Festín de cuervos (112 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Allí arriba, donde la ladera era más empinada, los peldaños iban en zigzag y no en línea recta.

«Sansa Stark subió por la montaña, pero quien baja es Alayne Piedra.»

Era una sensación muy extraña. Recordó que durante el ascenso, Mya le había advertido que no apartara los ojos del camino.

—Mirad hacia arriba, no hacia abajo —fueron sus palabras.

Pero en el descenso no era posible.

«Podría cerrar los ojos. La mula se sabe el camino, no me necesita.»

Pero eso habría sido propio de Sansa, de aquella niña asustadiza. Alayne era una mujer, mayor, con el valor de los bastardos.

Al principio montaban en fila, pero más adelante, el sendero se ensanchaba un poco y podían cabalgar hombro con hombro, y Myranda Royce se situó a su lado.

—Hemos recibido una carta de vuestro padre —le dijo en tono tan desenvuelto como si estuvieran sentadas bordando con su septa—. Dice que ya está aquí y que espera ver pronto a su querida hija. Nos escribe que Lyonel Corbray parece muy satisfecho con su reciente esposa, y aún más con su dote. Espero sinceramente que recuerde con cuál de las dos tiene que acostarse. Cuenta también que, para asombro de todos, Lady Waynwood se presentó en el banquete nupcial con el Caballero de Nuevestrellas.

—¿Anya Waynwood? ¿De verdad? —Por lo visto, el número de Señores Recusadores se había visto reducido de seis a tres. El día en que se fueron de la montaña, Petyr Baelish albergaba la esperanza de ganar para su bando a Symond Templeton, pero no a Lady Waynwood—. ¿Algo más? —le preguntó. El Nido de Águilas era un lugar tan solitario que agradecía cualquier noticia del mundo exterior, por trivial o insignificante que fuera.

—No, de vuestro padre no, pero hemos recibido otros pájaros. La guerra sigue en todas partes menos aquí. Aguasdulces se ha rendido, pero Rocadragón y Bastión de Tormentas aún apoyan a Lord Stannis.

—¡Qué sabia fue Lady Lysa al mantenernos al margen!

Myranda le dedicó una sonrisita traviesa.

—Sí, esa gran dama era la esencia misma de la sabiduría. —Se acomodó en la silla—. ¿Por qué serán tan huesudas estas mulas? ¿Por qué tendrán tan mal genio? Mya no les da suficiente comida. Sería más cómodo montar en una buena mula gorda. ¿Sabías que hay un nuevo Septón Supremo? Ah, y la Guardia de la Noche tiene como comandante a un niño, el hijo bastardo de Eddard Stark.

—¿Jon Nieve? —se le escapó, sorprendida.

—¿Nieve? Pues sí, será un Nieve, me imagino.

Hacía siglos que no pensaba en Jon. Sólo eran hermanos por parte de padre, pero Robb, Bran y Rickon habían muerto; Jon Nieve era el único que le quedaba.

«Y ahora yo también soy bastarda, igual que él. Oh, cómo me gustaría volver a verlo, aunque fuera sólo una vez.»

Pero, por supuesto, eso no era posible. Alayne Piedra no tenía hermanos, legítimos ni ilegítimos.

—Nuestro primo Yohn Bronce organizó un combate de todos contra todos en Piedra de las Runas —continuó Myranda Royce, ajena a sus pensamientos—. De poca monta, sólo para escuderos. Era para que Harry
el Heredero
ganara los honores, y así fue.

—¿Harry
el Heredero
?

—El pupilo de Lady Waynwood. Harrold Hardyng. Bueno, aunque ahora lo tendremos que llamar Ser Harry. Yohn Bronce lo ha armado caballero.

—Oh. —Alayne estaba sorprendida. ¿Por qué el pupilo iba a ser el heredero de Lady Waynwood? Tenía hijos de su propia sangre. Uno de ellos era Ser Donnel, el Caballero de la Puerta de la Sangre. Pero no quería parecer ignorante—. Recemos por que sea un buen caballero —se limitó a decir.

