Taena entendió enseguida.
—Música. Por supuesto.
—Id a hablar con vuestro señor esposo, y haced los arreglos con el bardo —la apremió Cersei—. Vos podéis quedaros, Ser Osmund. Tenemos muchos asuntos que tratar. También necesito a Qyburn.
Por desgracia, en las cocinas no tenían jabalí, y no había tiempo para que salieran los cazadores. Los cocineros sacrificaron una cerda y les sirvieron el muslo con clavos de olor, bañado con miel y bayas secas. No era lo que quería Cersei, pero tendría que conformarse. Después tomaron manzanas asadas con un queso blanco muy sabroso. Lady Taena saboreó hasta el último bocado; todo lo contrario que Orton Merryweather, cuyo rostro redondo permaneció blanco y abotargado desde el caldo hasta los postres. Bebió mucho y no dejó de mirar al bardo de reojo.
—Qué lástima lo de Lord Gyles —dijo al final Cersei—. Aunque me atrevería a asegurar que nadie echará de menos sus toses.
—No. No, no creo.
—Nos va a hacer falta un nuevo lord tesorero. Si no hubiera tantos conflictos en el Valle, le pediría a Petyr Baelish que volviera, pero... En fin, voy a probar a poner en el cargo a Ser Harys. No puede hacerlo peor que Gyles, y al menos no tose.
—Ser Harys es la Mano del Rey —señaló Taena.
«Ser Harys es un rehén, y ni como tal vale gran cosa.»
—Ya va siendo hora de que Tommen tenga una Mano más contundente.
Lord Orton apartó la vista de la copa de vino.
—Contundente. Claro, claro. —Titubeó—. ¿Quién...?
—Vos, mi señor. Lo lleváis en la sangre. Vuestro abuelo ocupó el lugar de mi padre como Mano de Aerys. —Sustituir a Tywin Lannister por Owen Merryweather había sido como sustituir a un corcel por un asno, claro, pero cuando Aerys lo eligió, Owen era ya anciano, un viejo amable e ineficaz. Su nieto era más joven, y... «Bueno, tiene una esposa fuerte.» Era una lástima que Taena no pudiera ser Mano. Era tres veces más hombre que su marido, y mucho más divertida. Pero también era myriense de nacimiento, y mujer, así que tendría que conformarse con Orton—. No me cabe duda de que sois mucho más apto que Ser Harys. —«El contenido de mi orinal es más apto que Ser Harys»—. ¿Accederéis a servirnos?
—Pues... Sí, claro. Vuestra Alteza me concede un gran honor.
«Mucho mayor que el que mereces.»
—Me habéis servido bien como justicia mayor, mi señor. Y lo seguiréis haciendo en estos tiempos... tan difíciles. —Al ver que Merryweather la había entendido, la Reina se volvió para dedicarle una sonrisa al bardo—. Vos también os merecéis una recompensa por las hermosas canciones que nos habéis cantado mientras cenábamos. Los dioses os han concedido un don.
El bardo hizo una reverencia.
—Vuestra Alteza es muy amable al decir eso.
—Nada de amable —replicó Cersei—, es la verdad. Taena dice que os llaman Bardo Azul.
—Así es, Alteza.
Las botas del cantor eran de suave piel de becerro; sus calzones, de fina lana azul. La túnica que llevaba era de seda azul claro y satén azul brillante. Incluso había llegado al extremo de teñirse el pelo de azul, a la moda tyroshi. Lo llevaba largo y ondulado; le caía hasta los hombros y olía como si se lo lavara con agua de rosas.
«De rosas azules, seguro. Por lo menos, los dientes los tiene blancos.» Y eran unos bonitos dientes: no tenía ninguno torcido.
—¿No tenéis otro nombre?
Un tono rosado le coloreó las mejillas.
—De niño me llamaba Wat. Es un buen nombre para un labrador, pero no muy adecuado para un cantor.
Los ojos del Bardo Azul eran del mismo color que los de Robert. Ya sólo por eso lo detestaba.
