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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (84 page)

Uno de los primeros reyes Targaryen había luchado durante años para acabar con las dos órdenes militares, aunque no recordaba cuál. Tal vez fuera Maegor, o el primer Jaehaerys.

«Tyrion lo sabría.»

—Su Altísima Santidad me escribe que el rey Tommen ha dado su consentimiento. Si quieres, te puedo enseñar la carta.

—Aunque sea verdad, eres un león de la Roca, un señor. Tienes una esposa y un castillo; tienes unas tierras que defender y un pueblo al que proteger. Si los dioses son bondadosos, tendrás hijos de tu propia sangre que te sucederán. ¿Por qué vas a renunciar a todo eso a cambio de unos votos?

—¿Por qué lo hiciste tú? —preguntó Lancel en voz baja.

«Por el honor —podría haber dicho Jaime—. Por la gloria.» Pero habría sido mentira. El honor y la gloria habían tenido algo que ver, pero sobre todo lo había hecho por Cersei. Se le escapó una carcajada.

—¿A los brazos de quién corres? ¿A los del Septón Supremo o a los de mi dulce hermana? Reza mientras meditas eso, primo. Reza mucho.

—¿Quieres rezar conmigo, Jaime?

Miró a su alrededor, a los dioses. La Madre, llena de misericordia. El Padre, severo en su juicio. El Guerrero, con una mano en la espada. El Desconocido, entre las sombras, con el rostro semihumano oculto bajo la capucha del manto.

«Creía que yo era el Guerrero y Cersei la Doncella, pero siempre fue el Desconocido, siempre me ocultó su verdadero rostro.»

—Reza por mí si quieres —replicó a su primo—. Se me han olvidado las oraciones.

Los gorriones seguían revoloteando por los peldaños cuando Jaime salió a la oscuridad.

—Gracias —les dijo—. Ahora me siento mucho más piadoso.

Fue en busca de Ser Ilyn y de un par de espadas.

El patio del castillo estaba lleno de ojos y oídos. Para escapar de ellos, se dirigieron al bosque de dioses de Darry. Allí no había gorriones; sólo árboles desnudos con ramas negras que arañaban el cielo. La alfombra de hojas secas crujía bajo sus pies.

—¿Veis aquella ventana, ser? —Jaime señaló con una espada—. Era el dormitorio de Raymun Darry. Allí durmió el rey Robert cuando volvíamos de Invernalia. La hija de Ned Stark había huido después de que su loba atacara a Joff, ¿lo recordáis? Mi hermana quería que le cortaran una mano a la niña; era el antiguo castigo por golpear a alguien de sangre real. Robert le dijo que era cruel y que estaba loca. Se pasaron media noche discutiendo... Bueno, Cersei discutía y Robert se emborrachaba. Pasada la medianoche, la Reina me hizo llamar. El Rey se había desmayado y roncaba en la alfombra myriense. Le pregunté a mi hermana si quería que lo llevara a la cama. Me dijo que la llevara a la cama a ella, y se quitó la túnica. La poseí en la cama de Raymun Darry, después de pasar por encima de Robert. Si Su Alteza hubiera llegado a despertarse, lo habría matado allí mismo. No habría sido el primer rey que cayera por mi espada... Pero esa historia ya la conocéis, ¿verdad? —Lanzó un tajo contra una rama y la partió en dos—. Mientras me la follaba, Cersei gritaba «¡La quiero!». Pensé que se refería a mi polla, pero lo que quería era a la pequeña Stark, mutilada o muerta. —«Qué cosas hago por amor»—. Fue simple casualidad que los hombres de Stark la encontraran antes que yo. Si hubiera dado yo con ella...

Las marcas de viruela del rostro de Ser Ilyn eran agujeros negros a la luz de las antorchas, tan oscuros como el alma de Jaime. Volvió a hacer aquel ruido chasqueante.

«Se está riendo de mí», comprendió Jaime Lannister.