—Recemos para que coja las viruelas —dijo Lady Myranda con un bufido—. Ya tiene una hija bastarda con una aldeana, ¿lo sabías? Mi señor padre quiso casarme con Harry, pero Lady Waynwood se negó en redondo. No sé qué fue lo que no le gustó, si mi dote o yo. —Dejó escapar un suspiro—. Pero es verdad que necesito otro marido. Ya tuve uno, pero lo maté.

—¿Qué? —se escandalizó Alayne.

—Oh, sí. Murió encima de mí. Dentro de mí, para ser exactos. Supongo que sabrás qué pasa en el lecho nupcial, ¿no?

Pensó en Tyrion, y en el Perro, en cómo la había besado, y asintió.

—Debió de ser espantoso, mi señora. Que muriera. Así, quiero decir, mientras... Mientras...

—¿Mientras me follaba? —Se encogió de hombros—. Desde luego, fue desconcertante. Y descortés, claro. Ni siquiera tuvo el detalle de sembrarme un hijo. Los viejos tienen una semilla muy débil. Y aquí me tienes, viuda y casi sin usar. A Harry le podía haber tocado alguien mucho peor. Y aún le tocará. Seguro que Lady Waynwood lo casa con alguna de sus nietas, o con una nieta de Yohn Bronce.

—Sin duda será como decís, mi señora —dijo Alayne recordando la advertencia de Petyr.

—Randa. Venga, a ver cómo lo dices. Ran-da.

—Randa.

—Eso está mucho mejor. Me temo que te debo una disculpa, Alayne. Vas a pensar que soy una ramera, pero me acosté con aquel muchacho tan guapo, con Marillion. No sabía que fuera un monstruo. Cantaba tan bien... y hacía maravillas con los dedos. Nunca me lo habría llevado a la cama si hubiera sabido que iba a empujar a Lady Lysa por la Puerta de la Luna. Por norma general, no me acuesto con monstruos. —Examinó la cara y el torso de Alayne—. Eres más guapa que yo, pero yo tengo las tetas más grandes. Los maestres dicen que los pechos grandes no dan más leche que los pequeños, pero yo no me lo creo. ¿Alguna vez has visto a algún ama de cría con las tetas pequeñas? Las tuyas están bien de tamaño para tu edad, pero como son tetas de bastarda, no me preocuparé por ellas. —Myranda se acercó más con su mula—. Supongo que sabrás que nuestra Mya no es doncella.

Lo sabía. Maddy
la Gorda
se lo había susurrado una vez, cuando Mya fue a llevarles provisiones.

—Me lo dijo Maddy.

—Quién si no. Tiene la boca tan grande como los muslos, y sus muslos son enormes. Fue con Mychel Redfort. Era el escudero de Lyn Corbray. Un escudero de verdad, no como ese patán que tiene Ser Lyn ahora. Se dice que si ha aceptado a ese, ha sido por dinero. Mychel era el mejor espada joven del Valle, y tan galante... O eso creía la pobre Mya, hasta que él se casó con una hija de Yohn Bronce. Estoy segura de que Lord Horton no le dejó elección, pero aun así, fue muy cruel con Mya.

—Ser Lothor le tiene mucho cariño. —Alayne miró en dirección a la mulera, que iba veinte pasos por delante de ellas—. O más que cariño.

—¿Lothor Brune? —Myranda arqueó una ceja—. ¿Y ella lo sabe? —No esperó la respuesta—. Pobre hombre, no tiene la menor posibilidad. Mi padre trató de concertarle un matrimonio a Mya, pero no acepta a nadie. Es medio mula.

Alayne no pudo evitar una corriente de simpatía hacia su acompañante. Desde la pobre Jeyne Poole no había tenido una amiga con la que intercambiar chismorreos.

—¿Crees que a Ser Lothor le gusta tal como va, con ropa de cuero y cota de malla? —le preguntó la joven que tanto parecía saber de la vida—. ¿O sueña con verla envuelta en sedas y terciopelos?

—Es un hombre. Sueña con verla desnuda.

«Quiere que me sonroje otra vez.»