—Comprendo por qué sois el favorito de Lady Margaery.
—Vuestra Alteza es muy bondadosa. Me dice que le proporciono placer.
—De eso estoy segura. ¿Me dejáis ver el laúd?
—Como ordene Vuestra Alteza.
Bajo la capa de cortesía había un atisbo de intranquilidad, pero le tendió el instrumento de inmediato. Nadie desoía una petición de la reina.
Cersei tocó una cuerda y sonrió al oír el sonido.
—Dulce y triste como el amor. Decidme, Wat, la primera vez que os llevasteis a Margaery a la cama, ¿fue antes o después de que se casara con mi hijo?
Durante un momento, el joven no pareció comprender sus palabras. Después abrió los ojos de par en par.
—Alguien ha informado mal a Vuestra Alteza. Os juro que yo jamás...
—¡Mentiroso! —Cersei golpeó al bardo en la cara con el laúd, con tal fuerza que la madera pintada se hizo astillas—. Lord Orton, llamad a mis guardias, que se lleven a este canalla a las mazmorras.
—Eh... Qué infamia... ¿Se ha atrevido a seducir a la Reina? —balbuceó Orton Merryweather, con el rostro sudoroso por el miedo.
—Mucho me temo que fue al revés, pero da igual: es un traidor. Que cante para Lord Qyburn.
El Bardo Azul se puso blanco.
—No. —La sangre le goteaba del labio que le había roto el laúd—. Yo jamás... ¡Madre, no, ten misericordia! —gritó cuando Merryweather lo cogió por el brazo.
—No soy tu madre —le replicó Cersei.
Incluso en las celdas negras, lo único que le pudieron sacar fueron negaciones, plegarias y súplicas de misericordia. Pronto, la sangre de todos los dientes rotos le corrió por la barbilla, y tres veces se meó en los calzones azules, pero se empecinó en sus mentiras.
—¿Será posible que nos hayamos equivocado de bardo? —preguntó Cersei.
—Todo es posible, Alteza. No temáis. Confesará antes de que acabe la noche. —Allí abajo, en las mazmorras, Qyburn vestía prendas de lana basta y un delantal de cuero como el de los herreros. Se volvió hacia el Bardo Azul—. Siento que los guardias hayan sido bruscos contigo. Sus modales dejan mucho que desear. —Tenía una voz afable, solícita—. Lo único que queremos es la verdad.
—Ya os he dicho la verdad —sollozó el cantor. Los grilletes lo sujetaban contra la fría pared de piedra.
—Sabemos que no es así. —Qyburn tenía una navaja en la mano; la hoja brillaba a la tenue luz de la antorcha. Fue cortando la ropa del Bardo Azul hasta que sólo le quedaron las botas altas. Cersei sonrió al ver que tenía castaño el pelo de la entrepierna—. Dinos cómo complacías a la pequeña reina —le ordenó.
—Yo jamás... Cantaba, nada más, cantaba y tocaba. Sus damas os lo pueden decir. Siempre estaban con nosotros. Sus primas.
—¿Con cuántas de ellas tuviste relaciones carnales?
—Con ninguna. Sólo soy un bardo. Por favor.
—Alteza —comentó Qyburn—, puede que este pobre hombre se limitara a cantar para Margaery mientras ella recibía a otros amantes.
—No. Por favor. Ella nunca... Yo cantaba, sólo cantaba.
Lord Qyburn pasó una mano por el pecho del Bardo Azul.
—¿Te cogía los pezones entre los labios durante vuestros juegos amorosos? —Le cogió uno entre el índice y el pulgar y se lo retorció—. A algunos hombres les gusta. Tienen los pezones tan sensibles como las mujeres.
La hoja relampagueó; el bardo chilló. En su pecho, un húmedo ojo rojo lloraba sangre. Cersei sintió nauseas. Una parte de ella habría querido cerrar los ojos, marcharse de allí, detener aquello. Pero era la reina, y se había cometido traición.
