Fuego mágico (25 page)

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Authors: Ed Greenwood

Sus grandes alas batieron una vez, dos veces, y entonces hubo un súbito temblor debajo de Manshoon. El ingente cuerpo vaciló y se contorsionó. Manshoon se agarró a la afilada aleta de hueso del cuello del dragón para mantener su asiento y vociferó algo mientras hacía una ansiosa filigrana con su varita durante unos instantes. Orlgaun se convulsionó de nuevo y se desvió hacia un lado en el aire a una velocidad pasmosa, revelando a su enemigo.

Tras ellos volaba un humano en armadura completa con el escudo elevado delante de él y una espada larga y desnuda que embestía de nuevo contra Orlgaun. Manshoon dio un alarido y arremetió con su varita contra el temerario volador. Los mágicos misiles cayeron como una lluvia repentina sobre él, que se retorció y cayó mientras ellos se alejaban.

Manshoon susurró una maldición al viento cuando sintió que los aleteos de Orlgaun se hacían más lentos y dejó de oír los rugidos de batalla del gran dragón. Su montura estaba ya herida y aquella gente parecía más fuerte de lo que había imaginado. Se dispuso entonces a lanzar un rayo cuando el dragón describía un círculo sobre el lugar y, de pronto, vio al barbudo anciano, ahora solo, de pie sobre las rocas. Más allá de él, había una doncella vestida con una túnica. Manshoon hizo caso omiso de ésta y concentró su mirada sobre el anciano mientras lanzaba su rayo.

El luminoso misil abrasó el aire en su atronador descenso blanco y serpenteante. A corta distancia del anciano, giró hacia un lado y se alejó sin tocarlo, como si hubiese topado con algo invisible. El anciano dirigió serenamente la mirada hacia arriba mientras lanzaba su propio conjuro, y entonces Manshoon lo reconoció con un sobresalto: Elminster del Valle de las Sombras. El viejo mago no se hallaba fuera, en alguna otra esfera, como él se imaginaba, manoseando y rebuscando distraído entre pergaminos y libros de magia resecos y polvorientos por la edad, sino aquí y alerta, y carente de todo temor al parecer. De Symgharyl Maruel no había rastro alguno. Manshoon dio un alarido, un poco inseguro esta vez, y cogió otra varita. Orlgaun no voló tan bajo como la última vez; sus grandes alas estaban ya tomando altura.

Entonces, una gran mano surgió en medio del aire delante de Manshoon y, antes de que éste pudiese siquiera lanzar un quejido, el vuelo de Orlgaun lo lanzó contra ella con pasmosa velocidad. Su encuentro produjo un ruido atronador.

Una varita rota y una daga cayeron rodando por el aire mientras el dragón lanzaba gritos estridentes y pasaba como un trueno por encima de los intrusos. Bajo el viento levantado a su paso, Merith se volvió y, casi entre risas, gritó «¡Ahora!» mientras disipaba la barrera protectora que rodeaba al mago. Jhessail asintió con la cabeza, levantó una de sus varitas y susurró su palabra de mandato con suavidad hacia ella mientras sus ojos miraban al mago montado. Los misiles mágicos silbaron, caracoleando y girando en el aire para seguir al derrumbado mago que se agarraba con fuerza a la espalda del gran dragón negro. El enorme e incorpóreo puño colgaba en el aire junto a su hombro y se movía con él. Elminster lo siguió con los ojos, con el entrecejo fruncido por la concentración, aunque con una leve sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.

Orlgaun dio otra barrida en círculo y Manshoon se irguió en su montura rugiendo de dolor y rabia mientras escupía la palabra necesaria y su varita desprendía relámpagos. El puño volvió a asestarle otro golpe que lo lanzó hacia atrás contra las ásperas escamas de Orlgaun. Manshoon vislumbró brevemente al enemigo con armadura que volaba en ascenso hacia él, una vez más, blandiendo su espada...

