Festín de cuervos (54 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

«Puede que tenga que matarlo», se dijo una noche mientras recorría a zancadas el campamento. Sólo con pensarlo sentía nauseas. Su viejo maestro de armas siempre había puesto en duda que fuera suficientemente dura para participar en una batalla.

—Tus brazos son tan fuertes como los de un hombre —le había dicho Ser Goodwin más de una vez—, pero tu corazón es tan tierno como el de cualquier doncella. Una cosa es entrenarse en el patio con una espada roma en la mano, y otra, clavarle un palmo de acero afilado a un hombre en las entrañas y ver como se le escapa la luz de los ojos.

Para curtirla, Ser Goodwin la enviaba con el carnicero de su padre para que matara corderos y cochinillos. Los corderos balaban, y los cochinillos chillaban como niños aterrados. Cuando terminaba la matanza, las lágrimas cegaban a Brienne, y tenía la ropa tan ensangrentada que se la daba a su doncella para que la quemara. Pero Ser Goodwin seguía teniendo dudas.

—Un cochinillo es un cochinillo. Con un hombre, la cosa cambia. Cuando era escudero, más o menos de tu edad, tenía un amigo que era fuerte, rápido, ágil, todo un campeón en el patio de entrenamientos. Todos sabíamos que algún día sería un caballero espléndido. Entonces llegó la guerra a los Peldaños de Piedra. Vi como mi amigo hacía caer de rodillas a su rival y le arrancaba el hacha de las manos, pero cuando tendría que haber acabado con él, se detuvo durante un instante. En medio de la batalla, un instante es toda una vida. El otro hombre sacó una daga y encontró un resquicio en la armadura de mi amigo. Toda su fuerza, su velocidad, su valor, la habilidad por la que tanto se había entrenado... Todo le sirvió de menos que un pedo de titiritero, porque vaciló a la hora de matar. No lo olvides, niña.

«No lo olvidaré —le prometió a su sombra en aquel bosque de pinos. Se sentó en una roca, desenvainó la espada y empezó a afilarla—. No lo olvidaré, y rezaré para no vacilar.»

El día siguiente amaneció gris, frío y nublado. Ni siquiera vieron salir el sol, pero cuando la oscuridad se tornó grisácea, Brienne supo que era hora de volver a montar. Dick
el Ágil
abrió la marcha, y volvieron a meterse entre los pinos. Brienne lo seguía de cerca, y Podrick iba el último a lomos de su rocín.

El castillo apareció ante ellos sin previo aviso. En un momento estaban en lo más profundo del bosque, rodeados de pinos en leguas a la redonda. Rodearon una roca, y ante ellos apareció un claro. Media legua más adelante, el bosque terminaba bruscamente. Más allá se veían el cielo, el mar... y un antiguo castillo en ruinas, abandonado y cubierto de matojos, al borde de un acantilado.

—Los Susurros —señaló Dick
el Ágil
—. Escuchad bien: se oye hablar a las cabezas.

Podrick se quedó boquiabierto.

—Ya las oigo.

Brienne también las oía. Era un murmullo lejano, tenue, que parecía proceder tanto del suelo como del castillo. Se hacía más perceptible a medida que se acercaban al acantilado. De repente comprendió que era el mar. Las olas habían excavado agujeros en la pared del acantilado y rugían por las cuevas y túneles subterráneos.

—No hay cabezas —dijo—. Los susurros que oyes son las olas.

—Las olas no susurran. Son cabezas.

El castillo estaba construido con piedras antiguas, sin argamasa, todas diferentes. El musgo crecía en las hendiduras, entre las rocas, y los árboles hundían sus raíces en los cimientos. Muchos castillos antiguos tenían un bosque de dioses. A juzgar por su aspecto, Los Susurros también, y poca cosa más. Brienne hizo avanzar a la yegua hasta el borde del acantilado, donde la muralla se había desmoronado. La hiedra crecía en las piedras caídas. Ató la montura a un árbol y se acercó al precipicio tanto como se atrevió. Veinte varas más abajo, las olas rompían contra los restos de una torre caída. Bajo ella divisó la entrada de una gran cueva.

