Fuego mágico (20 page)

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Authors: Ed Greenwood

Shandril lanzó sus brazos hacia adelante como si pudiera atravesar al inmortal dragón con las puntas de sus dedos; y, de éstas, volvieron a salir estrepitosos rayos. Rauglothgor ardió. Una luz plomiza palpitó dentro de sus huesos. El monstruo se irguió sobre sus patas traseras rugiendo de dolor y de miedo. En torno a él cayó una lluvia de piedras que sus cuernos habían escarbado del techo de la caverna, y sus grandes garras se crisparon. Elevó sus óseas alas y se retorció, hasta que, por fin, el gran dragón inmortal se desplomó con sus huesos bañados en llamas blancas, azules y purpúreas.

éste fue el fin de Rauglothgor, el Dragón Nocturno de las Montañas del Trueno. Sus huesos se ennegrecieron, se separaron y se deshicieron en pedazos que, por último, se desmoronaron cuando las llamas se apagaron.

Shandril tropezó en la oscuridad, mientras el fuego bramaba todavía en su interior. Delante de ella, la caverna se extendía inmensa y oscura y, por debajo, nuevas antorchas titilaban, danzando y reflejándose trémulamente en desenvainadas espadas. Más esbirros del culto, recién llegados, trepaban hacia ella con las armas en ristre... Era una fácil presa, tropezando ciegamente y huyendo sin duda del gran Rauglothgor que la estaría acosando desde atrás.

Fácil presa, sin duda. Shandril abrió la boca y gritó al verlos acercarse. Y las llamas brotaron en chorro. Levantó sus manos y los fulminó con su fuego mágico, lanzando una y otra ráfaga hasta que no quedó ni uno solo en pie. Shandril siguió dando tumbos hacia adelante, exultante con el fuego que ardía todavía dentro de sí, aunque ya disminuido... Podía ver y oír a los caballeros que corrían tras ella.

—¡Shandril! —la angustiada voz de Narm atravesó el fragor de su fuego.

Ella sacudió la cabeza y le indicó con un gesto que retrocediese. El fuego de sus manos chocó inocuamente contra la siempre pronta barrera de fuerza de Elminster, y Narm se quedó mirando en silencio mientras Shandril seguía corriendo. Todavía los fuegos hervían en su interior y temía enterrarse a sí misma y a todos los demás si lanzaba sus rayos contra las rocas que la rodeaban. Así que echó a correr por la caverna y empezó a ascender la rampa en busca del exterior... y de cuantos esbirros se cruzaran en su camino.

Pronto los encontró, cargados de tesoros; aunque enseguida los soltaron para blandir sus espadas cuando ella fulminó al primero de ellos. Algunos levantaron sus brazos para lanzar conjuros, pero los mágicos proyectiles de fuego salían formando espirales hacia sí mismos y los derribaban antes de que pudieran liberarlos. Demasiado tarde para ellos, tanto para correr como para luchar. Delante de su fuego mágico, sólo tenían tiempo de morir. «Y
esto
—pensó Shandril mientras los dejaba atrás en su ascenso— lo hacen muy bien.» Más esbirros vinieron a su encuentro en la caverna superior, y más esbirros murieron.

Shandril trepó a través de los túneles hacia el torreón, y hacia la luz del día. Cuando ya ascendía los desmenuzados escalones, con las llamas azules lamiendo la vieja piedra donde pisaba, Shandril vio las laderas de la montaña por debajo de ella. Sobre ellas no se veía ningún esbirro y el cielo estaba claro y despejado.

Con las llamas resplandeciendo en torno a su revuelta cabellera, se volvió y gritó:

—¡Retroceded!

Los caballeros se echaron hacia atrás. Elminster, con su barrera todavía levantada, contuvo a Narm. Shandril se volvió de nuevo hacia el cielo y las piedras que la rodeaban y extendió sus manos.

