—Hay otra cosa. Anoche tuve un sueño terrible.
—Todos los sufrimos de cuando en cuando.
—Este sueño tiene que ver con una bruja a la que fui a ver de niña.
—¿Una bruja de los bosques? Por lo general son inofensivas. Tienen algunos conocimientos de las hierbas y saben hacer de matronas, pero...
—Era mucho más que eso. Medio Lannisport acudía a ella en busca de amuletos y pócimas. Era madre de un señor menor, un comerciante rico al que mi abuelo había otorgado un título. El padre de este señor la había conocido en un viaje por el este. Unos decían que ella lo hechizó; otros, que le bastó con la magia que tenía entre los muslos. No siempre había sido repulsiva, o eso se decía. No recuerdo su nombre. Era muy largo, oriental, sonaba raro. La gente del pueblo la llamaba Maggy.
—¿Maegi?
—¿Así lo pronunciáis vos? Esa mujer chupaba una gota de sangre del dedo y decía qué depararía el futuro.
—La magia de sangre es la forma más negra de hechicería. Hay quien dice que también es la más poderosa.
No era lo que Cersei quería oír.
—Esa
maegi
me hizo varias profecías. Al principio me reí de ellas, pero... Predijo la muerte de una de mis doncellas. En aquel momento era una niña de once años, saludable como una potrilla, y vivía a salvo en la Roca. Pero poco después se cayó en un pozo y se ahogó.
Melara le había suplicado que no hablaran jamás de lo que habían oído en la carpa de la
maegi
.
«Si no volvemos a hablar de eso, se nos olvidará, se convertirá en una pesadilla que tuvimos —decía—. Las pesadillas nunca se hacen realidad.» Por aquel entonces eran tan jóvenes que aquello les sonó casi razonable.
—¿Aún echáis de menos a vuestra amiga de la infancia? —preguntó Qyburn—. ¿Eso es lo que os preocupa, Alteza?
—¿Melara? No. Apenas me acuerdo de su cara. Es que... La maegi sabía cuántos hijos iba a tener, y también lo de los bastardos de Robert. Años antes de que engendrara al primero, ella ya lo sabía. Me prometió que sería reina, pero dijo que llegaría otra... «Más joven y bella», me dijo... Otra reina que me arrebataría todo lo que me era querido.
—¿Y queréis impedir que se cumpla esa profecía?
«Más que nada en el mundo», pensó.
—¿Es posible?
—Oh, sí. No lo dudéis.
—¿Cómo?
—Me parece que Vuestra Alteza ya lo sabe.
Era verdad.
«Lo supe desde el principio —pensó—. Incluso cuando estábamos en la carpa. "Si lo intenta, le diré a mi hermano que la mate".»
Pero saber qué había que hacer era una cosa, y saber cómo hacerlo, otra muy diferente. Ya no podía confiar en Jaime. Una enfermedad repentina sería lo mejor, pero los dioses rara vez eran tan serviciales.
«Entonces, ¿cómo? ¿Un cuchillo, una almohada, una copa de veneno de corazón?» Todos los métodos tenían inconvenientes. Si un anciano moría mientras dormía, nadie sospechaba, pero si una muchacha de dieciséis años aparecía muerta en su cama, habría preguntas, y muy incómodas. Además, Margaery no dormía sola nunca. Incluso entonces, mientras Ser Loras agonizaba, estaba rodeada de espadas día y noche.
«Pero las espadas tienen dos filos. Los mismos que la guardan podrían acabar con ella. —Las pruebas tenían que ser tan abrumadoras que ni el señor padre de Margaery tuviera más remedio que acceder a su ejecución. No sería sencillo—. Sus amantes no confesarán; saben que perderían la cabeza, igual que ella. A menos que...»
Al día siguiente, la Reina bajó al patio para ir al encuentro de Osmund Kettleblack, que estaba entrenándose con uno de los gemelos Redwyne. No habría sabido decir cuál, pues nunca había podido distinguirlos. Contempló el baile de espadas durante un rato; luego se llevó aparte a Ser Osmund.
