Fuego mágico (46 page)

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Authors: Ed Greenwood

Sememmon apartó la mirada con satisfacción, resolviendo que el ataque al Valle de las Sombras comenzaría y terminaría con la destrucción de Casildar, al menos hasta que la doncella del fuego mágico dejara de hallarse bajo la vigilancia de Elminster.

Él tampoco reparó en otro ojo de brujo que flotaba justo por encima de la oscura ventana.

El ojo desapareció de repente, sin embargo, unos instantes después, cuando una gran sombra redonda surgió de las profundidades del Altar Negro con sus numerosos tentáculos oculares enroscándose y serpenteando como un nido de culebras. Entonces comenzó realmente la masacre.

La noche era fría. Arriba, Selune se deslizaba tras unas pocas y ajironadas nubes grises. Había una pequeña brisa, pero Shandril había cerrado las ventanas al frío. Luego se sentó en la cama en frente de Narm.

—¿Y bien, mi señor? —preguntó.

Narm se encogió de hombros y extendió sus manos.

—¿Qué quieres, mi señora? —dijo él.

Shandril le miró con sus hermosos ojos oscuros y extendió también las manos.

—Ser feliz. Contigo. Libres de miedo. Libres de caminar adonde nos plazca, y sin frío ni hambre. Aparte de eso, poco más me preocupa, siempre que tengamos amigos.

—Bastante simple —asintió Narm, y ambos rieron—. De acuerdo, pues —prosiguió Narm—. Debemos viajar hacia el oeste, como todos ellos dicen. Pero, maldito sea el consejo, vayamos a través de la Luna Creciente y el Desfiladero del Trueno, y así podrás ver a Gorstag una vez más. ¿Qué dices a eso?

—¡Sí! Si te agrada a ti, me agrada a mí. Pero, ¿y qué pasa con los Arpistas?

—Pues...

Fuera, en medio de la noche, Torm se esforzaba por escuchar, pero resbaló. Susurró una maldición sobre la inconstancia de Tymora mientras se deslizaba hacia atrás sobre las mojadas tejas a pesar de sus extendidos dedos fuertes como el hierro. Pronto se le terminó el tejado y traspasó el borde.

Desesperado, se balanceó hacia adentro mientras sus dedos abandonaban las tejas. Entonces comenzó la caída al tiempo que su mente maquinaba fría y veloz. Sus dedos se engancharon en el saliente de una ventana mientras el resto de su cuerpo pasaba de largo como una plomada.

Con un tirón que casi le separa los brazos del tronco, logró detener su caída y quedó colgando aparatosamente en medio del aire. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su mano izquierda había caído con fuerza sobre una cría de paloma en su nido y aplastado su frágil cuerpecillo contra el saliente de piedra.

—Ugghh —profirió, reprimiendo el impulso repentino de retirar su mano del lugar.

—¿Cómo crees que me siento yo? —preguntó con acritud el maltrecho pajarillo abriendo un ojo.

Con esto Torm terminó de caerse. El pájaro suspiró y se transformó en Elminster mientras Torm continuaba cayendo. Rápidamente, el mago creó un entramado de hilos pegajosos semejante a una tela de araña y lo lanzó hacia abajo para envolver al ladrón en su caída.

Torm tuvo así una lenta y elástica parada a tan sólo un metro del suelo, donde quedó colgando indefenso. Enseguida, comenzó a debatirse por salir.

—Lo tienes bien merecido —murmuró Elminster con aire sombrío, y se volvió a transformar en pájaro.

Ignorantes de los dos furtivos escuchas, Shandril y Narm había decidido unirse a los Arpistas.

—Después de todo —dijo Narm—, si no nos gusta, podemos dejarlo.

—¿Se lo decimos ahora?

—No. «Dormid con lo que decidáis», dijo Elminster.

Fuera, Elminster sonrió silenciosamente, aunque no era fácil distinguirlo por su pico.

