Authors: Ed Greenwood
El cuerpo del dracolich cayó de cabeza y se hizo astillas en el suelo con un estruendo aterrador. Rodó sobre su lomo y se desplomó contra la roca tras lanzar despedida la delgada figura de Shadowsil; y allí quedaron sus restos, como un montón de huesos humeantes.
—¡Cogedla! —gritó Lanseril a sus espaldas.
Antes de que Elminster pudiera hablar, Florin y Merith habían saltado hacia la maga con sus espadas desenvainadas. La armadura del elfo aparecía desencajada y rasgada en un hombro, donde la garra del dragón lo había alcanzado. De no haber arremetido desesperadamente Merith con su espada contra aquella zarpa que se cerraba, también el cuerpo protegido bajo la armadura habría sido desgarrado.
Elminster sabía que no podían oírlo. Susurró deprisa unas palabras, ejerció su voluntad y desapareció.
Florin distinguió a Shadowsil que, apoyada en un codo, pugnaba por darse la vuelta en el suelo. La varita se hallaba todavía en su mano y ella gruñía bajo el largo pelo que le cubría la cara. Levantó su espada mientras corría con desesperada premura. No era en absoluto partidario de matar mujeres, pero aquel enemigo podía significar la muerte de todos ellos si no actuaba con la suficiente rapidez. Merith corría tras él, resbalando y tambaleándose entre las piedras y tesoros esparcidos.
De pronto, Elminster apareció ante ellos impidiéndoles el paso.
—¡Deteneos! —ordenó—. Ya ha habido bastante carnicería.
Blandiendo salvajemente sus espadas, los dos guerreros frenaron con un patinazo a escasos centímetros delante del mago. Lanzaron una rápida mirada atrás para asegurarse de que no se trataba de alguna ilusión obra de su enemiga.
—Deponed vuestro acero —dijo con tono cansino, y se arrodilló junto a Symgharyl Maruel—. El momento de la sangre ha pasado —y, mientras hablaba, la maga se derrumbó de cara con un gruñido lastimero y su varita rebotó sobre las piedras.
Con cuidado, él cogió el fracturado cuerpo de Shadowsil por debajo de los hombros y le dio vueltas hasta hacerlo descansar boca arriba sobre su regazo. Florin y Merith observaban estupefactos; la espada del elfo se movía todavía inquieta en su mano.
Florin se quitó sus guanteletes mientras se sentaba, de cara a Elminster, al otro lado del cuerpo de la enemiga que había intentado matarlos a todos hacía tan sólo unos momentos.
—Elminster —preguntó con gravedad—, ¿qué es lo que sucede?
Symgharyl Maruel abrió sus ojos al oír la voz de Florin y le lanzó una apagada mirada, como quien ha recorrido un camino muy largo. Tosió con debilidad escupiendo sangre por la boca y sus ojos descubrieron a Elminster.
—Maestro —murmuró con la sangre gorgoteando horriblemente en su garganta—. Estoy... herida —la última palabra era casi un sollozo.
—Mi pequeña flor —susurró Elminster con dulzura mientras ella jadeaba—, aquí estoy. —Al oír sus palabras, ella volvió a toser sangre y comenzó a llorar desfallecidamente. Las lágrimas corrían por sus mejillas cuando los caballeros se congregaron alrededor en asombrado silencio—. Si te quedas quieta —agregó el anciano—, veré si puedo encontrar en mi torre suficiente arte para curarte —y, agarrando su mano con suavidad, hizo ademán de retirar las piernas en que descansaba la cabeza de la maga.
Una débil mano tiró de su manga, y la maga a quien todos los caballeros habían odiado y temido dominó sus lágrimas.
—No —le dijo con firmeza y los ojos brillantes—. Prométeme que no me harás volver... Estoy demasiado resuelta para cambiar ahora. No puedo comprender ese «bien» por el que lucháis. —Echó hacia atrás la cabeza con cansancio y sus ojos centellearon—. Prométemelo —susurró con sus manos temblando en la del anciano.
