«Si tengo que arrastrarme y llorar, por lo menos que se sienta incómodo él también.»
Esperaba que llegara aquel mismo día, pero cuando la puerta se abrió por fin, sólo entraron los criados con la comida.
—¿Cuándo podré ver a mi padre? —Habían asado el cabrito con miel y limón. La guarnición era de hojas de parra rellenas de una mezcla de pasas, cebollas, setas y picantes guindillas dragón—. No tengo hambre —dijo Arianne. Sus amigos estarían comiendo galletas secas y tasajo en la travesía hacia Rocagrís—. Llevaos esto y traedme al príncipe Doran.
Pero le dejaron la comida, y su padre no acudió. Tras un tiempo, el hambre debilitó su resolución, así que se sentó y comió.
Cuando terminó, se quedó sin nada que hacer. Recorrió la torre a zancadas dos veces, tres veces, nueve veces. Se sentó junto al tablero de
sitrang
y movió un elefante sin saber bien por qué. Se sentó junto a la ventana y trató de leer un libro, hasta que vio borrosas las palabras y se dio cuenta de que estaba llorando otra vez.
«Arys, mi amor, mi caballero blanco, ¿por qué lo hicisteis? Tendríais que haberos rendido. Intenté decíroslo, pero las palabras se me ahogaron en la garganta. Loco galante, no quería que murieseis, ni que Myrcella... Oh, por los dioses, pobre niña...»
Por fin volvió a meterse en el lecho de plumas. La habitación se había quedado a oscuras y no tenía nada más que hacer aparte de dormir.
«Alguien habló —pensó—. Alguien habló. —Garin, Drey y Sylva
Pintas
eran sus amigos desde la infancia; los quería tanto como a su prima Tyene. No podía creerse que la hubieran delatado... Pero eso sólo dejaba a Estrellaoscura, y si él era el traidor, ¿por qué había vuelto la espada contra la pobre Myrcella?—. Quería que la matáramos en vez de coronarla, eso dijo en Piedrafresca. Dijo que así obtendría la guerra que buscaba.» Pero no tenía sentido que Dayne fuera el traidor. Si Ser Gerold había sido el gusano de la manzana, ¿por qué había atacado a Myrcella?
«Alguien habló.» ¿Podría haber sido Ser Arys? ¿La culpa había ganado al deseo en el corazón del caballero blanco? ¿Había amado a Myrcella más que a ella, había traicionado a su nueva princesa para expiar la traición cometida contra la antigua? ¿Estaba tan avergonzado por lo que había hecho que se lanzó hacia la muerte en el Sangreverde por no tener que vivir para enfrentarse a la deshonra?
«Alguien habló.» Sabría quién cuando su padre fuera a verla. Pero el príncipe Doran tampoco llegó al día siguiente. Ni un día después. La princesa estaba sola; sólo podía pasear, llorar y lamentarse. Durante el día trataba de leer, pero los libros que le habían dejado eran mortalmente aburridos: pesados tratados de historia y geografía, mapas anotados, un viejo y polvoriento estudio que detallaba las leyes de Dorne,
La estrella de siete puntas
y
Vida de los Septones Supremos
, y un grueso tomo sobre dragones que hacía que parecieran tan interesantes como las salamandras. Arianne habría dado cualquier cosa por un ejemplar de
Diez mil barcos
o
Los amores de la reina Nymeria
, algo que la abstrajera de sus pensamientos y le permitiera escapar de la torre una o dos horas, pero no le habían concedido tales pasatiempos.
Desde el asiento de la ventana sólo tenía que mirar hacia fuera para ver más abajo la gran cúpula de oro y vidrieras de colores, desde donde su padre gobernaba.
«Pronto me mandará llamar», se dijo.
