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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (50 page)

«Ya no queda nada de la antigua gloria.» Los hombres eran más pequeños y su vida se había acortado. El Dios de la Tormenta ahogó el fuego de Nagga tras la muerte del Rey Gris; las sillas y los tapices fueron robados; el techo y las paredes se pudrieron. Hasta el gran trono de colmillos del Rey Gris fue engullido por el mar. Sólo perduraban los huesos de Nagga, para recordar a los hijos del hierro las maravillas que habían existido. «Ya basta», pensó Aeron Greyjoy.

En la cima pedregosa de la colina había tallados nueve peldaños anchos. Más allá se alzaban las colinas inhóspitas de Viejo Wyk, y más lejos, las montañas negras, hostiles. Aeron se detuvo donde otrora habían estado las puertas, quitó el corcho del pellejo, bebió un trago de agua salada y se volvió para contemplar el mar.

«Nacimos del mar y al mar hemos de volver. —Pese a la distancia le llegaba el rumor incesante de las olas, y sentía el poder del dios que moraba bajo las aguas. Se dejó caer de rodillas—. Me has enviado a tu pueblo —rezó—. Han salido de sus salones y de sus chozas, de sus castillos y sus fortalezas, y han venido aquí, a los huesos de Nagga, procedentes de cada aldea de pescadores, de cada valle recóndito. Ahora, concédeles la sabiduría para reconocer al verdadero rey cuando se presente ante ellos, y la fuerza para rechazar al falso.» Rezó durante toda la noche, porque cuando el dios estaba en él, Aeron Greyjoy no necesitaba dormir, igual que no necesitan dormir las olas ni los peces del mar.

Las nubes oscuras huyeron espoleadas por el viento cuando las primeras luces llegaron a hurtadillas al mundo. El cielo negro se tornó gris como la pizarra; el mar negro se volvió gris verdoso. Las montañas negras de Gran Wyk, al otro lado de la bahía, se tiñeron de los tonos azules y verdosos de los pinos soldado. Mientras el color regresaba al mundo, un centenar de estandartes empezó a ondear. Aeron contempló el pez plateado de los Botley, la luna ensangrentada de los Wynch, los árboles verde oscuro de los Orkwood. Vio cuernos de guerra, vio leviatanes, vio guadañas, vio krákens por doquier, enormes y dorados. Bajo ellos empezaban a moverse los siervos y las esposas de sal, que removían las ascuas para devolver la vida a las hogueras y destripaban pescados para el desayuno de capitanes y reyes. La luz del amanecer acarició la playa pedregosa; vio como los hombres despertaban, apartaban las mantas de piel de foca y pedían el primer cuerno de cerveza del día.

«Bebed, bebed —pensó—, porque hoy tenemos que cumplir la misión del dios.»

El mar también se agitaba. Las olas se hicieron más grandes bajo el impulso del viento; mandaban nubes de espuma que rompían contra los barcoluengos.

«El Dios Ahogado se despierta», pensó Aeron. Oía su voz que brotaba desde las profundidades del mar.

«Hoy estaré contigo, a tu lado, porque eres mi siervo fuerte y leal —decía la voz—. Ningún impío se sentará en mi Trono de Piedramar.»

Fue allí, bajo el arco de las costillas de Nagga, donde sus hombres ahogados lo encontraron erguido, adusto, con la larga cabellera negra agitada por el viento.

—¿Es la hora? —preguntó Rus.

—Es la hora —asintió Aeron—. Adelante, convocadlos a todos.

Los hombres ahogados esgrimieron los garrotes de madera de deriva y empezaron a entrechocarlos al tiempo que caminaban colina abajo. Otros se les unieron, y pronto, el clamor se extendió por toda la costa. El estruendo era aterrador, como si un centenar de árboles se atacaran con las ramas. Los tambores empezaron a batir también,
bum-bum-bum-bum-bum-bum
,
bum-bum-bum-bum-bum-bum
. Sonó un cuerno de guerra, luego otro.
AAAAAAuuuuuuu-uuuuuuuuuuu
.