—Sí, Symgharyl Maruel, te lo prometo —dijo Elminster con solemnidad mientras le acariciaba el hombro con la otra mano. Symgharyl Maruel sonrió.
—Bien —dijo arrastrando su voz—. Cuidado con mi cinturón..., tiene la hebilla envenenada. Sólo una cosa más —añadió con su voz convertida en un apagado siseo. Elminster se inclinó y acercó el oído a sus ensangrentados labios. Las vacilantes manos de Shadowsil se agarraron con fuerza a las ropas del mago hasta que se volvieron tan blancas como su cara.
La maga se incorporó, con el cuerpo temblando por el esfuerzo. Sus oscuros ojos miraron una vez más a todos ellos con un brillo desafiante y, entonces, su cabeza alcanzó el hombro de Elminster. Se aferró a él, temblando como una hoja en un vendaval y, luego, se inclinó hacia delante para besar su mejilla, con dulzura y vehemencia a la vez:
—Te amo. Me habría gustado tenerte —y, dicho esto, Shadowsil volvió a apoyar la cabeza contra el pecho de él, sonrió y murió.
Se hizo un largo silencio mientras el anciano mago permanecía sentado inmóvil acunando el cuerpo exánime en sus brazos. Las manos de ella se habían soltado, pero él las sostenía ahora. Nadie se movió ni habló. Todos permanecían a la espera. De Elminster no salía ningún sonido.
Al cabo de un rato, el anciano levantó la mirada, depositó con cuidado su carga en el suelo y, lentamente, se puso en pie. El rostro de Symgharyl Maruel, de un color blanco óseo, sonreía todavía, pero estaba mojado por las lágrimas del anciano. Elminster dio unos pasos atrás e indicó con un gesto a los caballeros y a Narm que se alejasen de él. Entonces, comenzó a cantar. La voz del mago sonó al principio áspera y hueca por la falta de uso, pero poco a poco fue cobrando fuerza a medida que cantaba su despedida hasta que, en los últimos versos, brotaba ya clara y profunda.
Sale el sol, el sol se pone,
los inviernos pasan veloces y las hojas se tornan marrones
contemplando cada día, y por fin ha encontrado
otro sueño que dejar bajo la arena enterrado.
Otro nombre en el viento perdido
que soplando hacia el norte gime en nuestros oídos.
Y todo cuanto ella ha sido se ha de desmoronar;
de todo ese gran espíritu, ¿nada puede quedar?
Madre Mystra, lo que es tuyo toma,
ingenio y poder, ahora polvo y putrefacción.
Buena o mala, ¿ahora qué importa?
Su canción ha terminado, su última salutación.
Madre del arte, yo te suplico ahora
que acojas su verdadero nombre con misericordia
y, mientras su cuerpo se pierde en las llamas,
saludes de nuevo a tu hija Lansharra.
Las manos de Elminster se movieron mientras éste pronunciaba algunas tenues palabras más, y de sus manos brotó un fuego que envolvió el cuerpo sin vida de Shadowsil. Las llamas se elevaron a gran altura en columnas de muchos colores. Narm observaba al anciano mago, que permanecía allí erguido con la mirada perdida entre las llamas. Después de vacilar unos instantes, el evocador se le aproximó por la espalda y le habló.
—Os ha llamado «Maestro».
Las llamas rugían y crepitaban ante ellos.
—Sí —dijo Elminster. Sonrió levemente y, de nuevo, aparecieron lágrimas en sus ojos. Después se volvió a mirar hacia las aguas del Sember, allá abajo en la lejanía, pero no las veía. Veía cosas de tiempos pasados y lugares lejanos.
—¿La conocíais? —preguntó Narm en voz baja.
