Festín de cuervos (117 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

«Porque estás a salvo —habría querido decirle—. Porque nunca te pasará nada malo.»

—Te equivocas. El león no llora nunca. —Ya tendría tiempo más tarde para hablarle de Margaery y sus primas—. Traigo unas órdenes que tienes que firmar.

Para no alterarlo, la Reina había dejado en blanco los espacios para los nombres en las órdenes de detención. Tommen las firmó tal como estaban y, como siempre, estampó el sello contra el lacre caliente con toda alegría. Después, Cersei lo mandó salir con Jocelyn Swyft.

Ser Osfryd Kettleblack llegó mientras se estaba secando la tinta. La Reina había escrito los nombres: Ser Tallad
el Tallo
, Jalabhar Xho, Hamish
el Arpista
, Hugh Clifton, Mark Mullendore, Bayard Norcross, Lambert Turnberry, Horas Redwyne, Hobber Redwyne y cierto patán, un tal Wat que se hacía llamar Bardo Azul.

—Son muchos. —Ser Osfryd examinó las órdenes, contemplando las palabras con tanta desconfianza como si fueran cucarachas que se arrastraran por el pergamino; ningún Kettleblack sabía leer.

—Diez. Y tenéis seiscientos capas doradas; más que suficientes para detener a diez, creo yo. Los más astutos habrán huido, si les ha llegado el rumor a tiempo. No tiene importancia: su ausencia hará que parezcan mucho más culpables. Ser Tallad es un zoquete; puede que oponga resistencia. Aseguraos de que no muere antes de confesar, y no les hagáis ningún daño a los demás. Tal vez algunos sean inocentes.

Era importante que se supiera que la acusación contra los gemelos Redwyne era falsa. Aquello demostraría que el juicio de los demás era justo.

—Los tendremos a todos antes de que el sol llegue a su cénit, Alteza. —Ser Osfryd titubeó—. Se está congregando una multitud ante las puertas del septo de Baelor.

—¿Qué clase de multitud? —Desconfiaba de todo lo inesperado. Recordó lo que había dicho Lord Mares en cuanto a las posibles revueltas. «No había pensado en cómo reaccionaría el pueblo. Margaery era la niña de sus ojos»—. ¿Son muchos?

—Cosa de un centenar. Le están gritando al Septón Supremo que suelte a la pequeña reina. Si queréis, podemos dispersarlos.

—No. Pueden gritar hasta quedarse roncos; no lograrán que el Gorrión cambie de idea. Sólo escucha a los dioses. —Había algo de irónico en que Su Altísima Santidad tuviera una multitud airada ante las puertas, ya que esa misma multitud le había proporcionado la corona de cristal. «Que no tardó en vender»—. Ahora, la Fe cuenta con sus propios caballeros. Que defiendan ellos el septo. Ah, y cerrad las puertas de la ciudad. Mientras no zanjemos este asunto, no quiero que nadie entre ni salga de Desembarco del Rey sin mi permiso.

—Como ordenéis, Alteza. —Ser Osfryd hizo una reverencia y salió en busca de alguien que le leyera las órdenes.

Antes de la puesta de sol, todos los acusados de traición estaban ya bajo custodia. Hamish
el Arpista
se derrumbó cuando fueron a por él, y Ser Tallad
el Tallo
hirió a tres capas doradas antes de que los demás lo sometieran. Cersei ordenó que alojaran a los gemelos Redwyne en habitaciones cómodas de la torre. Los demás irían a las mazmorras.

—Hamish tiene problemas para respirar —informó Qyburn cuando fue a verla aquella noche—. Pide que lo vea un maestre.

—Tendrá un maestre en cuanto confiese. —Meditó un instante—. Es demasiado viejo para ser uno de los amantes, pero seguro que cantó y tocó para Margaery mientras ella se divertía con otros hombres. Necesitaremos detalles.

—Lo ayudaré a recordar, Alteza.

