Festín de cuervos (118 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

—Tal vez sea inocente.

—No. Las septas la han examinado y juran que su virginidad está rota. Ha bebido el té de la luna para matar en su vientre el fruto de los fornicios. Un caballero ha jurado sobre su espada que ha tenido relaciones carnales con ella y con dos de sus tres primas. Dice que hay otros que han yacido con ella y menciona a muchos hombres, tanto nobles como humildes.

—Mis capas doradas los han llevado a todos a las mazmorras —le aseguró Cersei—. Por ahora sólo se ha interrogado a uno, al cantor que se hace llamar Bardo Azul. Dijo cosas muy perturbadoras. Pese a todo, rezo por que la inocencia de mi nuera se demuestre en el juicio. —Titubeó—. Tommen quiere mucho a su pequeña reina, Santidad, y creo que a él y a sus señores les costaría mucho juzgarla con justicia. Tal vez la Fe deba encargarse del juicio...

El Gorrión Supremo juntó los dedos flacos.

—Lo mismo había pensado yo, Alteza. Maegor
el Cruel
nos quitó las espadas, y Jaehaerys
el Conciliador
nos privó de la balanza del juicio, pero ¿quién puede juzgar a una reina sino los Siete desde los cielos y quienes los sirven aquí? Un tribunal sagrado de siete jueces se ocupará de este caso. Tres de ellos serán mujeres: una doncella, una madre y una vieja. ¿Puede haber alguien más adecuado para juzgar la maldad de las mujeres?

—Eso sería lo mejor. Pero claro, Margaery puede exigir que su culpabilidad o su inocencia se determine por combate. En tal caso, su campeón tendría que ser uno de los Siete de Tommen.

—Los caballeros de la Guardia Real han sido los campeones del rey y la reina desde tiempos de Aegon
el Conquistador
. En ese aspecto, la Corona y la Fe hablan con una sola voz.

Cersei se tapó la cara con las manos, como para ocultar su dolor. Cuando volvió a alzar la cabeza, una lágrima le brillaba en un ojo.

—Sin duda es un día aciago —dijo—, pero me alegra ver que estamos de acuerdo. Si Tommen estuviera aquí, os daría las gracias. Tenemos que buscar la verdad juntos, vos y yo.

—Así será.

—Tengo que volver al castillo. Con vuestro permiso, me llevaré a Osney Kettleblack. El Consejo Privado quiere interrogarlo y escuchar las acusaciones de su propia boca.

—No —replicó el Septón Supremo.

Fue sólo una palabra, una palabra breve, pero para Cersei fue como si le hubieran tirado un cubo de agua helada a la cara. Parpadeó; su seguridad se tambaleó durante un instante.

—Ser Osney estará bien custodiado, os lo garantizo.

—Ya está bien custodiado aquí. Venid; os lo enseñaré.

Cersei sentía los ojos de los Siete clavados en ella, ojos de jade, malaquita y ónice, y sintió un escalofrío repentino, gélido como el hielo.

«Soy la reina —se dijo—. Soy la hija de Lord Tywin.»

Lo siguió de mala gana. Ser Osney no estaba muy lejos. La cámara estaba oscura y tenía una puerta pesada, de hierro. El Septón Supremo sacó la llave que la abría y cogió una antorcha de la pared para iluminar el interior.

—Vos primero, Alteza.

En el interior, Osney Kettleblack colgaba del techo, de un par de cadenas de hierro. Lo habían azotado. Tenía la espalda y los hombros casi en carne viva, y las marcas del látigo le cruzaban también las piernas y las nalgas.

La Reina casi no pudo ni mirarlo. Se volvió hacia el Septón Supremo.

—¿Qué habéis hecho?

—Buscar encarecidamente la verdad.

—Os dijo la verdad. Acudió a vos por su propia voluntad y confesó sus pecados.

—Sí. Eso hizo. He escuchado muchas confesiones, Alteza, y nunca había oído a nadie tan satisfecho de ser culpable.

—¡Lo habéis azotado!

—No hay expiación sin dolor. Como le dije a Ser Osney, todo hombre debería probar el látigo. Pocas veces me siento más cerca de los dioses que cuando me azoto por mi maldad, aunque mis pecados más oscuros no son tan negros como los suyos.