—Por lo que sé, tú también te has follado a mi hermana, cabrón —escupió—. Bueno, cierra la boca y mátame si puedes.

BRIENNE (6)

El septrio se alzaba en la cima de una colina, en una isla situada a mil pasos de la costa, donde la amplia boca del Tridente se ensanchaba aún más para besar la bahía de los Cangrejos. Su prosperidad saltaba a la vista incluso desde la orilla. La ladera estaba cubierta de campos cultivados en bancales; abajo había estanques de peces, y más arriba, un molino con aspas de madera y lona que se movían con la brisa de la bahía. Brienne divisó ovejas que pastaban en la colina y cigüeñas en las aguas bajas, donde estaba el atracadero de la barcaza.

—Salinas está al otro lado del agua —dijo el septón Meribald señalando hacia el norte—. Los monjes nos trasladarán en la barcaza por la mañana, cuando suba la marea, aunque me temo que sé qué nos vamos a encontrar. Disfrutemos de una buena comida caliente antes de enfrentarnos a eso. Los hermanos siempre tienen un hueso para el perro.

El animal ladró y meneó la cola.

La marea se estaba retirando, y muy deprisa. Al retroceder, el agua que separaba la isla de la orilla dejaba a la vista una amplia extensión de arena mojada y brillante, salpicada de charcos que relucían como monedas de oro bajo el sol del atardecer. Brienne se rascó la nuca, donde le había picado un insecto. Se había recogido el pelo, y el sol le calentaba la piel.

—¿Por qué la llaman Isla Tranquila? —preguntó Podrick.

—Los que viven aquí son penitentes que quieren expiar sus pecados mediante la contemplación, la oración y el silencio. Los únicos que tienen permiso para hablar son el Hermano Mayor y sus personeros, y los personeros, sólo un día de cada siete.

—Las hermanas silenciosas no hablan —dijo Podrick—. Se dice que no tienen lengua.

El septón Meribald sonrió.

—Las madres llevan asustando a sus hijas con ese cuento desde que yo tenía tu edad. No era verdad entonces, ni lo es ahora. El voto de silencio es un acto de contrición, un sacrificio con el que demostramos nuestra devoción a los Siete. Para un mudo, hacer voto de silencio sería como que un hombre sin piernas renunciara a bailar. —Tiró de la correa de su asno para bajar por la ladera, y les hizo gestos para que lo siguieran—. Si queréis dormir a cubierto esta noche, desmontad y cruzad conmigo. Esto es un sendero de fe: sólo los piadosos lo pueden cruzar con seguridad. A los impíos se los tragan las arenas movedizas, o se ahogan cuando vuelve la marea. Porque ninguno de vosotros es impío, ¿verdad? Aun así, vigilad dónde ponéis los pies. Pisad sólo donde pise yo, y llegaréis a la otra orilla sanos y salvos.

Brienne no pudo dejar de advertir que el sendero de fe era un tanto tortuoso. La isla parecía alzarse al noroeste cuando estaban en la orilla, pero el septón Meribald no caminó directamente hacia ella, sino que empezó avanzando hacia el este, hacia las aguas más profundas de la bahía, que relucían azules y plateadas a lo lejos. Los dedos de los pies se le enterraban en el lodo blando. El septón se detenía de cuando en cuando para sondear el terreno con la pica. El perro lo seguía pegado a sus talones, olisqueando cada roca, cada concha, cada rastrojo de algas. En aquella ocasión no correteaba por delante ni se apartaba de ellos.

Detrás iba Brienne, concentrada en no apartarse de la línea de huellas que dejaban el perro, el asno y el hombre santo. Luego iba Podrick, y Ser Hyle cerraba la marcha. Cien pasos más adelante, Meribald giró bruscamente hacia el sur, de manera que casi daba la espalda al septrio. Recorrieron otros cien pasos en esa dirección, pasando entre dos charcos que había dejado la marea. El perro metió el hocico en uno y lanzó un gemido cuando un cangrejo se lo pellizcó con la pinza. Hubo una lucha breve pero enconada, y luego el perro volvió con ellos, empapado y lleno de barro, con el cangrejo entre los dientes.