Al día siguiente, Lady Merryweather ayudó a Cersei a vestirse para ir a ver a la pequeña reina.

—Nada demasiado opulento ni vistoso —le dijo—. Algo apropiado, devoto y aburrido, adecuado para el Septón Supremo. Seguro que me hace rezar con él.

Al final optó por un vestido de lana suave que la cubría hasta los tobillos, sin más adorno que unas pocas hojas bordadas con hilo de oro en el corpiño y las mangas, para aliviar la austeridad del corte. Y lo mejor era que el marrón disimularía la suciedad si al final tenía que arrodillarse.

—Mientras doy consuelo a mi nuera, id a hablar con las tres primas —le dijo a Taena—. Si es posible, ganaos a Alla, pero cuidado con lo que decís. Puede que los dioses no sean los únicos que estén escuchando.

Jaime decía siempre que lo peor de una batalla era el momento previo, mientras se esperaba a que comenzara la carnicería. Al salir, Cersei advirtió que el cielo estaba gris y plomizo. No podía arriesgarse a que le lloviera encima; llegaría empapada y chorreante al septo de Baelor. Tendría que ir en la litera. Eligió como escolta a diez guardias de la Casa Lannister y a Boros Blount.

—Puede que la turba de Margaery no tenga suficiente seso para distinguir a un Kettleblack de otro —le dijo a Ser Osmund—, y no quiero que os veáis obligado a herir a nadie. Más vale que, durante un tiempo, no se os vea mucho.

Mientras cruzaban Desembarco del Rey, Taena sintió una duda repentina.

—Ese juicio... —empezó en voz baja—. ¿Qué pasa si Margaery exige que su culpabilidad o inocencia se determinen por combate?

Una sonrisa aleteó en los labios de Cersei.

—En su calidad de reina, sólo un caballero de la Guardia Real puede defender su honor. Hasta los niños de Poniente saben cómo defendió el príncipe Aemon,
el Caballero Dragón
, a su hermana, la reina Naerys, contra las acusaciones de Ser Morghil. Pero Ser Loras está muy malherido, así que alguno de sus Hermanos Juramentados tendrá que ocupar el puesto del príncipe Aemon. —Se encogió de hombros—. ¿Quién podrá encargarse? Ser Arys y Ser Balon están muy lejos, en Dorne; Ser Jaime se ha marchado a Aguasdulces, y Ser Osmund es hermano del hombre que la acusa, con lo que sólo quedan... Oh, cielos.

—Boros Blount y Meryn Trant. —Lady Taena se echó a reír.

—Sí, y Ser Meryn no se encuentra muy bien últimamente. Recordadme que se lo diga cuando volvamos al castillo.

—Claro, querida. —Taena le tomó la mano y se la besó—. Espero no ofenderos jamás. Cuando estáis airada sois temible.

—Cualquier madre haría lo mismo para proteger a sus hijos —replicó Cersei—. ¿Cuándo vais a traer al vuestro a la corte? Se llama Russell, ¿verdad? Podría entrenarse con Tommen.

—Seguro que estaría encantado, pero ahora mismo es todo tan inseguro... He pensado que es mejor esperar a que pase el peligro.

—Será muy pronto —le prometió Cersei—. Enviad un mensaje a Granmesa y decidle a Russell que empaque su mejor jubón y su espada de madera. Un nuevo amigo será precisamente lo que necesitará Tommen para olvidar su pérdida cuando ruede la cabecita de Margaery.

Bajaron de la litera ante la estatua de Baelor
el Santo
. La reina se alegró de ver que habían limpiado los huesos y la porquería. Lo que le había dicho Ser Osfryd era verdad: aquella multitud no era tan numerosa ni tan rebelde como la de los gorriones. Estaba reunida en grupos pequeños, contemplando con gesto hosco las puertas del Gran Septo, donde había una hilera de septones novicios con picas en las manos.

«Nada de acero», advirtió Cersei.

Era una buena idea o una enorme estupidez; no estaba segura.

