—¿De verdad? —respondió la Reina, toda inocencia—. Vaya, pues más vale que vuestros valerosos hermanos los echen de esas piedras, y pronto.
—¿Y cómo sugiere la Reina que lo hagan sin barcos suficientes? —preguntó Ser Loras—. Willas y Garlan pueden reunir diez mil hombres en quince días y el doble en una luna, pero no saben caminar sobre las aguas, Alteza.
—Altojardín está en el Mander —le recordó Cersei—. Vosotros y vuestros vasallos domináis mil leguas de costa. ¿No hay aldeas de pescadores en vuestras orillas? ¿No tenéis barcazas de placer, ni transbordadores, ni galeras fluviales, ni esquifes?
—Muchos —reconoció Ser Loras.
—Pues bastarán y sobrarán para transportar un ejército al otro lado de una pequeña franja de agua.
—Y cuando los barcoluengos de los hijos del hierro ataquen nuestra escuálida flota mientras cruza esa «pequeña franja de agua», ¿qué sugiere Vuestra Alteza que hagamos?
«Ahogaros», pensó Cersei.
—Altojardín también cuenta con oro. Tenéis mi permiso para contratar barcos mercenarios al otro lado del mar Angosto.
—¿Queréis decir piratas de Myr y Lys? —replicó Loras con desprecio—. ¿La basura de las Ciudades Libres?
«Es tan insolente como su hermana.»
—Es triste reconocerlo, pero de cuando en cuando, todos tenemos que tratar con basura —dijo con dulzura venenosa—. ¿Se os ocurre alguna idea mejor?
—Sólo el Rejo tiene suficientes galeras para reconquistar la desembocadura del Mander y proteger a mis hermanos de los barcoluengos del hierro. Os lo suplico, Alteza, enviad un mensaje a Rocadragón y ordenad a Lord Redwyne que ice las velas de inmediato.
«Al menos tiene la sensatez de suplicar.» Paxter Redwyne poseía doscientos barcos de guerra, un millar de carracas mercantes, cocas para el transporte de vino, galeras comerciales y balleneros. Pero Redwyne estaba acampado junto a las murallas de Rocadragón, con la mayor parte de su flota dedicada a cruzar a los hombres por la bahía Aguasnegras para el ataque contra la fortaleza de la isla. Los demás patrullaban el sur de la bahía de los Naufragios, donde su presencia era lo único que impedía que Bastión de Tormentas se reabasteciera por mar.
La sugerencia de Ser Loras enfureció a Aurane Mares.
—Si Lord Redwyne se retira con sus barcos, ¿cómo vamos a abastecer a nuestros hombres en Rocadragón? Sin las galeras del Rejo, ¿cómo mantendremos el asedio en Bastión de Tormentas?
—El asedio se puede reanudar más adelante, después de...
—Bastión de Tormentas vale cien veces más que las Escudo —interrumpió Cersei—, y Rocadragón... Mientras siga en manos de Stannis Baratheon, mi hijo estará con la soga al cuello. Lord Redwyne y su flota podrán marcharse cuando caiga el castillo. —La Reina se puso en pie—. La audiencia ha terminado. Gran Maestre Pycelle, quiero hablar con vos.
El anciano se sobresaltó como si su voz lo hubiera arrancado de algún sueño de juventud, pero antes de que pudiera decir nada, Loras Tyrell se adelantó con paso tan rápido que la Reina retrocedió alarmada. Estaba a punto de gritar a Ser Osmund que la defendiera cuando el Caballero de las Flores se dejó caer sobre una rodilla.
—Alteza, permitidme que tome Rocadragón.
Su hermana se llevó una mano a la boca.
—No, Loras, no.
Ser Loras hizo caso omiso de su súplica.
—Hará falta medio año o más para rendir por hambre Rocadragón, como pretende hacer Lord Paxter. Ponedme al mando, Alteza. El castillo será vuestro en dos semanas aunque tenga que hacerlo pedazos con mis propias manos.