Dejó caer su cabeza hacia atrás y gritó su dolor y su exultación. Sus largos y ensordecedores chillidos salieron fundidos con regueros de fuego. Las piedras se quebraron y cayeron a su alrededor. Fragmentos desconchados saltaron contra ella y le produjeron cortaduras, pero ella estalló en una risa salvaje. La luz del día crecía a medida que los muros caían y las piedras se desmoronaban. Shandril retrocedió y descendió los escalones del despedazado torreón mientras éste se venía abajo.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó a los caballeros que seguían de cerca tras ella, y volvió a lanzar su fuego mágico. Pilares de muro roto se erguían como enormes dientes contra el cielo antes de terminar cayendo ellos también. El torreón había desaparecido; no quedaba una piedra en pie, y los fuegos seguían rugiendo todavía.

«¡Oh, Tymora, libérame! ¿Es que esto no tiene fin? Y, sin embargo, ¡mirad, dioses! ¡Todo este poder! ¡Nada se le resiste..., ni el dracolich, ni sus seguidores, ni las mismas piedras... ni siquiera esta montaña!»

Shandril rió. Sus ardientes dedos rozaron el peto de su túnica y lo rasgaron de medio a medio. De su pecho desnudo comenzó a emanar también fuego mágico mientras descendía de espaldas por el túnel. La roca se agrietaba y estallaba en fragmentos.

El fuego había amainado ahora. Shandril podía sentir cómo su cuerpo se agitaba mientras la energía brotaba de él y se derramaba por su pecho y su boca. De nuevo se encontró de rodillas, entre el esparcido oro del tesoro de Rauglothgor. El techo de la gran caverna se estaba despedazando y cayendo por encima de ella mientras escupía una corta y atronadora ráfaga de fuego mágico.

De pronto, Shandril se sintió muy cansada y se balanceó sobre sus rodillas. Su mirada cayó sobre sus manos. El anillo y el brazalete de oro y zafiros todavía brillaban y chisporroteaban. Hizo un esfuerzo por levantar sus manos hasta sus ojos mientras, tiritando, caía sobre la fría piedra.

El fuego se había extinguido, y ella tenía tanto frío..., estaba entumecida de frío.

—¡Shandril! —gritó Narm soltándose por fin de los brazos de Elminster. Pero, con un ruido sordo, fue a estrellarse de plano contra el muro de fuerza del viejo mago. Golpeó la barrera con exasperada frustración y gritó a Elminster—: ¡Dejadme llegar hasta ella! ¿Está muerta?

El sabio sacudió negativamente la cabeza con una mirada de comprensión:

—No. Pero puede ser que no sobreviva. No tengo idea de cuánto arte ha llegado a absorber la balhiir. Cuidado ahora.

La barrera desapareció. Narm tropezó hacia adelante, y se cayó dos veces más antes de llegar a Shandril.

—¡Dioses! —exclamó Florin, que seguía tras él. Más allá del lugar donde yacía Shandril, la montaña se había abierto formando un inmenso cráter. Se hallaban a plena luz del día.

—«Rara en los reinos», dijiste —le dijo Torm a Elminster al pasar junto a él—. ¡Y una buena cosa, también!

Los otros caballeros de Myth Drannor se habían unido ya a Narm y estaban arrodillados junto al cuerpo de Shandril. Cuando Elminster se acercó hasta ellos, el joven aprendiz levantó una cara bañada en lágrimas y preguntó al mago:

—¿Puedo..., le haré algún daño si la toco? —Tragó saliva y se mordió el labio. Shandril yacía ante él boca abajo e inmóvil, con su largo cabello extendido sobre su espalda como una última lengua de fuego.

Elminster sacudió la cabeza:

—No, no, ningún daño. Y, sin embargo... Rathan, ¿puedes curar todavía?

El clérigo asintió.

—Sólo me queda un pequeño favor de la Señora, me temo —retumbó su voz—. Utilicé la mayor parte con Lanseril, allá atrás.

