Así, el estar ocioso no está bien visto en nuestra sociedad como lo fue en la de antaño. La holganza del señorito o del rentista, que era el máximo signo externo de prestigio en las sociedades basadas en la propiedad de la tierra, está siendo sustituida en la actualidad como indicador de estatus por la sobreocupación del ejecutivo o el ajetreo del político (Flaquer, 1999: 58).
Lafargue ya a finales del s.
XIX
defendía el derecho a la pereza y argumentaba que el apasionado interés por trabajar y trabajar más era una engañosa ideología para mantener sometido al proletariado. Hoy en día, a la cultura del trabajo se le ha sumado también la cultura del ocio, ya que el capitalismo ha descubierto que para su continuidad más que la obligación tiene fuerza la seducción. Pero aún así, trabajo y ocio deben consumirse con la adecuada frecuencia para que el sistema siga rodando. Hace falta un tiempo de descanso no mercantilizado ni tampoco soporífero ante el televisor, sino un tiempo al servicio de la calidad humana. Paul Lafargue afirmaba hace más de 100 años:
Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista; una pasión que en la sociedad moderna tiene como consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo (Lafargue, 1991: 117).
Años más tarde, en 1932 Bertrand Russell escribiría un ensayo con tesis paralelas titulado
Elogio de la ociosidad
. El principal objetivo de Bertrand Russell en este corto pero brillante ensayo era deconstruir y denunciar la ideología que ha convertido el trabajo intenso en una suprema virtud. Una ideología que considera el trabajo como un fin en sí mismo, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario. Según Russell esta ideología del trabajo como virtud ha sido predicada por los ricos para tener contentos a los pobres, haciendo propaganda sobre la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto (Russell, 1986: 20). Esta ideología se habría ido extendiendo progresivamente, de modo que si bien en un principio era la fuerza lo que obligaba a los individuos a trabajar, gradualmente, resulto posible persuadirlos en la creencia de que trabajar intensamente era su deber.
Esta creencia en las virtudes del trabajo ha causado según Bertrand Russell enormes daños en el mundo moderno. El camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada del trabajo y una reconceptualización del tiempo. «La moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud» (Russell, 1986: 13). «El tiempo libre es esencial para la civilización» (Russell, 1986: 14) es el que hace posible las artes, las ciencias, es el que escribió los libros, inventó las filosofías y refinó las relaciones sociales. En épocas pasadas sólo el trabajo de los más hacia posible el tiempo libre de los menos. Sin embargo con la técnica moderna el tiempo de trabajo podría reducirse considerablemente y por tanto sería posible distribuir el tiempo libre justamente entre todos los seres humanos. Lamentablemente a pesar de que ahora necesitaríamos menos horas de trabajo —Bertrand Russell propone reducir las horas de trabajo a cuatro (1986: 22)— seguimos trabajando el mismo número de horas, lo que es doblemente nefasto (lo es para mí y también para los demás), y esto queda claramente explicado con el ejemplo de la manufactura de alfileres que utiliza Bertrand Russell.
Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando —digamos— ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía nates. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato? (1986: 15).
Es una dinámica doblemente nefasta, porque por un lado hay un porcentaje alto de la población trabajadora completamente ociosa a disgusto, a costa de otro porcentaje de la población que trabaja en exceso y con apenas tiempo para degustar su tiempo de ocio. «Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros» (Russell, 1986: 25).
Paul Lafargue y Bertrand Russell no llegaron a vivir el desarrollo del consumo, que se ha sumado a la antigua ideología del trabajo como virtud para convertir el trabajo en el puente al consumo ilimitado. A través de toda esta intempestiva de trabajo para poder consumir y de tiempo de ocio como tiempo de consumo acelerado, nos queda la sensación de que no tenemos tiempo. Padres y madres se sienten carentes de tiempo, tiempo para los otros, para uno mismo, para compatibilizar trabajo y crianza (Puertas y Puertas, 1999: 123).
El problema está no tanto en la ausencia o presencia suficiente de tiempo real en nuestra vida,
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sino en el valor que le damos a las cosas y el tiempo que consiguientemente le dedicamos. Michael Ende en su novela
Momo
retrata fielmente esta realidad que vivimos pero que no analizamos ni mucho menos cuestionamos, entre otras cosas porque no tenemos tiempo para ello. Una realidad que nos trajeron los
hombres grises
y que hemos hecho nuestra, una realidad que nos ha despojado del verdadero sentido de la vida. En
Momo
los hombres grises representan el capitalismo que adoctrina en la ideología del ahorro del tiempo, un ahorro del tiempo que consiste en dedicarlo a ocupaciones que reviertan en beneficio económico y rentabilidad monetaria, la ideología del
Time is Money
.
Querido amigo —contesto el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más de prisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz (Ende, 2002: 69).
Esta ideología finalmente la convertimos en propia, olvidando que se trata de la ideología del sistema. En ese contexto ya «nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría. Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo» (Ende, 2002: 74).
«El cuidado es un gran devorador de tiempo, que hasta ahora se ha concentrado en algunos grupos sociales, aunque apenas ha afectado la vida de otros» (Durán, 2007: 25). Un fenómeno que ya habíamos comentado al hablar de los suministradores de las tareas de atención y cuidado es el hecho de que las mujeres acarrean prácticamente la totalidad de estas tareas. Esto produce en unos países el fenómeno de la doble jornada laboral para las mujeres y en otros el —aún más penoso— fenómeno de la feminización de la pobreza.