—Pasead un rato conmigo y decidme la verdad. Nada de fanfarronadas, ni de que un Kettleblack vale el triple que cualquier otro caballero. Muchas cosas dependen de vuestra respuesta. Vuestro hermano Osney... ¿Qué tal maneja la espada?
—Bien. Ya lo habéis visto. No es tan fuerte como Osfryd ni como yo, pero es rápido y letal.
—Si llegara el momento, ¿podría derrotar a Ser Boros Blount?
—¿Boros
el Barrigas
? —Ser Osmund soltó una risita—. ¿Cuántos años tiene? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Está borracho la mitad del tiempo, y cuando está sobrio sigue estando gordo. Si alguna vez le gustó la batalla, ya no. Sí, Alteza, si hubiera que matar a Ser Boros, a Osney le resultaría fácil. ¿Por qué? ¿Boros ha cometido alguna traición?
—No —replicó ella.
«Pero Osney sí.»
Encontraron el primer cadáver a media legua de la encrucijada.
Colgaba de la rama de un árbol muerto, cuyo tronco ennegrecido mostraba aún las cicatrices del rayo que lo había matado. Los cuervos carroñeros se habían ocupado del rostro, y los lobos se habían dado un festín con la parte inferior de las piernas, que colgaba cerca del suelo. Por debajo de las rodillas quedaban sólo huesos y jirones de ropa, y un zapato mordido medio cubierto de barro y moho.
—¿Qué tiene en la boca? —preguntó Podrick.
Brienne tuvo que obligarse a mirar. La cara era gris y verde, espantosa, con la boca muy abierta. Le habían metido una piedra blanca entre los dientes. Una piedra o...
—Sal —dijo el septón Meribald.
Cincuenta metros más adelante vieron el segundo cadáver. Los carroñeros lo habían destrozado; lo que quedaba de él estaba disperso por el suelo bajo los restos de una cuerda deshilachada que colgaba de la rama de un olmo. Brienne habría pasado de largo sin fijarse si el perro no hubiera captado su olor.
—¿Qué hay ahí? —Ser Hyle descabalgó, siguió al perro y volvió con un yelmo corto. Dentro estaba todavía la cabeza del muerto, además de unos cuantos gusanos y escarabajos—. Buen acero —dictaminó—, y no está demasiado mellado, aunque el león ha perdido la cabeza. ¿Quieres un yelmo, Pod?
—Ese no. Tiene gusanos.
—Los gusanos se quitan con agua, chico. Eres más melindroso que una niña.
Brienne lo miró con el ceño fruncido.
—Es muy grande para él.
—Ya crecerá.
—No lo quiero —dijo Podrick.
Ser Hyle se encogió de hombros y tiró el yelmo entre las hierbas, con cimera de león y todo. El perro ladró y corrió a levantar la pata contra el árbol.
En adelante fue raro que avanzaran cien pasos sin encontrarse un cadáver. Colgaban de fresnos y alisos, de hayas y abedules, de alerces y olmos, de viejos sauces grises y de castaños majestuosos. Todos tenían un nudo corredizo en torno al cuello, colgaban de una soga de cáñamo y tenían la boca llena de sal. Algunos llevaban capas grises, azules o carmesíes, aunque la lluvia y el sol las habían desteñido tanto que costaba distinguir los colores. Otros tenían blasones bordados en el pecho. Brienne vio hachas, flechas, varios salmones, un pino, una hoja de roble, escarabajos, gallos, una cabeza de jabalí y media docena de tridentes.
«Hombres quebrados —comprendió—, restos de una docena de ejércitos, las sobras de los señores.»
Algunos de los muertos eran calvos, y otros, barbudos; los había jóvenes y viejos, altos y bajos, gordos y flacos. Con la hinchazón de la muerte, con el rostro devorado y podrido, todos parecían iguales.