Los hombres se apartaron de las hogueras para dirigirse hacia los huesos de la sala del Rey Gris. Fueron todos: remeros, timoneles, fabricantes de velas, armadores, los guerreros con sus hachas y los pescadores con sus redes. Algunos tenían siervos que los atendían; algunos tenían esposas de sal. Otros, que habían navegado a menudo a las tierras verdes, tenían maestres, bardos y caballeros. Los hombres sin categoría se agrupaban en semicírculo en torno a la base de la colina, con los siervos, los niños y las mujeres detrás. Los capitanes y los reyes ascendieron por la ladera. Aeron Pelomojado vio al alegre Sigfry Stonetree, a Andrik el Taciturno, al caballero Ser Harras Harlaw... Lord Baelor Blacktyde, con su capa de marta, estaba al lado de Stonehouse, con sus desastradas pieles de foca. La altura de Victarion lo hacía destacar por encima de todos, excepto de Andrik. Su hermano no llevaba yelmo, pero sí el resto de la armadura, y la capa de kraken que le caía, dorada, desde los hombros.

«Será nuestro rey. Basta con mirarlo para que no quepa la menor duda.»

Cuando Pelomojado alzó las manos huesudas, los tambores y los cuernos quedaron en silencio, los hombres ahogados bajaron los garrotes y todas las voces se fueron apagando. El único sonido que quedó fue el batir de las olas, un rugido que ningún hombre podía acallar.

—Nacimos del mar y al mar hemos de volver —empezó Aeron, al principio en voz baja a fin de que los hombres tuvieran que esforzarse para oírlo—. El Dios de la Tormenta, en su ira, arrancó a Balon del castillo y lo estrelló contra las rocas; ahora celebra sus banquetes bajo las olas, en las estancias acuosas del Dios Ahogado. —Alzó los ojos al cielo—. ¡Balon ha muerto! ¡El rey del hierro ha muerto!

—¡El rey ha muerto! —gritaron sus hombres ahogados.

—¡Pero lo que está muerto no puede morir, sino que se alza de nuevo, más duro, más fuerte! —les recordó—. Balon ha caído, Balon, mi hermano, que honró las Antiguas Costumbres y pagó el precio del hierro. Balon
el Bravo
, Balon
el Bendito
, Balon
el Dos Veces Coronado
, el que nos devolvió la libertad y a nuestro dios. Balon ha muerto... Pero un rey del hierro se levantará para sentarse en el Trono de Piedramar y gobernar las islas.

—¡Un rey se levantará! —gritaron—. ¡Un rey se levantará!

—Un rey se levantará. Así será. —La voz de Aeron retumbaba como las olas—. Pero ¿quién? ¿Quién ocupará el lugar de Balon? ¿Quién gobernará estas islas sagradas? ¿Se encuentra aquí, entre nosotros? —El sacerdote extendió las manos—. ¿Quién será nuestro rey?

Le respondió el graznido de una gaviota. La multitud empezó a agitarse, como si despertara de un sueño profundo. Los hombres se miraron para ver quién tenía la arrogancia de aspirar a la corona.

«Ojo de Cuervo siempre ha sido impaciente —se dijo Aeron
Pelomojado
—. Puede que hable en primer lugar. —Eso sería su perdición. Los capitanes y los reyes habían hecho un largo viaje para acudir a aquel banquete y no se iban a quedar con el primer plato que les pusieran delante—. Querrán probarlos todos, un bocadito de este, un pellizco de aquel, hasta dar con el que más les convenga.»

Euron también lo debía de saber. Se quedó allí con los brazos cruzados, entre sus mudos y sus monstruos. Únicamente el viento y las olas respondieron a Aeron.

—Los hijos del hierro deben tener un rey —insistió el sacerdote tras un largo silencio—. Os lo pregunto de nuevo. ¿Quién será nuestro rey?

—Yo —respondió alguien desde abajo.

—¡Gylbert! —gritaron varias voces al instante—. ¡Gylbert, rey!

Los capitanes abrieron paso al aspirante y a sus seguidores, que subieron a la colina para situarse junto a Aeron entre las costillas de Nagga.

