Authors: Ed Greenwood
—Tienes mal carácter, muchacho —lo amonestó Elminster observándolo—. Con demasiada facilidad podría ser tu muerte. Los magos no pueden permitírselo..., no si ello afecta a la precisión de su lanzamiento. Mírate, ya estás furioso conmigo y apenas hemos estado juntos una mañana. ¡Eso no está bien! Oh, eso está muy bien para los talentos inferiores que alardean por ahí arrojando unas cuantas bolas de fuego y atemorizando a los honestos campesinos. Yo esperaba que tú aspirases a algo más en el servicio de Mystra.
»Tú puedes ser un gran mago, Narm, si desarrollas simplemente dos cosas: precisión en el control de los efectos mágicos e imaginación a la hora de aplicar tu arte. Necesitarás esta última más tarde, cuando superes a la mayoría de los magos con quienes desees asociarte tanto en experiencia como en conocimiento. Ahora es el momento de dominar la precisión, si no quieres que cada uno de tus conjuros sea en buena parte un desperdicio. Tu arte carecería así de ese filo mezcla de ingeniosa expresión y máximo efecto que puede significar la diferencia entre derrota y victoria, algún día.
»A medida que progreses, te irás convirtiendo en blanco de aquellos que ganan conjuros haciendo presa en otros magos. Si te falta precisión en un duelo de magia, serás destruido sin remedio... y entonces será demasiado tarde para mis lecciones.
—Pero yo no puedo esperar ganar un duelo ahora. ¿De qué forma el pasar todo el día arrojando bolas de fuego por ahí puede constituir diferencia alguna para eso? Si yo gano un duelo, algún día, sin duda será porque mis conjuros son más fuertes y más numerosos.
—Quizá. Sin embargo, has de saber que un mago puede hacer más con unos pocos conjuros simples bien conocidos, y que pueda utilizar con astucia, que con un arsenal presurosamente memorizado y pobremente entendido de cualquier libro de magia que pueda ojear. ¿Me sigues?
Narm hizo un gesto de asentimiento.
—Muy bien —dijo el mago—. Te dejaré solo si me prometes estudiar y lanzar tu esfera de fuego por lo menos cuatro veces más, aquí en este campo, antes de que te retires a descansar por hoy. Piensa en mover la esfera justo adonde deseas y en hacerla formarse justo en el lugar que elijas. Piensa también en cómo puedes emplear semejante arma contra, digamos, un grupo de duendes que se esparcirá corriendo en todas direcciones en cuanto la vea venir.
»No olvides que sólo los magos engreídos y estúpidos se quedan quietos para admirar la escena después de lanzar. Muévete, o una simple flecha hará pronto de ti un mago muerto por impresionante que fueses en vida. Ah, y no te preocupes por el rastrojo; al quemarlo, estás haciendo un favor al granjero que lo posee. Trata de no llevarte la valla con él; a eso ya sería difícil llamarlo «ayuda amistosa». ¿Me lo prometes?
Narm asintió con la cabeza.
—Sí, y gracias.
—¿Gracias? ¡Desde luego, qué impaciente eres, Narm! Aún no has llevado a cabo la tarea. Guarda tus gracias para cuando hayas llegado a dominar este conjuro, por lo menos. Y, entonces, agradécetelo a ti primero. Yo puedo estar hablando todo el día y no hacer más que desperdiciar aliento si tú no pones atención y trabajas y dominas el arte.
Narm sonrió con ironía.
—Es lo que estás haciendo —respondió.
Elminster le devolvió la sonrisa por un instante. El centelleo de sus ojos permaneció, sin embargo, mientras se transformaba en un halcón y se alejaba volando.
Narm se quedó solo viéndolo marchar, suspiró y echó mano de su libro de conjuros. El sol brillaba con esplendor sobre la Vieja Calavera. El joven suspiró otra vez e inclinó su cabeza hacia el libro.
