—¡Pues si tanto te gusta la Sombra, vete allí! —le gritó Qarl
la Doncella
, el de las mejillas lampiñas, uno de los campeones de Asha.
Ojo de Cuervo no le hizo el menor caso.
—Mi hermano pequeño quiere terminar la obra de Balon y adueñarse del Norte. Mi dulce sobrina, traernos paz y piñas. —Sus labios azulados se fruncieron en una sonrisa—. Asha prefiere la victoria a la derrota. Victarion quiere un reino, no unas cuantas varas de tierra. Yo os daré lo uno y lo otro.
»Me llamáis Ojo de Cuervo. Bien, porque ¿quién tiene mejor vista que el cuervo? Tras toda batalla, los cuervos acuden a cientos, a miles, para celebrar un festín con la carne de los caídos. Un cuervo es capaz de divisar la muerte a distancia. Y yo os digo que todo Poniente se está muriendo. Los que me sigan celebrarán un festín que durará hasta el fin de sus días.
»Somos los hijos del hierro; en otros tiempos fuimos conquistadores. Nuestro poder lo dominaba todo allí donde se oía el sonido de las olas. Mi hermano quiere que os conforméis con el frío y lúgubre Norte; mi sobrina, con menos todavía... Pero yo os entregaré Lannisport. Altojardín. El Rejo. Antigua. Las tierras de los ríos y el Dominio, el bosque Real y La Selva, Dorne y las Marcas, las Montañas de la Luna y el Valle de Arryn, Tarth y los Peldaños de Piedra. ¡Nos apoderaremos de todo! ¡Nos apoderaremos de Poniente! —Echó una mirada en dirección al sacerdote—. Todo a mayor gloria de nuestro Dios Ahogado, claro.
Durante un instante, Aeron se dejó cautivar por la osadía que destilaban aquellas palabras. El sacerdote había tenido el mismo sueño cuando vio por primera vez el cometa rojo en el cielo.
«Arrasaremos las tierras verdes, las pasaremos a fuego y espada, derribaremos los siete dioses de los septones y arrancaremos los árboles blancos de los norteños...»
—¡Ojo de Cuervo! —intervino Asha—. ¿Qué pasa? ¿Te has dejado el cerebro en Asshai? Si no podemos defender el Norte, y te aseguro que no podemos, ¿cómo vamos a conquistar los Siete Reinos enteros?
—Pero sobrinita, si no sería la primera vez que se consigue. ¿Es que Balon no enseñó a su pequeñina las artes de la guerra? Victarion, parece que la hija de nuestro hermano no ha oído hablar de Aegon
el Conquistador
.
—¿Aegon? —Victarion cruzó los brazos sobre el pecho acorazado—. ¿Qué tiene que ver el Conquistador con nosotros?
—Sé tanto como tú sobre la guerra, Ojo de Cuervo —bufó Asha—. Aegon Targaryen conquistó Poniente porque tenía dragones.
—También los tendremos nosotros —prometió Euron Greyjoy—. Ese cuerno que habéis oído lo encontramos entre las ruinas humeantes de lo que fue Valyria, un lugar que nadie más que yo se ha atrevido a recorrer. Ya habéis oído su llamada; ya habéis sentido su poder. Es un cuerno para dragones, con franjas de oro rojo y acero valyrio en las que hay grabados hechizos. Los antiguos Señores Dragón hacían sonar cuernos como este antes de que la Maldición acabara con ellos. Con este cuerno, hijos del hierro, puedo someter a los dragones a mi voluntad.
Asha soltó una carcajada.
—Te sería más útil un cuerno que sometiera las cabras a tu voluntad, Ojo de Cuervo. Ya no quedan dragones.
—Vuelves a equivocarte, niña. Hay tres, y yo sé dónde están. Sin duda, eso bien vale una corona de madera.
—¡Euron! —gritó Lucas Codd,
el Zurdo
.
—¡Euron! ¡Ojo de Cuervo! ¡Euron! —gritó el Remero Rojo.