Elminster cabeceó afirmativamente:

—Usa lo que puedas, entonces. Narm —el rostro del joven, recorrido por regueros de lágrimas, se elevó con aire casi desafiante—, una vez que Rathan haya curado a tu dama, llévala de nuevo a la cueva donde me esperabais. La rapidez importa más que la ternura, ahora. Yo iré al Valle de las Sombras de inmediato en busca de unos pergaminos para sanar que dejó escondidos Doust Sulwood cuando era el lord, y después nos encontraremos en la cueva.

Rathan estaba ya canturreando con suavidad, arrodillado junto a la muchacha caída. Narm asintió:

—Sí —y, enseguida, barbotó—: ¡Vos sabíais que la mataría! ¡Vos lo sabíais!

Elminster lo negó:

—No, Narm. Temía que pudiera ser así, pero no había otro camino —y, mientras se alejaba, agregó—: No me entretengas ahora, o Shandril podría morir de verdad.

Rathan tocó a Narm en el hombro:

—Yo ya he terminado, muchacho. Llevémosla de aquí... Si Elminster recomienda rapidez, puedes estar seguro de que rapidez es lo que hace falta.

Narm hizo un gesto de asentimiento, arrancó sus ojos de la espalda del anciano mago y suspiró:

—Sí. Yo confío en él. Lo siento. —Y, bajando la cabeza, rompió a llorar.

—Vamos —dijo otra voz—, deja de lloriquear y levanta a tu dama por los hombros. Yo la cogeré de los pies, Jhessail, sostén su cabeza mientras la trasladamos. —Narm se quedó mirando a Torm quien, con los ojos fijos en Shandril, insistió—: Vamos. El mago ha dicho rapidez.

—Sí. —Narm estiró una mano e intentó cubrir la abertura de la parte delantera de la túnica de Shandril.

—Déjalo —dijo Torm con firmeza—. Te prometo que no miraré... mucho.

Narm le gritó un torrente de palabras groseras que provocaron en Torm una amplia sonrisa que por último se convirtió en una sonora carcajada. Hirviendo de furia, Narm se detuvo cuando se dio cuenta de que no tenía idea de lo que estaba diciendo.

Treparon sobre las derribadas rocas, Rathan a un lado de Narm y Jhessail pegada a su otro lado sosteniendo la cabeza de Shandril. Los ojos de la muchacha estaban cerrados y sus labios separados. Estaba tan hermosa... Narm empezó a llorar otra vez. A través de las lágrimas, vio a Merith, el elfo, guiando a Torm a través de la difícil entrada de la cueva en cuyo fondo él y Shandril habían quedado atrapados. El olor a carne quemada era muy fuerte a su alrededor. Narm miró a Shandril sin poder creerlo. Pero lo había visto, sí. ¿Cuánta fuerza había requerido? ¿Cuánta magia había retenido ella? Y ahora, en el nombre de todos los dioses, ¿podría sobrevivir a aquello?

—Los pergaminos... ¿ha vuelto ya Elminster? —preguntó frenéticamente mientras avanzaban a tropezones hacia el interior de aquella cueva de techo bajo, ahora familiar para él.

Lanseril, de nuevo bajo su propia forma, estaba recostado contra una pared entre dos antorchas encendidas.

—Sentí que la montaña temblaba —dijo—. ¿Fue Shandril? —Torm asintió y él no dijo nada; sólo sacudió la cabeza. Entonces, tuvo una idea repentina—. Traedla por aquí. No, no, atravesada en medio no... Elminster podría aterrizar justo ahí... Por este lado.

—Bien pensado, pero no es necesario —llegó una voz familiar desde el fondo de la cueva—. Rathan..., pergaminos suficientes para Lanseril y Shandril —Elminster entregó los rollos de pergamino al clérigo mientras avanzaba hasta la muchacha. Luego puso a un lado su cayado y se agachó junto a ella—. Sólo espero que la fuerza que ha albergado en su interior no la haya dañado demasiado.

—¿Dañado? —preguntó Narm.

—El fuego mágico arde por dentro —dijo Elminster con voz calma—. Puede llegar a consumir los pulmones, el corazón e incluso el cerebro, si es retenido demasiado tiempo —y sacudió la cabeza—. Ella parecía dominarlo todavía al final, pero ha retenido más de lo que jamás he visto soportar a nadie sin estallar en llamas y ser completamente consumido en el sitio.