—Entonces a la cama otra vez, tú y yo... y esta vez ya no quiero oír la historia de tu vida.

Fuera, en el saliente de la ventana, el pájaro de Elminster miró las estrellas que brillaban encima de Selune. La Espada Silenciosa había ascendido por encima de los árboles. La noche estaba a mitad de camino. El pico del pájaro comenzó a desdibujarse y convertirse en una boca humana que cantaba, con mucha suavidad, un trozo de una balada que ya era vieja cuando la caída de Myth Drannor:

...y en el agua y en el viento

los ojos de fuego de la hija del rey de la tormenta

volvieron a casa rodando a través del mar

sin que, aparte de mí, nadie vivo en el naufragio pudiera quedar...

El sol se elevó caluroso aquella mañana sobre el Valle de las Sombras, brillando en los yelmos y puntas de lanzas encima de la Vieja Calavera. La niebla se levantó y se alejó con la corriente del Ashaba. Narm y Shandril se despertaron temprano y no se quedaron remoloneando en la Torre Torcida, sino que salieron a dar un vigorizante paseo matinal acompañados por seis vigilantes guardias que Thurbal había insistido en enviar con ellos. Sus brillantes armaduras resplandecían y destellaban a la luz del sol, y recordaban constantemente a los dos enamorados la posibilidad de peligro cercano y el fuego mágico.

Al cabo de un buen rato, volvieron a sentir hambre a pesar del buen desayuno de pan frito y huevos de ganso que habían tomado en la torre. Se detuvieron en La Vieja Calavera para comer un poco de estofado caliente. Jhaele Melena de Plata les dio los buenos días mientras les servía y rechazaba con un gesto sus monedas, y les preguntó cuándo sería la boda.

Shandril se ruborizó, pero Narm dijo con orgullo:

—Tan pronto como podamos arreglarlo, o puede que aún antes.

A los guardias de su escolta se les despertó una repentina sed de cerveza que hizo temblar a Shandril por lo temprano de la hora, pero pronto se volvieron a poner todos en camino hacia la granja de Storm Mano de Plata.

El valle estaba tranquilo a pesar del vigor matinal de los trabajadores del campo. Todo Faerun parecía estar en paz. Los pájaros cantaban y el cielo estaba despejado. Narm cayó de pronto en la cuenta de que ni él ni Shandril tenían más que una vaga idea de dónde estaba la granja de Storm Mano de Plata. Entonces, se volvió hacia el guardia más próximo, un veterano con mostacho y cicatrices en la cara que sostenía con ligereza una lanza en sus peludas manos.

—Buen señor —dijo Narm—, ¿podríais guiarnos hacia la morada de Storm Mano de Plata?

—La tenéis ante vosotros, milord. Subiendo en línea recta desde ese tocón de cedro hasta aquella línea de bosque azul.

Narm le dio las gracias con un saludo de cabeza. Mientras, Shandril había emprendido la subida corriendo. Narm y los guardias trotaron tras ella hasta ponerse a su altura.

La casa se elevaba detrás de un alto caballón de tierra cubierto de hierba y coronado con un seto. Al otro lado del seto se podían ver las hojas superiores de diferentes arbustos. Todo era verde y exuberante. En aquella luminosa mañana, las abejas y las avispas danzaban y revoloteaban entre las enroscadas flores de una enredadera que formaba nudosas y retorcidas coronas. Los guardias caminaban con ojos vigilantes y las espadas preparadas, pero Shandril no podía creer que fuese posible esperar ningún peligro acechando en un lugar y una mañana tan maravillosos como aquéllos.

Doblaron allí donde un amplio sendero atravesaba el seto y lo siguieron, a lo largo de una hilera de retorcidos robles, hasta una casa de piedra cubierta de enredaderas. Su techado de paja estaba cubierto por una espesa capa de aterciopelado musgo verde que cobraba vida con multitud de pájaros. Hileras de parras enredadas en armazones de postes y palos horizontales se extendían por delante de ellos cual frondosos vestíbulos de vegetación entre los verdes y susurrantes muros de un gran castillo. Siguiendo uno de ellos, a lo lejos, vieron a Storm Mano de Plata trabajando, con su largo cabello plateado cogido por detrás con un pedazo de tela vieja.

