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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (115 page)

«Nunca lo fue.»

—¿Queréis decir que tendré cicatrices?

—Mi señora, ese monstruo os devoró media mejilla.

Brienne sintió un escalofrío.

«Todo caballero tiene cicatrices de combate —le había advertido Ser Goodwin cuando le pidió que la enseñara a manejar la espada—. ¿Eso es lo que quieres, niña?»

Pero el viejo maestro de armas se refería a heridas de espada; en ningún momento se le habrían pasado por la cabeza los dientes puntiagudos de Mordedor.

—¿Por qué me entablilláis los huesos y me vendáis las heridas si me vais a ahorcar?

—Cierto, ¿por qué? —Se dedicó a observar la vela como si ya no soportara seguir mirándola—. Me han dicho que luchasteis con valor en la posada. Lim no debería haberse alejado de la encrucijada. Su misión era permanecer cerca, escondido, y acudir de inmediato si veía salir humo de la chimenea, pero cuando le llegó la noticia de que el Perro Rabioso de Salinas se dirigía hacia el norte por el Forca Verde, mordió el anzuelo. Llevamos tanto tiempo persiguiendo a esa chusma... Aun así, debería haber sido más sensato. Tardó media jornada en darse cuenta de que los titiriteros habían ido por un arroyo para ocultar sus huellas y situarse tras él, y luego perdió más tiempo todavía porque tuvo que dar un rodeo para evitar a una columna de caballeros de los Frey. De no haber sido por vos, al llegar a la posada, Lim y sus hombres sólo habrían encontrado cadáveres. Supongo que por eso os ha vendado Jeyne las heridas. Hayáis hecho lo que hayáis hecho, esas heridas las ganasteis de manera honorable, defendiendo la mejor causa posible.

«Hayáis hecho lo que hayáis hecho.»

—¿Qué creéis que he hecho? —preguntó—. ¿Quiénes sois?

—Al principio éramos hombres del rey —le respondió—, pero los hombres del rey necesitan un rey, y nosotros no lo tenemos. También éramos monjes, pero ahora se ha roto la cofradía. Si queréis que os diga la verdad, no sé quiénes somos ni hacia dónde vamos; sólo sé que el camino es turbulento. Los fuegos no me han mostrado qué hay al final.

«Yo sé qué hay al final. He visto los cadáveres en los árboles.»

—Fuegos —repitió Brienne. De repente lo había comprendido—. Sois el sacerdote myriense. El mago rojo.

Él se miró la túnica harapienta y sonrió con tristeza.

—Más bien el impostor rosa. Sí, soy Thoros, antes de Myr. Mal sacerdote y peor mago.

—Cabalgáis con Dondarrion, el señor del relámpago.

—El relámpago viene y va, y nadie vuelve a verlo. Lo mismo pasa con los hombres. Mucho me temo que el fuego de Lord Beric se ha apagado en este mundo. En su lugar nos guía ahora una sombra más lúgubre.

—¿El Perro?

El sacerdote apretó los labios.

—El Perro está muerto y enterrado.

—Yo lo he visto. En los bosques.

—Un sueño provocado por la fiebre, mi señora.

—Me dijo que iba a ahorcarme.

—Hasta los sueños pueden mentir. ¿Cuánto hace que no coméis, mi señora? Tenéis que estar famélica.

Brienne se dio cuenta de que era verdad. Sentía el estómago vacío.

—Comida... Me sentaría bien, sí, muchas gracias.

—Bien. Sentaos. Luego seguiremos hablando, pero antes comeréis. Esperad aquí.

Thoros encendió un pábilo encerado con la vela que se consumía y desapareció por un agujero negro, bajo un saliente de la roca. Brienne se quedó a solas en la cueva pequeña.

«Pero ¿durante cuánto tiempo?»