—¿No tendríamos que ir hacia allí? —gritó Ser Hyle desde atrás mientras señalaba en dirección al septrio—. Pues nos estamos desviando lo nuestro.

—Fe —insistió el septón Meribald—. Creed, persistid y seguid, y encontraremos la paz que buscamos.

Las llanuras húmedas refulgían a su alrededor, salpicadas de cien colores. El lodo era de un marrón tan oscuro que casi parecía negro, pero también había ringleras de arena dorada, salientes rocosos grises y rojizos, y restos enmarañados de algas verdes y negras. Las cigüeñas pescaban en los charcos dejados por la marea y dejaban sus huellas en torno a ellos; los cangrejos correteaban por las aguas menos profundas. El aire estaba impregnado de un olor a salmuera y a podredumbre; el terreno les absorbía los pies y se los liberaba de mala gana, con un chasquido húmedo. El septón Meribald giró una vez más, y otra, y otra. Sus huellas se llenaban de agua en cuanto levantaba el pie. Cuando el terreno empezó a ser más firme y elevarse bajo ellos, habían recorrido al menos tres mil pasos.

Cuando subieron por las piedras rotas que circundaban la isla, tres hombres los estaban esperando. Iban vestidos con los hábitos de color crudo de los monjes, con grandes mangas acampanadas y capucha puntiaguda. Dos de ellos se habían envuelto la parte inferior del rostro con trozos de lana, de modo que sólo se les veían los ojos. El tercer monje fue el que habló.

—Hola, septón Meribald —saludó—. Ha pasado casi un año. Os damos la bienvenida. Igual que a vuestros compañeros.

El perro meneó la cola, y Meribald se sacudió el barro de los pies.

—¿Podemos rogaros hospitalidad por una noche?

—Sí, claro. Vamos a cenar guiso de pescado. ¿Necesitaréis la barcaza por la mañana?

—Si no es mucho pedir... —Meribald se volvió hacia sus acompañantes—. El hermano Narbert es personero de la orden, así que tiene permiso para hablar un día de cada siete. Hermano, estas buenas personas me han ayudado en el camino. Ser Hyle Hunt es un galante caballero del Dominio. El muchacho es Podrick Payne, nacido en las tierras del oeste. Y también nos acompaña Lady Brienne, a la que llaman la Doncella de Tarth.

El hermano Narbert se puso tenso.

—Una mujer.

—Sí, hermano. —Brienne se soltó el pelo y se lo sacudió—. ¿No tenéis mujeres aquí?

—Ahora mismo, no —respondió Narbert—. Las que vienen a vernos están enfermas, heridas o embarazadas. Los Siete han bendecido a nuestro Hermano Mayor con unas manos que curan. Les ha devuelto la salud a muchos hombres que ni los maestres podían sanar, y también a muchas mujeres.

—Yo no estoy enferma, herida ni embarazada.

—Lady Brienne es una doncella guerrera —le dijo el septón Meribald—. Quiere dar caza al Perro.

—¿De veras? —Narbert parecía desconcertado—. ¿Con qué fin?

—El suyo —dijo Brienne, acariciando el puño de
Guardajuramentos
.

El personero la examinó.

—Sois... muy musculosa para ser una mujer, es cierto, pero... tal vez debería llevaros ante el Hermano Mayor. Ya os habrá visto cruzar el barro. Venid.

Narbert los guió por un sendero de guijarros y a través de un pomar hasta un establo encalado con tejado de paja en forma de pico.

—Podéis dejar aquí a los animales. El hermano Gillam se encargará de que les den agua y comida.

Apenas una cuarta parte del establo estaba ocupada. En el otro extremo había media docena de mulas, cuidadas por un hombrecillo patizambo que Brienne supuso que sería Gillam. Al fondo, apartado de los otros animales, un enorme corcel relinchó al oír sus voces y coceó la puerta de su cuadra.