DESIGUAL DISTRIBUCIÓN DE LAS TAREAS DE CUIDADO
DESIGUAL DISTRIBUCIÓN DEL TIEMPO | |
CONSECUENCIAS | |
PAÍSES DESARROLLADOS | PAÍSES EN VÍAS DE DESARROLLO |
DOBLE JORNADA DE TRABAJO PARA LAS MUJERES | FEMINIZACIÓN DE LA POBREZA |
Ambos fenómenos repercuten de manera directa en el tiempo disponible de las mujeres para dedicarse a otras actividades como la educación, la política o el tiempo libre. Por ejemplo, está comprobado que las demandas del tiempo doméstico delimitan la posibilidad de ejercer la ciudadanía para las mujeres (Lister, 1997: 130-139). Por eso, en este apartado señalamos la importancia de compartir las tareas de cuidado entre ambos sexos para así conseguir una distribución más equitativa del tiempo. También repasamos otras alternativas que se manejan actualmente pero que consideramos que o bien no son completas o son totalmente negativas.
«Hoy los dientes que asustan a los padres de lo niños en los países desarrollados no son los que muerden pan, sino los que muerden tiempo» (Durán, 2007: 56). Si comparamos el tiempo que dedican las mujeres al cuidado de los niños y el que dedican los hombres según la
Encuesta de Empleo del Tiempo
del INE, hay una diferencia anual de más de cuatrocientas horas, en las que cabrían muchísimas actividades que no se pueden compatibilizar. Horas de descanso, de trabajo pagado, de cuidado de sí mismas, de deporte, de estudio, de activismo político, de devoción religiosa. Cuatrocientas horas de diferencia son muchas horas, y quizá sea esa una de las razones por las que la tasa de natalidad sigue atrincherada en el suelo. Si el trabajo de cuidar no se reparte, no habrá niños (Durán, 2007: 59).
Esta diferencia en la disponibilidad de tiempo supone para las mujeres un claro inconveniente para su desarrollo profesional, más si tenemos en cuenta que el mayor tiempo dedicado al cuidado de los niños se concentra entre los treinta y los treinta y nueve según la encuesta del CSIC (Durán, 2007: 66), edades cruciales para el mercado de trabajo y para las carreras profesionales, así como para otras ocupaciones como la carrera política. De esta forma vemos que el así llamado
techo de cristal
, con el que tratamos de explicar por qué las mujeres todavía no se han incorporado en igualdad de condiciones en cargos y puestos de dirección, está construido en parte de tiempo, como si el minutero de un gran reloj marcara la distancia hasta la que podemos llegar.
Parte del cuidado, precisamente la parte más material y tangible, puede sustituirse o delegarse, pero el conjunto del cuidado que requiere un niño no se puede reducir. No es a su costa como pueden buscarse soluciones, ni tampoco a costa de que todo su cuidado recaiga sobre la madre con la excusa de que «lo trajo al mundo», «lo hace mejor» o «ese es su destino» (Durán, 2007: 67).
Entre los varones que participan del cuidado de los hijos lo más frecuente es dedicar menos de veinte horas a la semana, mientras que entre las mujeres lo más frecuente es que dediquen entre cuarenta y sesenta horas semanales (Josesch y Spiess, 2006: 1-27). Cabe señalarse que cada vez más las tareas de cuidado no sólo irán dirigidas a la infancia, sino también y especialmente a la población más envejecida. El tiempo es aquí una categoría fundamental de análisis, tanto «en su dimensión de esperanza de vida como en la del tiempo de cuidado que consumen las poblaciones envejecidas» (Durán, 2007: 24).
Se ha convertido en una estrategia común en los últimos años (dentro de los países desarrollados) el que las mujeres con dinero contrarresten más o menos su
pobreza de tiempo
comprando el tiempo de otras mujeres, externalizando así las tareas de cuidado. Generalmente es el tiempo y el trabajo de mujeres pobres, y en muchos países, de mujeres negras y/o inmigrantes,
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el que es comprado creando un nexo complejo entre género, raza, clase y las fronteras entre lo público y lo privado (Lister, 1997: 134). Esta particular forma de resolver el problema de la pobreza de tiempo es sólo disponible para aquellos que se lo pueden permitir, y se produce a expensas de otras mujeres menos privilegiadas. Además perpetúa la división sexual del trabajo y la adjudicación exclusiva a la mujer de las tareas domésticas y de cuidado.
No cabe duda tampoco de la importancia y la necesidad del apoyo institucional y público al cuidado de la infancia y los otros como elemento clave para la solución del problema de la pobreza del tiempo en las mujeres. Pero esta alternativa no es completa, sólo sirve como apoyo social a la auténtica solución que es la división sexual del trabajo doméstico.
Desde la cultura occidental también se ha señalado otra propuesta para resolver este problema, aunque no la consideramos una alternativa viable. La propuesta ha consistido en reivindicar la vuelta de la mujer al ámbito privado y su dedicación exclusiva a las tareas del hogar y el cuidado de los hijos. Todavía hay quien argumenta ideas tales como que la participación social de la mujer afecta negativamente la crianza de los hijos (Izquierdo, 1999: 39). La incorporación generalizada de la mujer al mundo laboral remunerado ha tenido unas consecuencias en la vida doméstica que no podemos obviar: los hijos, los enfermos y los ancianos ya no pueden ser atendidos dentro de la familia como lo eran antes. Esta realidad no ha sido ni muy estudiada ni afrontada, quizás por miedo que se pensara que la solución del problema se encuentre en que la mujer vuelva a dedicarse a las tareas del hogar exclusivamente. Pero cada vez es más importante abordar la situación y analizar a fondo qué ha ocurrido con la realización de las necesarias tareas domésticas, de cuidado y amor que se dan en el seno de las familias (Bayo-Borràs y otros, 1999: 139-140).