«Lord Tywin no se habría marchado.»
Al final, el Bardo Azul acabó por contarles toda su vida, remontándose hasta su primer día del nombre. Su padre había sido cerero, y educó a Wat para que ejerciera esa profesión, pero ya de niño descubrió que se le daban mejor los laúdes que las velas. A los doce años se escapó de casa para unirse a un grupo de músicos ambulantes a los que había oído tocar en una feria. Recorrió la mitad del Dominio antes de llegar a Desembarco del Rey, con la esperanza de encontrar favor en la corte.
—¿Favor? —Qyburn dejó escapar una risita—. ¿Así lo llaman ahora las mujeres? Pues creo que encontraste demasiado, amigo mío... Y de la reina que no debías. La verdadera reina está delante de ti.
«Sí. —La culpable de aquello era Margaery Tyrell. Cersei estaba furiosa. De no ser por ella, Wat habría tenido una vida larga y fructífera, tocando cancioncillas y acostándose con porquerizas e hijas de campesinos—. Sus intrigas me han obligado a hacer esto. Me ha salpicado con su traición.»
Antes de que llegara el amanecer, las altas botas azules del bardo estaban llenas de sangre, y les había contado cómo se acariciaba Margaery mientras sus primas le daban placer con la boca. En otras ocasiones había cantado mientras ella saciaba su lujuria con otros amantes.
—¿Quiénes eran? —exigió saber la Reina, y el cretino de Wat desgranó los nombres de Ser Tallad
el Tallo
, Lambert Turnberry, Jalabhar Xho, los gemelos Redwyne, Osney Kettleblack, Hugh Clifton y el Caballero de las Flores.
Aquello era un contratiempo. No se atrevía a ensuciar el nombre del héroe de Rocadragón. Además, nadie que conociera a Ser Loras se lo creería. Los Redwyne tampoco podían formar parte de aquello. Sin el Rejo y su flota, el reino no tenía manera de librarse de Euron
Ojo de Cuervo
y sus malditos hombres del hierro.
—Lo único que haces es escupir los nombres de los que viste en sus habitaciones. ¡Queremos la verdad!
—La verdad. —Wat la miró con el ojo azul que Qyburn le había dejado. La sangre le brotaba del hueco donde había tenido los dientes delanteros—. Puede que... recuerde mal.
—Horas y Hobber no formaban parte de esto, ¿verdad?
—No —reconoció él—. Ellos no.
—En cuanto a Ser Loras, estoy segura de que Margaery se tomaba grandes molestias para evitar que su hermano se enterase de lo que hacía.
—Sí. Ya me acuerdo. Una vez, Ser Loras fue a verla y ella me hizo esconderme bajo la cama. Me dijo que no debía saberlo jamás.
—Esta canción ya me gusta más. —Era mejor que los grandes señores quedaran al margen. En cambio, los otros... Ser Tallad había sido caballero errante; Jalabhar Xho era un exiliado y un mendigo; Clifton era el único miembro de la guardia de la pequeña reina... «Y Osney es la guinda del postre»—. Ya sé lo difícil que es decir la verdad. Os interesará recordarlo cuando llegue el juicio de Margaery. Si se os ocurre volver a mentir...
—No. Diré la verdad. Y luego...
—Te permitiré vestir el negro. Te doy mi palabra. —Cersei se volvió hacia Qyburn—. Encargaos de que lo limpien y le venden las heridas, y dadle la leche de la amapola para el dolor.
—Vuestra Alteza es muy bondadosa. —Qyburn tiró la navaja ensangrentada a un cubo de vinagre—. Puede que Margaery se pregunte qué ha sido de su bardo.
—Los bardos vienen y van, tienen esa mala fama.
El largo ascenso por los escalones de piedra de las celdas negras dejó sin aliento a Cersei.