Nadie había hecho un regalo tan hermoso a Cersei desde que Sansa Stark acudió a ella para contarle los planes de Lord Eddard. Se alegró de ver que Margaery se había puesto pálida.
—Vuestro valor me deja sin palabras, Ser Loras —dijo—. Lord Mares, ¿alguno de los dromones nuevos está preparado para hacerse a la mar?
—El
Bella Cersei
, Alteza. Un barco rápido, y tan fuerte como la reina cuyo nombre lleva.
—Espléndido. Que el
Bella Cersei
lleve de inmediato a nuestro Caballero de las Flores a Rocadragón. Ser Loras, estáis al mando. Juradme que no regresaréis hasta que Rocadragón sea de Tommen.
—Así lo haré, Alteza. —Se levantó.
Cersei lo besó en las dos mejillas. También besó a su hermana.
—Vuestro hermano es muy galante —le susurró. Margaery no tuvo la elegancia de responder, o tal vez el miedo la hubiera dejado sin palabras.
Aún faltaban varias horas para el amanecer cuando Cersei salió por la Puerta del Rey, situada tras el Trono de Hierro. Ser Osmund la precedía con una antorcha, y Qyburn caminaba tras ella. Pycelle tuvo que apretar el paso para no perderlos de vista.
—Si a Vuestra Alteza no le importa que se lo diga —jadeó—, los jóvenes son osados en exceso: sólo ven la gloria de la batalla, y nunca los peligros. Ser Loras... Su plan está lleno de peligros... Atacar los muros de Rocadragón...
—Es muy valiente.
—Valiente, sí, pero...
—No me cabe duda de que nuestro Caballero de las Flores será el primero en llegar a las almenas.
«Y puede que el primero en caer. —El canalla picado de viruelas que había dejado Stannis al frente de su castillo no era un simple inexperto campeón de torneos, sino un asesino curtido. Si los dioses eran bondadosos, le proporcionaría a Ser Loras el final glorioso que por lo visto estaba buscando—. Siempre que no se ahogue por el camino. —La noche anterior se había desencadenado otra tormenta; había sido espantosa. La lluvia había caído incesantemente durante horas—. Sería una lástima, ¿verdad? —meditó la Reina—. Ahogarse es una vulgaridad. Ser Loras desea la gloria igual que los hombres de verdad desean a las mujeres; lo mínimo que pueden hacer los dioses es concederle una muerte digna de una canción.»
Pero daba igual qué sucediera en Rocadragón; en cualquier caso, ella saldría ganando. Si Loras tomaba el castillo, Stannis sufriría un golpe espantoso, y la flota de los Redwyne podría ir al encuentro de los hombres del hierro. Si fracasaba, ella se ocuparía de que cargara con la mayor parte de la culpa. No había nada que deslustrara tanto a un héroe como el fracaso. «Y si vuelve a casa encima de su escudo, cubierto de sangre y gloria, aquí estará Ser Osney para consolar a su afligida hermana.»
No pudo contener la risa durante más tiempo. Se le escapó de entre los labios y despertó ecos en las paredes.
—¿Alteza? —El Gran Maestre Pycelle parpadeó, boquiabierto—. ¿Por qué...? ¿Por qué os reís?
—Es que de lo contrario me echaría a llorar —tuvo que responderle—. Mi corazón está henchido de amor hacia nuestro Ser Loras y su valentía.
Dejó al Gran Maestre al pie de la escalera de caracol.
«Si alguna vez me fue de utilidad, esos tiempos han pasado», decidió la Reina. Últimamente, lo único que hacía Pycelle era molestarla con sus advertencias y objeciones. Había protestado incluso por el acuerdo al que había llegado con el Septón Supremo; la miró con los ojos nublados y acuosos cuando le ordenó que preparase los papeles necesarios, y le estuvo soltando tonterías sobre detalles históricos hasta que Cersei lo interrumpió.
—Los tiempos del rey Maegor han pasado, y también sus decretos —le dijo con firmeza—. Son los tiempos del rey Tommen, mis tiempos.
