—Te haces pasar por sirvienta, pero en tu corazón eres la hija de un señor. Has adoptado otros nombres, pero son tan superficiales como un vestido que llevaras puesto. Por debajo de ellos siempre está Arya.
—No llevo vestidos. Con un estúpido vestido no se puede luchar.
—¿Por qué quieres luchar? ¿Qué eres? ¿Un jaque que va por los callejones en busca de bronca? —Suspiró—. Antes de beber de la copa fría, tienes que ofrecerle todo lo que eres a El que Tiene Muchos Rostros. Tu cuerpo. Tu alma. Tú misma. Si no vas a poder hacerlo, debes marcharte de este lugar.
—La moneda de hierro...
—... te pagó el pasaje para llegar hasta aquí. A partir de ahora tienes que pagar tú, y el precio es alto.
—No tengo oro.
—Lo que ofrecemos no se puede comprar con oro. El precio eres tú, toda tú. Los hombres recorren muchos caminos en este valle de lágrimas y dolor. El nuestro es el más duro; pocos son los que lo siguen. Hace falta una gran fortaleza de cuerpo y espíritu, y un corazón que sea fuerte y duro a la vez.
«Tengo un agujero donde antes tenía el corazón —pensó ella—, y ningún lugar adonde ir.»
—Soy fuerte. Tan fuerte como tú. Soy dura.
—Crees que este es el único lugar donde puedes estar. —Era como si le leyera el pensamiento—. En eso te equivocas. Podrías servir en la casa de algún mercader; no sería tan duro. ¿O preferirías ser una cortesana y que se cantaran canciones dedicadas a tu belleza? Sólo tienes que decirlo y te enviaremos con la Perla Negra o con la Hija del Ocaso. Dormirás entre pétalos de rosa y vestirás faldas de seda que susurrarán cuando camines, y grandes señores darán todo lo que tienen por tu sangre de doncella. Si lo que deseas es un matrimonio e hijos, dímelo y te buscaremos un marido. Algún aprendiz honrado, un viejo rico, un marino, lo que quieras.
No quería nada de eso. Sacudió la cabeza, sin palabras.
—¿Con qué sueñas, niña? ¿Con Poniente? La
Dama Luminosa
de Luco Prestayn zarpa mañana en dirección a Puerto Gaviota, Valle Oscuro, Desembarco del Rey y Tyrosh. ¿Quieres que te consigamos pasaje a bordo?
—Acabo de llegar de Poniente. —A veces le parecía que habían pasado siglos desde que huyera de Desembarco del Rey, y a veces le parecía que había sido el día anterior, pero sabía muy bien que no podía volver—. Si no me quieres aquí, me iré, pero no allí.
—Lo que yo quiera no importa —respondió el hombre bondadoso—. Puede que el Dios de Muchos Rostros te haya guiado hasta nosotros para que seas Su instrumento, pero cuando te miro sólo veo a una niña... Ni siquiera a un niño, a una niña. Muchos han servido a El que Tiene Muchos Rostros a lo largo de los siglos, pero sólo unos pocos eran mujeres. Las mujeres traen vida al mundo. Nosotros traemos el regalo de la muerte. Nadie puede hacer las dos cosas.
«Intenta asustarme para que me vaya —pensó Arya—, igual que hizo con el gusano.»
—Eso no me importa.
—Pues debería. Si permaneces aquí, el Dios de Muchos Rostros se quedará con tus orejas, con tu nariz, con tu lengua. Se quedará con esos tristes ojos grises que tanto han visto. Se quedará con tus manos, tus pies, tus brazos, tus piernas, tus partes íntimas. Se quedará con tus sueños y esperanzas, con lo que amas y con lo que odias. Los que entran a Su servicio tienen que renunciar a todo lo que los convierte en quienes son. ¿Serás capaz? —Le cogió la barbilla con la mano y la miró a los ojos con tal intensidad que Arya se estremeció—. No —dijo—. No creo que puedas.
