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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (110 page)

—Esta mañana pareces muy fuerte, mi señor. —Le encantaba que le dijera lo fuerte que era—. ¿Les digo a Maddy y a Gretchel que te traigan agua caliente para la bañera? Maddy te frotará la espalda y te lavará el pelo; así viajarás limpio, como todo un gran señor. Qué bien, ¿verdad?

—No. Odio a Maddy. Tiene una verruga en el ojo, y me frota con tanta fuerza que me duele. Mi mami nunca me hacía daño cuando me frotaba.

—Le diré a Maddy que frote con más delicadeza a mi Robalito. Cuando estés limpito y fresco, ya verás como te sientes mucho mejor.

—He dicho que no quiero baño, me duele mucho.

—¿Te traigo un paño caliente para que te lo pongas en la frente? ¿O una copa de vino del sueño? Pero un poco, nada más. Mya Piedra está esperando en Cielo, y se ofenderá si te duermes encima de ella. Ya sabes cuánto te quiere.

—Pero yo no la quiero a ella. No es más que la chica de las mulas. —Robert sorbió por la nariz—. Anoche, el maestre Colemon me puso algo malo en la leche, lo noté en el sabor. Le dije que quería leche dulce y no me la dio. ¡Y eso que se lo ordené! Soy el señor, tiene que hacer lo que le diga. Nadie hace lo que digo.

—Hablaré con él —le prometió Alayne—, pero sólo si sales de la cama. Hace un día precioso, Robalito. El sol brilla; es el día ideal para bajar por la montaña. Las mulas nos esperan en Cielo con Mya...

—Odio a esas mulas que huelen mal. —Al niño le temblaban los labios—. ¡Una vez, una intentó morderme! Dile a Mya que me voy a quedar aquí. —Parecía a punto de echarse a llorar—. Mientras esté aquí, nadie puede hacerme daño. El Nido de Águilas es inexpugnable.

—¿Quién iba a querer hacerle daño a mi Robalito? Tus señores y caballeros te adoran; el pueblo te aclama.

«Tiene miedo, y con razón», pensó. Desde la caída de su señora madre, el niño no se atrevía a asomarse ni a un balcón, y el descenso desde el Nido de Águilas hasta las Puertas de la Luna era tan peligroso que intimidaría a cualquiera. Alayne tenía el corazón en un puño cuando subió con Lady Lysa y Lord Petyr, y todo el mundo estaba de acuerdo en que el descenso era aún más angustioso, porque se iba todo el tiempo mirando hacia abajo. Mya hablaba de grandes señores y osados caballeros que habían palidecido y se habían orinado en los calzones en aquella montaña. «Y ellos no tenían la enfermedad de los temblores.»

Pero no servía de nada pensar en eso. En el fondo del valle, el otoño aún daba los últimos coletazos, cálido y dorado, pero el invierno reinaba ya en la cumbre de la montaña. Habían sufrido tres temporales de nieve, y uno de hielo que convirtió el castillo en cristal durante dos semanas. El Nido de Águilas era inexpugnable, pero también inaccesible, y cada día que pasara haría que el descenso resultara más difícil. La mayoría de los criados y soldados del castillo había bajado ya. Sólo quedaba arriba una docena para atender a Lord Robert.

—El descenso va a ser muy divertido, Robalito, ya lo verás —le dijo con voz melosa—. Ser Lothor irá con nosotros, y Mya también. Sus mulas han subido y bajado por esta montaña un millar de veces.

—Odio las mulas —insistió—. Las mulas son malas. Ya te lo he dicho: cuando era pequeño, una intentó morderme.

Sabía que Robert nunca había aprendido a cabalgar. Le daban igual mulas que asnos o caballos; para él, todo eran bestias temibles, tan aterradoras como los grifos o los dragones. Había llegado al Valle a los seis años, con la cabeza escondida entre los pechos rebosantes de leche de su madre, y desde entonces no había salido del Nido de Águilas.

