchillo en la mano y le señalaba una cebolla, y Arya la picaba. Umma la empujaba hasta un montón de masa, y Arya la amasaba hasta que la cocinera le decía «basta» (fue la primera palabra braavosi que aprendió). Umma le tendía un pescado, y Arya le quitaba las espinas, sacaba los filetes y los pasaba por los frutos secos que la cocinera estaba machacando. Las aguas salobres que rodeaban Braavos eran una gran fuente de pescado y marisco de todo tipo, según le explicó el hombre bondadoso. Un río de aguas lentas y oscuras procedente del sur entraba en la laguna, serpenteando entre juncos, lagos rocosos y lodazales. Allí abundaban las almejas y los berberechos, lucios, ranas y tortugas, todo tipo de cangrejos, anguilas rojas, anguilas negras, anguilas rayadas, lampreas y ostras... que aparecían con frecuencia en la mesa de madera tallada donde comían los sirvientes del Dios de Muchos Rostros. Algunas noches, Umma condimentaba el pescado con sal marina y granos de pimienta, o guisaba las anguilas con ajo picado. Muy de tarde en tarde, hasta ponía un poco de azafrán.
«A Pastel Caliente le habría gustado esto», pensó Arya.
La cena era su momento favorito. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había acostado tantas noches seguidas con la tripa llena. Algunas veladas, el hombre bondadoso permitía que le preguntara. Una vez le había preguntado por qué los que acudían al templo parecían siempre tan en paz; en el lugar del que procedía, la gente tenía miedo de morir. Recordaba cómo había llorado el escudero de las espinillas cuando le clavó la espada en el vientre y cómo había suplicado Ser Amory Lorch cuando la Cabra lo mandó tirar al foso de los osos. Recordaba el pueblo situado junto al Ojo de Dioses y cómo chillaban, gritaban y gimoteaban los aldeanos siempre que el Cosquillas empezaba a preguntar por el oro.
—La muerte no es lo peor que puede pasar —le respondió el hombre bondadoso—. Es Su regalo para nosotros, el fin de los anhelos y el dolor. El día en que nacemos, el Dios de Muchos Rostros nos envía a cada uno un ángel oscuro que recorre la vida a nuestro lado. Cuando nuestros pecados y sufrimientos son una carga demasiado grande, el ángel nos toma de la mano y nos lleva a las tierras de la noche, donde las estrellas brillan siempre. Los que vienen a beber de la copa negra están buscando a sus ángeles. Si tienen miedo, las velas los tranquilizan. ¿En qué piensas cuando hueles nuestras velas, mi niña?
«En Invernalia —le podría haber respondido—. Huelen a nieve, a humo y a agujas de pino. Huelen a los establos. Huelen a las risas de Hodor, y a Jon y a Robb entrenándose juntos en el patio, y a Sansa cantando alguna canción idiota sobre alguna bella dama. Huelen a las criptas donde están sentados los reyes de piedra; huelen a pan caliente en el horno; huelen al bosque de dioses. Huelen a mi loba y huelen a su pelaje; es casi como si la tuviera al lado.»
—A nada —respondió para ver qué le decía.
—Mientes —dijo—, pero si lo deseas eres libre de conservar tus secretos, Arya de la Casa Stark. —Sólo la llamaba así cuando lo decepcionaba—. Ya sabes que puedes marcharte. No eres una de nosotros, al menos por ahora. Te puedes ir a casa cuando quieras.
—Me dijiste que si me marchaba, no podría volver.
—Así es.
Aquellas palabras la entristecieron. «Es lo mismo que decía Syrio —recordó Arya—. Lo decía muchas veces.» Syrio Forel la había enseñado a manejar
Aguja
y había muerto por ella.
—No quiero marcharme.
—Quédate, pues... Pero recuerda que la Casa de Blanco y Negro no es ningún orfanato. Bajo este techo, todo hombre tiene que servir. Como decimos,
Valar dohaeris
. Quédate si quieres, pero has de saber que te exigiremos obediencia. En todo momento y en todo sentido. Si no puedes obedecer, tendrás que marcharte.
—Puedo obedecer.
—Ya lo veremos.
Además de ayudar a Umma tenía otras tareas. Barría los suelos del templo, servía las comidas, clasificaba los montones de ropa de los muertos, vaciaba sus bolsos y contaba montones de moneditas. Todas las mañanas acompañaba al hombre bondadoso cuando recorría el templo en busca de los muertos.
«Silenciosa como una sombra», se decía, recordando a Syrio. Ella llevaba un farol con gruesos postigos de hierro. Al llegar a cada nicho abría una rendija para iluminarlo por si había cadáveres.
No era difícil encontrar a los muertos. Llegaban a la Casa de Blanco y Negro, rezaban una hora, un día o un año, bebían el agua dulce del estanque y se tumbaban en un lecho de piedra, tras un dios u otro. Cerraban los ojos, se dormían y no volvían a despertar.
—El regalo del Dios de Muchos Rostros adopta una miríada de formas —le dijo el hombre bondadoso—, pero siempre es gentil.
Cuando encontraban un cadáver, recitaba una plegaria, se aseguraba de que la vida había abandonado el cuerpo, y enviaba a Arya a buscar a los sirvientes, los encargados de transportar al muerto a las criptas. Allí, los acólitos desnudaban a los muertos y los lavaban. La ropa, las monedas y los objetos valiosos iban a parar a un bidón, para clasificarlos. Luego llevaban su carne inerte al santuario inferior, donde sólo podían entrar los sacerdotes; a Arya no se le permitía saber qué sucedía allí. En cierta ocasión, mientras cenaba, una sospecha espantosa se apoderó de ella. Dejó el cuchillo en la mesa y observó con desconfianza un filete de carne de color claro. El hombre bondadoso vio el espanto dibujado es su rostro.
—Sólo es cerdo, niña —le dijo—. Sólo es cerdo.
Su cama era de piedra, y le recordaba a Harrenhal y al lecho donde había dormido cuando Weese le hacía fregar escaleras. El colchón estaba lleno de trapos en vez de paja, de manera que tenía más bultos que el de Harrenhal, pero también arañaba menos. Le daban tantas mantas como quería, mantas gruesas de lana, rojas, verdes y a cuadros. Y su celda era sólo para ella. Allí era donde conservaba sus tesoros: el tenedor de plata, el gorro y los mitones que le habían regalado los marineros de la
Hija del Titán
, su puñal, las botas, el cinturón, la bolsita de monedas, la ropa con la que había llegado...
Y
Aguja
.
Cuando sus obligaciones le dejaban un poco de tiempo, practicaba siempre que podía, se batía con su sombra a la luz de una vela azul. Una noche, la niña abandonada pasó por casualidad y vio a Arya entrenándose con la espada. No le dijo nada, pero al día siguiente el hombre bondadoso fue con Arya a su celda.
—Vas a tener que deshacerte de todo esto. —Se refería a sus tesoros.
Arya se quedó conmocionada.
—Son mis cosas.
—¿Y quién eres tú?
—Nadie.
Él cogió el tenedor de plata.
—Esto le pertenece a Arya de la Casa Stark. Todas estas cosas le pertenecen. Aquí no hay lugar para ellas. Aquí no hay lugar para ella. Su nombre es demasiado orgulloso, y el orgullo no tiene cabida aquí. Aquí somos sirvientes.
—Yo sirvo —replicó, ofendida.
Le gustaba el tenedor de plata.