No permitían que recibiera más visitas que las de los criados: Bors, siempre mal afeitado; Timoth, tan alto y digno; las hermanas Morra y Mellei; la pequeña y menuda Cedra, y la vieja Belandra, que había sido doncella de su madre. Le llevaban la comida, le hacían la cama y le vaciaban el orinal de debajo del retrete, pero ninguno le dirigía la palabra. Si quería más vino, Timoth se lo llevaba; si se le antojaba alguna de sus comidas favoritas, como higos, aceitunas o pimientos rellenos de queso, sólo tenía que decírselo a Belandra y se lo servían. Morra y Mellei se llevaban su ropa sucia, y se la devolvían limpia y fresca. Un día sí y otro no le llevaban una bañera, y la menuda y tímida Cedra le enjabonaba la espalda y la ayudaba a cepillarse el cabello.
Pero nadie le decía nada, y nadie se dignaba contarle lo que sucedía en el mundo más allá de su jaula de piedra.
—¿Han capturado a Estrellaoscura? —le preguntó a Bors un día—. ¿Todavía lo están persiguiendo? —El hombre se limitó a darle la espalda y salir—. ¿Te has quedado sordo? —le espetó Arianne—. Vuelve aquí y respóndeme. ¡Te lo ordeno!
La única respuesta que obtuvo fue la de la puerta al cerrarse.
—Timoth —intentó otro día—, ¿qué ha sido de la princesa Myrcella? No quería que le sucediera nada. —Había visto por última vez a la otra princesa en el camino de Lanza del Sol. Myrcella, demasiado débil para montar, viajaba en una litera con la cabeza envuelta en vendas de seda allí donde Estrellaoscura la había herido, con los ojos verdes brillantes de fiebre—. Decidme que no ha muerto, os lo suplico. ¿Qué tiene de malo que sepa sólo eso? Decidme cómo está.
Timoth no habló.
—Belandra —dijo Arianne unos días después—, si alguna vez le tuviste cariño a mi señora madre, apiádate de su pobre hija y dime cuándo piensa venir a verme mi padre. Por favor, por favor.
Pero Belandra también se había quedado sin lengua.
«¿Así piensa torturarme mi padre? ¿Sin hierros ni potro, sólo con silencio? —Era tan propio de Doran Martell que Arianne no pudo por menos que reír—. Cree que está siendo sutil, cuando en realidad sólo es débil.»
Decidió disfrutar del silencio y emplear el tiempo en curarse y fortalecerse para lo que le esperaba.
Sabía que, por mucho que pensara en Ser Arys, no le serviría de nada. Lo que hizo fue obligarse a pensar en las Serpientes de Arena, sobre todo en Tyene. Arianne quería a todas sus primas bastardas, desde la arisca y temperamental Obara hasta la pequeña Loreza, la más joven, de tan sólo seis años. Pero Tyene siempre había sido su favorita, la hermana que nunca había tenido. La princesa tampoco había estado próxima a sus hermanos varones. Quentyn vivía lejos, en Palosanto, y Trystane era demasiado joven. No, siempre había estado con Tyene, y también con Garin, con Drey y con Sylva
Pintas
. A veces, Nym tomaba parte en sus juegos, y Sarella siempre trataba de meterse donde no la llamaban, pero por lo general, el grupo lo componían cinco. Chapoteaban en los estanques y en las fuentes de los Jardines del Agua, y organizaban batallas subidos unos a hombros de otros. Tyene y ella habían aprendido juntas a leer, a cabalgar, a bailar. Cuando tenían diez años, Arianne había robado una frasca de vino, y se habían emborrachado juntas. Compartían la comida, la cama y las joyas. También habrían compartido a su primer hombre, pero Drey estaba demasiado excitado y se derramó en los dedos de Tyene en cuanto le sacó el miembro de los calzones.
«Mi prima tiene unas manos peligrosas.» El recuerdo la hizo sonreír.
Cuanto más pensaba en sus primas, más las echaba de menos.
«Por lo que yo sé, podrían estar debajo de esta habitación.» Aquella noche se dedicó a dar golpecitos en el suelo con el tacón de la sandalia. Al no obtener respuesta, sacó medio cuerpo por la ventana y miró hacia abajo. Había otras ventanas, todas más pequeñas que la suya; algunas no eran más grandes que troneras.