Pero entonces fue a Hotho Harlaw a quien oyó el sacerdote, y a Gorold Goodbrother, y a Erik
Destrozayunques
.
—¡Euron! ¡Euron! ¡Euron! —El grito se extendió, creció, se convirtió en un rugido—. ¡EURON! ¡EURON! ¡OJO DE CUERVO! ¡EURON, REY! —El grito recorrió la colina de Nagga como un trueno, como si el Dios de la Tormenta estuviera haciendo entrechocar las nubes—. ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON!
Hasta un sacerdote puede dudar. Hasta un profeta puede saber lo que es el terror. Aeron
Pelomojado
buscó a su dios en su interior, y sólo encontró silencio. Mientras un millar de voces gritaba el nombre de su hermano, él sólo oía el chirrido de una bisagra oxidada.
Al este de Poza de la Doncella, las colinas se alzaban indómitas; los pinos se cerraban en torno a ellos como un ejército de silenciosos soldados de color gris verdoso.
Dick
el Ágil
decía que el camino de la costa era el más corto y también el más fácil, de modo que rara vez perdían de vista la bahía. Los pueblos y aldeas que se encontraban a lo largo de la orilla eran cada vez más pequeños y más distantes entre sí. Cuando caía la noche buscaban alguna posada. Crabb compartía el alojamiento común con otros viajeros, mientras que Brienne pagaba una habitación para Podrick y para ella.
—Sería más barato si todos compartiéramos una cama, mi señora —solía decir Dick
el Ágil
—. Podéis poner la espada entre nosotros. El viejo Dick es inofensivo: cortés como un caballero y tan honrado como horas de luz tiene el día.
—Los días se van haciendo más cortos —señaló Brienne.
—Vale, es posible. Si no os fiáis de mí en la cama, me podría acostar en el suelo, mi señora.
—No será en mi suelo.
—Cualquiera diría que no confiáis en mí.
—La confianza se gana. Como el oro.
—Como desee mi señora —replicó Crabb—. Pero más al norte, cuando se acabe el camino, tendréis que confiar en Dick. Si quisiera robaros el oro a punta de espada, ¿quién me lo impediría?
—No tenéis espada. Yo sí.
Cerró la puerta entre ellos y se quedó allí, a la escucha, hasta que se aseguró de que se había marchado. Por ágil que fuera, Dick Crabb no era Jaime Lannister, ni el Ratón Loco, ni siquiera Humfrey Wagstaff. Estaba flaco y desnutrido, y su única armadura era un casco abollado lleno de óxido. En lugar de espada llevaba un puñal viejo y mellado. Mientras estuviera despierta, no representaba ningún peligro para ella.
—Podrick —dijo—, llegará un momento en que no encontraremos posadas en las que refugiarnos. No me fío de nuestro guía. Cuando montemos campamento, ¿podrás vigilar mientras duermo?
—¿Que me quede despierto, mi señora? Ser. —Podrick meditó un momento—. Tengo una espada. Si Crabb intenta haceros daño, lo puedo matar.
—No —replicó ella con firmeza—. Nada de luchar con él. Lo único que quiero es que lo vigiles mientras duermo y me despiertes si hace algo sospechoso. Ya verás: me despierto muy deprisa.
Crabb mostró sus cartas al día siguiente, cuando se detuvieron para que abrevaran los caballos. Brienne se escondió tras unos arbustos para vaciar la vejiga.
—¿Qué hacéis? —oyó gritar a Podrick mientras estaba allí en cuclillas—. ¡Apartaos de ahí!
Terminó con lo que estaba haciendo, se subió los calzones y volvió al camino, donde Dick
el Ágil
se estaba limpiando la harina de los dedos.
—No encontraréis dragones en mis alforjas —le dijo—. El oro lo llevo encima.
Una parte la tenía en la bolsa que le colgaba del cinturón; el resto, escondido en un par de bolsillos cosidos en el interior de la ropa. El abultado monedero de las alforjas estaba lleno de cobres grandes y pequeños, estrellas y otras monedas menudas... Y de harina, para que pareciera todavía más grande. Se la había comprado al cocinero del Siete Espadas la mañana en que salió del Valle Oscuro.