El candidato a rey era un señor alto, flaco, de rostro taciturno y mandíbula prominente bien afeitada. Sus tres campeones ocuparon posiciones dos peldaños más abajo; llevaban su espada, su escudo y su estandarte. Tenían cierta semejanza con el señor, de modo que Aeron dedujo que eran sus hijos. Uno de ellos desplegó el estandarte: un gran barcoluengo negro contra un sol poniente.

—Soy Gylbert Farwynd, señor de Luz Solitaria —dijo el aspirante a la asamblea.

Aeron conocía a algunos Farwynd; eran una gente extraña que poseía tierras en las costas más occidentales de Gran Wyk y en las islas dispersas cercanas, rocas tan pequeñas que en la mayoría sólo cabía una casa. De todas ellas, Luz Solitaria era la más distante, a ocho días de navegación hacia el norte, entre colonias de focas y leones marinos, rodeada por el interminable océano gris. Los Farwynd que vivían allí eran aún más extraños que los demás. Había quien decía que eran cambiapieles, seres impíos capaces de adoptar la forma de leones marinos, morsas o hasta tiburones ballena, los lobos de alta mar.

Lord Gylbert empezó a hablar. Les contó historias sobre una tierra maravillosa situada más allá del mar del Ocaso, una tierra sin invierno ni penurias donde no se conocía la muerte.

—¡Elegidme rey y os llevaré allí! —exclamó—. Construiremos diez mil barcos, como hizo Nymeria, nos haremos a la mar con todo nuestro pueblo y navegaremos hacia la tierra que se extiende más allá del ocaso. Allí todo hombre será rey, y toda esposa, reina.

Aeron se fijó en que sus ojos cambiaban del azul al gris, inconstantes como los mares.

«Ojos de loco —pensó—, ojos de estúpido.» Sin duda, la visión de la que hablaba era una trampa que tendía el Dios de la Tormenta para atraer a los hijos del hierro a la destrucción. Entre las ofrendas que derramaron sus hombres ante la asamblea había pieles de foca, colmillos de morsa, brazaletes de hueso de ballena y cuernos de guerra con bandas de bronce. Los capitanes les echaron un vistazo y se apartaron para que fueran hombres de menor importancia quienes cogieran los obsequios. Cuando el estúpido terminó de hablar y sus campeones gritaron su nombre, sólo los Farwynd corearon el grito, y ni siquiera todos ellos. Pronto, las voces que clamaban «¡Gylbert! ¡Gylbert, rey!» se fueron desvaneciendo. La gaviota volvió a graznar por encima de ellos y se posó en una costilla de Nagga mientras el señor de la Luz Solitaria bajaba de la colina.

Aeron
Pelomojado
volvió a dar un paso al frente.

—Os lo pregunto de nuevo. ¿Quién será nuestro rey?

—¡Yo! —rugió una voz retumbante, y de nuevo, la multitud abrió paso.

El que había hablado subió a la cima de la colina en un palanquín de madera de deriva que sus nietos cargaban a hombros. Aquel hombre era una ruina; pesaba una docena de arrobas y tenía noventa años. Su capa era una piel de oso blanco. También tenía el pelo blanco como la nieve, y la barba le llegaba de las mejillas a los muslos, de manera que costaba ver dónde terminaba la barba y dónde empezaban las pieles. Aunque sus nietos eran hombretones corpulentos, les costó un gran esfuerzo cargar con su peso a la hora de subir por los empinados peldaños de piedra. Lo depositaron en el suelo ante la sala del Rey Gris, y tres de ellos permanecieron dos escalones más abajo para servirle de campeones.

«Hace sesenta años, quizá podría haberse ganado el favor de la asamblea —pensó Aeron—, pero su hora pasó hace mucho tiempo.»