Orlgaun lo salvó, lanzando un golpe de ala contra la rápida criatura que antes lo había herido. La punta de la espada de Florin se coló sin dañar por entre las escamas del dragón. éste le respondió con una sacudida y, batiendo las alas, se alejó con rapidez.

Allá abajo, Jhessail pronunciaba las últimas palabras de un conjuro de vuelo a la vez que tocaba la frente de su esposo. Merith la besó y se elevó como un cohete por los aires, con su espada trazando una línea brillante, para unirse a la lucha.

Arrodillado junto a las quejumbrosas figuras de Torm y Rathan, Lanseril utilizaba tranquilamente su propio arte para invocar multitudes de insectos y atacar al mago enemigo. Diez pasos más allá, Narm lo miraba preocupado mientras la batalla hervía en las alturas. El gran dragón le lanzó un zarpazo a Florin, mientras surcaba el cielo con sus poderosos aleteos. Merith Arco Poderoso voló tras él tan rápido como podía, mientras el prodigioso puño asestaba otro golpe y su asediado enemigo lanzaba nuevos relámpagos.

Lanseril terminó su sortilegio, apuntó con cuidado hacia Manshoon y enseguida volvió su atención a la cura de sus compañeros. Jhessail elevaba su varita una vez más cuando el impacto de un rayo la hizo tambalear. El suelo entero tembló cuando algo que el mago había lanzado estalló delante de Elminster, y Narm se arrojó con desesperación sobre Shandril para cubrirla con su propio cuerpo mientras las piedras volaban. Una piedra lo golpeó en el hombro y otra en la espalda con una fuerza entumecedora y, antes de que tuviera tiempo de doblarse por el dolor, algo más lo golpeó en la sien. Sus ojos vieron rojo y luego se sumieron progresivamente en la oscuridad...

A medio mundo de distancia de allí, Khelben Arunsun y Malchor Harpell, grandes magos ambos, se miraron el uno al otro por encima del vetusto pergamino que había entre ellos mientras sentían la irritante magia resonar en su sangre. De común acuerdo, se volvieron hacia la bola de cristal que se erigía junto a ellos. La sala en que se encontraban, a gran altura de la Torre del Báculo Oscuro, en la ciudad de Aguas Profundas, se sumió en el silencio mientras los dos magos escrutaban atentamente dentro del cristal; y los grandes señores que allí se reunían esperaban ansiosos poder saber lo que había ocurrido.

En la fortaleza de la Candela, cerca del mar, el Custodio de los Tomos levantó su mirada de unas páginas de oro impreso y bruñido, en las que titilaba el suave fulgor de las inscripciones de poder que contenían. El Primer Lector también lo había visto y había interrumpido su traducción quedándose en silencio. Los dos hombres se miraron en aquella oscura y polvorienta habitación, que era la más íntima y sagrada de las Habitaciones Internas, y luego dirigieron su mirada, sin ver, hacia la oscuridad. El globo luminoso que les proporcionaba luz para leer, y que colgaba junto al hombro del custodio, se atenuó, luego cobró intensidad y volvió a oscurecerse.

—Una gran magia, en alguna parte, en lucha con otra gran magia —dijo en voz baja el Primer Lector, y el custodio asintió con la cabeza.

—Sí —dijo con severidad—, ¿y qué cambios nos traerá esta vez?

La pregunta quedó sin respuesta hasta que por fin, después de un largo rato, reanudaron la lectura.

Orlgaun dio otra vuelta en el aire y, sentado en su ancha espalda escamosa, Manshoon tembló por los efectos retardados del poderoso conjuro que había realizado. La mano que casi lo había matado había desaparecido, como lo habían hecho las otras magias menores que lo habían asaltado..., pero, allá abajo en las rocas, el viejo mago y la joven dama permanecían tranquilamente en pie. Sus manos se movían de nuevo en mágicas elaboraciones, y el elfo y el explorador volaban todavía tras él, uno a cada lado, a cierta distancia por debajo del cuerpo de Orlgaun, donde éste no podía alcanzarlos.