—P-pero... —Tartamudeó—. Predicáis la misericordia de la Madre...

—Ser Osney probará su dulce leche en la otra vida. Tal como está escrito en
La estrella de siete puntas
, todos los pecados se pueden perdonar, pero ningún crimen debe quedar sin castigo. Osney Kettleblack es culpable de traición y asesinato, y el precio de la traición es la muerte.

«No es más que un sacerdote, no puede hacer esto.»

—La Fe no puede condenar a muerte a nadie, sea cual sea el delito.

—Sea cual sea el delito. —El Septón Supremo repitió las palabras con lentitud, sopesándolas—. Es curioso que digáis eso, Alteza, porque cuanto más diligentes éramos en la aplicación del látigo, más parecían cambiar los delitos de Ser Osney. Ahora quiere hacernos creer que nunca tocó a Margaery Tyrell. ¿No es así, Ser Osney?

Osney Kettleblack abrió los ojos. Al ver a la Reina ante él, se pasó la lengua por los labios hinchados.

—El Muro —dijo—. Me prometisteis el Muro.

—Está loco —dijo Cersei—. Lo habéis hecho enloquecer.

—Ser Osney Kettleblack —preguntó el Septón Supremo con voz firme—, ¿tuvisteis relación carnal con la Reina?

—Sí. —Las cadenas tintinearon cuando Osney se retorció—. Con esta. Esta es la reina a la que me follé, la que me envió a matar al viejo Septón Supremo. Nunca había guardias. Sólo tuve que venir mientras dormía y ponerle una almohada en la cara.

Cersei dio media vuelta y echó a correr.

El Septón Supremo intentó agarrarla, pero era un gorrión viejo, mientras que ella era una leona de la Roca. Lo apartó de un empujón, salió por la puerta y la cerró de golpe.

«Los Kettleblack, necesito a los Kettleblack. Mandaré a Osfryd con los capas doradas, y también a Osmund con la Guardia Real. Osney volverá a negarlo todo en cuanto lo suelten; me libraré de este Septón Supremo, igual que del anterior.»

Las cuatro septas viejas le bloqueaban el paso y la agarraron con manos arrugadas. Derribó a una de un empujón, arañó a otra en la cara y consiguió llegar a las escaleras. A medio camino se acordó de Taena Merryweather y se detuvo, jadeante.

«Los Siete me amparen. Taena lo sabe todo. Si la cogen también a ella y la azotan...»

Consiguió llegar corriendo hasta el septo, pero no más allá. Allí la aguardaban las mujeres, más septas y también hermanas silenciosas, más jóvenes que las brujas de abajo.

—¡Soy la reina! —les gritó al tiempo que retrocedía—. ¡Os haré decapitar, os cortaré la cabeza a todas! ¡Dejadme pasar!

En vez de obedecer, intentaron agarrarla. Cersei corrió hacia el altar de la Madre, pero allí la atraparon; eran una veintena, y la arrastraron mientras pataleaba por las escaleras de la torre. Dentro de la celda, tres hermanas silenciosas la sujetaron mientras una septa llamada Scolera la desnudaba. Le quitó hasta la ropa interior. Otra septa le tiró un vestido sencillo de lana basta.

—¡No podéis hacerme esto! —siguió gritando la Reina—. ¡Soy una Lannister, soltadme, mi hermano os matará, Jaime os rajará del coño a la garganta, soltadme! ¡Soy la reina!

—La reina debería rezar —dijo la Septa Scolera antes de dejarla desnuda en la celda helada.

Ella no era la dócil Margaery Tyrell; no se pondría el vestido ni se sometería al cautiverio.

«Les enseñaré qué significa meter un león en una jaula», pensó Cersei.

Desgarró el vestido, lo hizo mil pedazos, cogió el jarro de la jofaina y lo estrelló contra la pared, y luego hizo lo mismo con el orinal. Al ver que nadie acudía, empezó a golpear la puerta con los puños. Su escolta estaba abajo, en la plaza: diez guardias de la Casa Lannister y Ser Boros Blount.

