Pasaron más días. Lord Emmon reunió en el patio a todo Aguasdulces, tanto a la gente de Lord Edmure como a la suya, y durante casi tres horas les habló de lo que esperaba de ellos tras haberse convertido en su amo y señor. De cuando en cuando agitaba el pergamino, mientras mozos de cuadra, sirvientas y herreros escuchaban en silencio hosco, y una lluvia ligera los empapaba.
El bardo que Jaime había arrebatado a Ser Ryman Frey también escuchaba. Jaime se reunió con él tras una puerta abierta. Allí, al menos, no se mojaba.
—Su señoría debería haber sido bardo —comentó el hombre—. Tiene más palabrería que una balada marqueña, y me parece que no se para a respirar.
Jaime no pudo contener una carcajada.
—Mientras pueda masticar, Lord Emmon no necesita respirar. ¿Vas a componer una canción que lo cuente?
—Una balada cómica. Puedo titularla «Hablar a los peces».
—Más vale que no la cantes donde te pueda oír mi tía.
Jaime no se había fijado demasiado en él. Era un tipo menudo, ataviado con calzones verdes harapientos y una túnica de color verde más claro un tanto desgastada, con parches de cuero marrón en los agujeros. Tenía la nariz larga y afilada, y la sonrisa, amplia. El fino cabello castaño, sucio y enmarañado, le llegaba hasta el cuello.
«Tiene cincuenta años como mínimo —pensó Jaime— con una lira de mala calidad y maltratado por la vida.»
—¿No estabas al servicio de Ser Ryman cuando te encontré? —preguntó.
—Sólo llevaba quince días con él.
—Creía que partirías con los Frey.
—Ese de ahí es un Frey —comentó el bardo haciendo un gesto en dirección a Lord Emmon—, y este castillo parece cómodo para pasar el invierno. Wat
Sonrisablanca
se fue con Ser Forley, así que pensé que podría ocupar su lugar. Wat tiene una voz aguda y melosa con la que no puedo rivalizar, pero yo me sé el doble de canciones picantes que él. Con vuestro perdón, mi señor.
—Te llevarás de maravilla con mi tía —dijo Jaime—. Si quieres pasar el invierno aquí, procura que tus canciones complazcan a Lady Genna. Ella es quien manda.
—¿No sois vos?
—Mi lugar está con el rey. No me quedaré mucho tiempo.
—Lo siento, mi señor. Me sé canciones mejores que «Las lluvias de Castamere». Os podría haber cantado... Uf, todo tipo de cosas.
—Tal vez en otro momento —respondió Jaime—. ¿Cómo te llamas?
—Tom de Sietecauces, si a mi señor le parece bien. —El hombre se quitó la gorra—. Pero todo el mundo me llama Tom Siete.
—Canta bien, Tom Siete.
Aquella noche soñó que estaba aún en el Gran Septo de Baelor, todavía velando el cadáver de su señor padre. El septo estaba oscuro y silencioso, hasta que una mujer salió de entre las sombras y caminó muy despacio hacia el féretro.
—¿Hermana? —llamó.
Pero no era Cersei. Se trataba de una hermana silenciosa, toda de gris. La capucha le ocultaba el rostro, pero Jaime veía la danza de las velas en los estanques verdes de sus ojos.
—Hermana —dijo—, ¿qué quieres de mí?
La última palabra resonó por todo el septo,
mimimimimimimimimimimimimimí
.
—No soy tu hermana, Jaime. —Alzó una mano pálida y suave, y se echó la capucha hacia atrás—. ¿Me has olvidado?
«¿Cómo voy a olvidar a alguien a quien no he conocido?»
Las palabras se le atravesaron en la garganta. La había conocido, pero hacía tanto, tanto tiempo...
—¿También vas a olvidar a tu señor padre? Aunque dudo que lo conocieras de verdad. —Tenía los ojos verdes y el cabello de oro hilado. No habría sabido decir cuántos años tenía. «Quince, o tal vez cincuenta.» La mujer subió por los peldaños que llevaban al féretro—. No soportaba que se rieran de él. Era lo que más odiaba en el mundo.