Manshoon dio un alarido de frustración y arrancó otra bola del collar que llevaba mientras el dragón descendía de nuevo hacia sus enemigos. Orlgaun se movía cada vez con mayor pesadez y torpeza. Tanto los conjuros como el acero habían tocado seriamente al dragón. Hacía mucho tiempo que el monstruo negro no sentía nada peor que el aguijonazo de una flecha. No había encontrado tanta resistencia en muchísimo tiempo, pensó Manshoon con preocupación mientras lanzaba la bola que sostenía. Entonces vio los mágicos misiles elevándose hacia él en un luminoso grupo de luces danzarinas. Se hallaba impotente ante ellos.

Detrás de sí oyó la canción de triunfo de Merith cuando el elfo clavó su espada entre dos de las blindadas escamas de Orlgaun. Manshoon se volvió, levantando su varita, pero allí estaba Florin con su espada. La hoja ardió como fuego líquido a través de los dedos del mago, y Manshoon vio cómo su varita giraba por los aires, lejos de él, entre gotas de su propia sangre antes de que los misiles lo alcanzaran.

La bola del jinete aéreo explotó con una fuerza anonadante y derramó sobre cuantos había en tierra una lluvia de polvo y pequeñas piedras. Fragmentos más grandes se desprendieron de las rocas tras las que se ocultaban. Sólo Elminster y una Jhessail penosamente herida estaban todavía a la vista. Los demás caballeros yacían todavía bajo el polvo o se acurrucaban a cubierto. La sacudida de la tierra casi hizo caer de rodillas a la debilitada Jhessail.

Bajo el opresivo peso de Narm, la violenta conmoción devolvió a Shandril a una confusa conciencia del tumulto reinante. ¿Dónde estaba ahora? Aún sin fuerzas, se movió hacia la luz, casi sin darse cuenta de que empujaba un cuerpo a un lado, e ignorando por completo que se trataba de Narm. Lo primero que vio fue polvo arremolinado por todas partes. En aquel hoyo cubierto de rocas caídas y monedas, Elminster se erguía tranquilamente ante ella mirando hacia arriba.

Shandril miró en la misma dirección y vio una forma oscura que se aproximaba a gran velocidad. Era Merith, espada en mano, que venía volando, y con mucha prisa. «Busca a Jhessail», pensó Shandril, aún atontada, cuando vio la expresión sombría y ansiosa de su rostro y adónde se dirigía. Jhessail acababa de dejarse caer sobre una roca con el dolor reflejado en su cara.

Pero, más allá del apresurado elfo, en medio del aire, Florin estaba volando también con la ayuda de su escudo y, colgado de él, asestaba uno y otro golpe a alguien que montaba sobre un gigantesco dragón negro. Quienquiera que fuese, no dejaba de retorcerse hacia uno y otro lado bajo los golpes de Florin hasta que, de repente, se enderezó con un rugido de triunfo y hubo un resplandor. Florin salió despedido dando vueltas a través del aire como un muñeco de trapo. El dragón giró pesadamente bajo el apremio de su jinete y, con un gran clamor, se lanzó en picado hacia Elminster.

El anciano mago estaba solo. «No, solo no», pensó Shandril sintiendo un hervor de fuego dentro de sí cuando ya no debería quedar nada de ello. Sus ojos centellearon. «No, mientras yo viva», se dijo. Con esfuerzo, se puso de rodillas, apretó los dientes y apuntó con sus brazos al hombre que montaba el dragón. Se sentía mareada y tan débil como un gatito recién nacido, y su cabeza estaba llena de un punzante hormigueo, pero podía sentir el fuego fluir dentro de sí. «Que sea como antes —pensó—. Quienquiera que seas, malvado, ¡arde! ¡Arde!»

—¿Cómo te atreves a hacer daño a mis amigos?

Vagamente advirtió que esto lo había dicho en voz alta, mientras el último resto de fuego mágico salía rugiendo de ella bajo la forma de un rayo atronador que terminó de vaciarla por completo. Enseguida sus rodillas cedieron, y ella no pudo ver siquiera si había dado en el blanco antes de caer de bruces sobre la roca.

