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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (98 page)

Cuando la noche envolvió la Fortaleza Roja, Jocelyn encendió la chimenea de la Reina, mientras Dorcas prendía las velas de los lados de la cama. Cersei abrió la ventana para respirar aire fresco, y vio que las nubes volvían a cubrir las estrellas.

—Qué noche más oscura, Alteza —murmuró Dorcas.

«Sí —pensó—, pero no tanto como en la Bóveda de las Doncellas, ni como en Rocadragón, donde yace Loras Tyrell quemado y sangrando, ni como en las celdas negras que hay bajo el castillo. —La Reina no sabía por qué le había acudido aquello a la cabeza. Estaba decidida a no volver a pensar en Falyse—. Un combate singular. Es culpa de Falyse, por casarse con semejante imbécil. —Según las noticias que llegaban de Stokeworth, Lady Tanda había muerto de un enfriamiento en el pecho provocado por la fractura de cadera. Habían nombrado Lady Stokeworth a Lollys
la Lela
, y Ser Bronn era el señor—. Tanda muerta, y Gyles agonizante. Menos mal que tenemos al Chico Luna; así no nos quedamos sin bufones. —La Reina sonrió y apoyó la cabeza en la almohada—. Cuando la besé en la mejilla, noté el sabor salado de sus lágrimas.»

Volvió a tener el viejo sueño, el de las tres niñas con capas marrones, una vieja arrugada y una carpa que olía a muerte.

La carpa de la vieja era alta, con cubierta puntiaguda. No quería entrar, igual que no había querido a los diez años, pero las otras niñas la miraban y no podía echarse atrás. En el sueño eran tres, como en la vida real. Jeyne Farman, la gorda, se quedó atrás, como siempre. Ya era raro que hubiera llegado hasta allí. Melara Hetherspoon era más atrevida, mayor y más bonita, aunque pecosa. Las tres se habían puesto la capa de lana basta y se habían cubierto con la capucha después de escabullirse de la cama y cruzar los terrenos del torneo para ir a ver a la hechicera. Melara había oído cuchichear a las criadas; decían que podía maldecir a un hombre o hacer que se enamorara, invocar demonios y predecir el futuro.

En la vida real, las niñas habían llegado jadeantes y risueñas, cuchicheando, tan emocionadas como asustadas. En el sueño era diferente. En el sueño, los pabellones estaban envueltos en sombras; los caballeros y criados con que se cruzaban eran de neblina. Las chicas vagaron un buen rato antes de dar con la carpa de la vieja. Cuando llegaron, todas las antorchas se estaban consumiendo ya. Cersei las observó arrebujarse en las capas y hablar en susurros.

«Marchaos —trató de decirles—. Dad media vuelta. Eso no es para vosotras.»

Pero aunque movía los labios, no le salían las palabras.

La hija de Lord Tywin fue la primera en levantar la cortina de la carpa, seguida de Melara. Jeyne Farman entró la última y trató de esconderse detrás de las otras dos, como hacía siempre.

En el interior reinaba un caos de olores: canela; nuez moscada; pimienta roja, negra y blanca; leche de almendras; cebolla; clavo; citronela; cotizado azafrán, y otras especias aún más escasas. La única luz procedía de un brasero de hierro en forma de cabeza de basilisco, era una iluminación verdosa que hacía que las paredes de la carpa parecieran frías, muertas, podridas. ¿Había sido así en la vida real? Cersei no lo recordaba.

En el sueño, la hechicera estaba durmiendo, igual que en la realidad.

«No la despertéis —quiso gritarles la Reina—. Estúpidas, no se debe despertar a una hechicera dormida.» Pero sin lengua no pudo hacer más que mirar como la niña se quitaba la capa y daba una patada al jergón de la bruja.

—Despierta —dijo—. Queremos que nos leas el futuro.

Cuando Maggy
la Rana
abrió los ojos, Jeyne Farman lanzó un grito de miedo y huyó de la carpa hacia la noche. Jeyne, regordeta y menuda, tímida e idiota, con su cara rechoncha, siempre asustada hasta de las sombras.

