Authors: Ed Greenwood
Continuó rebotando contra los árboles, mientras Manshoon se agachaba cuanto podía y se defendía con sus brazos de los azotes de las ramas esperando con ansiedad el fin del irremediable desplome. Orlgaun ni siquiera gruñó; tal vez su espíritu había abandonado su maltrecho y lacerado cuerpo en el aire mientras todavía se cernía sobre los árboles. En efecto, aquél iba a ser su último vuelo. Manshoon vio cómo una de sus alas se tronchaba y colgaba fláccidamente hacia atrás al chocar con un gigantesco árbol que, a su vez, se partía en cuajo con un terrible crujido; por fin el dragón fue a estrellarse de cabeza contra una frondosa copa y el mundo entero pareció temblar y saltar en pedazos.
Manshoon se encontró, una vez que pudo volver a ver, colgando cabeza abajo en medio de una enmarañada ruina de ramas y hojas, con el lomo de Orlgaun encima de él. El dragón yacía panza arriba entre una gran cantidad de leña rota y astillada; había quedado empalado y se retorcía de un modo horroroso. El mago se arrastró y se deslizó como pudo por entre las ramas hasta que fue a dar de golpe con su cuerpo en el suelo; allí, entre todo el follaje caído, salió de debajo del inmenso cadáver en cuanto pudo hacer uso de sus pies. Había perdido la varita, aunque todavía llevaba consigo otros artículos de poder. Delante de él, en la dirección en que había estado volando Orlgaun, el bosque iba perdiendo densidad hasta formar una especie de claro. Todo lo demás, alrededor, era una verde oscuridad donde aún resonaban los últimos ecos de la tumultuosa caída de Orlgaun.
Manshoon dio un paso hacia adelante, y luego otro; entonces, se quedó mirando pasmado a una criatura con alas de murciélago, cuernos y colmillos que había aparecido de entre los árboles en frente de él. ¡Una
malebranche
! Más allá, apareció otra, y un par de rápidas miradas alrededor le dijeron que otras más se aproximaban. ¡Los demonios de Myth Drannor!
El Gran Señor de Zhentil maldijo su suerte a gritos y, a la vez que retrocedía, lanzó un conjuro que derribó al demonio más próximo. Se alejó del claro y huyó tan aprisa como le permitieron sus piernas. El bosque era allí demasiado espeso para volar. Según corría, Manshoon sacó una varita paralizadora de su cinturón y pensó en cómo sacar el mejor partido de los medios mágicos que le quedaban. No había sido un buen día.
He conocido altos honores, orgullosa fama y grandes riquezas, y he bebido abundante buen vino en banquetes donde se me hacía la boca agua y mi tripa se llenaba de deliciosas viandas entre buena compañía y conversación..., y te digo que todo esto palidece y se esfuma como un sueño ocioso ante el dulce tacto de mi Dama.
Mirt «el Prestamista» de Aguas Profundas
Extracto de una carta a Khelben «Cayado Negro»
Arunsun, en la que proclama a su amada Asper
como su leal heredera Año del Arpa
Tras la retirada de Manshoon, los caballeros habían viajado con rapidez por los bosques, en dirección al norte. Las Montañas del Trueno, a su izquierda, se extendían hacia el norte según se alejaban de la destrozada guarida de Rauglothgor. Caminaron hasta que cayó la noche, se levantaron con el alba y prosiguieron la marcha hasta que volvió a hacerse de noche.
En el Valle de la Llovizna, los caballeros adquirieron mulas. Elminster dejó que se extinguiera el último de los discos flotantes que había fabricado mediante sortilegios para transportar a Shandril, a pesar de sus protestas. Los otros habían caminado.
Un Narm con los pies doloridos trepó en su mula, que le dedicó una mirada nada amistosa, y observó con envidia a los caballeros que todavía saltaban y brincaban a sus sillas e intercambiaban bromas con incansable entusiasmo. Era obvio que todos estaban acostumbrados a caminar kilómetros y kilómetros de un tirón, desde el muy anciano Elminster hasta la dama Jhessail. Los muslos de Narm estaban dolorosamente rígidos. Su boca se abrió, sin embargo, en una sonrisa cuando Rathan, que había comenzado una balada que narraba las glorias del favor de Tymora, terminó desistiendo de su empeño ante la persistente provocación de Torm. El ladrón había estado parodiando verso tras verso mientras se adentraban en un estrecho y oscuro sendero forestal. Rathan había cedido por fin con un suspiro, cuando apenas habían perdido de vista la claridad del Valle de la Llovizna.
La verde penumbra de los bosques los rodeaba ahora por completo. Shandril se inclinó hacia Narm y preguntó en voz baja:
—¿Está muy lejos Myth Drannor?
Jhessail se volvió sobre su silla y dijo:
—A varios días de distancia hacia el este. El río Ashaba corre en todo momento entre nosotros y Myth Drannor, en este viaje. Aquella puerta luminosa que Shadowsil te hizo atravesar te llevó a través de la mitad de la Tierra de los Valles hasta la guarida del dracolich.