—¿Quién eres? —Quería oírselo decir.
—Deberías preguntarte quién eres tú.
—Esto es un sueño.
—¿Tú crees? —Le sonrió con tristeza—. Cuéntate las manos, pequeño.
«Una.» Una única mano cerrada en torno a la empuñadura de la espada. Sólo una.
—En mis sueños siempre tengo dos manos.
Levantó el brazo y contempló con incomprensión la fealdad del muñón.
—Todos soñamos con cosas que no podemos tener. Tywin soñaba que su hijo sería un gran caballero, que su hija sería reina. Soñaba que serían tan valerosos, fuertes y hermosos que nadie se reiría de ellos jamás.
—Soy un caballero —le dijo—. Y Cersei es la reina.
Una lágrima rodó por la mejilla de la mujer. Volvió a cubrirse con la capucha, y le dio la espalda. Jaime la llamó, pero ya se alejaba de él; sus faldas susurraban al rozar el suelo.
«No me dejes», habría querido rogarle, pero por supuesto, hacía mucho que lo había dejado.
Se despertó temblando en la oscuridad. La habitación se había tornado fría como el hielo. Jaime apartó las mantas con el muñón de la mano de la espada. Vio que el fuego de la chimenea se había consumido y que el viento había abierto la ventana. Cruzó la estancia a oscuras para cerrar los postigos, pero cuando llegó, su pie descalzo pisó algo húmedo. Se sobresaltó durante un momento y dio un paso atrás. Lo primero que pensó fue que se trataba de sangre, pero la sangre jamás estaba tan fría.
Era nieve, que se colaba por la ventana.
En vez de cerrar los postigos los abrió de par en par. Abajo, el patio estaba cubierto por un fino manto blanco que se iba espesando ante sus ojos. Las almenas de los muros lucían capuchas blancas. Los copos caían silenciosos, y unos pocos entraron por la ventana para ir a derretirse en su rostro. Jaime se veía el aliento.
«Nieve en las tierras de los ríos. —Si estaba nevando allí, quizá nevara también en Lannisport, y en Desembarco del Rey—. El viento avanza hacia el sur, y tenemos vacía la mitad de los graneros.» Podían dar por perdidos todos los cultivos que aún no hubieran recogido. Adiós a las esperanzas de una última cosecha. Se descubrió preguntándose qué haría su padre para alimentar al reino, antes de recordar que había muerto.
Al amanecer, la nieve llegaba ya a la altura de los tobillos; era aún más espesa en el bosque de dioses, donde los vientos la habían acumulado bajo los árboles. Escuderos, mozos de cuadra y pajes de noble cuna volvieron a ser niños bajo su frío hechizo blanco, y organizaron una guerra de bolas de nieve en los patios y a lo largo de las almenas. Jaime oyó sus risas. Hubo un tiempo, no hacía tanto, en que habría salido con ellos a hacer bolas de nieve para tirárselas a Tyrion cuando se acercara con sus andares de pato, o para metérselas por el vestido a Cersei.
«Pero para hacer una buena bola de nieve hay que tener dos manos.»
Llamaron a su puerta.
—Ve a ver quién es, Peck.
Se trataba de Vyman, el antiguo maestre de Aguasdulces, con un mensaje en la mano arrugada. Su rostro estaba tan pálido como la nieve recién caída.
—Ya lo sé —dijo Jaime—. Habéis recibido un cuervo blanco de la Ciudadela. Ha llegado el invierno.
—No, mi señor. El pájaro viene de Desembarco del Rey. Me tomé la libertad... No sabía... —Le tendió la carta.
Jaime la leyó en el asiento de la ventana, a la luz blanca y fría de la mañana invernal. Las palabras de Qyburn eran escuetas y precisas; las de Cersei, febriles y enardecidas.