«Pero ella fue la inteligente.» Jeyne seguía viviendo en Isla Bella. Se había casado con un banderizo de su señor hermano y le había dado una docena de hijos.

La anciana tenía los ojos amarillos, con unas costras repugnantes. En Lannisport se comentaba que, cuando su esposo volvió del este con ella, junto con un cargamento de especias, era joven y hermosa, pero los años y la maldad habían dejado sus marcas. Era baja, achaparrada, llena de verrugas, con una papada verdosa. Había perdido todos los dientes, y las tetas le colgaban hasta las rodillas. Al acercarse a ella se percibía el olor de la enfermedad, y cuando habló, su aliento era extraño, fuerte, repulsivo.

—Largo de aquí —les dijo a las niñas con una voz que era como un graznido.

—Hemos venido a que nos leas el futuro —le replicó la pequeña Cersei.

—Largo de aquí —graznó por segunda vez la anciana.

—Nos han dicho que puedes ver el mañana —dijo Melara—. Sólo queremos saber con qué hombres vamos a casarnos.

—Largo de aquí —graznó Maggy por tercera vez.

«Hacedle caso —habría gritado la Reina si tuviera lengua—. Todavía estáis a tiempo. ¡Huid, estúpidas!»

La niña de los bucles dorados se llevó las manos a las caderas.

—Léenos el futuro o se lo diré a mi señor padre y te hará azotar por tu insolencia.

—Por favor —rogó Melara—. Léenos el futuro y nos marcharemos.

—Aquí hay alguien que no tiene futuro —murmuró Maggy con su espantosa voz ronca. Se puso la túnica y les hizo una seña para que se acercaran—. Si no queréis largaros, venid. Estúpidas. Venid, sí. Tengo que probar vuestra sangre.

Melara se puso pálida, pero Cersei no. Una leona no tenía miedo de una rana, por vieja y fea que fuera. Debería haberse marchado; debería haber obedecido; debería haber huido de allí. Sin embargo, cogió el puñal que le tendió Maggy, y se pasó la hoja de hierro mellado por la yema del pulgar. Luego le hizo lo mismo a Melara.

En la penumbra verdosa de la carpa, la sangre parecía más negra que roja. La boca desdentada de Maggy tembló al verla.

—Ven —susurró—, trae aquí.

Cersei le tendió la mano, y la vieja sorbió la sangre con unas encías tan suaves como las de un recién nacido. La Reina aún recordaba lo fría y desagradable que era aquella boca.

—Tres preguntas puedes hacer —dijo la vieja después de beber—. No te van a gustar mis respuestas. Haz las preguntas y lárgate.

«Vete —pensó la Reina en sueños—. No digas nada, vete.» Pero la niña carecía del sentido común suficiente para tener miedo.

—¿Cuándo me casaré con el príncipe? —preguntó.

—Nunca. Te casarás con el rey.

Bajo los rizos dorados, el rostro de la niña se frunció en un gesto de desconcierto. Durante muchos años pensó que aquellas palabras querían decir que no se casaría con Rhaegar hasta después de la muerte de Aerys, su padre.

—Pero seré reina, ¿verdad? —preguntó la pequeña.

—Sí. —Los ojos amarillos de Maggy tenían un brillo malévolo—. Reina serás... hasta que llegue otra más joven y bella para derrocarte y apoderarse de todo lo que te es querido.

La ira relampagueó en el rostro de la niña.

—Si lo intenta, le diré a mi hermano que la mate. —Ni aun así se detuvo; era una cría testaruda. Todavía le quedaba una pregunta, un atisbo de lo que le esperaba en la vida—. ¿El Rey y yo tendremos hijos? —preguntó.

—Oh, sí. Él, dieciséis; tú, tres.

Aquello no tenía lógica. El corte del pulgar le dolía; la sangre goteaba en la alfombra.