«Habría hecho mejor en dejarlo morir en las celdas negras.»
—Si Ser Loras cayera, Su Alteza necesitaría buscar otro buen caballero para la Guardia Real —dijo Qyburn mientras cruzaban por encima del foso de estacas que rodeaba el Torreón de Maegor.
—Un caballero espléndido —asintió—. Tan joven, rápido y fuerte, que consiga que Tommen se olvide por completo de Ser Loras. Algo de galantería no estaría de más, pero que no tenga la cabeza llena de pájaros. ¿Conocéis a alguien así?
—Por desgracia, no —respondió Qyburn—. Estaba pensando en otra clase de campeón. Lo que le falta en galantería os lo compensaría cien veces con devoción. Protegerá a vuestro hijo; matará a vuestros enemigos; guardará vuestros secretos, y ningún hombre podrá enfrentarse a él.
—Eso decís vos. Las palabras se las lleva el viento. Cuando llegue la hora, podéis mostrarme a ese dechado de virtudes, y veremos si es tal como me habéis prometido.
—Habrá canciones que hablarán de él, lo juro. —A Lord Qyburn se le formaban arrugas en torno a los ojos cuando sonreía—. ¿Os importa si os pregunto por la armadura?
—Ya he transmitido vuestra petición. El armero cree que me he vuelto loca. Me jura que no hay hombre tan fuerte que pueda moverse y luchar con semejante peso encima. —Le dirigió una mirada de advertencia al maestre sin cadena—. Si os atrevéis a engañarme, moriréis aullando. Confío en que seáis consciente de ello.
—Siempre, Alteza.
—Bien. No digamos más.
—La Reina es sabia. Estas paredes tienen oídos.
—Así es.
Por la noche, la reina Cersei oía sonidos tenues incluso en sus habitaciones. «Hay ratones en las paredes —se decía—. Nada más.»
Junto a su cama ardía una vela, pero la chimenea se había apagado y no se veía ninguna otra luz. Hacía frío en la habitación. Cersei se desnudó y se metió entre las sábanas; su túnica quedó arrugada en el suelo. Al otro lado de la cama, Taena se movió.
—Alteza —murmuró—. ¿Qué hora es?
—La hora de la lechuza —respondió la Reina.
Cersei había dormido sola muchas veces, pero nunca le había gustado. Sus recuerdos más antiguos eran de compartir la cama con Jaime cuando aún eran tan pequeños que nadie los podía distinguir. Más adelante, cuando los separaron, tuvo una sucesión de doncellas y compañeras, muchas de ellas niñas de su edad, hijas de los banderizos o de los caballeros de la Casa de su padre. Ninguna de ellas la había satisfecho, y pocas le habían durado mucho tiempo.
«Serpientes, todas, de la primera a la última. Crías aburridas y lloronas, siempre contando tonterías e intentando interponerse entre Jaime y yo.» Pero en las negras entrañas de la Roca hubo noches en que agradeció su calor. Una cama vacía era una cama gélida.
Y allí más que en ninguna otra parte. Aquella habitación estaba helada, y su maldito esposo real había muerto bajo aquel mismo dosel.
«Robert Baratheon, el primero de su nombre, y más vale que no haya un segundo. Un salvaje estúpido y borracho. Ojalá esté derramando lágrimas en el infierno.» Taena le calentaba la cama igual que Robert, y no intentó nunca hacerla abrirse de piernas. Últimamente compartía el lecho de la Reina más a menudo que el de Lord Merryweather. A Orton no parecía importarle, y si le importaba, tenía el sentido común de no decirlo.
—Cuando me desperté y vi que no estabais, me preocupé —murmuró Lady Merryweather al tiempo que se incorporaba contra las almohadas, con las colchas enroscadas en torno a la cintura—. ¿Ha pasado algo malo?