Arya le apartó la mano de golpe.
—Podría, si me diera la gana.
—Eso dice Arya de la Casa Stark, la comedora de gusanos.
—¡Puedo renunciar a cualquier cosa si quiero!
El hombre señaló sus tesoros.
—Pues empieza por esto.
Aquella noche, después de cenar, Arya volvió a su celda, se quitó la túnica y susurró los nombres, pero no pudo conciliar el sueño. Dio vueltas y más vueltas en su colchón relleno de trapos mientras se mordisqueaba el labio. Sentía el agujero en su interior, allí donde había tenido el corazón.
En lo más oscuro de la noche se volvió a levantar, se puso la ropa con que había llegado de Poniente y se abrochó el cinto.
Aguja
le colgaba a un lado de las caderas, y el puñal, del otro. Con el gorro calado, los mitones remetidos bajo el cinturón y el tenedor de plata en la mano, caminó sigilosa escaleras arriba.
«Aquí no hay lugar para Arya de la Casa Stark —pensó. El lugar de Arya estaba en Invernalia, pero Invernalia había desaparecido—. Cuando caen las nieves y soplan los vientos fríos, el lobo solitario muere, pero la manada sobrevive.» Y ella no tenía manada. Habían matado a su manada, ellos, Ser Ilyn, Ser Meryn y la Reina, y cuando trataba de buscarse una manada nueva, todos huían: Pastel Caliente, Gendry, Yoren y Lommy
Manosverdes
, hasta Harwin, que había servido a su padre. Empujó las puertas y salió a la noche.
Era la primera vez que salía desde que había llegado al templo. El cielo estaba encapotado, y la niebla cubría el suelo como una manta gris deshilachada. A su derecha oyó los chapoteos del canal.
«Braavos, la Ciudad Secreta», pensó. Era un nombre muy adecuado. Bajó por las escaleras empinadas hasta el atracadero cubierto, con la niebla enroscada a los tobillos. Era tan densa que no alcanzaba a ver el agua, pero la oía lamer con suavidad los pilares. A lo lejos, una luz brillaba en la penumbra: la hoguera nocturna del templo de los sacerdotes rojos, pensó.
Se detuvo al borde del agua, con el tenedor de plata en la mano. Era plata de verdad, sólida.
«No es mi tenedor. Se lo regalaron a Salina.» Lo dejó caer y oyó la ligera salpicadura cuando se hundió en el agua.
Lo siguieron el gorro y los guantes. También eran de Salina. Se vació la bolsa en la mano: cinco venados de plata, nueve estrellas de cobre y unas cuantas monedas menudas. Las tiró al agua. A continuación, las botas. Fueron lo que más ruido hizo al caer. Después, el puñal que había obtenido del arquero que le había suplicado clemencia al Perro. Su cinto cayó al canal. Su capa, su túnica, sus calzones, su ropa interior, todo. Todo menos
Aguja
.
Se quedó en el extremo del muelle, con la piel blanca y el vello erizado, tiritando en medio de la niebla. En su mano,
Aguja
parecía susurrar. «Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo», decía, y «¡Que no se entere Sansa!» La marca de Mikken estaba en la hoja.
«No es más que una espada.» Si le hacía falta una espada, había cientos en los sótanos del templo.
Aguja
era demasiado pequeña, no era una espada de verdad, en realidad se trataba de poco más que un juguete. Ella no era más que una niñita idiota cuando Jon se la regaló.
—No es más que una espada —dijo con determinación.
Pero sí que era algo más.
Aguja
era Robb, Bran, Rickon, su madre y su padre, hasta Sansa.
Aguja
era los muros grises de Invernalia y las risas de sus habitantes.
Aguja
era las nieves de verano, los cuentos de la Vieja Tata, el árbol corazón con sus hojas rojas y su rostro aterrador, el cálido olor a tierra de los jardines de cristal, el sonido del viento del norte contra los postigos de su habitación.