«¿Cómo es posible?», habría querido preguntar, pero ya no le quedaban preguntas.

Sin embargo, la anciana no había terminado con ella.

—De oro serán sus coronas y de oro sus mortajas —le dijo—. Y cuando las lágrimas te ahoguen, el
valonqar
te rodeará el cuello blanco con las manos y te arrebatará la vida.

—¿Qué es un
valonqar
? ¿Una especie de monstruo? —A la niña de pelo dorado no le habían gustado las profecías—. Eres una mentirosa, una rana con verrugas, una vieja maloliente, no me creo ni una palabra. Vámonos, Melara. No vale la pena escucharla.

—A mí también me tocan tres preguntas —insistió su amiga. Cersei la agarró por el brazo, pero ella se liberó y se volvió hacia la vieja—. ¿Me casaré con Jaime? —preguntó de sopetón.

«Qué imbécil —pensó la Reina, furiosa pese a los años transcurridos—. Jaime no sabe ni que existes». En aquellos tiempos, su hermano sólo vivía para las espadas, los perros, los caballos... y para ella, su melliza.

—Ni con Jaime ni con nadie —replicó Maggy—. Los gusanos devorarán tu virginidad. Tu muerte está aquí esta noche, niña. ¿No la hueles? Está muy cerca.

—La única que huele aquí eres tú —dijo Cersei.

A su lado tenía una mesa, y en ella, un tarro con una pócima espesa. La cogió y se la tiró a la anciana a los ojos. En la vida real, la vieja le gritó en un extraño idioma extranjero y las maldijo mientras huían de la carpa. Pero en el sueño, su rostro se disolvió, se fundió con los jirones de neblina gris hasta que sólo quedaron los ojos amarillos entrecerrados, los ojos de la muerte.

«El
valonqar
te rodeará el cuello con las manos», oyó la Reina, pero no era la voz de la anciana. Las manos salieron de la neblina de su sueño y se cerraron en torno a su cuello. Manos gruesas, manos fuertes. Por encima de ellas flotaba su rostro, que la miraba burlón desde arriba con ojos dispares. «No», trató de gritar la Reina, pero los dedos del enano se le hundieron en la carne y ahogaron sus protestas. Chilló y pataleó, pero no sirvió de nada. Pronto empezó a emitir los mismos sonidos que su hijo, el espantoso pitido al intentar respirar que había marcado los últimos momentos de Joff.

Se despertó en la oscuridad, jadeante, con la colcha enroscada en torno al cuello. Cersei se liberó de ella con tal violencia que la desgarró, y se incorporó sentada, con el pecho agitado.

«Ha sido un sueño —se dijo—, un sueño antiguo y una colcha enredada, nada más.»

Taena volvía a pasar la noche con la pequeña reina, así que quien dormía a su lado era Dorcas. La Reina la agitó por el hombro con brusquedad.

—Despierta, ve a buscar a Pycelle. Supongo que está con Lord Gyles. Que suba de inmediato.

Todavía medio dormida, Dorcas salió de la cama y se tambaleó por la estancia en busca de su ropa; sus pisadas hacían crujir la paja del suelo.

Al cabo de varios siglos, el Gran Maestre Pycelle entró arrastrando los pies. Se detuvo ante ella con la cabeza inclinada, parpadeando y esforzándose por contener los bostezos. Parecía como si el peso de la enorme cadena de maestre que llevaba en torno al cuello arrugado estuviera a punto de hacerlo caer. Pycelle había sido viejo desde que Cersei lo recordaba, pero hubo un tiempo en que también fue magnífico: digno, con atuendos opulentos y una cortesía exquisita. La poblada barba blanca le había proporcionado un aura de sabiduría. Pero Tyrion se la había afeitado, y lo que le había crecido en su lugar eran unos patéticos mechones de pelo fino y quebradizo, con los que trataba de esconder la papada sonrosada.