La barda llevaba unos calzones de cuero rasgados y polvorientos y un delantal, ambos lustrosos por el uso. Una brillante capa de sudor cubría el cuerpo de Storm, salpicado de hojas y briznas adheridas, mientras manejaba una azada con fuerza y cuidado. En cuanto vio al grupo, saludó con la mano y, dejando la larga herramienta en el suelo, se apresuró a recibirlos mientras se restregaba las manos en los muslos.

—¡Bien hallados seáis! —exclamó contenta mientras se acercaba.

—Me va a costar mucho abandonar este lugar —dijo Shandril muy bajo con voz ronca.

Narm apretó su mano y asintió con un cabeceo.

—También a mí —dijo—, pero podremos volver cuando seamos más fuertes.
Volveremos
.

Shandril volvió sonriendo sus ojos hacia él, sorprendida por lo férreo de su tono. En ese momento, Storm los alcanzó. El agradable olor de su sudor —como a pan caliente salpicado de especias— flotaba en torno a ella. Narm y Shandril se quedaron mirándola.

Storm sonrió.

—¿Estoy colorada, tal vez? ¿Grotesca?

Narm se recobró y dijo:

—Mil perdones, señora. No pretendíamos ofenderte.

—Nada que perdonar, Narm. Y nada de «señora», por favor..., somos amigos. Entrad y tomad un vaso de aguamiel mientras charlamos un rato. Bien pocos vienen a verme.

De camino a la casa, preguntó a Shandril:

—¿Qué es lo que os llamaba tanto la atención de mí?

Shandril soltó una risita.

—Esos músculos —dijo con admiración volviéndose para señalar el plano y bronceado diafragma de la barda. Fibrosos músculos ondulaban en sus costados y brazos mientras caminaba. Storm sacudió la cabeza.

—Así soy —dijo ella casi con tono de disculpa mientras los conducía a través de una robusta puerta de madera que se abrió de par en par antes de que la tocara, y entraban en la fresca penumbra del interior—. Sentaos allí, junto a la ventana que da al este, y contadme lo que os ha traído por aquí en una mañana tan hermosa como ésta. La mayoría suele venir a buscarme cuando el tiempo está mal.

—Uhhff..., tan mal como Elminster —dijo Narm en respuesta.

Ella le pasó un cuerno largo y curvado de cristal trabajado en forma de pájaro. él lo cogió con extremo dudado, casi con pavor.

—¡Es cristal de verdad!

—Sí... de Theymarsh, en el sur, donde tales cosas son comunes. Se rompe con facilidad —dijo la barda llenando otro.

Shandril cogió el suyo también con aprensión. Uno de los guardias retrocedió cuando ella le ofreció uno.

—Ah, no, señora —dijo con cierto embarazo—. Con una copa me basta. Me sentiría horrible el resto de mis días si rompiese una pieza así.

Shandril murmuró aprobadoramente. La barda sonrió a todos, con las manos en las caderas, y después se volvió y habló en voz baja con los guardias.

—Nos gustaría estar solos, ellos dos y yo, para hablar. Quedaos en la casa, si queréis. La cerveza está en aquel barril de allí; no es bueno beber más aguamiel a estas horas. Encontraréis pan, mantequilla con ajo y embutido en la alacena. Venid deprisa si oís mi cuerno —y cogió un cuerno de plata que colgaba de una viga. Luego se volvió hacia Narm y Shandril—. Bebeos eso —los apremió—. Tenemos mucho de que hablar —y fue hasta la parte trasera de la cocina y abrió una pequeña puerta de arco dejando entrar la luz del sol—. Seguid ese sendero hasta adentraros en los árboles y me encontraréis allí —y desapareció.