«Tengo que descansar. —Arrancarle la verdad a alguien era un trabajo duro, y temía lo que llegaría a continuación—. Tengo que ser fuerte. He de hacer lo que he de hacer por Tommen y por el reino. —Lástima que Maggy
la Rana
estuviera muerta—. Me cago en tu profecía, vieja. Puede que la pequeña reina sea más joven que yo, pero nunca ha sido más hermosa, y pronto estará muerta.»
Lady Merryweather la esperaba en sus habitaciones. La noche era negra, más próxima ya al amanecer que del anochecer. Jocelyn y Dorcas estaban dormidas, pero Taena no.
—¿Ha sido espantoso? —le preguntó.
—No os lo podéis imaginar. Necesito dormir, pero tengo miedo de soñar.
Taena le acarició el pelo.
—Todo lo hacéis por Tommen.
—Sí. Ya lo sé. —Cersei se estremeció—. Tengo la boca seca. Sed buena, servidme un poco de vino.
—Cualquier cosa con tal de complaceros. Es lo único que deseo.
«Mentirosa.» Sabía bien qué deseaba Taena. Pues que así fuera. Si la mujer estaba enamoriscada de ella, eso le garantizaría su lealtad y la de su marido. En un mundo tan lleno de traiciones, unos pocos besos eran un precio bajo a cambio de la lealtad.
«No es peor que la mayoría de los hombres. Y al menos no hay peligro de que me haga un hijo.»
El vino la ayudó, pero no lo suficiente.
—Me siento sucia —se quejó la Reina, de pie junto a la ventana, con la copa en la mano.
—Un baño os ayudará, querida mía.
Lady Merryweather despertó a Dorcas y a Jocelyn, y las mandó a buscar agua caliente. Mientras llenaban la bañera, ayudó a la Reina a quitarse la túnica, le desanudó los lazos con dedos hábiles y se la quitó. Luego, ella también se quitó el vestido y lo dejó caer en el suelo.
Se bañaron juntas, Cersei tendida en los brazos de Taena.
—Hay que evitarle esto a Tommen tanto como sea posible —le dijo a la myriense—. Margaery sigue llevándolo al septo todos los días para pedir a los dioses que curen a su hermano. —Era una verdadera molestia, pero Ser Loras se aferraba a la vida con testarudez—. También les tiene cariño a sus primas. Va a ser duro para él perderlas a todas de golpe.
—Puede que no sean culpables las tres —le señaló Lady Merryweather—. Tal vez una de ellas no tomara parte. Si estuviera avergonzada y asqueada de las cosas que ha presenciado...
—Se la podría convencer para que declarase contra las otras. Sí, muy bien, pero ¿cuál es la inocente?
—Alla.
—¿La tímida?
—Eso parece, pero más que tímida es astuta. Dejádmela a mí, querida.
—De buena gana. —La confesión del Bardo Azul por sí sola no sería suficiente. Al fin y al cabo, los bardos se ganaban la vida mintiendo. Si Taena pudiera entregarle a Alla Tyrell, sería una gran ayuda—. Ser Osney también confesará. A los demás hay que hacerles comprender que lo único que pueden hacer para conseguir el perdón real y que los envíen al Muro en vez de a la muerte es confesar.
A Jalabhar Xho le parecería atractiva la verdad. De los demás no estaba tan segura, pero Qyburn era convincente...
Ya amanecía en Desembarco del Rey cuando salieron de la bañera. La Reina tenía la piel blanca y arrugada después de tanto tiempo en el agua.
—Quedaos conmigo —le pidió a Taena—. No quiero dormir sola.
Incluso rezó pidiendo a la Madre sueños gratos antes de meterse entre las sábanas.
Fue una pérdida de tiempo. Como de costumbre, los dioses hicieron oídos sordos. Cersei soñó que volvía a estar en las celdas negras, pero en aquella ocasión la que estaba encadenada a la pared era ella, no el bardo. Estaba desnuda, y la sangre le manaba del pecho porque el Gnomo le había arrancado los pezones a mordiscos.
—Por favor —le suplicaba—, por favor, a mis hijos no, no hagas daño a mis hijos.