«No es un hombre —pensó—; son sus restos. Las celdas negras le arrebataron toda la fuerza. Bueno, con ayuda de la navaja del Gnomo.»

—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Cersei con tono brusco.

—Ochenta y cuatro, si a Vuestra Alteza le parece bien.

—Me parecería mejor un hombre más joven.

El anciano se pasó la lengua por los labios.

—Sólo tenía cuarenta y dos cuando el Cónclave me hizo llamar. Kaeth tenía ochenta cuando lo eligieron, y Ellendor iba a cumplir los noventa. La carga pudo con ellos; ambos murieron en menos de un año. El siguiente fue Merion. Sólo tenía sesenta y seis años, pero murió de un enfriamiento cuando venía a Desembarco del Rey. Después de aquello, Aegon le pidió a la Ciudadela que enviara a alguien más joven. Fue el primer rey al que serví.

«Y Tommen será el último.»

—Necesito que me deis una pócima. Algo que me ayude a dormir.

—Una copa de vino antes de acostaros puede...

—Ya he bebido vino, cretino descerebrado. Quiero algo más fuerte, que no me deje soñar.

—¿Vuestra Alteza...? ¿Vuestra Alteza no quiere soñar?

—¿Qué acabo de deciros? ¿Es que tenéis las orejas tan reblandecidas como la polla? ¿Vais a traerme una pócima, o tendré que ordenarle a Lord Qyburn que rectifique otro de vuestros fracasos?

—No. No hay necesidad de involucrar a ese... De involucrar a Qyburn. Dormir sin soñar. Os traeré una pócima.

—Muy bien. Retiraos. —Pero cuando se dirigía hacia la puerta, lo llamó otra vez—. Una cosa más. ¿Qué os enseñan en la Ciudadela sobre las profecías? ¿Es posible predecir el futuro?

El anciano titubeó. Se llevó al pecho una mano arrugada, para acariciarse la barba que ya no tenía.

—¿Es posible predecir el futuro? —repitió lentamente—. Tal vez. En los antiguos libros hay ciertos hechizos... Pero Vuestra Alteza debería hacerse otra pregunta: ¿Se debe predecir el futuro? Y la respuesta es no. Hay puertas que deben permanecer cerradas.

—Aseguraos de cerrar la mía cuando salgáis. —Debería haberse imaginado que su respuesta iba a ser tan inútil como él.

A la mañana siguiente desayunó con Tommen. El niño se mostró mucho más dócil; al parecer, lo de administrar el castigo a Pate había dado resultado. Tomaron huevos fritos, pan frito, panceta y unas naranjas sanguinas recién llegadas de Dorne por barco. Los gatitos de su hijo estaban con él. Al verlos juguetear en torno a sus pies, Cersei se sintió un poco mejor.

«A Tommen no le sucederá nada malo mientras yo viva.» Si hacía falta, mataría a la mitad de los señores y a todo el pueblo de Poniente con tal de mantenerlo a salvo.

—Ve con Jocelyn —le dijo cuando terminaron.

Luego mandó llamar a Qyburn.

—¿Sigue viva Lady Falyse?

—Está viva, sí. Aunque quizá no demasiado... cómoda.

—Entiendo. —Cersei meditó un instante—. Ese tal Bronn... La verdad, no me gusta tener un enemigo tan cerca. Todo su poder le viene de Lollys. Pero si nos presentáramos con su hermana mayor...

—Por desgracia, me temo que Lady Falyse ya no será capaz de gobernar Stokeworth —respondió Qyburn—. Ni siquiera de comer por sí misma. Me complace deciros que he descubierto muchas cosas gracias a ella, pero el conocimiento tiene su precio. Espero no haberme sobrepasado en el cumplimiento de vuestras instrucciones.

—No.

Fuera cual fuera su plan, ya era demasiado tarde. No tenía sentido dar más vueltas a esas cosas.

«Más vale que muera —se dijo—. No querrá seguir viviendo sin su marido. Era un imbécil, pero parecía encariñada con él.»

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