El involuntario suspiro de alivio compartido por los dos enamorados se vio cortado de repente por la inesperada y áspera voz de Torm que montaba tras ellos con ojos vigilantes:
—Ah, sí. Podemos ir en esa dirección, si queréis. He oído que uno lo pasa allí de mil demonios, je, je...
Esbozó una sonrisa bonachona ante el coro de miradas asesinas que se centraron en él. Alguien tenía que entretenerlos, después de todo.
Era tarde. La dorada luz de la cercana puesta de sol brillaba sobre las hojas, por delante y por encima de ellos. Los caballeros siguieron adelante, cabalgando el uno al lado del otro excepto allí donde los árboles los obligaban a avanzar en fila india. Narm y Shandril iban cogidos de las manos: pasara lo que pasase, ellos estaban juntos. Cuando de pronto se hizo mucho más oscuro, Jhessail y Merith fabricaron unas mágicas motas luminosas que se deslizaban por el aire con ellos, flotando y oscilando a su alrededor y precipitándose de vez en cuando hacia un lado para iluminar una maraña de maleza o una tupida espesura.
Continuaron cabalgando lentamente entre árboles gigantes y arbustos más pequeños, rodeados por el suave canto de los grillos. El coro se desvanecía delante de ellos para reanudar su canción por detrás. A un lado u otro del camino, en especial hacia la derecha, se podían ver cada tanto unas misteriosas lucecillas azules y verdosas, pequeñas y dispersas luminosidades inmóviles.
—¿Qué es eso? —preguntó Narm señalando—. ¿Es fuego de bruja?
Merith asintió con la cabeza:
—Musgo luminoso, fuego de bruja y otros hongos del bosque que relucen de noche. El nombre común para todos ellos, en lengua élfica, es «lucenoche».
Con su yelmo colgado del cuerno de la silla, el elfo reposaba sobre su montura completamente a sus anchas. «Claro —pensó Shandril sintiéndose de pronto menos atemorizada y mucho más segura—: para Merith, este bosque interminable es como su casa.» Con estos pensamientos, se relajó y pronto empezó a caerse de sueño en su silla.
Jhessail la vio y, con suma discreción, aplicó un sortilegio de sueño a ella y a Narm, que cabalgaba cabeceando junto a ella. Merith se hizo cargo de las mulas mientras su señora proyectaba otro disco flotante. Torm se rió en voz baja mientras subía a los durmientes desde la silla al disco, y entonces bostezó él también.
—¡Oh, no, tú no! —le advirtió Jhessail—. Vuelve a tu mula.
Torm abrió las manos en un gesto de ofendida, y muy fingida, inocencia:
—No sé por qué pensáis todas esas cosas terribles de mí... Sois terriblemente injustos conmigo, y... —de pronto se tambaleó hacia adelante cuando su mula se sacudió por un inesperado impacto en su lomo, lo que provocó un estallido general de risas a su alrededor.
—Sé un aventurero —rezongó mientras volvía a colocarse en su silla—. Hazte rico y famoso, decían. Hmmmmm...
—Famoso sí, al menos —aseguró Merith—. Vaya, yo he visto incluso carteles con tu retrato colgados por todas partes. Y, desde luego, todos esos hombres con cuchillos no dejan de buscarte...
Torm hizo un ruido bastante grosero, que le fue devuelto con buen humor desde más adelante, donde Elminster cabalgaba con majestuosa dignidad. Todos se sumieron en un desconcertado silencio, cosa que pasó inadvertida para las indiferentes mulas.
El sol estaba ya alto y brillaba con fuerza cuando Narm y Shandril se despertaron, aún soñolientos pero bien descansados. Los brazos del uno se habían deslizado en torno al otro durante el sueño. Narm miró las hojas salpicadas de sol que colgaban por encima de su cabeza, oyó el crujido familiar del cuero y las sordas pisadas de las mulas y se relajó, con el calor y el peso de Shandril contra su costado. Su mano izquierda estaba dormida. Movió los dedos para recuperar su sensibilidad, y sintió un hormigueo. Entonces se dio cuenta de que yacía de plano sobre su espalda, y de que avanzaba sin que ninguna mula botara y se meneara debajo de él. Alarmado, incorporó medio cuerpo.
él y Shandril estaban flotando serenamente sobre un disco de sólida nada, con Jhessail justo detrás de ellos y Merith delante. Algo más adelante vio, por encima del hombro de Elminster, a Lanseril dirigiendo la marcha hacia un espacio soleado entre los árboles. Jhessail le sonrió de un modo tranquilizador.
—Bien hallado seas, esta mañana —dijo ella—. Estamos casi en el Valle de las Sombras.
Mientras así hablaba, y Shandril se incorporaba para ver por encima del hombro de Narm, salieron de los árboles para introducirse en un pasaje de altos muros entre dos reductos de piedras amontonadas. Los estandartes azul y plata del Valle de las Sombras, con la torre en espiral y la luna creciente, se agitaban con la débil brisa de la mañana, mientras que unos hombres con armadura y el escudo del valle en sus abrigos montaban guardia con picas y ballestas.