—¡Sí, yo! —rugió el hombre desde su silla con una voz tan inmensa como él—. ¿Por qué no? ¿Quién hay mejor? Para los que estéis ciegos os diré que soy Erik Ironmaker. Erik
el Justo
. Erik
el Destrozayunques
. Muéstrales mi martillo, Thormor. —Uno de sus campeones lo levantó para que todos lo vieran: era una herramienta monstruosa, con el mango envuelto en cuero viejo, y su cabeza era un ladrillo de acero tan grande como una hogaza—. He perdido la cuenta de las manos que he machacado con ese martillo —dijo Erik—, pero tal vez os lo pueda decir algún ladrón. Tampoco sé cuántas cabezas he destrozado contra mi yunque, pero hay viudas que sí lo saben. Podría contaros todas las hazañas que he realizado en combate, pero tengo ochenta y ocho años; no viviría lo suficiente para narrarlas todas. Si la edad confiere sabiduría, no hay nadie más sabio que yo. Si el tamaño confiere fuerza, no hay nadie más fuerte. ¿Queréis un rey con herederos? Tengo tantos que no los puedo ni contar. ¡Erik rey, sí, me gusta! ¡Vamos, gritadlo conmigo! —comenzó a gritar—: ¡Erik! ¡Erik
Destrozayunques
! ¡Erik, rey!

Sus nietos corearon el grito, y los hijos de estos se adelantaron con cofres cargados a hombros. Los volcaron al pie de los peldaños de piedra y de ellos brotó un torrente de plata, bronce y acero: brazaletes, collares, puñales, cuchillos y hachas arrojadizas. Algunos capitanes cogieron los objetos de más valor y unieron sus voces al creciente cántico. Pero de pronto, una voz de mujer se hizo oír en medio del griterío.

—¡Erik! —Los hombres se apartaron para dejarle paso. Puso un pie en el peldaño más bajo—. Levántate, Erik —dijo.

Se hizo el silencio. El viento soplaba: las olas rompían contra la orilla; los hombres se susurraban cosas al oído. Erik Ironmaker miró desde arriba a Asha Greyjoy.

—Mocosa, tres veces maldita mocosa, ¿qué has dicho?

—¡Que te levantes, Erik! —replicó—. Levántate y gritaré tu nombre junto con los demás. Levántate y seré la primera en seguirte. Quieres una corona, ¿no? Pues levántate y cógela.

Ojo de Cuervo, todavía entre la multitud, se echó a reír. Erik lo miró. Las manos del hombretón se cerraron alrededor de los brazos del trono de madera de deriva. El rostro se le puso rojo, y luego morado. Los brazos le temblaron por el esfuerzo. Aeron vio como se le hinchaba una gruesa vena azul en el cuello mientras se esforzaba por levantarse. Durante un momento pareció que lo iba a conseguir, pero enseguida se quedó sin aliento y se derrumbó de nuevo sobre los cojines con un gemido. Euron se rió con más ganas todavía. El hombretón inclinó la cabeza y envejeció en un instante, a la vista de todos. Sus nietos se lo llevaron colina abajo.

—¿Quién gobernará a los hijos del hierro? —gritó de nuevo Aeron
Pelomojado
—. ¿Quién será nuestro rey?

Los hombres se miraron entre sí. Algunos miraron a Euron, otros a Victarion, unos cuantos a Asha. Las olas verdes y blancas rompían contra los barcoluengos. La gaviota graznó una vez más; era un chillido áspero, desesperado.

—Preséntate de una vez, Victarion —gritó Merlyn—. ¡Acabemos de una vez con este espectáculo!

—¡Cuando esté preparado! —replicó Victarion, también a gritos.

Aquello complació a Aeron.

«Es mejor que espere.»

El siguiente candidato fue Drumm, otro anciano, aunque no de edad tan avanzada como Erik. Ascendió hasta la cima de la colina por su propio pie. Llevaba a un costado
Lluvia Roja
, su famosa espada, forjada con acero valyrio en tiempos anteriores a la Maldición. Sus campeones eran hombres de importancia: sus hijos Denys y Donnel, ambos guerreros fornidos, y entre los dos, Andrik
el Taciturno
, un gigante de brazos gruesos como troncos de árboles. Que un hombre como él estuviera de su parte decía mucho en favor de Drumm.

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