Mientras entregaba las riendas al hermano Gillam, Ser Hyle le lanzó una mirada de admiración al gran caballo.

—Hermosa bestia.

El hermano Narbert suspiró.

—Los Siete nos envían bendiciones, y los Siete nos envían pruebas. Hermoso, sí, pero sin duda, Pecio viene del mismísimo infierno. Cuando quisimos ponerle el arnés para uncirlo al arado, le dio una coz al hermano Rawney y le rompió la espinilla por dos sitios. Creíamos que castrándolo acabaríamos con su genio, pero... ¿Se lo enseñas, hermano Gillam?

El hermano Gillam se bajó la capucha. Bajo ella tenía una mata de pelo rubio con la coronilla tonsurada y un vendaje manchado de sangre en lugar de una oreja.

Podrick fue incapaz de contener una exclamación.

—¿Ese caballo os arrancó la oreja de un mordisco?

Gillam asintió y volvió a cubrirse la cabeza.

—Perdonad, hermano —dijo Ser Hyle—, pero, si os acercarais a mí con una cizalla, yo os arrancaría la otra.

Al hermano Narbert no le pareció bien la broma.

—Vos sois un caballero, ser.
Pecio
es una bestia de carga. El Herrero les regaló los caballos a los hombres para que los ayudaran en el trabajo. —Dio media vuelta—. Si tenéis la amabilidad... El Hermano Mayor os estará esperando.

La ladera era más empinada de lo que parecía desde la otra orilla. Para facilitar el ascenso, los monjes habían construido tramos de escaleras en zigzag que cruzaban la colina y pasaban entre los edificios. Tras un largo día a caballo, Brienne agradeció la ocasión de estirar un poco las piernas.

Mientras subían pasaron junto a una docena de monjes de la orden, hombres encapuchados con ropa parda que les lanzaron miradas curiosas pero no los saludaron en ningún momento. Uno llevaba un par de vacas hacia un granero bajo con techo de hierba y barro. Más arriba vieron a tres muchachos que pastoreaban unas cuantas ovejas, y al subir un poco más pasaron junto a un cementerio donde un monje más corpulento que Brienne cavaba una tumba. Por su manera de moverse, saltaba a la vista que era cojo. Cuando tiró una palada de tierra pedregosa a sus espaldas, parte de ella les fue a caer a los pies.

—Eh, ten más cuidado —le reprochó el hermano Narbert—. Casi le llenas la boca de tierra al septón Meribald.

El sepulturero agachó la cabeza. Cuando el perro se acercó para olfatearlo, dejó caer la pala y lo rascó detrás de las orejas.

—Es un novicio —explicó Narbert.

—¿Para quién es la tumba? —preguntó Ser Hyle cuando reanudaron el ascenso por los peldaños de madera.

—Para el hermano Clement, que el Padre lo juzgue con justicia.

—¿Era viejo? —preguntó Podrick Payne.

—Si cuarenta y ocho años son muchos, sí, pero no fue la edad lo que lo mató, sino las heridas que recibió en Salinas. Había ido a vender nuestro hidromiel en el mercado el día que los bandidos asaltaron la ciudad.

—¿El Perro? —preguntó Brienne.

—Otro igual de salvaje. Como el pobre Clement no hablaba, le cortó la lengua. El bandido dijo que, como había hecho voto de silencio, no le servía de nada. Seguro que el Hermano Mayor sabe más. No nos cuenta las peores noticias que llegan para no turbar la tranquilidad del septrio. Muchos de nuestros hermanos vinieron para huir de los horrores del mundo, no para pensar demasiado en ellos. El hermano Clement no es el único que ha sufrido heridas. Sólo que algunas no se ven. —El hermano Narbert señaló hacia la derecha—. Ahí están nuestras parras de verano. Las uvas son pequeñas y ácidas, pero dan un vino aceptable. También hacemos nuestra propia cerveza, y la sidra y el hidromiel que preparamos tienen fama.

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