—Dick no pensaba hacer nada malo, mi señora. —Le mostró los dedos sucios de harina para demostrar que no iba armado—. Sólo quería ver si tenéis esos dragones que me prometisteis. El mundo está lleno de mentirosos dispuestos a engañar a un hombre honrado. No me refiero a vos, claro.
Brienne tenía la esperanza de que fuera mejor guía que ladrón.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. —Montó otra vez.
Dick solía cantar mientras cabalgaban juntos; nunca canciones enteras, sólo una estrofa de una, un trozo de otra... Brienne sospechaba que su intención era cautivarla para que bajara la guardia. En ocasiones intentaba, sin lograrlo, que Podrick y ella lo acompañaran. El chico era demasiado tímido y callado, y Brienne no cantaba.
«¿Cantabais para vuestro padre? —le había preguntado Lady Stark en cierta ocasión, en Aguasdulces—. ¿Cantabais para Renly?» No, nunca, aunque le habría gustado... Cuánto le habría gustado...
Cuando no estaba cantando, Dick
el Ágil
se dedicaba a hablar: les desgranaba anécdotas de Punta Zarpa Rota. Les dijo que cada valle umbrío contaba con su propio señor; lo único que tenían en común era la desconfianza hacia los forasteros. La sangre de los primeros hombres, densa y oscura, corría por sus venas.
—Los ándalos trataron de tomar Zarpa Rota, pero los desangramos en los valles y los ahogamos en los pantanos. Pero lo que sus hijos no pudieron conquistar con espadas, sus hermosas hijas lo conquistaron con besos. Sí, entraron por matrimonio en las casas que no lograron tomar.
Los reyes Darklyn del Valle Oscuro habían tratado de imponer su autoridad en Punta Zarpa Rota; los Mooton de Poza de la Doncella lo intentaron también, y más adelante, los arrogantes celtígaros de la isla del Cangrejo. Pero los zarpeños conocían sus bosques y pantanos mejor que ningún forastero, y si la presión era excesiva, podían desaparecer en las cavernas que horadaban sus colinas. Cuando no estaban luchando contra aspirantes a conquistadores, peleaban entre ellos. Sus enemistades eran tan profundas y oscuras como los pantanos que había entre las colinas. De cuando en cuando, un campeón conseguía imponer la paz en la Punta, pero esa paz nunca lo sobrevivía. Lord Lucifer Hardy fue uno de los grandes, así como los Hermanos Brune. El viejo Huesosrotos más aún, pero los más poderosos de todos fueron los Crabb. Dick seguía negándose a creer que Brienne no hubiera oído hablar de Ser Clarence Crabb y sus hazañas.
—¿Por qué iba a mentir? —le preguntó ella—. Cada lugar tiene sus héroes locales. En el lugar donde nací, los bardos cantan sobre Ser Galladon de Morne,
el Caballero Perfecto
.
—¿Ser Gallaquién qué? —El hombre soltó un bufido—. No había oído hablar de él en mi vida. ¿Qué tenía de perfecto?
—Ser Galladon era un campeón tan valeroso que hasta la propia Doncella le entregó su corazón. Le regaló una espada encantada como prueba de su amor. Su nombre era
Doncella Justa
. No había espada común que pudiera enfrentarse a ella; no había escudo que resistiera su beso. Ser Galladon portó a
Doncella Justa
con orgullo, pero sólo la desenvainó tres veces. No quiso usarla contra ningún mortal; era tan poderosa que, con ella, cualquier combate sería injusto.
A Crabb le pareció divertidísimo.
—¿El Caballero Perfecto? Más bien sería el Imbécil Perfecto. ¿De qué vale tener una espada mágica si no se usa?
—Honor —replicó ella—. Lo que vale es el honor.
Sólo consiguió que se riera con más ganas.