Aguja
era la sonrisa de Jon Nieve.
«Me revolvía el pelo y me llamaba hermanita», recordó, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas.
Polliver le había robado la espada cuando los hombres de la Montaña la cogieron prisionera, pero cuando el Perro y ella entraron en aquella posada de la encrucijada, allí estaba.
«Los dioses querían que la tuviera. —No los Siete, ni El que Tiene Muchos Rostros, sino los dioses de su padre, los antiguos dioses del Norte—. El Dios de Muchos Rostros se puede quedar con todo lo demás —pensó—, pero con esto, no.»
Volvió a subir por las escaleras, desnuda como en su día del nombre, con
Aguja
en la mano. A mitad de camino, una piedra se movió bajo sus pies. Arya se arrodilló y cavó por los bordes con los dedos. Al principio no se movía más, pero se empecinó, arrancando la argamasa quebradiza con las uñas. Por fin, la piedra quedó suelta. Arya gruñó, la agarró con ambas manos y tiró. Una hendidura se abrió ante ella.
—Aquí estarás a salvo —le dijo a
Aguja
—. Sólo yo sabré dónde te encuentras.
Metió la espada con su vaina bajo la piedra, y volvió a colocarlo en su sitio para que pareciera igual que los demás. Contó los peldaños de regreso al templo para saber dónde podría encontrar la espada cuando la buscara. Tal vez la necesitara algún día.
—Algún día —susurró.
No le dijo al hombre bondadoso lo que había hecho, pero él lo supo. A la noche siguiente fue a su celda después de cenar.
—Niña —le dijo—, ven y siéntate a mi lado. Quiero contarte una historia.
—¿Qué clase de historia? —le preguntó con desconfianza.
—La historia de nuestros comienzos. Si vas a ser de los nuestros, tienes que saber quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo. La gente habla en susurros de los Hombres sin Rostro de Braavos, pero somos más antiguos que la Ciudad Secreta. Antes de que se alzara el Titán, antes del Desenmascaramiento de Uthero, antes de la Fundación, ya existíamos nosotros. Hemos florecido en Braavos, entre estas nieblas norteñas, pero antes tuvimos las raíces en Valyria, entre los esclavos que se afanaban en las minas profundas, bajo las Catorce Llamas que iluminaban las antiguas noches del Feudo Franco. Casi todas las minas son húmedas y gélidas, excavadas en piedra fría y muerta, pero las Catorce Llamas eran montañas vivas, con venas de roca fundida y corazones de fuego. Así que en las minas de la antigua Valyria siempre hacía calor, más calor cuanto más hondos eran los pozos. Los esclavos trabajaban en un horno. Las rocas que tenían alrededor estaban demasiado calientes para tocarlas. El aire apestaba a azufre; les calcinaba los pulmones cuando lo respiraban. Por gruesas que fueran las suelas de sus sandalias, tenían las plantas de los pies quemadas y llenas de ampollas. A veces, cuando horadaban una pared en busca de oro, encontraban en su lugar vapor, o agua hirviendo, o roca fundida. Algunos pozos tenían el techo tan bajo que los esclavos no podían caminar: tenían que ir agachados o arrastrándose. Y además, en aquella oscuridad candente había gusanos.
—¿Lombrices de tierra? —preguntó con el ceño fruncido.
—Gusanos de fuego. Hay quien dice que son parientes de los dragones, porque también respiran llamas. En vez de surcar los cielos, cavaban agujeros en la piedra y en la tierra. Si consideramos fidedignas las antiguas historias, ya había gusanos de fuego entre las Catorce Llamas incluso antes de que aparecieran los dragones. Los jóvenes no son más grandes que ese bracito flaco que tienes, pero pueden alcanzar un tamaño monstruoso, y no les gustan los hombres.
—¿Mataban a los esclavos?