—En otro tiempo la adiestré y cabalgué con ella —los labios del mago se movían con esfuerzo, casi con reticencia. Entonces, su barba blanca se elevó con aire desafiante—. Yo era mucho más joven entonces.
Narm sintió una corriente de compasivo entendimiento dentro de sí y se volvió a mirar a Shandril, que yacía inmóvil sobre su capa. Casi se le rompió el corazón.
—¿Se ve morir a amigos con frecuencia cuando se es un mago de poder?
—Sí —respondió Elminster casi en un susurro. Luego pareció despertarse y miró a Narm con un gesto hosco, ya más familiar—. Es por eso por lo que hasta los enemigos de uno han de ser honrados. Si está dentro de lo posible, ninguna criatura debe morir sola.
Narm se quedó mirándolo unos instantes fijamente, con los labios blancos, y después asintió muy despacio con la cabeza. Entonces, se precipitó hacia adelante y estrechó al anciano brujo en un caluroso abrazo mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. Un Elminster sobresaltado sostuvo con cierto embarazo al joven y, dándole unas palmaditas en la cabeza, dijo con bronca voz:
—Vamos, vamos, muchacho. Shandril vive. No están tan mal las cosas.
Los sollozos del joven se fueron apagando y su abrazo se aflojó. Su ahogada voz volvió a sonar vacilante.
—Lansharra... ¿la queríais mucho?
—Sí —dijo el sabio con sencillez—. Era como una hija para mí. Si yo hubiese sido unas cuantas vidas más joven y ella menos inclinada a la crueldad... —Su voz se acalló por unos instantes y, de repente, él se volvió y miró hacia la pira que se extinguía. Su voz retumbó fuerte e imperiosa—. ¡Mirad todos!
Levantó las manos y gesticuló. Parecía como si, por encima del menguante humo que se elevaba, estuviera naciendo lentamente una forma... En efecto, la forma de una mujer joven y delgada con un largo pelo brillante y una piel casi tan blanca como la cal se alzó ante sus ojos. Era muy hermosa y llevaba una simple túnica blanca y dorada ceñida con un fajín azul. La figura miró hacia ellos con una mezcla de alegría y perplejidad.
Los curtidos caballeros observaban en silencio, mientras las llamas proyectaban titilantes reflejos rojizos en sus armaduras y espadas.
En el más completo silencio, la imagen de una joven Symgharyl Maruel ejecutó ante todos ellos un sortilegio azulado. Cuando la luz comenzó a chisporrotear en sus dedos, ella comenzó a reír de puro disfrute y la sostuvo en una mano para mostrarla. Entonces, con una sacudida de cabeza, se echó el pelo hacia atrás para verla mejor, movió la mano hacia ellos en señal de despedida y desapareció. Elminster se quedó mirando, sin expresión alguna en su rostro, cómo se extinguía la última llama.
—Tú has hecho eso, ¿verdad? —preguntó Torm pasmado—. ésa... no era ella.
—Sí, lo he hecho, aunque no solo... y sí, era ella. Así era un verano, antes de que ninguno de vosotros, excepto Merith, hubiese nacido. Su espíritu seguía ahí. Yo di forma a una ilusión y ella la ocupó para despedirse de mí y de todos vosotros —y entonces el mago se volvió hacia Rathan—. ¿El agua bendita, buen hermano?
Rathan asintió y avanzó hasta él al tiempo que extraía reverentemente un frasco de su cinturón. Sus ropas desprendían aún olor a quemado por el impacto de la bola de fuego de Shadowsil, mientras él se movía con la cuidadosa rigidez de un recién curado. A un gesto del mago, las llamas de la pira se desvanecieron, y Rathan roció los carbonizados huesos desde la cabeza hasta los pies. Un humo gris se levantó y se disipó poco a poco.