Manshoon miró atónito el rayo un instante antes de que lo traspasara. Y entonces, todo lo que pudo hacer ante su cegadora inminencia fue gritar.

Al oír a su amo chillar, Orlgaun se llenó de desconcierto. Luego dio la vuelta, indeciso. No se atrevía a atacar a quien había matado a Manshoon... Y, si Manshoon estaba muerto, no había razón alguna para quedarse allí. él tenía sus propias heridas, además; un dolor profundo que le punzaba en los pulmones a cada aleteo...

Pero Manshoon vivía todavía, aferrándose como podía a sus sentidos y a su montura, casi incapaz de mantenerse erguido. No podría sobrevivir a otra ráfaga como ésa... y ni siquiera había provenido de Elminster. El anciano mago permanecía todavía de pie, en tranquila espera, y Manshoon sabía que no podía continuar la batalla si quería conservar la vida.

Más allá de Elminster, yacía la joven doncella que había salido arrastrándose de sólo los dioses sabían dónde para aplastarlo con lo que debía de haber sido energía cruda: ¡fuego mágico! Manshoon tembló, miró a su alrededor para cerciorarse de que ninguno de los que antes volaban tras él se hallaba cerca y apremió a Orlgaun a alejarse hacia el norte. Ladeó el cuerpo del dragón para escudarse contra la penetrante mirada de Elminster y contra cualquier proyectil mágico que el viejo mago pudiera dejar escapar ahora. «Un ataque al que ya no sobreviviría», pensó Manshoon con desesperación.

Detrás de él, el aire retumbó y hubo un resplandor mientras un último rayo los alcanzaba. Orlgaun se retorció convulsivamente y cayó en medio de un gran temblor de alas. Durante unos momentos terriblemente largos, cayeron y cayeron hasta que el dragón se recuperó y comenzó a volar de nuevo con torpeza. Había escapado con vida, aunque no era ése precisamente el logro que había esperado.

—¡Shandril! —fue todo lo que dijo Narm. Era cuanto necesitaba decir. Se abrazaron frenéticamente y lloraron durante un buen rato. En torno a ellos, los caballeros de Myth Drannor utilizaban el arte para curarse unos a otros, llenaban aún más bolsas de tesoro, limpiaban sus armas y reían. En medio de ellos, como una estatua, se erguía Elminster que había lanzado otro conjuro y miraba hacia el norte con el entrecejo fruncido en concentración. Por fin, cuando todos se hallaron de nuevo tan enteros como pudieron, y bien cargados de monedas y joyas, Jhessail se acercó a la pareja, que continuaba abrazada, y tocó con suavidad el hombro de Narm.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja mientras los otros caballeros se congregaban a su alrededor; Torm y Rathan exhibían sendas sonrisas de oreja a oreja.

—Sí —afirmó Narm entre el pelo de Shandril—. Muy bien. —Y entonces se apartó un poco de Shandril y se dirigió a ésta con ansiedad—: ¿Cómo estás tú, mi señora?

Shandril le sonrió y dijo:

—Estoy viva y te quiero. Me siento estupendamente bien.

Narm le devolvió la sonrisa y, entonces, le preguntó en voz muy baja:

—¿Puedo tomarte por esposa, Shandril Sessair?

Jhessail se volvió para buscar a Merith con la mirada y se encontró con que éste tenía ya sus ojos puestos en ella. Compartieron una sonrisa.

Los caballeros esperaban. El rostro de Shandril estaba escondido tras su pelo; su cabeza estaba agachada. Florin apartó la mirada con súbita consternación, mientras todos guardaban silencio. De pronto, los hombros de Shandril temblaron, y los demás se dieron cuenta de que estaba llorando. Sus esbeltas manos se estiraron hacia delante y encontraron los hombros de Narm; agarrándose con fuerza a ellos, se apretó contra él, quien la envolvió en sus brazos, y dijo con una voz entrecortada:

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