Pero tenían que marcharse antes de que el hielo cerrara el acceso al castillo. No había manera de predecir cuánto duraría aquel clima.

—Mya no dejará que las mulas te muerdan —le dijo Alayne—, y yo iré justo detrás de ti. Sólo soy una niña; no tengo tu fuerza ni tu valor. Si yo puedo hacerlo, tú también, Robalito.

—Puedo hacerlo —replicó Lord Robert—, pero no me da la gana. —Se limpió los mocos con el dorso de la mano—. Dile a Mya que me voy a quedar en la cama. A lo mejor bajo mañana, si me encuentro mejor. Hoy hace demasiado frío y me duele la cabeza. Tú también puedes beber leche dulce, y le diré a Gretchel que nos traiga colmenas. Podemos dormir y jugar, y darnos besos, y tú puedes leerme cuentos del Caballero Alado.

—Te leeré. Tres cuentos, como te he prometido... cuando lleguemos a las Puertas de la Luna. —A Alayne se le estaba agotando la paciencia. «Tenemos que ponernos en marcha, o todavía estaremos en la zona nevada cuando empiece a ponerse el sol»—. Lord Nestor ha preparado un banquete para daros la bienvenida: sopa de champiñones, venado y pastelillos. No querrás que se lleve una decepción, ¿verdad?

—¿Pastelillos de limón?

A Lord Robert le encantaban los pastelillos de limón, tal vez porque eran los favoritos de Alayne.

—Pastelillos de limón con limón y limón —le aseguró—. Podrás comerte todos los que quieras.

—¿Cien? —preguntó—. ¿Puedo comerme cien?

—Si quieres, sí. —Se sentó en la cama y le acarició el cabello largo, fino. «Tiene un pelo muy bonito.» La propia Lady Lysa se lo cepillaba todas las noches y se lo cortaba cuando era necesario. Después de que cayera, Robert empezó a sufrir ataques espantosos cada vez que se le acercaba alguien con una navaja, de modo que Petyr había ordenado que le dejaran crecer el pelo. Alayne se enrolló un mechón en torno a un dedo—. Bueno, ¿sales de la cama para que podamos vestirte?

—¡Quiero cien pastelillos de limón y cinco cuentos!

«Lo que tendría que darte son cien azotainas y cinco bofetones. Si estuviera Petyr, no te atreverías a portarte así.» El pequeño señor había desarrollado un saludable temor hacia su padrastro. Alayne se obligó a sonreír.

—Como quiera mi señor. Pero nada de nada hasta que te laves, te vistas y nos pongamos en marcha. Vamos, que se nos pasa la mañana.

Lo cogió de la mano con firmeza y lo sacó de la cama, pero antes de que pudiera llamar a los criados, el niño le echó al cuello los brazos flacos y la besó. Fue un beso infantil, torpe. Todo lo que hacía Robert Arryn era torpe.

«Si cierro los ojos, puedo imaginar que es el Caballero de las Flores.»

En cierta ocasión, Ser Loras le había regalado una rosa roja a Sansa Stark, pero nunca la había besado. Y desde luego, ningún Tyrell besaría jamás a Alayne Piedra. Por hermosa que fuera, había nacido fuera del matrimonio.

Cuando los labios del niño rozaron los suyos, no pudo evitar recordar otro beso. Todavía sentía aquella boca cruel que presionaba la suya. Había ido a buscar a Sansa en la oscuridad, mientras el fuego verde iluminaba el cielo.

«Me robó una canción y un beso, y sólo me dejó una capa ensangrentada.»

No importaba. Aquel día había quedado atrás, igual que Sansa. Alayne se apartó del pequeño señor.

—Ya basta. Si mantienes tu palabra, podrás darme otro beso cuando lleguemos a las Puertas.

Maddy y Gretchel aguardaban en el pasillo con el maestre Colemon. El maestre se había lavado el pelo para quitarse los excrementos y se había cambiado de túnica. Los escuderos de Robert también se habían presentado allí. Era como si Terrance y Gyles pudieran oler los problemas.