Nadie hizo ademán de detenerla. Tanto el pueblo como los novicios se apartaron para dejarle paso. Al otro lado de las puertas, tres caballeros vestidos con las túnicas de rayas de colores de los Hijos del Guerrero las recibieron en la Sala de las Lámparas.

—Vengo a ver a mi nuera —les dijo Cersei.

—Su Altísima Santidad os estaba esperando. Soy Ser Theodan
el Fiel
, antes Ser Theodan Wells. Acompañadme, Alteza, por favor.

El Gorrión Supremo estaba de rodillas, como siempre. En aquella ocasión estaba rezando ante el altar del Padre. En lugar de interrumpir la plegaria por la llegada de la Reina, la hizo aguardar impaciente hasta que terminó. Entonces se levantó y le hizo una reverencia.

—Es un día aciago, Alteza.

—Mucho. ¿Tenemos vuestro permiso para hablar con Margaery y sus primas?

Optó por unos modales humildes y sumisos; con aquel hombre eran los que mejor resultado le iban a dar.

—Si es lo que deseáis... Cuando terminéis, volved a verme, hija mía. Tenemos que rezar juntos.

La pequeña reina estaba confinada en uno de los esbeltos torreones del Gran Septo. Su celda medía doce palmos de largo por seis de ancho, y no contenía nada más que un colchón relleno de paja, un reclinatorio para rezar, una jarra de agua, un ejemplar de
La estrella de siete puntas
y una vela para leerlo. La única ventana era poco más ancha que una tronera.

Cuando llegó Cersei, Margaery estaba descalza y temblorosa, vestida con la túnica de lana basta de una hermana novicia. Tenía los bucles enmarañados y los pies sucios.

—Me han quitado la ropa —le dijo la pequeña reina en cuanto se quedaron a solas—. Llevaba una túnica de encaje marfil con perlas de agua dulce en el corpiño, pero las septas me pusieron las manos encima y me desnudaron. Y a mis primas también. Megga tiró de un empujón a una septa, que cayó entre las velas y se le incendió el hábito. Pero por quien más temo es por Alla. Se puso tan blanca como la leche; tenía tanto miedo que ni siquiera lloraba.

—Pobre niña. —No había sillas, de modo que Cersei se sentó en el colchón junto a la pequeña reina—. Lady Taena ha ido a hablar con ella para decirle que no la olvidamos.

—Ni siquiera me deja verlas —dijo Margaery, furiosa—. Nos tiene aisladas. Hasta que habéis llegado, no se me ha permitido recibir visitas; sólo dejan entrar a las septas. Hay una que viene una vez por hora para preguntarme si deseo confesar mis fornicios. ¡No me dejan dormir! Me despiertan para exigirme que confiese. Anoche le confesé a la septa Unella que tenía ganas de sacarle los ojos.

«Lástima que no se los sacaras —pensó Cersei—. Que dejaras ciega a una pobre septa anciana terminaría de convencer de tu culpabilidad al Gorrión Supremo.»

—A tus primas las están interrogando de la misma manera.

—¡Malditos sean! —exclamó Margaery—. Ojalá ardan en los siete infiernos. Alla es tan dulce y tímida... ¿cómo pueden hacerle esto? Y Megga... Ya sé que tiene una risa más escandalosa que la de una prostituta de puerto, pero en su interior no es más que una chiquilla. Las quiero tanto como ellas a mí. Si ese gorrión cree que conseguirá que mientan sobre mí...

—Me temo que también están acusadas. Las tres.

—¿Mis primas? —Margaery palideció—. Alla y Megga son poco más que niñas. Esto es... Esto es obsceno, Alteza. ¿Vais a sacarnos de aquí?

—Ojalá pudiera. —Tenía la voz cargada de desconsuelo—. Su Altísima Santidad tiene a sus nuevos caballeros vigilándoos. Para liberaros tendría que enviar a los capas doradas y profanar este lugar sagrado con una matanza. —Le cogió la mano a Margaery—. Pero no he estado ociosa: he reunido a todos los que mencionó Ser Osney como amantes vuestros. Le dirán a Su Altísima Santidad que sois inocente, y lo jurarán en el juicio.