—¡Tyene! —gritó—. ¿Estás ahí, Tyene? ¡Obara, Nym! ¿Me oís? ¡Ellaria! ¿Hay alguien? ¡TYENE!
La princesa se pasó la mitad de la noche asomada a la ventana y gritó hasta quedarse ronca, pero no obtuvo respuesta. Aquello la asustó de verdad. Si las Serpientes de Arena estuvieran prisioneras en la Torre de la Lanza, habrían oído sus gritos. ¿Por qué no respondían?
«Si mi padre les ha hecho algún daño, no se lo perdonaré jamás», se dijo.
Cuando se cumplieron quince días de cautiverio, su paciencia estaba ya al límite.
—Voy a hablar con mi padre de inmediato —le dijo a Bors con su voz más imperiosa—. Llévame ante él.
No la llevó ante él.
—Quiero ver al príncipe —le dijo a Timoth, que dio media vuelta como si no la hubiera oído.
A la mañana siguiente, Arianne estaba esperando junto a la puerta cuando se abrió. Pasó como un rayo al lado de Belandra y estampó contra la pared la fuente de huevos especiados, pero los guardias la capturaron antes de que se alejara tres pasos. También los conocía a ellos, pero se mostraron sordos a sus amenazas. Volvieron a meterla a rastras en la celda, mientras ella pataleaba y se debatía.
Decidió que tenía que mostrarse más sutil. Su mejor baza era la joven, inocente y crédula Cedra. La princesa recordaba que Garin alardeaba de haberse acostado con ella. La siguiente vez que la bañó empezó a hablarle de nimiedades mientras le enjabonaba los hombros.
—Ya sé que tienes orden de no hablar conmigo —le dijo—, pero nadie ha dicho que yo no pueda hablarte.
Charló sin parar del calor que hacía, de lo que había cenado la noche anterior y de la pobre Belandra, que cada vez parecía más lenta y rígida. El príncipe Oberyn había armado a todas sus hijas para que nunca estuvieran indefensas, pero Arianne Martell no tenía más arma que su astucia. Así que sonrió, desplegó todo su encanto y no le pidió nada a cambio a Cedra: ni una palabra ni un asentimiento.
Al día siguiente, mientras la muchacha le servía la cena, volvió a charlar con ella. En aquella ocasión mencionó de pasada a Garin. Al oír su nombre, Cedra alzó la vista con timidez y estuvo a punto de derramar el vino.
«Conque esas tenemos, ¿eh?», pensó Arianne.
La siguiente vez que la bañó, le habló de sus amigos prisioneros, principalmente de Garin.
—Tengo miedo sobre todo por él —le confió a la sirvienta—. Los huérfanos son espíritus libres; les gusta vagar por el mundo. Garin necesita luz y aire fresco. Si lo encierran en cualquier celda de piedra húmeda, ¿cómo sobrevivirá? No durará ni un año en Rocagrís.
Cedra no dijo nada, pero cuando Arianne salió del agua estaba muy pálida, y apretaba la esponja con tanta fuerza que el jabón goteaba en la alfombra myriense.
Aun así hicieron falta cuatro días y dos baños más para que se hiciera con la joven.
—Por favor —susurró al final Cedra después de que Arianne describiera una vívida imagen de Garin tirándose por la ventana de su celda para saborear la libertad una última vez antes de morir—. Tenéis que ayudarlo. Por favor, no lo dejéis morir.
—No puedo hacer nada estando aquí encerrada —respondió también en susurros—. Mi padre no quiere verme. La única que puede salvar a Garin eres tú. ¿Lo quieres?
—Sí —murmuró Cedra, sonrojada—. Pero ¿cómo puedo ayudar?
—Puedes llevarle una carta a quien yo te diga —respondió la princesa—. ¿Te atreves? ¿Correrías ese riesgo... por Garin?
Cedra tenía los ojos como platos. Asintió.