Recorrió la cámara en busca de un arma. Se habría conformado con cualquier cosa: un cayado, un garrote, un puñal... Sólo encontró piedras. Una le cabía a la perfección en el puño, pero se acordaba de Los Susurros, y de lo que había pasado cuando Shagwell trató de plantar cara a un cuchillo con una piedra. Cuando oyó las pisadas del sacerdote que regresaba, dejó caer la piedra y volvió a sentarse.

Thoros le llevaba pan, queso y un cuenco de guiso.

—Lo siento mucho —dijo—. La leche que quedaba se ha agriado, y se nos ha terminado la miel. Cada vez hay menos comida. En fin, esto os quitará el hambre.

El guiso estaba frío y grasiento; el pan, duro; el queso, más duro todavía. Y Brienne nunca había comido nada tan delicioso.

—¿Están aquí mis compañeros? —le preguntó al sacerdote mientras devoraba las últimas cucharadas de guiso.

—El septón quedó en libertad y siguió su camino. No había hecho nada malo. Los otros están aquí, a la espera de juicio.

—¿Juicio? —Frunció el ceño—. Podrick Payne no es más que un niño.

—Dice que es escudero.

—Ya sabéis cómo fanfarronean los niños.

—El escudero del Gnomo. Reconoce que ha participado en batallas. Si aceptamos su palabra, hasta ha matado.

—Es un niño —repitió—. Tened piedad.

—Mi señora —le dijo Thoros—, no dudo que haya algún lugar de los Siete Reinos donde queden restos de piedad y misericordia, pero no está aquí. Esto es una cueva, no un templo. Cuando los hombres se ven obligados a vivir como ratas bajo tierra, la piedad se les acaba tan deprisa como la leche y la miel.

—¿Y justicia? ¿Hay justicia en las cuevas?

—Justicia. —Thoros esbozó una sonrisa débil—. Recuerdo la justicia. Tenía un sabor grato. La justicia era nuestra meta cuando nos mandaba Beric, o al menos eso nos decíamos. Éramos hombres del rey, caballeros, héroes... Pero algunos caballeros son oscuros y están poblados de terrores, mi señora. La guerra nos convierte a todos en monstruos.

—¿Me estáis diciendo que sois monstruos?

—Estoy diciendo que somos humanos. No sois la única que ha sufrido heridas, Lady Brienne. Algunos de mis hermanos eran buenas personas cuando empezó todo esto. Otros eran... Dejémoslo en menos buenos. Aunque hay quien dice que no importa cómo empieza un hombre; sólo importa cómo acaba. Supongo que lo mismo se puede decir de las mujeres. —El sacerdote se puso en pie—. Me temo que se nos termina el tiempo. Oigo a mis hermanos acercarse. La señora os manda buscar.

Brienne también oyó las pisadas y vio el parpadeo de la antorcha en el pasadizo.

—Me dijisteis que se había ido a Buenmercado.

—Y así era. Ha regresado mientras dormíamos. Ella no duerme nunca.

«No tendré miedo —se dijo, pero era demasiado tarde—. No dejaré que vean mi miedo», se corrigió.

Eran cuatro, hombres duros de rostro demacrado, con cota de malla y prendas de cuero. Reconoció a uno: era el tuerto que había visto en sueños.

El más corpulento de los cuatro vestía una capa amarilla sucia y andrajosa.

—¿Habéis disfrutado de la comida? —inquirió—. Espero que sí. Probablemente haya sido la última.

Llevaba barba y tenía el pelo castaño; era musculoso, y en algún momento se le había roto la nariz y se le había curado mal.

«Lo conozco», pensó Brienne.

—Sois el Perro.

Él sonrió. Tenía unos dientes horrorosos, torcidos y negros de podredumbre.

—Supongo que sí. Mi señora se cargó al anterior. —Giró la cabeza y escupió.

Recordó los relámpagos, el barro bajo los pies.

—Fue a Rorge a quien maté. Él cogió el yelmo de la tumba de Clegane, y vos se lo robasteis a su cadáver.

—No puso ninguna objeción.