—Esa es la antigua torre del faro —dijo Dick
el Ágil
, que había acudido a su lado—. Se derrumbó cuando yo no tenía ni la mitad de la edad de Pod. Antes había unos peldaños para bajar a la cala, pero cuando el acantilado se derrumbó, cayeron también. Tras aquello, los contrabandistas dejaron de desembarcar aquí. Hubo tiempos en los que podían entrar en la cueva en barcas de remos, pero eso se acabó. ¿Veis?

Le puso una mano en la espalda y señaló con la otra. A Brienne se le erizó el vello.

«Un empujón y acabaré abajo, con la torre.» Dio un paso atrás.

—Quitadme las manos de encima.

Crabb hizo un gesto hosco.

—Sólo quería...

—No me importa qué queríais. ¿Dónde está la puerta?

—Al otro lado. —Titubeó—. Ese bufón que buscáis... No será rencoroso, ¿verdad? —dijo, nervioso—. O sea, anoche me dio por pensar que a lo mejor estaba enfadado con el pobre Dick
el Ágil
, por lo del mapa que le vendí, y porque no le dije que aquí ya no atracan los contrabandistas.

—Con el oro que os vais a ganar le podéis devolver lo que pagó por vuestra ayuda. —Brienne no se imaginaba a Dontos Hollard como una amenaza—. Si aún está aquí, claro.

Recorrieron los restos de la muralla. El castillo había sido triangular, con un torreón cuadrado en cada esquina. Las puertas estaban podridas. Brienne tiró de una; la madera se desprendió en largas astillas húmedas, y se quedó con la mitad de ella en la mano. En el interior se veía más penumbra verdosa. El bosque había quebrado los muros para invadir el torreón principal y el patio central. Pero tras la puerta había un rastrillo con dientes que se hundían en el terreno blando y embarrado. El hierro estaba enrojecido por el óxido, y pese a todo, no cedió a las sacudidas de Brienne.

—Hace mucho que nadie cruza esta puerta.

—Si queréis, puedo trepar —se ofreció Podrick—. Por el acantilado. Donde cayó la muralla.

—Es peligroso. Las piedras me han parecido sueltas, y la hiedra roja es venenosa. Tiene que haber una poterna.

La encontraron en el lado norte del castillo, semioculta tras una enorme zarza. No quedaban zarzamoras, y alguien había cortado la mitad del arbusto para abrirse camino hasta la puerta. Al ver las ramas rotas, Brienne empezó a inquietarse.

—Alguien ha pasado por aquí, y hace poco.

—Vuestro bufón y las niñas —dijo Crabb—. Ya os lo dije.

«¿Sansa?» Brienne no se lo podía creer. Hasta un imbécil borracho como Dontos Hollard tendría suficiente sentido común para no llevarla a aquel lugar desolado. Aquellas ruinas la ponían nerviosa. Allí no iba a encontrar a la pequeña Stark... Pero tenía que mirar. «Por aquí ha pasado alguien —pensó—. Alguien que tenía que esconderse.»

—Voy a entrar —dijo—. Venid conmigo, Crabb. Podrick, tú te quedas a vigilar a los caballos.

—Yo también quiero ir. Soy escudero. Puedo luchar.

—Por eso quiero que te quedes aquí. Tal vez haya bandidos en estos bosques, y no me atrevo a dejar los caballos sin vigilancia.

Podrick arrastró una piedra con la bota.

—Como digáis.

Brienne se abrió camino entre las ramas de la zarza y tiró de una anilla de hierro oxidada. La poterna resistió un momento y luego se abrió de golpe con un quejido chirriante de las bisagras. El sonido le puso los pelos de punta. Desenvainó la espada. Pese a la armadura y la coraza, se sentía desnuda.