«Ya tengo un cuervo —pensó Arianne, triunfante—. Pero ¿a quién se lo envío? —El único conspirador que había escapado era Estrellaoscura, pero a aquellas alturas, también podía estar prisionero; si no, sin duda había huido de Dorne. Luego pensó en la madre de Garin y en los huérfanos del Sangreverde—. No, no me sirven. Tiene que ser alguien con verdadero poder, alguien que no formara parte de nuestra intriga, pero con motivos para simpatizar con nosotros. —Se le pasó por la cabeza recurrir a su madre, pero Lady Mellario estaba muy lejos, en Norvos. Además, hacía muchos años que el príncipe Doran no escuchaba a su señora esposa—. No, ella tampoco me sirve. Me hace falta un señor, un señor suficientemente poderoso para que mi padre se acobarde y me libere.»
El más poderoso de los señores dornienses era Anders Yronwood,
el Sangre Regia
, señor de Palosanto y Guardián del Camino Pedregoso, pero Arianne sabía que no obtendría ayuda del hombre que había tenido como pupilo a su hermano Quentyn. «No.» El hermano de Drey, Ser Deziel Dalt, había aspirado en su momento a casarse con ella, pero era demasiado obediente y respetuoso para enfrentarse a su príncipe. Además, aunque el Caballero de Limonar podría intimidar a algún señor menor, no tenía capacidad para hacer cambiar de opinión al príncipe de Dorne. «No.» Lo mismo se podía decir del padre de Sylva
Pintas
. «No.» Arianne decidió por fin que únicamente le quedaban dos posibilidades reales: Harmen Uller, señor de Sotoinferno, y Franklyn Fowler, señor de Dominio del Cielo y Guardián del Paso del Príncipe.
Decía un dicho: «La mitad de los Uller están medio locos, y la otra mitad es peor». Ellaria Arena era hija natural de Lord Harmen. La habían encerrado junto con sus pequeñas y las demás Serpientes de Arena. Eso debía de haber suscitado la ira de Lord Harmen, y los Uller eran peligrosos cuando se enfadaban.
«Tal vez demasiado peligrosos.» La princesa no quería poner más vidas en peligro.
Quizá Lord Fowler fuera una elección más segura. Lo llamaban el Viejo Halcón. Nunca se había llevado bien con Anders Yronwood; los resentimientos entre sus Casas se remontaban a un milenio atrás, hasta los tiempos en que los Fowler habían elegido a Martell en lugar de Yronwood durante la guerra de Nymeria. Las gemelas Fowler también eran amigas de Lady Nym, pero ¿hasta qué punto pesaría aquello sobre el Viejo Halcón?
Arianne dudó varios días mientras redactaba su carta secreta. «Entregadle cien venados de plata a quien os lleve esto», empezaba. Así se aseguraría de que el mensaje llegara a su destino. Luego escribía dónde estaba y suplicaba que la rescataran. «Cuando tenga que contraer matrimonio, no olvidaré a quien me saque de esta celda.»
«Eso hará que los héroes se pongan en marcha.» A menos que el príncipe Doran la hubiera desheredado, seguía siendo la sucesora legítima de Lanza del Sol. El hombre que se casara con ella gobernaría Dorne a su lado algún día. Arianne sólo podía rezar por que su salvador fuera más joven que los barbablancas que le había ofrecido su padre durante años.
—Quiero un consorte con dientes —le dijo cuando rechazó al último.
No se atrevió a pedir pergamino para no despertar sospechas entre los carceleros, así que escribió la misiva bajo el texto de una página arrancada de
La estrella de siete puntas
, y cuando volvió a tocarle baño, se la puso a Cedra en la mano.
—Cerca de la Puerta Triple hay un lugar donde se abastecen las caravanas antes de cruzar el mar de arena —le dijo Arianne—. Busca a algún viajero que vaya al Paso del Príncipe y prométele un centenar de venados de plata si le entrega esto en mano a Lord Fowler.