—Ser Clarence Crabb se habría limpiado el culo con vuestro Caballero Perfecto, mi señora. ¿Queréis saber qué opino? Que si sus caminos se hubieran cruzado, habría otra cabeza ensangrentada en el estante de Los Susurros. «Tendría que haber usado la espada mágica —les diría a las otras cabezas—. Joder, por qué no usaría la espada mágica.»
Brienne no pudo por menos que sonreír.
—Es posible —concedió—, pero Ser Galladon no era idiota. Tal vez habría desenvainado la
Doncella Justa
contra un enemigo que midiera tres varas y cabalgara a lomos de un uro. Se dice que una vez la usó para matar a un dragón.
Dick
el Ágil
no parecía impresionado.
—Huesosrotos también luchó contra un dragón, y no tenía ninguna espada mágica. Le hizo un nudo en el cuello; así, cada vez que lanzaba fuego por la boca, se asaba el culo.
—¿Y qué hizo Huesosrotos cuando llegaron Aegon y sus hermanas? —le preguntó Brienne.
—Ya estaba muerto. Sin duda, mi señora lo sabía. —Crabb la miró de reojo—. Aegon envió a Zarpa Rota a su hermana, la tal Visenya. Los señores estaban al tanto del fin de Harren. No eran idiotas, de modo que pusieron la espada a sus pies. La Reina los tomó a su servicio y les dijo que no le debían lealtad a Poza de la Doncella, a la isla del Cangrejo ni al Valle Oscuro. Eso no impidió que los cabrones de los celtígaros enviaran hombres a la orilla este para cobrar los impuestos. Si enviaban a muchos, con suerte volverían unos pocos... Por lo demás, sólo nos inclinamos ante nuestros señores y ante el rey. El verdadero rey, no ese Robert ni los de su calaña. —Escupió—. Había varios Crabb, Brune y Bogg con el príncipe Rhaegar en el Tridente, y también en la Guardia Real. Un Hardy, un Cave, un Pyne y nada menos que tres Crabb: Clement, Rupert y Clarence
el Bajo
. Medía nueve palmos, pero comparado con el verdadero Ser Clarence era bajo. En Zarpa Rota somos todos buenos dragones.
El tráfico era cada vez más escaso a medida que avanzaban hacia el noreste, hasta que al final ya no encontraron más posadas. El camino no era ya más que un rastro de hierbas crecidas. Aquella noche buscaron refugio en una aldea de pescadores. Brienne pagó a los aldeanos unas cuantas monedas de cobre para que les permitieran dormir en un pajar. Se reservó la parte superior para ella y para Podrick, y cuando estuvieron arriba recogió la escalerilla.
—Si me dejáis aquí solo, os puedo robar los caballos, joder —le gritó Crabb desde abajo—. Tendríais que subirlos por la escalerilla, mi señora. —Brienne no le hizo caso, pero él siguió—. Esta noche va a llover, y además hará frío. Pods y vos vais a dormir tan calentitos, y aquí, el pobre Dick, solo, hala, a tiritar. —Sacudía la cabeza y mascullaba mientras se preparaba un lecho de paja—. En mi vida había visto una doncella tan desconfiada como vos.
Brienne se acurrucó debajo de la capa mientras Podrick bostezaba a su lado.
«No siempre he sido tan precavida —habría podido gritarle a Crabb—. De niña creía que todos los hombres eran tan nobles como mi padre.» Hasta los que le decían lo guapa que era, lo alta y lo lista, lo grácil que parecía al bailar. Tuvo que ser la septa Roelle quien le quitó la venda de los ojos. «Sólo te dicen esas cosas para ganarse el favor de tu señor padre —le dijo—. La verdad la encontrarás en el espejo, no en la lengua de los hombres.» Fue una lección dura, una lección que la hizo llorar, pero que le sirvió de mucho en Altojardín, cuando Ser Hyle y sus amigos la hicieron objeto de su juego. «Una doncella tiene que ser desconfiada en este mundo, o pronto deja de ser doncella», estaba pensando cuando empezó a llover.