—¿Es verdad? —Thoros dejó escapar un gemido de desaliento—. ¿Llevas el yelmo de un muerto? ¿Tan bajo hemos caído?

El hombretón lo miró con el ceño fruncido.

—Es de buen acero.

—Ese yelmo no tiene nada de bueno, igual que no lo tenían los hombres que lo llevaron —dijo el sacerdote rojo—. Sandor Clegane era un ser atormentado, y Rorge, una bestia con piel humana.

—Yo no soy ellos.

—¿Y por qué te exhibes ante el mundo con su rostro? Salvaje, retorcido, gruñendo... ¿Eso es lo que quieres ser, Lim?

—Mis enemigos se asustan cuando lo ven.

—Yo me asusto cuando lo veo.

—Pues cierra los ojos. —El hombre de la capa amarilla hizo un gesto brusco—. Traed a la puta.

Brienne no se resistió. Eran cuatro, y ella estaba débil y herida, y desnuda bajo el vestido de lana. Tuvo que agachar la cabeza para no darse contra el techo cuando la llevaron por el pasadizo serpenteante. El camino se empinó bruscamente y describió dos curvas antes de desembocar en una caverna mucho mayor, llena de bandidos.

En el centro había un agujero con una hoguera; el humo teñía el aire de azul. Varios hombres se arremolinaban en torno a las llamas para protegerse del frío de la cueva. Otros estaban sentados a lo largo de las paredes, cruzados de piernas en jergones de paja. También había mujeres, y hasta unos pocos niños que miraban desde detrás de las faldas de sus madres. La única cara que conocía Brienne era la de Jeyne Heddle,
la Larga
.

Al otro lado de la cueva, en un saliente de roca, había una mesa de caballetes. Detrás estaba sentada una mujer vestida completamente de gris, con capa y capucha. Tenía en las manos una corona, una diadema de bronce con espadas de hierro. La contemplaba y pasaba los dedos por las hojas para comprobar el filo. Sus ojos centelleaban bajo la capucha.

El gris era el color de las hermanas silenciosas, las siervas del Desconocido. Brienne sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Corazón de Piedra.

—Mi señora —dijo el hombretón—, aquí la tenéis.

—Sí —añadió el tuerto—. La puta del Matarreyes.

Brienne se sobresaltó.

—¿Por qué decís eso?

—Si me dieran un venado de plata por cada vez que habéis dicho su nombre, sería tan rico como vuestros amigos los Lannister.

—Eso era porque... No lo entendéis...

—¿De verdad? —El hombretón se echó a reír—. Pues a mí me parece que sí. Apestáis a león, mi señora.

—No es verdad.

Se adelantó otro bandido, más joven y ataviado con un grasiento jubón de piel de oveja. Llevaba
Guardajuramentos
en la mano.

—Esto dice que sí.

Hablaba con acento del norte. Sacó la espada de la vaina y la puso ante Lady Corazón de Piedra. A la luz de la hoguera, las ondulaciones rojas y negras de la hoja casi parecían moverse, pero la mujer de gris sólo se fijaba en la empuñadura: una cabeza dorada de león, con ojos de rubí que refulgían como dos estrellas rojas.

—También está esto. —Thoros de Myr se sacó de la manga un pergamino y lo puso junto a la espada—. Lleva el sello del niño rey y dice que su portador es enviado suyo.

Lady Corazón de Piedra dejó la espada a un lado y leyó la carta.

—Me dieron esa espada para un buen propósito —explicó Brienne—. Ser Jaime le hizo un juramento a Catelyn Stark...

—Eso debió de ser antes de que sus amigos la degollaran —señaló el hombretón de la capa amarilla—. Ya sabemos cuánto valen los juramentos del Matarreyes.

«Es inútil —comprendió Brienne—. Nada de lo que diga va a convencerlos.»

Pese a todo, siguió adelante.

—Le prometió a Lady Catelyn devolverle a sus hijas, pero cuando llegó a Desembarco del Rey ya habían desaparecido. Jaime me envió en busca de Lady Sansa...