Cuando, mucho más tarde, se levantó para lanzar su primera esfera ardiente, Narm dio un profundo suspiro de satisfacción. Al menos estaba solo y podía trabajar su arte sin unos sabios ojos vigilantes y una retahíla de severos comentarios. Se volvió y paseó su mirada por la rastrojera que tenía alrededor, disfrutando de la elección de lo que podía quemar a placer. Fue entonces cuando reparó en un pequeño muchacho que había aparecido de la nada y lo observaba trepado sobre la valla.
—¡Apártate de ahí! —dijo Narm contrariado.
—¿Acaso este campo es tuyo? —preguntó el muchacho.
—¡Puedo hacerte daño! —dijo Narm—. ¡Voy a lanzar mis conjuros aquí!
—Sí, te he estado mirando. Pero no me harás daño a menos que me lances los conjuros a mí. Y tú no harás eso; no hay magos malvados en el Valle de las Sombras. Mi mamá dice que Elminster no lo permitiría.
—Ya veo —dijo Narm apretando la mandíbula—. Excúsame —y se volvió para lanzar su fuego a otra parte.
El chico miró cómo rodaba el fuego una vez y continuó pegado a la valla. Todo el día se quedó allí, mientras Narm arrojaba fuego, se sentaba a estudiar, se levantaba, volvía a lanzar con cuidado sus conjuros y de nuevo se sentaba junto a sus libros.
Narm estaba cansado y muy sediento cuando por fin decidió retirarse. El muchacho se bajó de un salto de la valla y se colocó al lado de Narm.
—Me gustaría ser un gran mago, como tú —le dijo casi con timidez.
Narm lo miró y se echó a reír.
—A mí también me gustaría ser un gran mago —dijo con tono resignado—. Sé tan poco... Me siento inútil.
El muchacho se quedó mirándolo sorprendido:
—¿Tú? Yo te he visto lanzar bolas de fuego. ¡Apuntas a donde quieres que vayan y ellas se mueven a tu voluntad! ¡Debes de ser muy poderoso!
Narm sacudió la cabeza y siguieron marchando carretera abajo.
—Ser un mago es mucho más que andar por ahí lanzando bolas de fuego.
El muchacho asintió y, con un repentino gesto de despedida con la mano, se sumergió por una abertura del seto y se perdió por un lado de la carretera. Narm se encogió de hombros y siguió andando. Más adelante, pudo ver a una patrulla de guardias a caballo trotando hacia él con las lanzas enhiestas. «Debe de ser agradable llamar hogar a un lugar como éste», pensó.
Elminster estaba sentado fuera, sobre una roca cercana al escalón de su puerta, fumándose una pipa, cuando Narm ascendió el sendero hacia la torre. El anciano se quitó la pipa de la boca y lo miró con aire inquisitivo.
—¿Y bien? —preguntó cuando lo tuvo cerca de él—. ¿Puedes ya dirigir una esfera adonde quieres? —Narm asintió con la cabeza—. ¿Eres ya un mago, pues?
Narm se encogió de hombros.
—Me queda aún un largo camino por recorrer —dijo—, hasta que sea fuerte en este arte. Pero ahora puedo decir que soy alguien, y sé que mi arte me será útil —añadió con orgullo—. Siempre habrá otros más poderosos, pero al menos domino lo que sé.
—¿Ajá? —preguntó Elminster con suavidad—. ¿Estás seguro de eso?
De pronto, sus facciones se desdibujaron y movieron bajo su castigado sombrero, serpenteando y cambiando de una manera fascinante y casi aterradora. Narm se quedó mirando atónito al viejo mago y, de repente, se encontró delante del joven muchacho que había estado contemplando sus prácticas desde la valla. El pequeño rostro sonrió abiertamente y su pequeña boca se movió en perfecta imitación de la voz de Narm, diciendo con solemnidad:
—Ser un mago es mucho más que andar por ahí lanzando bolas de fuego.
Narm lo miró primero con enojo, después con resignación y, por fin, con ojos tímidamente divertidos.