—Venga, mi señora —la apremió Dick
el Ágil
a su espalda—. ¿A qué estáis esperando? El viejo Crabb lleva mil años muerto.

¿A qué estaba esperando? Brienne se amonestó por comportarse como una idiota. El sonido no era más que el mar, que resonaba sin pausa por las cuevas, bajo el castillo, subiendo y bajando con cada ola. Pero era verdad que parecía un susurro, y durante un instante casi le pareció ver las cabezas, en la estantería, hablando en murmullos.

«Tendría que haber usado la espada mágica —decía una de ellas—. Joder, ¿por qué no usaría la espada mágica?»

—Podrick —gritó Brienne—. En mi petate hay una espada con su vaina. Tráemela.

—Sí, ser. Mi señora. Ya voy. —El chico se alejó corriendo.

—¿Una espada? —Dick
el Ágil
se rascó una oreja—. Ya tenéis una espada en la mano. ¿Para qué queréis otra?

—Esta es para vos. —Brienne se la tendió con el puño por delante.

—¿De verdad? —Crabb extendió la mano dubitativo, como si la hoja lo fuera a morder—. ¿La doncella desconfiada le da una espada al viejo Dick?

—¿La sabéis utilizar?

—Soy un Crabb. —Cogió la espada larga que le tendía ella—. Por mis venas corre la sangre de Ser Clarence. —Lanzó un tajo al aire y sonrió—. Hay quien dice que la espada hace al señor.

Podrick Payne volvió con
Guardajuramentos
en brazos, la llevaba con tanto mimo como si fuera un bebé. Dick
el Ágil
dejó escapar un silbido al ver la vaina ornamentada, con su hilera de cabezas de león, pero se quedó sin palabras cuando Brienne sacó el arma y hendió el aire.

«Hasta el sonido es más agudo que el de una espada vulgar.»

—Seguidme —le dijo a Crabb.

Cruzó la poterna de lado, aunque tuvo que agachar la cabeza para pasar bajo el arco de entrada.

El patio interior apareció ante ella, cubierto de hierbajos. A su izquierda estaban la puerta principal y los restos derruidos de lo que tal vez fueran unos establos. Arbolillos jóvenes crecían en la mitad de las cuadras y atravesaban el techo de paja seca. A la derecha vio unos peldaños de madera podrida que llevaban a la oscuridad de una mazmorra, o a una bodega. En el lugar donde se había alzado el torreón central vio un montón de piedras caídas, cubiertas de musgo verde y morado. El patio estaba cubierto de hierbas y agujas de pino. Había pinos soldado por todas partes, en hileras solemnes. En medio de ellos divisó un pálido intruso, un arciano joven y esbelto con el tronco tan blanco como una doncella enclaustrada. De sus ramas brotaban hojas color rojo oscuro. Más allá se veía sólo el vacío del cielo y el mar, allí donde la muralla se había derrumbado...

... y también los restos de una hoguera.

Los susurros le mordisqueaban los oídos, insistentes. Brienne se arrodilló junto a los restos. Cogió un palo ennegrecido, lo olfateó y removió las cenizas.

«Alguien trataba de entrar en calor anoche. O tal vez intentaba enviar una señal a algún barco.»

—¡Hooolaaa! —llamó Dick
el Ágil
—. ¿Hay alguien aquí?

—Silencio —le dijo Brienne.

—Puede que estén escondidos. Tal vez nos estén examinando antes de mostrarse. —Se dirigió hacia los peldaños que descendían y escudriñó la oscuridad—. ¡Hooolaaa! —llamó otra vez—. ¿Hay alguien ahí abajo?

Brienne vio moverse un arbolillo, y de la maleza salió un hombre, tan sucio de barro como si acabara de brotar de la tierra. Llevaba una espada rota en la mano, pero lo que le llamó la atención fue su rostro, los ojos pequeños y las grandes fosas nasales.

Conocía aquella nariz. Conocía aquellos ojos. Pyg lo habían llamado sus amigos.