—Qué alegría, ¿no? —intervino Torm en broma.

Narm lo miró horrorizado y, enseguida, estalló en lágrimas y se puso a temblar. Jhessail lo cogió por los hombros y miró con aire severo al ladrón.

—Torm —dijo con voz cortante—, a veces eres un verdadero bastardo.

Torm señaló a Narm con una mano.

—él lo estaba necesitando —dijo con tono más serio.

Jhessail continuó mirándolo por un momento y luego dijo:

—Tienes razón, Torm; lo siento. Te malinterpreté. —Rodeó a Narm con sus brazos y éste aligeró su congoja sobre su pecho.

—Tú y el resto del mundo me malinterpretáis —dijo Torm con resignada tristeza—, la mayor parte del tiempo.

—Y sin razón alguna —añadió con tono inocente Merith—. Ahora, cierra tus ingeniosos labios y ayúdame a extender mi capa sobre ella.

Rathan indicó con un gesto que ya había terminado y se levantó con aire cansado para ocuparse seguidamente de Lanseril.

—Un duro día de curaciones, ¿eh? —dijo con tono irónico el druida medio-elfo mientras el clérigo se arrodillaba a su lado. Rathan gruñó.

—Duro para las rodillas, en cualquier caso —convino al tiempo que desenrollaba el siguiente pergamino—. Ahora, túmbate, condenado. Ya es bastante trabajo convencer a la Señora de que curar a un irreverente siervo de Silvanus como tú es una acción devota, sin que tenga que aguantar además tus retorcidas observaciones.

—Llevas razón —asintió Lanseril recostándose—. ¿Cómo responde la joven dama?

Rathan se encogió de hombros:

—Su cuerpo es fuerte. Ahora duerme. Pero, ¿su mente? Ya veremos.

Narm, desde los brazos de Jhessail, miró a la muchacha, que respiraba tenuemente.

—¿Por qué no despierta? —gimió—. Está curada, ha dicho el sacerdote, ¿por qué sigue dormida?

—Su mente se está curando —respondió Elminster, de pie a su lado—. No hay que molestarla. Tranquilízate, Narm... ¡Valiente mago vas a ser tú, con todo ese lloriqueo y esos gritos! Vamos, hombre, come un poco y descansa.

—No tengo hambre —dijo Narm con desaliento mientras Jhessail se levantaba y tiraba de él hacia arriba con unos brazos delgados pero sorprendentemente fuertes.

—Oh, sí —dijo Elminster con evidente incredulidad pasándole una salchicha y sacando un cuchillo para cortar un pedazo de pan duro.

Narm se quedó mirando la salchicha y pensó en Shandril y él y las salchichas, y estalló en risas. De nuevo sus ojos se bañaron en lágrimas mientras él se columpiaba hacia adelante y hacia atrás.

—Un tipo estable, ¿no? —inquirió Elminster al mundo en general—. Come —ordenó enviando el brazo de Narm hacia la boca con un capirotazo de sus dedos y la rápida e inadvertida formulación de un conjuro menor.

De repente, Narm se encontró sollozando sobre una salchicha que al instante se lanzó a comer con un hambre voraz. Elminster, sacudiendo la cabeza, hizo uso de otro pequeño sortilegio para hacer que una vasija que estaba junto a Torm volase hasta su propia mano servicial. Torm descubrió su rapiña, pero estiró su brazo hacia ella demasiado tarde.

Merith, que había estado examinando con cuidado la cueva en compañía de Florin, se acercó hasta Narm con su acostumbrado silencio y le dio un toquecito en el codo. Narm emergió de su salchicha:

—¿Sí? Oh, perdón.

—Nada que perdonar, muchacho —dijo Merith—. Si pudieras señalarnos el lugar donde yace esa maga que Shandril derribó con la balhiir primero y luego con una piedra... —La mirada del elfo era seria y cautelosa.

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