«Cuando me oigan, vendrán a liberarme; cargaremos de cadenas al condenado Gorrión Supremo y lo llevaremos a rastras a la Fortaleza Roja.»

Gritó, pataleó y aulló ante la puerta y ante la ventana hasta que tuvo la garganta en carne viva. Nadie respondió a los gritos; nadie acudió en su rescate. La celda empezó a oscurecerse. Cada vez hacía más frío. Cersei empezó a tiritar.

«¿Cómo pueden dejarme así, sin siquiera un fuego? ¡Soy su reina!»

Empezaba a lamentar haber hecho pedazos el vestido. En el jergón de la esquina había una manta desgastada y fina de lana marrón. Era basta y raspaba, pero no tenía nada más. Cersei se acurrucó bajo ella para dejar de tiritar, y no tardó en dormirse, agotada.

Lo siguiente que supo fue que una mano la sacudía. Dentro de la celda, la oscuridad era absoluta; una mujer fea y corpulenta se había arrodillado junto a ella con una vela en la mano.

—¿Quién eres? —quiso saber la Reina—. ¿Has venido a liberarme?

—Soy la septa Unella. He venido escuchar la confesión de vuestros asesinatos y fornicios.

Cersei le apartó la mano de un golpe.

—Esto te costará la cabeza. No te atrevas a tocarme. ¡Fuera de aquí!

La mujer se levantó.

—Volveré dentro de una hora, Alteza. Tal vez entonces estéis preparada para confesar.

Una hora, y otra, y otra. Así transcurrió la noche más larga de la vida de Cersei Lannister, con la única excepción de la del día de la boda de Joffrey. Tenía la garganta tan irritada por los gritos que apenas podía tragar. La celda era gélida. Había destrozado el orinal, de modo que tuvo que acuclillarse en un rincón para hacer aguas menores y ver como corrían en un reguero por el suelo. Cada vez que cerraba los ojos, Unella volvía a aparecer ante ella para sacudirla y preguntarle si quería confesar sus pecados.

El día no llegó acompañado de alivio alguno. Mientras salía el sol, la Septa Moelle le llevó un cuenco de unas gachas grises y aguadas. Cersei se lo tiró a la cara. Pero cuando le llevaron otro jarro de agua, tenía tanta sed que no le quedó más remedio que beber. Le llevaron otro vestido gris y fino que apestaba a moho, y se lo puso para cubrir su desnudez. Y aquella tarde, cuando volvió Moelle, se comió el pan y el pescado, y exigió que le llevaran vino. El vino no llegó, pero sí la septa Unella, que la visitaba cada hora para preguntar si estaba lista para confesar.

«¿Qué puede estar pasando? —se preguntó Cersei cuando la diminuta porción de cielo que veía por la ventana empezó a oscurecerse otra vez—. ¿Por qué no ha venido nadie a sacarme de aquí? —No podía creer que los Kettleblack hubieran dejado abandonado a su hermano. ¿Y qué estaría haciendo su consejo?—. Cobardes, traidores. Cuando salga de aquí, los mandaré decapitar a todos y buscaré hombres de más valía que ocupen su lugar.»

Aquel día oyó gritos en tres ocasiones; era la chusma de la plaza, pero el nombre que gritaban era el de Margaery, no el suyo.

Estaba a punto de amanecer el segundo día. Cersei lamía los últimos restos de gachas del cuenco cuando la puerta de su celda se abrió inesperadamente para dejar paso a Lord Qyburn. Tuvo que recurrir a todo su autodominio para no echarse en sus brazos.

—Qyburn —susurró—. Oh, dioses, cuánto me alegro de veros. Llevadme a casa.

—No me lo permiten. Os van a juzgar ante un tribunal sagrado de siete jueces, por asesinato, traición y fornicio.

Cersei estaba tan agotada que, al principio, no entendió qué le decía.

—Tommen. Habladme de mi hijo. ¿Sigue siendo el rey?

—Sí, Alteza. Está sano y salvo, tras los muros del Torreón de Maegor, protegido por la Guardia Real. Pero se siente solo. Tiene miedo. Pregunta por vos y por la pequeña reina. Por ahora nadie le ha hablado de vuestras... Vuestras...