—Lord Robert se siente mejor —les dijo Alayne a las criadas—. Traed agua caliente para que se bañe, pero cuidado, no vayáis a quemarlo. Y no le tiréis del pelo cuando se lo desenredéis; no lo soporta. —Un escudero soltó una risita, que Alayne cortó en seco—. Terrance, saca la ropa de montar del señor, y también su capa más abrigada. Gyles, tú recoge el orinal roto y límpialo todo.

—No soy una fregona. —protestó Gyles Grafton, frunciendo el ceño.

—Obedece a Lady Alayne o se lo diré a Lothor Brune —le dijo el maestre Colemon. La siguió por el pasillo y bajó con ella por la escalera de caracol. —Agradezco vuestra intervención, mi señora. Tenéis buena mano con el niño. —Titubeó—. Mientras estabais con él, ¿habéis visto si tenía temblores?

—Cuando le he dado la mano, los dedos le temblaban un poco, pero nada más. Dice que le pusisteis algo malo en la leche.

—¿Malo? —Colemon la miró, y la nuez se movió arriba y abajo en su garganta—. Sólo era... ¿Le sangraba la nariz?

—No.

—Bien. Eso es bueno. —La cadena le tintineó cuando movió la cabeza; tenía un cuello ridículamente largo y flaco—. En cuanto al descenso... Tal vez sería mejor que le prepararse un bebedizo con la leche de la amapola, mi señora. Mya Piedra puede atarlo al lomo de la mejor de sus mulas, y bajaría adormilado.

—El señor del Nido de Águilas no puede bajar de su montaña atado como un saco de cebada.

Aquello lo tenía bien claro. Su padre le había explicado que no podían permitir que la fragilidad y la cobardía de Robert fueran del dominio público.

«Ojalá estuviera aquí. Él sabría qué hacer.»

Pero Petyr Baelish estaba en la otra punta del Valle, donde asistía a la boda de Lord Lyonel Corbray. A sus cuarenta y tantos años, viudo y sin hijos, Lord Lyonel iba a casarse con la robusta hija de dieciséis años de un rico mercader de Puerto Gaviota. El propio Petyr había negociado el compromiso. Se decía que la dote de la novia era asombrosa; tenía que serlo, ya que no era de noble cuna. Los vasallos de Corbray estarían presentes, así como los lores Waxley, Grafton y Lynderly, otros señores menores y caballeros hacendados... y Lord Belmore, que hacía poco se había reconciliado con su padre. No se esperaba la asistencia de los otros Señores Recusadores, de modo que la presencia de Petyr era esencial.

Alayne lo comprendía, pero aquello significaba que la carga de llevar a Robalito al pie de la montaña sano y salvo recaía sobre ella.

—Dadle al señor un vaso de leche dulce —le dijo al maestre—. Así no temblará durante el descenso.

—Ya tomó un vaso hace menos de tres días —protestó el maestre Colemon.

—Y anoche quería otro, pero no se lo disteis.

—Era demasiado pronto. No lo entendéis, mi señora. Ya se lo dije al Lord Protector: una pizca de sueñodulce evita los temblores, pero no sale del cuerpo, y con el tiempo...

—El tiempo será lo de menos si el señor sufre un ataque y se cae por la montaña. Si mi padre estuviera aquí, os diría que hay que mantener tranquilo a Lord Robert a toda costa.

—Ya lo intento, mi señora, pero los ataques son cada vez más violentos, y tiene la sangre tan liviana que no me atrevo a sangrarlo. Sueñodulce... ¿Estáis segura de que no le sangraba la nariz?

—Sorbía mucho —reconoció Alayne—, pero no le salía sangre.

—Tengo que hablar con el Lord Protector. Ese banquete... No sé si es buena idea, después de la tensión del descenso.

—No será un gran banquete —lo tranquilizó—. Habrá menos de cuarenta invitados. Lord Nestor y su gente, el Caballero de la Puerta, unos cuantos señores menores y sus criados...