—No —respondió Cersei—, todo va bien. Mañana, Ser Loras zarpará hacia Rocadragón para conquistar el castillo, liberar la flota de Redwyne y demostrarnos a todos lo viril que es. —Le relató a la myriense lo sucedido bajo la sombra cambiante del Trono de Hierro—. Sin su aguerrido hermano, nuestra pequeña reina está poco menos que desvalida. Cuenta con sus guardias, sí, pero tengo a su capitán corriendo de un lado a otro por el castillo. Es un viejo charlatán con una ardilla en el jubón. Las ardillas temen a los leones; no tendrá valor para desafiar al Trono de Hierro.
—Margaery cuenta con otras espadas —le advirtió Lady Merryweather—. Ha hecho muchos amigos en la corte; tanto ella como sus jóvenes primas tienen admiradores.
—Unos cuantos pretendientes no me estorban —dijo Cersei—. En cambio, el ejército en Bastión de Tormentas...
—¿Qué pensáis hacer, Alteza?
—¿Por qué? —La pregunta era un poco demasiado directa para el gusto de Cersei—. Espero que no estéis pensando en compartir mis divagaciones con nuestra pequeña reina.
—Eso nunca. No soy como esa chica, Senelle.
A Cersei no le gustaba pensar en Senelle. «Me pagó mi bondad con traición.» Sansa Stark había hecho lo mismo. Igual que Melara Hetherspoon y la regordeta de Jeyne Farman, cuando las tres eran niñas. «De no ser por ellas no habría entrado en aquella carpa y no habría dejado que Maggy
la Rana
saborease mi futuro en una gota de sangre.»
—Me entristecería mucho que traicionarais mi confianza, Taena. No tendría más remedio que entregaros a Lord Qyburn, pero lo haría con lágrimas en los ojos.
—Jamás seré la causa de vuestras lágrimas, Alteza. Si alguna vez lo soy, sólo tenéis que decirlo y yo misma me entregaré a Qyburn. Sólo quiero estar cerca de vos, para serviros como me pidáis.
—¿Y qué recompensa esperáis a cambio de vuestros servicios?
—Ninguna. Me complace complaceros.
Taena se recostó de lado; su piel olivácea brillaba a la luz de las velas. Tenía los pechos más grandes que la Reina, con grandes pezones negros como tizones.
«Es más joven que yo. Aún no se le han empezado a caer las tetas.» Cersei se preguntó qué se sentiría al besar a otra mujer. No un beso en la mejilla, cortesía común entre las damas de noble cuna, sino en los labios. Taena tenía los labios carnosos. Se preguntó también cómo sería chupar aquellos pechos, tumbar de espaldas a la mujer myriense, abrirle las piernas y usarla como la usaría un hombre, como la había usado Robert a ella cuando estaba borracho y no conseguía hacer que se corriera con la mano ni con la boca.
Aquellas noches habían sido las peores, tumbada impotente debajo de él mientras la utilizaba hasta cansarse, entre el hedor del vino y sus gruñidos de jabalí. Por lo general se echaba a un lado en cuanto acababa y se quedaba dormido; empezaba a roncar antes de que su semilla se le secara en los muslos. Ella siempre terminaba magullada, con la entrepierna en carne viva y los pechos doloridos por los apretones. La única vez que había conseguido humedecerla había sido en su noche de bodas.
Cuando se casaron, Robert era bastante atractivo: alto, fuerte y poderoso, pero tenía el vello negro y grueso, espeso en el pecho y áspero en torno al sexo.
«Del Tridente volvió el que no debía», pensaba a veces la Reina mientras lo tenía encima. Durante los primeros años, cuando la montaba más a menudo, ella cerraba los ojos y se imaginaba que era Rhaegar. No podía fantasear con Jaime; era demasiado diferente, demasiado desacostumbrado. Hasta el olor lo delataba.
Para Robert, aquellas noches no habían existido. Cuando llegaba la mañana no recordaba nada, o al menos eso le decía. En cierta ocasión, durante su primer año de matrimonio, Cersei lo había informado de su disgusto a la mañana siguiente.