—¿Un juicio? —Había verdadero miedo en su voz—. ¿Se tiene que celebrar un juicio?

—¿Cómo si no vamos a demostrar vuestra inocencia? —Cersei le apretó la mano para tranquilizarla—. Y claro, tenéis derecho a decidir cómo queréis que os juzguen; para algo sois la reina. Los caballeros de la Guardia Real han jurado defenderos.

Margaery comprendió al instante.

—¿Un juicio por combate? Pero Loras está herido, si no...

—Tiene seis hermanos.

Margaery se la quedó mirando. De repente, retiró la mano.

—¿Estáis de broma? Boros es un cobarde. Meryn es viejo y lento. Vuestro hermano está mutilado. Los otros dos se encuentran en Dorne, y Osmund es un condenado Kettleblack. Loras tiene dos hermanos, no seis. Si hay un juicio por combate, quiero que Garlan sea mi campeón.

—Ser Garlan no es miembro de la Guardia Real —dijo Cersei—. Cuando está en juego el honor de una reina, las leyes y la tradición exigen que su campeón sea uno de los siete juramentados del rey. Me temo que el Septón Supremo se empecinará en que sea así.

«Yo me encargaré de eso.»

Margaery tardó en responder. Tenía los ojos marrones cargados de desconfianza.

—Blount o Trant —dijo al final—. Tendría que ser uno de ellos. Es lo que os gustaría, ¿verdad? Osney Kettleblack podría hacer pedazos a cualquiera de los dos.

«Por los siete infiernos.» Cersei compuso una expresión dolida.

—Os equivocáis, hija. Lo único que quiero...

—... es a vuestro hijo, y sólo para vos. Nunca tendrá una esposa a la que no odiéis. Y gracias a los dioses, no soy vuestra hija. Marchaos.

—Os comportáis como una idiota. Sólo vengo a ayudaros.

—A ayudar a meterme en el féretro. Os he pedido que os marchéis. ¿Queréis que llame a mis carceleros para que os saquen a rastras, zorra manipuladora?

Cersei se recogió las faldas y la dignidad.

—Seguro que estáis pasando mucho miedo; os perdonaré esas palabras. —Allí, al igual que en la corte, no se sabía nunca quién podía estar escuchando—. Yo en vuestro lugar también estaría asustada. El Gran Maestre Pycelle ha reconocido que os proporcionaba té de la luna, y vuestro Bardo Azul... En fin, mi señora, yo que vos rezaría a la Vieja y a la Madre para pedirles sabiduría y misericordia. Mucho me temo que pronto necesitaréis las dos cosas.

Cuatro septas de rostro arrugado la acompañaron en el descenso por las escaleras de la torre. Cada una parecía más frágil que la anterior. Al llegar al nivel del suelo continuaron bajando, adentrándose hacia el corazón de la colina de Visenya. La escalera terminaba a gran profundidad, donde una hilera de antorchas titilantes iluminaba un largo pasadizo.

El Septón Supremo la esperaba en su pequeña sala de audiencias de siete paredes. La estancia era modesta y sencilla, con las paredes desnudas y amueblada sólo con una mesa de madera basta, tres sillas y un reclinatorio. Los rostros de los Siete estaban tallados en las paredes. Las tallas le parecieron feas y rudimentarias, pero tenían cierto poder, sobre todo en los ojos: esferas de ónice, malaquita y feldespato amarillo, que hacían que las caras parecieran cobrar vida.

—Habéis hablado con la Reina —dijo el Septón Supremo.

«La reina soy yo», estuvo tentada de decirle, pero se contuvo.

—Sí.

—Todos pecamos, incluso los reyes y las reinas. Yo también pequé, y fui perdonado. Pero sin confesión no puede haber perdón, y la Reina no quiere confesar.

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