—¿Y qué habríais hecho de haberla encontrado? —preguntó el joven norteño.

—Protegerla. Llevarla a algún lugar seguro.

—¿Por ejemplo? —El hombretón se echó a reír—. ¿Las mazmorras de Cersei?

—No.

—Negadlo cuanto queráis. La espada os delata como mentirosa. ¿O queréis hacernos creer que los Lannister regalan espadas de oro y rubíes a sus enemigos? ¿Que el Matarreyes quería que le ocultarais a la niña a su propia hermana melliza? Y el papel con el sello del niño rey sería por si no encontrabais nada mejor con que limpiaros el culo, ¿no? Y vuestros acompañantes... —El hombretón se volvió e hizo una seña, y los bandidos se apartaron para dejar paso a los otros dos prisioneros—. El chico era el escudero del Gnomo, mi señora —le dijo a Lady Corazón de Piedra—. El otro es uno de los cabrones de los caballeros de la Casa del cabrón de Randyll Tarly.

Hyle Hunt había recibido tantos golpes que tenía el rostro hinchado, irreconocible. Cuando lo empujaron hacia delante se tambaleó y estuvo a punto de caer. Podrick lo agarró por el brazo.

—Ser —dijo el chico con tono desdichado al ver a Brienne—. O sea, mi señora. Lo siento.

—No tienes nada que sentir. —Brienne se volvió hacia Lady Corazón de Piedra—. Sea cual sea la traición que creéis que he cometido, Podrick y Ser Hyle no han tenido nada que ver, mi señora.

—Son leones —dijo el tuerto—. Con eso basta. Que los ahorquen. Tarly ha ahorcado a una veintena de los nuestros, y ya va siendo hora de que le respondamos.

Ser Hyle dedicó a Brienne una sonrisa débil.

—Deberíais haber aceptado mi oferta de matrimonio, mi señora —dijo—. Me temo que ahora estáis condenada a morir doncella, y yo, pobre.

—¡Soltadlos! —suplicó Brienne.

La mujer de gris no respondió. Examinó la espada, el pergamino, la corona de hierro y bronce. Por último, se puso la mano bajo la mandíbula y se agarró el cuello como si quisiera estrangularse... pero se limitó a hablar. Tenía una voz torturada, rota. El sonido parecía proceder de su garganta; era en parte graznido, en parte resuello, en parte estertor moribundo.

«El idioma de los condenados», pensó Brienne.

—No entiendo. ¿Qué ha dicho?

—Ha preguntado por el nombre de vuestra espada —dijo el joven norteño del jubón de piel de oveja.


Guardajuramentos
—respondió Brienne.

La mujer de gris se llevó la mano a la barbilla y siseó. Sus ojos eran dos pozos rojos que ardían en las sombras. Volvió a hablar.

—Dice que no. Dice que se llama
Rompejuramentos
. Que se forjó para el asesinato y la traición. Dice que se llama
Falsa Amiga
. Igual que vos.

—¿Con quién he sido falsa?

—Con ella —replicó el norteño—. ¿O ha olvidado mi señora que juró servirla?

La Doncella de Tarth sólo había jurado servir a una mujer.

—No es posible —dijo—. Está muerta.

—La muerte es como la inmunidad de los huéspedes —murmuró Jeyne Heddle,
la Larga
—. Ya no es lo que era.

Lady Corazón de Piedra se quitó la capucha y se desató la bufanda de lana gris que le cubría el rostro. Tenía el pelo blanco como el yeso, seco y quebradizo. Tenía manchas verdes y grises en la frente, y también las marcas marrones de la putrefacción. La carne del rostro le colgaba en jirones desde los ojos hasta la mandíbula. Algunas desgarraduras estaban cubiertas de costras; otras dejaban el cráneo a la vista.

«Su rostro —pensó Brienne—, su rostro, que era tan bello y tan fuerte, con una piel tan tersa...»

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