«En la horca, todos los hombres son hermanos.» Brienne lo había leído en un libro, aunque no recordaba en cuál.
Fue Hyle Hunt quien expresó por fin lo que todos habían comprendido.
—Son los hombres que atacaron Salinas.
—Que el Padre los juzgue con dureza —dijo Meribald, que había sido amigo del anciano septón de la ciudad.
A Brienne no le preocupaba tanto quiénes fueran como quién los había ahorcado. Se decía que el nudo corredizo era el método de ejecución favorito de Beric Dondarrion y su grupo de bandidos. Si era así, tal vez estuviera cerca el señor del relámpago.
El perro ladró, y el septón Meribald miró a su alrededor con el ceño fruncido.
—¿No deberíamos avivar el paso? El sol no tardará en ponerse, y los cadáveres no son buena compañía por la noche. Estos hombres fueron malvados y peligrosos en vida, y no creo que hayan mejorado con la muerte.
—En eso no estamos de acuerdo —dijo Ser Hyle—. Es precisamente la clase de gente que mejora con la muerte.
De todos modos, picó espuelas a su caballo y avanzaron un poco más deprisa.
Más adelante, los árboles empezaron a escasear, aunque no los cadáveres. Los bosques dejaron paso a prados embarrados; las ramas de los árboles, a patíbulos. Las bandadas de cuervos levantaban el vuelo entre graznidos cuando se acercaban los viajeros, y volvían a posarse en los cadáveres cuando pasaban de largo.
«Eran unos malvados», se recordó Brienne, pero aun así se sentía triste.
Se obligó a mirar a cada uno de los ahorcados en busca de caras conocidas. Le pareció reconocer a unos cuantos de Harrenhal, pero en su estado no tenía manera de estar segura. Ninguno llevaba un casco en forma de cabeza de perro, aunque algunos tenían yelmos de varias formas. A casi todos les habían quitado las armas, la armadura y las botas antes de colgarlos.
Cuando Podrick preguntó el nombre de la posada donde iban a pasar la noche, el septón Meribald se centró rápidamente en el tema, quizá para quitarse de la cabeza los horrorosos centinelas grises que flanqueaban el camino.
—Hay quien la llama Posada Vieja. Ahí ha habido una posada durante cientos de años, aunque esta en concreto se edificó durante el reinado del primer Jaehaerys, el rey que hizo el camino Real. Se dice que Jaehaerys y su reina dormían en esa posada cuando estaban de viaje. Durante un tiempo, la posada se conoció como Dos Coronas, en su honor, hasta que un posadero construyó un campanario, y pasó a llamarse Posada del Tañido. Más tarde fue a parar a manos de un caballero tullido que se llamaba Jon Heddle
el Largo
, que se dedicó a trabajar el hierro cuando se sintió demasiado viejo para seguir luchando. Forjó un cartel nuevo para el patio, un dragón de tres cabezas de hierro negro, y lo colgó de un poste de madera. La bestia era tan grande que tuvo que fabricarla con una docena de piezas, y luego las unió con cuerdas y alambres. Cuando soplaba el viento, las piezas chocaban entre sí, de manera que todos la llamaban la Posada del Dragón Tintineante.
—¿Aún tiene ese cartel? —preguntó Podrick.
—No —dijo el septón Meribald—. Cuando el hijo del herrero ya era anciano, un hijo bastardo del cuarto Aegon se rebeló contra su hermano legítimo y adoptó como blasón un dragón negro. Por aquel entonces, estas tierras pertenecían a Lord Darry, y su señoría era leal al rey. Sólo con ver el dragón negro de hierro se puso tan furioso que cortó el poste, hizo pedazos el cartel y lo tiró al río. Una de las cabezas del dragón llegó a la Isla Tranquila muchos años más tarde, aunque ya estaba roja de óxido. El posadero no sustituyó el cartel, así que la gente se olvidó del dragón y empezó a llamar al establecimiento la Posada del Río. En aquellos tiempos, el Tridente corría bajo su puerta trasera y la mitad de las habitaciones quedaba encima del agua. Se decía que los huéspedes podían tirar un sedal por la ventana para pescar truchas. También había una barcaza que hacía la travesía; así, los viajeros podían cruzar a la Aldea de Lord Harroway y Murosblancos.