—¿Dificultades? —sugirió—. ¿Qué pasa con Margaery?

—También la van a juzgar, el mismo tribunal que a vos. Entregué al Bardo Azul al Septón Supremo, como ordenó Vuestra Alteza. Ya lo tienen aquí, en las mazmorras. Mis informantes me dicen que lo están azotando, pero hasta ahora sólo ha cantado la dulce canción que le enseñamos.

«La dulce canción.» Tenía la cabeza embotada por la falta de sueño. «Wat, su verdadero nombre es Wat.» Si los dioses eran bondadosos, Wat moriría a causa de los latigazos, y Margaery se quedaría sin manera de refutar su testimonio.

—¿Dónde están mis caballeros? Ser Osfryd... El Septón Supremo pretende matar a su hermano Osney; sus capas doradas tienen que...

—Osfryd Kettleblack ya no está al mando de la Guardia de la Ciudad. El Rey lo ha depuesto y ha elegido en su lugar al capitán de la puerta del Dragón, un tal Humfrey Mares.

Cersei estaba agotada, y nada de aquello tenía sentido. ¿Por qué iba a hacer Tommen semejante cosa?

—El chico no tiene la culpa. Cuando el consejo le pone un decreto delante, él lo firma y le estampa el sello.

—Mi consejo... ¿Quién? ¿Quién iba a hacer eso? Vos no...

—Por desgracia, me han echado del consejo, aunque de momento me permiten seguir trabajando con los pajaritos del eunuco. En estos momentos, Harys Swyft y el Gran Maestre Pycelle gobiernan el reino. Han enviado un cuervo a Roca Casterly para invitar a vuestro tío a volver de inmediato a la corte y asumir la regencia. Si piensa aceptar, más vale que se dé prisa. Mace Tyrell ha interrumpido el asedio de Bastión de Tormentas y viene hacia la ciudad con un ejército, y Randyll Tarly también está bajando de Poza de la Doncella.

—¿Lord Merryweather aprueba todo esto?

—Merryweather ha renunciado a su sillón en el consejo y ha escapado a Granmesa con su esposa, que fue quien nos transmitió la noticia de las... acusaciones... que había contra vos.

—Así que han soltado a Taena. —Era lo mejor que oía desde el «no» del Gorrión Supremo. Taena podría haber sido su perdición—. ¿Qué pasa con Lord Mares? Sus barcos... Si desembarca a todos sus tripulantes, tendrá suficientes hombres para...

—En cuanto llegó al río la noticia de los actuales apuros de Vuestra Alteza, Lord Mares izó las velas, retiró los remos y se llevó su flota a mar abierto. Ser Harys teme que pretenda unirse a Lord Stannis. Pycelle cree que se dirige a los Peldaños de Piedra para hacerse pirata.

—Mis hermosos dromones... —Cersei estuvo a punto de echarse a reír—. Mi señor padre decía siempre que los bastardos son traicioneros por naturaleza. Ojalá le hubiera hecho caso. —Se estremeció—. Estoy perdida, Qyburn.

—No. —Le cogió una mano—. Aún queda esperanza. Vuestra Alteza tiene derecho a demostrar su inocencia con un combate. Vuestro campeón está preparado, mi reina. No hay hombre en los Siete Reinos que pueda enfrentarse a él. Basta con que deis la orden...

Fue incapaz de seguir conteniendo la risa. Aquello era tan divertido, tan horriblemente divertido...

—A los dioses les gusta burlarse de nuestros planes y esperanzas. Tengo un campeón al que no podría derrotar ningún hombre, pero se me prohíbe utilizarlo. Soy la reina, Qyburn. Sólo un Hermano Juramentado de la Guardia Real puede defender mi honor.

Other books

In Springdale Town by Robert Freeman Wexler
The Day We Went to War by Terry Charman
Evidence of Desire: Hero Series 3 by Monique Lamont, Yvette Hines
Junkie Love by Phil Shoenfelt
Jericho by George Fetherling
What a Rogue Desires by Linden, Caroline
Rivers of Gold by Adam Dunn
Winter's Torment by Katie Wyatt