—Ya sabéis que a Lord Robert no le gustan los desconocidos. La gente beberá demasiado, habrá ruido... Y habrá música. La música le da miedo.

—La música lo tranquiliza —lo corrigió—, sobre todo si es de arpa. Lo que no soporta es oír cantar, desde que Marillion mató a su madre. —Alayne había contado aquella mentira tantas veces que ya le parecía recordar así lo ocurrido; lo otro era como una pesadilla que a veces la agitaba en sueños—. Lord Nestor no permitirá que haya bardos en el festín; sólo flautas y violines para el baile.

¿Qué haría ella cuando empezara a sonar la música? Era una pregunta exasperante para la que su corazón tenía una respuesta, y su cabeza, otra. A Sansa le encantaba bailar, pero Alayne...

—Dadle una copa de leche dulce antes de que nos pongamos en marcha y otra en el banquete, y no habrá problemas.

—Muy bien. —Se detuvo al pie de las escaleras—. Pero serán las últimas. Durante medio año o más.

—Eso será mejor que lo habléis con el Lord Protector.

Abrió la puerta y cruzó el patio. Alayne sabía que Colemon sólo quería lo mejor para su protegido, pero lo mejor para Robert
el Niño
no siempre coincidía con lo mejor para Lord Arryn. Eso había dicho Petyr, y tenía razón.

«Pero el maestre Colemon sólo se preocupa por el niño. En cambio, mi padre y yo tenemos que considerar más cosas.»

La nieve cubría el patio; de las torres y las terrazas colgaban carámbanos como lanzas de cristal. El Nido de Águilas se había construido con hermosas piedras blancas, y el manto del invierno lo hacía más blanco todavía.

«Es hermoso —pensó Alayne—. E inexpugnable.»

Por mucho que lo intentaba, no conseguía encariñarse con aquel lugar. El castillo ya parecía desierto como una tumba antes de que los guardias y criados bajaran de la montaña, y era aún peor cuando Petyr Baelish se ausentaba. Allí no cantaba nadie desde la muerte de Marillion. Nadie se reía con demasiada fuerza. Hasta los dioses guardaban silencio. El Nido de Águilas tenía un septo, pero sin septón; un bosque de dioses, pero sin árbol corazón.

«Aquí no obtienen respuesta las plegarias», pensaba a menudo, aunque en ocasiones se sentía tan sola que no podía por menos que intentarlo.

La única contestación era el viento, que suspiraba incesante en torno a las siete esbeltas torres blancas y hacía rechinar la Puerta de la Luna con sus ráfagas.

«Y será mucho peor en invierno —pensó—. En invierno, esto se convertirá en una prisión blanca y fría.»

Pero la perspectiva de salir de allí le daba casi tanto miedo como a Robert. Sólo que ella lo disimulaba mejor. Su padre decía que sentir miedo no tenía nada de malo; lo malo era demostrarlo.

—Todo el mundo vive con miedo —le aseguraba.

Alayne no terminaba de creérselo. Petyr Baelish no le tenía miedo a nada.

«Sólo lo dice para que sea valiente. —Iba a tener que ser muy valiente cuando llegaran abajo, donde el riesgo de que la desenmascarasen sería muy superior. Los amigos de Petyr le habían enviado noticias: la reina había puesto a sus hombres a buscar al Gnomo y a Sansa Stark—. Si me descubren, me cortarán la cabeza —se recordó mientras bajaba por un tramo de peldaños de piedra helada—. Tengo que ser Alayne todo el tiempo, por dentro y por fuera.»

Lothor Brune estaba en la sala del montacargas, ayudando al carcelero Mord y a dos criados a meter arcones de ropa y fardos de tejidos en seis gigantescos barriles de roble, tan grandes que cada uno podría haber alojado a tres hombres. Los enormes montacargas ofrecían la manera más fácil de llegar a Cielo, el castillo de paso, doscientas varas más abajo. Si no, había que bajar por la chimenea natural de piedra.

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