«Vuelve ahora mismo —le decía—. Ayúdame. Sálvame. Te necesito como no te había necesitado jamás. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Vuelve ahora mismo.»
Vyman se había quedado junto a la puerta, a la espera, y Jaime también sentía clavada la mirada de Peck.
—¿Mi señor desea enviar una respuesta? —preguntó el maestre tras un largo silencio.
Un copo de nieve se posó en la carta. Cuando se derritió, la tinta empezó a emborronarse. Jaime volvió a enrollar el pergamino tanto como pudo con una sola mano, y se lo tendió a Peck.
—No —dijo—. Tira esto al fuego.
La última parte del viaje era la más peligrosa. Los estrechos del Tinto eran un hervidero de barcoluengos, tal como les habían advertido en Tyrosh. Con el grueso de la flota del Rejo al otro lado de Poniente, los hombres del hierro habían saqueado Puerto Ryam, se habían apoderado de Villaparra y de Puerto Estrella de Mar, y los utilizaban como base desde donde atacar a las naves que se dirigían a Antigua.
El vigía avistó tres barcoluengos. Dos estaban a popa, a buena distancia, y la
Viento Canela
no tardó en alejarse de ellos. El tercero apareció al filo del anochecer para cortarles el camino hacia el Canal de los Susurros. Cuando vio subir y bajar los remos, dejando estelas blancas en las aguas cobrizas, Kojja Mo envió a sus arqueros a los castillos con sus grandes arcos de aurocorazón, que podían lanzar una flecha aún más lejos y con más precisión que los de tejo dorniense. Esperó hasta que el barcoluengo estuvo a doscientos pasos antes de dar la orden de disparar. Sam también disparó, y en aquella ocasión, le pareció que su flecha llegaba al otro barco. Bastó con una andanada para que el barcoluengo virase hacia el sur en busca de presas más dóciles.
El anochecer era ya azul oscuro cuando entraron en el Canal de los Susurros. Elí estaba en la proa con el bebé, contemplando el castillo que se alzaba en los acantilados.
—Tres Torres —le dijo Sam—. El asentamiento de la Casa Costayne.
El castillo se recortaba contra las estrellas, y en sus ventanas titilaba la luz de las antorchas. Era un espectáculo espléndido, pero lo entristeció. El viaje tocaba a su fin.
—Es muy alto —comentó Elí.
—Pues ya verás el Faro de Hightower.
El bebé de Dalla empezó a llorar. Elí se abrió la túnica para darle el pecho al niño. Sonrió mientras lo amamantaba, y le acarició el suave pelo castaño.
«Ha terminado por querer a este tanto como al que dejó atrás», comprendió Sam.
Rezaba a los dioses para que fueran bondadosos con las dos criaturas.
Los hombres del hierro se habían adentrado incluso en las aguas resguardadas del Canal de los Susurros. Cuando llegó la mañana, mientras la
Viento Canela
se dirigía hacia Antigua, el casco empezó a tropezar con cadáveres que flotaban a la deriva. Había cuervos posados en algunos, y emprendían el vuelo entre graznidos de protesta cuando la nave cisne perturbaba sus grotescas almadías. En las orillas se divisaban campos carbonizados y aldeas quemadas, y en los bajíos y bancos de arena había barcos destrozados. Los más comunes eran los botes de pescadores y los barcos mercantes, pero también vieron barcoluengos abandonados, y los restos de dos grandes dromones. Uno había ardido hasta la línea de flotación, mientras que el otro tenía un enorme agujero en el casco; saltaba a la vista que lo habían embestido.
—Aquí batalla —dijo Xhondo—. No mucho tiempo.
—¿Quién puede haber cometido la temeridad de lanzar un ataque tan cerca de Antigua?
Xhondo señaló un barcoluengo semihundido en las aguas bajas. De su popa colgaban los restos de un estandarte desgarrado y manchado de humo. Sam no había visto nunca aquellos blasones: un ojo rojo con la pupila negra bajo una corona de hierro negro sostenida por dos cuervos.