Los visitantes de la torre pasearon su mirada por aquella cocina de techo bajo con oscuras vigas de madera y hierbas colgando de ellas. Era agradable y acogedora, pero muy sencilla, no el espectacular refugio de arte y antigua sabiduría que uno podría esperar encontrar en casa de un bardo. Una pequeña arpa descansaba medio escondida en las sombras sobre un estante cercano a la puerta de la despensa. Narm casi deja caer su vaso cuando, de repente, ésta empezó a tocar por sí sola.

Ambos se quedaron mirando boquiabiertos mientras las cuerdas del arpa se tañían solas. Uno de los soldados se incorporó en su silla con un juramento mientras se llevaba la mano a su espada, pero un veterano se volvió hacia él y le dijo:

—¡Tranquilo, Berost! Es magia, sí, pero ninguna que pueda hacerte daño, ni a ninguno de nosotros.

El arpa tocó una extraña melodía que subía y bajaba suavemente de tono. Por fin, hizo un pronunciado ascenso y se despidió con una alta serie de notas.

—Suena a élfico —dijo Narm en voz baja.

—Preguntemos a Storm —dijo Shandril colocando con cuidado su vaso vacío sobre la mesa—. Yo ya he terminado.

Narm vació el suyo de un último y prolongado trago y lo puso con cuidado junto al otro. Saludaron a los guardias y, atravesando la pequeña puerta, se encontraron en un sendero que descendía sinuosamente como un barranco entre hierbas y árboles. Lo siguieron hasta que fueron a parar a la orilla de un pequeño arroyo flanqueado por árboles, que se iba ensanchando hasta formar una charca.

Storm esperaba de pie junto a ésta con una túnica y el pelo mojado. Acababa de bañarse y aún estaba húmeda. Cuando los vio venir, se sentó sobre una roca y los invitó con un gesto a tomar asiento en otras dos rocas al borde de la charca. El cuerno de plata colgaba de una rama cerca de su cabeza.

—Venid y sentaos —dijo—, y bañaos, si os apetece... o simplemente meted vuestros pies en el agua. Es muy relajante. —Y, volviendo unos ojos serios hacia ellos, agregó—: Ahora decidme, si no os importa, qué es lo que oprime vuestros corazones.

—El arpa que tocaba sola... —preguntó con inocencia Narm—, ¿era una melodía élfica?

—Sí, una canción de la Corte élfica que Merith me enseñó. ¿Es eso todo lo que os preocupa? —les dijo con tono burlón sacudiéndose el agua de su cabello plateado.

—Señora... —dijo Shandril con vacilación—, hemos pensado que nos gustaría unirnos a los Arpistas. Sólo hemos oído cosas buenas respecto a los que tañen el arpa de boca de quienes nosotros respetamos. Con todo, hemos oído bastante poco. Antes de poner pie en nuevos caminos que tal vez hayamos de seguir durante gran parte de nuestra vida, y que muy bien podrían conducirnos al fin antes de lo que sospechamos, quisiéramos saber de ti mas cosas acerca de los Arpistas, de qué significa ser un Arpista. Si tu oferta todavía sigue en pie. ¿Sigue en pie...?

Storm levantó la mano.

—¡Espera, espera! Ni una pregunta más hasta que hayamos aclarado bien lo primero. Trataré de ser breve —y cruzó sus pies debajo de sí, sobre la roca.

Después de mirar con atención a su alrededor, asintió con la cabeza como si hubiese llegado a una conclusión y estiró una mano hacia ellos.

—Un Arpista es un miembro de una compañía compuesta de gentes: hombres, elfos y semielfos, con similares intereses. La mayoría de los bardos y muchos exploradores del norte son Arpistas. No tenemos rangos, sólo distintos grados de influencia personal. Nuestro emblema es una luna y un arpa de plata sobre un campo negro o azul real. Muchas magas femeninas, y la mayoría de los druidas, son nuestros aliados; y, en general, se nos considera «buenos».

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