—Nos apartamos del Tridente más al sur y hemos estado cabalgando hacia el noroeste... No en dirección al río, sino todo lo contrario.
—Sí, mi señora —respondió el septón—. El río se movió. Eso fue hace setenta años. ¿O quizá ochenta? En aquellos tiempos llevaba la posada el padre de Masha Heddle. Fue ella quien me contó toda esta historia. Masha era bondadosa; le gustaban la hojamarga y los pastelillos de miel. Cuando no tenía habitación para mí, me permitía dormir junto a la chimenea, y nunca me dejó seguir camino sin darme pan, queso, y unos pastelillos duros.
—¿Aún es la posadera? —preguntó Podrick.
—No. Los leones la ahorcaron. Tengo entendido que cuando se marcharon, uno de sus sobrinos trató de volver a abrir la posada, pero con la guerra, los caminos eran demasiado peligrosos para que la gente viajara, así que tenía poca clientela. Puso unas cuantas prostitutas, pero ni con eso se salvó. Me dijeron que no sé qué señor lo mató a él también.
Ser Hyle esbozó una sonrisa irónica.
—Nunca habría imaginado que dirigir una posada representara un peligro tan letal.
—El peligro está en ser del pueblo llano cuando los grandes señores juegan a su juego de tronos —replicó el septón Meribald—. ¿Verdad, perro?
El perro ladró como si estuviera de acuerdo.
—¿Cómo se llama la posada ahora? —preguntó Podrick.
—La gente la llama la Posada de la Encrucijada, sin más. El Hermano Mayor me dijo que dos sobrinas de Masha Heddle la han vuelto a abrir. —Señaló con la pica—. Si los dioses son bondadosos, ese humo que se eleva más allá de los hombres ahorcados será el de sus chimeneas.
—Podrían llamarla Posada del Patíbulo —comentó Ser Hyle.
Se llamara como se llamara, la posada era grande: tres pisos que se alzaban junto a los caminos embarrados, con las paredes, las torrecillas y las chimeneas de piedra blanca que brillaba pálida y fantasmal contra el cielo gris. El ala sur se alzaba sobre pilares de madera, por encima de una hondonada agrietada de hierbajos y vegetación seca. Junto al ala norte había un establo de techo de paja y un campanario. Alrededor se alzaba un muro bajo de piedras blancas cubiertas de musgo.
«Por lo menos no la han quemado.»
En Salinas sólo habían encontrado muerte y desolación. Cuando los hermanos silenciosos llevaron en la barcaza a Brienne y a sus acompañantes, hacía ya tiempo que los supervivientes habían huido y los muertos estaban enterrados, pero quedaba el cadáver de la propia ciudad, ceniciento, insepulto. El aire olía aún a humo, y los graznidos de las gaviotas que los sobrevolaban sonaban casi humanos, como los lamentos de niños extraviados. Hasta el castillo parecía triste y abandonado. Tan gris como las cenizas de la ciudad que lo rodeaba, constaba de un torreón cuadrado rodeado por una muralla, construido de manera que desde él se dominara el puerto. Cuando Brienne y los demás tiraron de las riendas de sus caballos para bajar de la barcaza, el castillo estaba cerrado a cal y canto, y en sus almenas no se movía nada aparte de los estandartes. Hizo falta un cuarto de hora de ladridos del perro y golpes de la pica del septón Meribald contra la puerta para que apareciera en ellas una mujer, que les preguntó qué querían.