—A menudo se encontraban en los pozos cadáveres quemados y ennegrecidos, allí donde había agujeros en las rocas. Pero las minas eran cada vez más profundas. Los esclavos perecían a docenas, pero a su amos no les importaba. El oro rojo, el oro amarillo y la plata tenían más valor que la vida de los esclavos, porque en el antiguo Feudo Franco, los esclavos eran baratos. Durante la guerra, los valyrios los capturaban por millares. En tiempos de paz los criaban, aunque a la oscuridad roja sólo enviaban a morir a los peores.
—¿Y no se rebelaban y luchaban?
—Algunos sí. En las minas eran habituales las revueltas, pero pocas fueron las que prosperaron. Los Señores Dragón del antiguo Feudo Franco tenían hechicerías poderosas; los hombres simples que los desafiaban lo podían pagar muy caro. El primer Hombre sin Rostro fue uno de ellos.
—¿Quién era? —preguntó Arya sin contenerse, sin pensar.
—Nadie —respondió él—. Hay quien dice que se trataba de un esclavo. Otros, que era el hijo de un feudense, nacido de noble cuna. Algunos hasta te dirán que era un capataz que se apiadó de los hombres que vigilaba. Lo cierto es que nadie lo sabe. Fuera quien fuera, se movía entre los esclavos y escuchaba sus oraciones. En las minas trabajaban hombres de cien naciones diferentes. Cada uno rezaba a su propio dios y en su propio idioma, pero todos pedían lo mismo: pedían la liberación, que se acabara su dolor. Algo tan sencillo, tan simple... Pero sus dioses no respondían, y los hombres seguían sufriendo. "¿Acaso todos sus dioses están sordos?", se preguntaba. Hasta que una noche, en la oscuridad roja, comprendió qué pasaba.
»Todos los dioses tienen instrumentos, hombres y mujeres que los sirven y ayudan a que se haga su voluntad en la tierra. Los esclavos no suplicaban a cien dioses diferentes, como podía parecer, sino a un único dios con cien rostros diferentes. Y él era el instrumento de ese dios. Aquella misma noche eligió al más miserable de los esclavos, el que más había rezado pidiendo la liberación, y eso hizo: lo liberó de sus ataduras. Había entregado el primer regalo.
Arya se apartó de él.
—¿Mató a un esclavo? —Aquello no le parecía bien—. ¡Tendría que haber matado a los amos!
—También a ellos les llevaría el regalo, pero esa es otra historia, que es mejor no compartir con nadie. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Y quién eres tú, niña?
—Nadie.
—Mentira.
—¿Cómo lo sabes? ¿Es cosa de magia?
—Si se tienen ojos, no hace falta ser mago para distinguir lo verdadero de lo falso. Sólo hay que saber leer un rostro. Mirar los ojos. La boca. Estos músculos, los de la mandíbula, y estos de aquí, donde el cuello se une a los hombros. —La rozó con dos dedos—. Algunos mentirosos parpadean. Otros fijan la mirada. Otros apartan la vista. Los hay que se humedecen los labios. Algunos se tapan la boca justo antes de mentir, para ocultar la falsedad. Hay otras señales, tal vez más sutiles, pero siempre están presentes. Una sonrisa falsa y una sincera pueden parecerse, pero son tan diferentes como el amanecer y el anochecer. ¿Tú distingues el amanecer del anochecer?
Arya asintió, aunque no estaba segura.
—Entonces puedes aprender a distinguir una mentira. Y entonces no habrá secreto que esté a salvo de ti.
—Enséñame.
Sería nadie, si eso era lo que hacía falta. Nadie no tenía un agujero en su interior.
—Ella te enseñará —dijo el hombre bondadoso cuando la niña abandonada apareció en la puerta—. Empezando por la lengua de Braavos. ¿De qué sirves si no puedes hablar ni entender lo que te dicen? Y tú le enseñarás a ella tu idioma. Las dos aprenderéis juntas, la una de la otra. ¿De acuerdo?