—Te pones de un rosa muy bonito. —Fue como si Lady Myranda le leyera el pensamiento—. Cuando yo me sonrojo parezco una manzana. Pero claro, hace años que no me sonrojo. —Se acercó más a ella—. ¿Sabes si tu padre planea volver a casarse?

—¿Mi padre? —Alayne no se había parado a pensarlo. La sola idea la hacía estremecer. Sin que pudiera evitarlo, le acudió a la mente la expresión de Lysa Arryn cuando cayó por la Puerta de la Luna.

—Todos sabemos con cuánta devoción amaba a Lady Lysa —dijo Myranda—, pero no puede llorarla eternamente. Necesita una esposa joven y guapa que lo ayude a superar el dolor. Supongo que puede elegir entre la mitad de las doncellas nobles del Valle, porque ¿qué mejor esposo puede haber que nuestro valiente Lord Protector? Aunque preferiría que tuviera un mote mejor que Meñique. ¿Sabes si de verdad lo tiene tan pequeño?

—¿El dedo? —Se sonrojó otra vez—. Yo no... Nunca...

Lady Myranda soltó una carcajada tan sonora que Mya Piedra se volvió para mirarlas.

—No te preocupes, Alayne, seguro que tiene el tamaño necesario.

Pasaron bajo un arco natural creado por la erosión, con largos carámbanos que colgaban de la piedra blanquecina y goteaban por encima de ellos. Al otro lado, el sendero volvía a estrecharse y descendía bruscamente a lo largo de treinta varas. Myranda se vio obligada a situarse tras ella. Alayne soltó las riendas de la mula para que avanzara a su paso. La pendiente de aquel tramo hizo que se aferrara a la silla con fuerza. Los peldaños estaban desgastados por las herraduras de todas las mulas que habían pasado por allí, hasta el punto de parecer cuencos de piedra. El agua llenaba los cuencos y centelleaba bajo el sol del atardecer.

«Ahora es agua —pensó Alayne—, pero cuando oscurezca se convertirá en hielo.»

Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y respiró profundamente. Mya Piedra y Lord Robert casi habían llegado a la columna de roca donde el sendero volvía a nivelarse. Trató de fijar la vista en ellos, sólo en ellos.

«No me voy a caer —se dijo—. La mula de Mya me llevará.»

El viento silbaba en torno a ella mientras daba sacudidas en la silla bajando peldaño tras peldaño. Aquel tramo le pareció eterno.

Y de repente se encontró en la base con Mya y con el pequeño señor, cobijada tras una columna de roca retorcida. Ante ellos se extendía un collado alto de roca, angosto y helado. Alayne oía el aullido del viento y sentía como le tironeaba la capa. Recordaba aquel lugar de cuando había subido. Había tenido miedo entonces, igual que lo tenía en aquel momento.

—Es más ancho de lo que parece —le estaba diciendo Mya a Lord Robert con voz alegre—. Un paso entero de ancho y sólo ocho de largo, eso no es nada.

—Nada —repitió Robert. Le temblaba la mano.

«Oh, no —pensó Alayne—. Por favor. Aquí no. Ahora no.»

—Es mejor llevar las mulas por las riendas —dijo Mya—. Si a mi señor le parece bien, cruzaré primero con la mía y volveré a por la vuestra.

Lord Robert no respondió. Estaba mirando el estrecho collado con los ojos enrojecidos.

—No tardaré mucho, mi señor —le prometió Mya, pero Alayne dudaba que el muchacho la estuviera escuchando.

Cuando la joven bastarda sacó la mula del refugio de la columna, el viento la apresó entre sus zarpas. Su capa se alzó y aleteó en el aire. Mya se tambaleó y, durante un instante, pareció que iba a caer por el precipicio, pero consiguió recuperar el equilibrio y siguió adelante.

Alayne enlazó la mano enguantada de Robert para contener el temblor.

—Tengo mucho miedo, Robalito —dijo—. Dame la mano y ayúdame a cruzar. Sé que tú no tienes miedo.

El niño la miró con unas pupilas diminutas como cabezas de alfiler en unos ojos tan grandes y blancos como huevos.