—Elminster no lo permitiría, desde luego —dijo—. Veo que tendré que madrugar de lo lindo si quiero anticiparme a ti.
Elminster sonrió:
—Ah, pero yo te llevo quinientos años de ventaja. Vamos. La cena está preparada. Tu señora posee unas dotes culinarias poco comunes. Tu elección ha sido muy acertada. Procura servirla, muchacho, tan bien como ella te sirve a ti —y, con este último consejo, el sabio vació su pipa contra el escalón de entrada y entró.
Narm contempló las estrellas, que comenzaban a centellear a medida que el cielo se oscurecía, y entró tras él.
Los bardos pronto olvidan a un guerrero que cae sin ninguna gran gesta de armas. ¿Querrías que te olvidasen a ti? Arrostra cada batalla, cada enemigo, como si fuesen los últimos. Un día lo serán.
Dathlance de Selgaunt
Un Antiguo Camino del Guerrero
Año de la Espada
El sol de la mañana puso sus luminosos dedos sobre la mesa en torno a la cual se sentaban, en la cámara de audiencias de la Torre Torcida. Shandril contemplaba las flotantes motas de polvo que chispeaban sobre la mesa mientras ella y Narm esperaban a que Elminster viniera a tomar el desayuno al gran salón. La mano de Narm cogió la de ella y esperaron juntos en silencio, satisfechos, con la única compañía de los ajados tapices que representaban el pasado del Valle de las Sombras y del trono.
—Illistyl me trajo una vez aquí antes de que nos encontráramos en la guarida de Rauglothgor —dijo en voz baja Narm—, y habló con Mourngrym. Me parece que fue hace un siglo.
Shandril asintió con la cabeza:
—Parece tan lejano el día en que abandoné el Valle Profundo y, sin embargo, ni siquiera hace un mes de eso —y miró el gran mapa pintado de los Dominios del Dragón sobre la pared—. Me pregunto dónde estaremos de aquí a un año —añadió.
Narm no tuvo tiempo de contestar, ya que en ese preciso instante las puertas se abrieron y entró Elminster. Shandril creía que Mourngrym lo acompañaría, pero el sabio estaba solo. Caminó muy despacio hacia ellos y, por primera vez, pensó Shandril, parecía realmente viejo. Se sentó en un sillón al lado de ellos, no en el trono, y fijó sus brillantes ojos en uno y luego en otro.
—¿Cómo tan silenciosos? —preguntó—. ¿Habéis dejado de pensar, acaso?
—No —respondió Narm con osadía—. ¿Por qué dices eso?
El anciano se encogió de hombros.
—Se supone que los jóvenes están siempre charlando, riendo o peleando; o, al menos, eso dicen. Vosotros dos... me sorprendéis —y, sacándose la pipa de la boca, se quedó mirándola durante largos instantes y luego se la guardó ya apagada—. Os pedí que vinieseis para deciros que os he estado observando, estos últimos días, y ambos poseéis tan buen adiestramiento en la magia y el fuego mágico como nosotros aquí podemos daros. A partir de ahora es sólo cosa vuestra el volveros más poderosos. Más que eso, ha llegado la hora de que decidáis lo que queréis hacer con vuestras vidas.
—¿Hacer? —preguntó Narm, aunque sin tono de sorpresa.
Elminster asintió.
—No es bueno para vosotros vagar por ahí bajo mi influencia y la de los caballeros. Quedaríais absorbidos por nuestros consejos y nuestras luchas. Y así poco a poco acabaríais sintiéndoos hastiados y vacíos a medida que fueseis perdiendo la voluntad y la costumbre de andar vuestro propio camino y pensar por vosotros mismos.
—Pero... aquí hemos encontrado amigos, y momentos de felicidad —protestó Shandril—, y...