Entonces, Elminster se quitó la capa y Florin y Lanseril se adelantaron para depositar los huesos encima de ella tan pronto como se hubieron enfriado. Jhessail unió su voz a la del mago en una oración a Mystra. Una vez finalizada ésta, Elminster hizo un hato con su capa y dijo:
—¿Todos bien, amigos míos? ¿Rathan? ¿Torm? Vosotros os llevasteis la peor parte, si mal no recuerdo.
—Estamos bien —respondió el clérigo, y Torm asintió con un lacónico «Sí».
—Bien, recoged vuestro tesoro y echemos un vistazo a Shandril. Yo opino que debemos irnos de aquí tan pronto como ella pueda ponerse en marcha... Ciertos monstruos que no están tan muertos como deberían parecen tener un inquietante hábito de aparecer por aquí de visita —y, con estas palabras, el viejo mago fue hasta donde yacía Shandril mientras chupaba pensativamente su pipa—. Me pregunto quién vendrá ahora a nuestro encuentro —dijo en voz alta mirando el hato que llevaba.
Fuera, el sol de primeras horas de la tarde brillaba sobre las torres y parapetos del castillo de Zhentil. Dentro de la Torre Alta, propiedad de Manshoon, señor de aquella ciudad, todo estaba oscuro salvo un círculo de velas encerradas en bolas de cristal que había en una esquina del salón de banquetes. Hacía veinte inviernos que no se celebraba allí ningún banquete.
Bajo la vacilante y coloreada luz había una pequeña mesa y, en torno a ella, se sentaban en consejo los altos señores del castillo. Lord Kalthas, general de los ejércitos del castillo de Zhentil, al norte del Mar de la Luna, habló a gusto, ronroneando desde debajo de su rojizo mostacho y con una jarra de vino ámbar cómodamente alojada en su mano.
—Defender los desiertos baldíos de Thar no es el problema —dijo con aire de suficiencia—, ahora que el vampiro Arkhigoul ya no está. La Ciudadela es fuerte, y no veo necesidad de debilitar nuestras fuerzas colocando pequeñas guarniciones dispersas en el este. Si algo atraviesa las montañas desde Vaasa, dejadlo que venga. Podemos mover nuestras fuerzas cuando el enemigo se acerque, después de un largo viaje, con un objetivo concreto, y aplastar cualquier invasión a nuestra voluntad. Los jinetes de Melvaunt pueden frenar cualquier asalto de importancia durante el tiempo suficiente para que concentremos allí las patrullas desde todo el Valle de la Daga y las tierras de Teshen. ¿Para qué defender un páramo de yermas rocas y nieve, a una semana de fría cabalgada de aquí? Cualquier loco... —El profundo tañido de una campana retumbó en alguna parte en medio de la oscuridad que los rodeaba.
Hubo un repentino crujido de madera cuando la oscura figura de Manshoon, primer lord del Castillo, que hasta entonces había permanecido sentado sumido en un lánguido aburrimiento a un lado de la mesa, se levantó con brusquedad. Mesa, papeles, tinta y plumas, jarras de cristal y jarros decorados de metal fueron a estrellarse contra el suelo. Más de un noble señor, con sillón y todo, fue a parar a las losas con ellos.
—¡Mi señor! —protestó boquiabierto lord Kalthas limpiando de vino su jubón ribeteado de piel. Las palabras cayeron en un tenso silencio y se desvanecieron mientras su emisor se daba cuenta de su imprudencia—. ¿Qué significa esto?
Pero Manshoon ni siquiera lo miraba. Con la cara pálida, miraba fijamente al aire mientras su voz temblaba.
—Symgharyl Maruel —susurró, soltando una lágrima en un parpadeo.
Lord Chess dio un grito sofocado; otros nobles más prudentes observaron boquiabiertos sin pronunciar palabra. Ninguno había visto jamás a Manshoon llorando o mostrando signo alguno de debilidad (o, como un noble lo expresó una vez, de «humanidad»).
Entonces, el momento pasó y un Manshoon fríamente furioso exclamó con un chasquido de dedos:
—
¡Zellathorass!