—¿No tengo miedo?

—No. Eres mi caballero alado, Ser Robalito.

—El Caballero Alado sabía volar —susurró Robert.

—Más alto que las montañas. —Le apretó la mano.

Lady Myranda se había reunido con ellos junto a la columna.

—Es verdad —dijo al ver lo que estaba pasando.

—Ser Robalito —dijo Lord Robert, y Alayne supo que no podían esperar el regreso de Mya.

Ayudó al niño a desmontar y, cogidos de la mano, salieron al collado con las capas restallando a sus espaldas. A su alrededor todo era aire y cielo; el suelo descendía en brusco picado a ambos lados. Bajo sus pies había hielo y piedras rotas con las que podían tropezar, y el viento aullaba como una fiera.

«Suena como un lobo —pensó Sansa—. Un lobo fantasma, grande como las montañas.»

Y de repente ya estaban al otro lado, y Mya Piedra se reía y levantaba a Robert para darle un abrazo.

—Ten cuidado —le dijo Alayne—. Aunque parezca que no, puede hacerte daño con las sacudidas.

Le buscaron un lugar seguro, una hendidura en la roca para resguardarlo del viento frío. Alayne lo cuidó hasta que cesaron los temblores, mientras Mya Piedra daba la vuelta para ayudar a cruzar a los demás.

En Nieve los aguardaban mulas descansadas y una comida caliente: guiso de cabra con cebollas. Alayne comió con Mya y Myranda.

—Eres valiente además de hermosa —le dijo Myranda.

—No. —El cumplido la hizo sonrojar—. No es verdad. Tenía mucho miedo. No habría podido cruzar sin Lord Robert. —Se volvió hacia Mya Piedra—. Tú has estado a punto de caerte.

—Os equivocáis. Nunca me caigo. —El pelo le cubría la mejilla y le ocultaba un ojo.

—He dicho «a punto». Lo he visto. ¿No has tenido miedo?

Mya sacudió la cabeza.

—Recuerdo que un hombre me lanzaba por los aires cuando era muy pequeña. Es alto como el cielo, y me lanza tan arriba que era como si pudiera volar. Los dos nos reíamos, nos reíamos tanto que casi no podía respirar, y al final me reía tanto que me hice pis encima, y eso lo hizo reír más todavía. Cuando me lanzaba por los aires nunca tenía miedo. Sabía que siempre me cogería. —Se echó el pelo hacia atrás—. Pero un día dejé de verlo. Los hombres vienen y van. Mienten, mueren o nos abandonan. Pero una montaña no es un hombre, y la piedra es hija de la montaña. Confiaba en mi padre y confío en mis mulas. No me caeré. —Se apoyó en un saliente de roca y se puso en pie—. Id terminando. Aún tenemos mucho camino por delante, y huele a tormenta.

La nieve empezó a caer cuando salían de Piedra, el mayor y el más bajo de los tres castillos de paso que defendían el acceso al Nido de Águilas. El sol se estaba poniendo. Lady Myranda sugirió que dieran la vuelta y pasaran la noche en Piedra, para reanudar el descenso cuando amaneciera, pero Mya se negó en redondo.

—Por la mañana podría haber ocho palmos de nieve, y los peldaños serían traicioneros hasta para mis mulas —dijo—. Será mejor que sigamos. Iremos despacio.

Y eso hicieron. Por debajo de Piedra, los peldaños eran más anchos y menos empinados: entraban y salían de los bosquecillos de pinos altos y árboles centinela gris verdoso que cubrían la parte inferior de la ladera de la Lanza del Gigante. Las mulas de Mya parecían conocer cada raíz, cada roca del camino, y si se olvidaban de alguna, la joven bastarda la recordaba. Ya había transcurrido la mitad de la noche antes de que avistaran las luces de las Puertas de la Luna entre los copos de nieve que caían. La última parte del viaje fue la más tranquila. La nieve caía constante, cubriendo el mundo con su manto blanco. Robalito se durmió en la silla, mecido por el movimiento de la mula. Hasta Lady Myranda empezó a bostezar y quejarse de lo cansada que estaba.

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