—Y peligro —la interrumpió lisamente Elminster—. Yo quisiera reteneros conmigo. No es fácil tener muchos amigos, y yo me canso de tener que perderlos a todos, uno tras otro, con el paso de los años. Pero si dejo que os quedéis, traería la fatalidad sobre vosotros, lo mismo que si os asentaseis juntos en el valle o en una agradable casa de campo dondequiera que escogieseis.
—¿Qué? ¿Vivir juntos va a resultar peligroso para nosotros? —preguntó Narm confundido.
—No, pero estableceros en un sitio sí. Con vuestro talento —dijo Elminster señalando a Shandril con un largo dedo— tendríais a un mago tras otro detrás de vosotros para mataros. Mulmaster, Thay y los zhentarim sienten siempre necesidad de destruir cuanto pueda amenazar su magia. De modo que marchaos lejos, fuera de los anchos reinos, y desapareced. Yo puedo cambiar vuestro aspecto exterior con ayuda de la magia mientras que, entre vosotros, os veréis con vuestra propia fisonomía. Perdeos de vista, y la amenaza que representáis se olvidará con las rencillas que estos tiranos del arte mantienen entre sí.
»El consejo que yo os doy —continuó Elminster— es que vaguéis por ahí y os escondáis. Necesitaréis amigos dispuestos a levantar la espada o la magia en vuestra ayuda si es preciso. De modo que caminad con Storm Mano de Plata y sus compañeros Arpistas y, después, reanudad vuestro propio camino y vuestras propias aventuras. No me malinterpretéis..., yo no me separaría de vosotros. Pero creo que pronto caeréis muertos o aturdidos en vuestro arte y espíritu si permanecéis aquí. Sin embargo, me gustaría que volvierais a visitarnos —concluyó el anciano mago poniéndose de nuevo la pipa en la boca y sorbiendo con furia para reavivarla con un hilillo de fuego que brotaba de su dedo índice. Mientras, sus ojos se volvían sospechosamente nebulosos.
Shandril y Narm se miraron.
—Yo..., nosotros pensamos que tienes razón —dijo Shandril leyendo los ojos de Narm—. No obstante, nos gustaría hablar con los caballeros primero. —Elminster miró a Narm, quien asintió en silencio—. No queremos abandonar este lugar, ni a nuestros amigos —añadió Shandril—. Pero, si hemos de hacerlo, quisiéramos saber adónde, dentro de los reinos, sería más aconsejable ir.
—Bien dicho —respondió Elminster—. Si os parece, se lo diré a Mourngrym.
—Sí, por favor —dijo Shandril, y no rompió a llorar hasta después que él hubo salido.
—él tiene razón, tú lo sabes —le dijo Narm con suavidad rodeándola con sus brazos. Shandril aspiró ruidosamente por la nariz al tiempo que asentía con la cabeza.
—Oh, ya lo sé. No es eso lo que me pone tan triste. Es el dejar a los amigos. Primero Gorstag y Lureene en la posada, después Delg, Burlane, Rymel y los otros, y ahora los caballeros. Hasta echaré de menos a Elminster, ese viejo gruñón.
—Vaya, ése es un apelativo tan cortés y sincero como no me han aplicado en mucho tiempo —se oyó una voz inconfundible tras ellos.
Narm y Shandril se separaron con brusquedad y se volvieron.
—¡Seguro que os habéis quedado esperando al otro lado de la puerta! —protestó Shandril enfadada dirigiéndose a Mourngrym. El señor del Valle de las Sombras levantó las manos en un gesto pacificador.
—En alguna parte hay que estar —dijo—. He perdido cinco monedas de oro a los dados jugando con los guardias, si eso te sirve de algún consuelo. Los demás estarán aquí dentro de un momento.
Y cruzó la estancia hasta un pequeño y elevado apartado.
—Mientras tanto, ¿tomamos un vaso de jugo de manzana? Lo he exprimido yo mismo. No está fermentado, así que no puedes emborracharte con él, Narm.
—¡Oh, no! —saludó Rathan desde la puerta—. Veo que tienes el mueble de bebidas abierto...