Todo pareció suceder en un instante. Un segundo hombre salió del pozo, sin más ruido que el que haría una serpiente al arrastrarse por un montón de hojas húmedas. Llevaba un yelmo de hierro envuelto en sucia seda roja, y tenía en la mano un dardo corto y grueso. Brienne también lo conocía. A sus espaldas se oyó un murmullo cuando una cabeza surgió entre las hojas rojas. Crabb estaba bajo el arciano. Alzó la vista y vio el rostro.

—Está aquí —llamó a Brienne—. Es el bufón que buscáis.

—¡Venid conmigo, Dick! —le gritó apremiante.

Shagwell saltó del arciano entre carcajadas. Iba vestido con ropa de bufón, pero tan descolorida y manchada que parecía más marrón que gris o rosa. En lugar de un cetro de bufón llevaba en la mano un mangual triple, tres bolas llenas de púas que colgaban de cadenas de una maza de madera. Lo blandió con fuerza, y una rodilla de Crabb estalló en una explosión de sangre y hueso.

—Esto sí que ha tenido gracia —alardeó mientras Dick caía. La espada que le había dado Brienne salió despedida y se perdió entre los hierbajos. Dick se retorció en el suelo entre gritos, mientras se agarraba la rodilla destrozada—. Vaya, fijaos —dijo Shagwell—. Es Dick
el Contrabandista
, el que nos dibujó el mapa. ¿Has venido hasta aquí para devolvernos el oro?

—Por favor —sollozó Dick—, por favor, no, mi pierna...

—¿Duele? Ahora dejará de dolerte.

—¡Déjalo en paz! —gritó Brienne.

—¡No! —gritó Dick al tiempo que alzaba las manos ensangrentadas para protegerse la cara.

Shagwell hizo girar las bolas por encima de la cabeza antes de lanzar un golpe al rostro de Crabb. Sonó un crujido repugnante. En el silencio que siguió, Brienne oyó los latidos de su propio corazón.

—Cómo eres, Shags —dijo el hombre que había salido del pozo. Al ver la cara de Brienne se echó a reír—. ¿Otra vez tú, mujer? Qué, ¿nos estabas persiguiendo? ¿O es que nos echabas de menos?

Shagwell bailaba saltando de un pie al otro y hacía girar el mangual.

—Ha venido a por mí. Sueña conmigo todas las noches cuando se mete los dedos en la rajita. ¡Me desea, chicos, la yegua echaba de menos a su alegre Shags! Me la voy a follar por el culo y la voy a llenar de semilla de bufón hasta que dé a luz a un pequeño yo.

—Para eso tendrás que usar otro agujero, Shags —dijo Timeon con su marcado acento dorniense.

—Será mejor que los use todos. Para ir sobre seguro.

Se desplazó hacia la derecha de Brienne mientras Pyg se movía hacia su izquierda, obligándola a retroceder hacia el borde del acantilado.

«Pasaje para tres», recordó Brienne.

—Sólo sois tres.

Timeon se encogió de hombros.

—Después de salir de Harrenhal, cada uno se fue por su camino. Urswyck y los suyos cabalgaron hacia el sur, hacia Antigua. Rorge pensó que podría desaparecer en Salinas. Mis muchachos y yo nos fuimos a Poza de la Doncella, pero no hubo manera de subir a un barco. —El dorniense sopesó la lanza—. Menuda se la hiciste a Vargo con aquel mordisco. La oreja se le puso negra y le empezó a salir pus. Rorge y Urswyck iban a marcharse, pero la Cabra dijo que teníamos que defender su castillo, que era el señor de Harrenhal y que a él no lo abandonaba nadie. Lo decía babeando, como siempre hablaba él. Nos enteramos de que la Montaña lo había matado pedazo a pedazo. Un día una mano, al siguiente un pie, todo cortes limpios. Le vendaban los muñones para que no muriera. Iba a dejar la polla para el final, pero un pájaro lo llamó a Desembarco del Rey, así que lo remató antes de ponerse en marcha.

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