—¡Alto! —ordenó el guardia cortando el paso al puente que se alzaba más allá. Un instante después, al ver a los caballeros y la dama, los guardias les rendían saludos a un lado del acceso. La presencia de Elminster impuso sobre ellos un silencio mayor que el habitual, y Narm y Shandril cruzaron el puente levadizo y entraron en el Valle de las Sombras sin la menor palabra o pregunta de comprobación.
Ninguna escolta cabalgó con ellos mientras pasaban por entre lozanos campos verdes. El valle se abría ante ellos, con bosques que se elevaban a cada lado como grandes murallas verdes. Shandril miraba contenta a su alrededor. Narm, que ya había estado allí antes, preguntó a Jhessail:
—Señora, ¿podemos cabalgar? Creo que me sentiría... menos idiota, digamos. Gracias por el lecho, no quiero que me malinterpretéis... Es un truco que he de aprender algún día, si tenéis a bien enseñármelo. ¿Se mueve siempre hacia donde uno quiere que vaya?
—Así es —respondió Jhessail muy seria—, aunque, si no estás pendiente de él, te seguirá a una distancia de veinte pasos o así... y, si lo dejas allí donde puede seguir, rápidamente se desvanece y no vuelve. —Y, con una sonrisa, añadió—: Pero, desde luego, cabalgad si queréis...: no estaría bien que parecieseis unos idiotas distintos del resto de nosotros.
Cabalgaron todos juntos hasta la Torre Torcida donde les dieron la bienvenida. Mourngrym salió a recibirlos a grandes zancadas con su capa agitándose en torno a él, y dijo a Narm:
—Así que ya estás de vuelta... y parece que no sólo te empeñas en meter la cabeza en un peligro tras otro sino que, además, tienes que llevarte contigo a todos mis protectores y compañeros, incluido Elminster, y dejar el valle indefenso. —Y, con un centelleo en sus ojos, añadió—: ¿Y estoy mirando acaso a la razón de tu retorno al peligro? Señora, yo soy Mourngrym, el noble señor a quien se deja atrás sentado en su sillón de palacio mientras sus caballeros toman el aire, ven mundo y disfrutan de sus viajes. ¡Bienvenida! ¿Cómo puedo llamaros?
—Lord Mourngrym, yo soy Shandril Shessair —respondió ella con firmeza y tan sólo un ligero rubor de timidez—. Soy la prometida de Narm —y, bajando la voz, preguntó con curiosidad—: ¿éstos son sus camaradas? ¿Habéis cabalgado juntos hacia la batalla?
Mourngrym se rió.
—Naturalmente —dijo, ayudándola a apearse sobre un taburete que uno de los guardias acababa de acercarle—. Sin duda ya podéis adivinar, por lo que habréis conocido de ellos, lo extraordinarios que son los relatos de nuestras aventuras. —Merith le dio unas palmaditas en el hombro al pasar, y Mourngrym sonrió de oreja a oreja—. Eh... bueno, me temo que tendréis que esperar hasta que haya corrido una buena cantidad de vino para que empiece a contar mis historias; aunque hay otros por aquí que no aguantan tanto —dijo con una significativa mirada a Torm.
Entraron en la torre.
—¿Y cómo fue tu viaje, Narm? —preguntó Mourngrym mientras entraban en un salón de banquetes donde el olor combinado de panceta asada y estofado con especias hizo a todo el mundo la boca agua.
—Oh —respondió Narm con voz calma cogiendo de un brazo a Shandril mientras se acercaban a la mesa—, emocionante.
—Os llaman para el festejo, señora —dijo la doncella de servicio con una sonrisa. A través de la puerta abierta, Shandril pudo oír el suave tañir de un arpa—. Os espera un caballero fuera para acompañaros abajo. ¿Lo hago entrar?
—Oh... sí. Sí, por favor —dijo Shandril recorriendo con ojos asombrados la preciosa alcoba, con sus tapices de guerreros elfos recorriendo el bosque montados sobre ciervos (la Gran Caza de la Corte élfica, con un unicornio blanco brillando entre los árboles al fondo) en la cabecera de su redonda cama entoldada.
También el vestido de Shandril era una hermosa pieza de seda cubierta con un tabardo de fino trabajo para abrigarse en los fríos salones de piedra del norte. El tabardo estaba decorado con un borde de lunas crecientes entretejidas con cuernos de plata y unicornios. En el brazo llevaba orgullosamente su conjunto de brazalete y anillo de oro argentífero y zafiros. Shandril se quedó muda cuando se miró en el gran espejo de metal pulido.
Entonces entró Narm vestido con una túnica de terciopelo púrpura-vino con grandes mangas, calzas rosas a juego con ella y botas ribeteadas de piel entera. De su cinturón colgaba la daga con empuñadura en forma de león. Tenía el pelo lavado y recortado y rociado con agua perfumada, y sus ojos brillaban más que los anillos de sus dedos.
Entró lleno de ansia, con la boca abierta en una sonrisa... y se detuvo maravillado.
—¿Mi señora? —preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Shandril? —su voz sonaba extremadamente tímida—. Estás preciosa —añadió muy despacio—. Tan elegante como la más alta dama que haya visto jamás.