—¿De quién es ese estandarte? —preguntó.
Xhondo se encogió de hombros.
El día siguiente amaneció frío y nublado. Cuando la
Viento Canela
pasaba ante otra aldea de pescadores saqueada, una galera de guerra salió de la niebla y avanzó hacia ellos. Se llamaba
Cazadora
; llevaba el nombre escrito tras un mascarón de proa en forma de esbelta doncella vestida con hojas que blandía una lanza. Al instante aparecieron otras dos galeras, una a cada lado, como un par de sabuesos que siguieran a su amo. Para alivio de Sam, llevaban el estandarte del rey Tommen, el venado y el león, encima de la torre blanca escalonada de Antigua con su corona llameante.
El capitán de la
Cazadora
era un hombre alto que vestía una capa color gris humo con un ribete de llamas de seda roja. Emparejó su galera con la
Viento Canela
, ordenó que alzaran los remos y gritó que iba a subir a bordo. Mientras sus ballesteros y los arqueros de Kojja Mo se miraban a distancia, él cruzó con media docena de caballeros, saludó a Quhuru Mo con un gesto de la cabeza y solicitó ver sus bodegas. Padre e hija debatieron en privado unos segundos y después accedieron.
—Disculpad —dijo el capitán tras la inspección—. Lamento que las personas honradas reciban un trato tan descortés, pero hay que evitar a toda costa que los hombres del hierro entren en Antigua. Hace apenas quince días, esos cabrones de mierda capturaron un barco mercante tyroshi en los estrechos. Mataron a la tripulación, se pusieron su ropa y usaron los tintes que llevaban para teñirse la barba de medio centenar de colores. Tenían intención de prender fuego al puerto en cuanto entraran y abrir una puerta desde dentro mientras combatíamos el fuego. Les habría salido bien, pero se tropezaron con la
Dama de la Torre
, y la esposa de su jefe de remeros es tyroshi. Cuando vio tantas barbas moradas y verdes los saludó en la lengua de Tyrosh, y ninguno supo responder.
Sam estaba escandalizado.
—¡No es posible que pretendan saquear Antigua!
—No eran simples saqueadores. —El capitán de la
Cazadora
lo miró con curiosidad—. Los hombres del hierro siempre se han dedicado al saqueo. Atacan de repente por mar, cogen un poco de oro y unas cuantas muchachas y se marchan, pero rara vez llegan más de dos barcoluengos, y nunca más de media docena. Ahora nos están atacando con cientos de naves; salen de las islas Escudo y de varias rocas situadas en torno al Rejo. Han tomado el islote Cangrejo de Piedra, la isla de los Cerdos y el Palacio de la Sirena, y también tienen guaridas en Roca Herradura y en Cuna del Bastardo. Sin la flota de Lord Redwyne, no tenemos suficientes barcos para enfrentarnos a ellos.
—¿Y qué hace Lord Hightower? —preguntó Sam—. Mi padre decía siempre que era tan rico como los Lannister, que podía reunir el triple de espadas que ningún otro banderizo de Altojardín.
—Y más si barre los adoquines —replicó el capitán—, pero las espadas no sirven de nada contra los hombres del hierro, a menos que quienes las esgrimen puedan andar por el agua.
—¡Hightower tiene que estar haciendo algo!
—Desde luego. Lord Leyton se ha encerrado en lo alto de su torre con la Doncella Loca para consultar libros de hechizos. Puede que consiga levantar un ejército de ultratumba. O no. Baelor está construyendo galeras; Gunthor se ha hecho cargo del puerto; Garth está entrenando nuevos reclutas, y Humfrey ha viajado a Lys para contratar barcos mercenarios. Si consigue arrancarle una flota como es debido a la puta de su hermana, les daremos a los hombres del hierro su propia medicina. Hasta entonces, lo mejor que podemos hacer es vigilar el estrecho y esperar a que la zorra de la reina de Desembarco del Rey le suelte la correa a Lord Paxter.