Authors: Ed Greenwood
»Un Arpista es alguien que tolera muchas fes y acciones distintas, pero que trabaja contra la guerra, la esclavitud y la destrucción injustificada de las plantas y criaturas de la naturaleza. Nos oponemos a quienes construyen imperios por la fuerza de la espada o el derramamiento de sangre, y a quienes practican la magia sin preocuparse de las consecuencias.
»Vemos las artes y la antigua sabiduría de la caída Myth Drannor como un punto descollante en la historia de todas las razas, y trabajamos en pro de una cuidadosa preservación de la historia, los oficios y el conocimiento. Trabajamos por lo que hizo de Myth Drannor una gran ciudad: la feliz disposición de compartir la vida con todas las razas.
»Trabajamos para oponernos a los zhentarim; al Culto del Dragón, que saquean el arte y la sabiduría de los reinos para enriquecer a sus venerados dracoliches; a los traficantes de esclavos de Thay; a los que saquean y destruyen tumbas y bibliotecas por doquier, y a todos cuantos quebrantan la paz y arremeten con fuego y espada sobre las tierras para erigir sus propios tronos.
»Protegemos a la gente contra éstos, siempre que podemos. También protegemos los libros y su sabiduría, los instrumentos preciosos y su música, y el arte y sus buenas obras. Todas estas cosas sirven a manos y corazones que aún no han nacido, aquellos que vendrán después de nosotros.
»Somos partidarios de que los reinos sean pequeños y se ocupen en el comercio y los problemas de su gente. Todo gobernante que se hace demasiado fuerte y trata de ganar conocimiento y poder a costa de otros es una amenaza. Un conocimiento aún más precioso corre el riesgo de perderse cuando su imperio se hunde, como ha de ser destino de todo imperio.
»Sólo en las historias de taberna los humanos son completamente malos o resplandecientemente buenos. Nosotros hacemos cuanto podemos por todos y nos ponemos delante de aquellos que amenazan el conocimiento. ¿Quiénes somos para decidir quién ha de saber o no?
»Los dioses nos han dado la libertad y el poder para luchar entre nosotros. No han establecido una orden estricta que obligue a cada uno de nosotros a obrar exactamente de esta o aquella manera. ¿Quién mejor que los dioses sabe qué conocimiento es bueno o malo y quién lo ha de tener?
Narm la miró con expresión pensativa.
—Con todo respeto, buena señora —dijo con voz calma—. ¿Significa eso que habría que acabar con los secretos y que habría que adiestrar en conjuros destructores a niños salvajes de seis años puesto que a nadie puede negarse el conocimiento?
Shandril lo miró con temor. ¿Acabaría la lengua de Narm por enojar a Storm y hacerles perder toda posibilidad de ayuda, o acogida, por parte de los Arpistas?
Storm se rió divertida, disipando con ello el miedo de la doncella del fuego mágico.
—Has escogido bien, Shandril —dijo la barda—. Atrevido y, sin embargo, educado. Curioso y porfiado, sin ser hostil. Bien dicho, futuro mago.
Y, levantándose, se puso sus viejas y trabajadas botas blandas y comenzó a pasearse. Luego continuó:
—La respuesta a tu pregunta es no. Todo el mundo, en los reinos, retiene y guarda conocimiento según lo considera apropiado. Eso tampoco tenemos derecho a cambiarlo, aunque poseyéramos el arte de alterar la mente de todas las criaturas. Mucho debería ser secreto, y mucho revelado sólo a aquellos que poseen el derecho o la capacidad de manejarlo. Si eso suena demasiado simple, piensa en esto otro: los Arpistas no intentan revelar la verdad a todo el mundo, sino preservar los escritos, el arte y la música para épocas y seres posteriores. Trabajamos contra todo aquello que amenace la supervivencia de toda esa cultura o deteriore su calidad tratando de influirla con mentiras irrefutables.
»Los bardos Arpistas cantan siempre canciones verdaderas acerca de los reyes, dentro de cuanta verdad pueden llegar a conocer. Jamás, ni por recompensa alguna, cantarán falsamente sobre los grandes hechos de un usurpador o describirán falsamente como malos la naturaleza y los hechos de su derrocado predecesor. Aun cuando tal tratamiento pudiese proporcionar buenas historias y canciones, un Arpista se ciñe siempre a la verdad. La verdad, un concepto algo diferente para cada uno, debe ser el cimiento sobre el que se construye el castillo del conocimiento y el logro.
»Palabras fuertes, ¿eh? Me siento fuerte. Si estáis dispuestos a hacer lo mismo, seréis verdaderos Arpistas. Si uno deja de creer en ello, debe abandonar la lucha y nuestras filas. Si no, se hará daño a sí mismo, a nosotros y a nuestra causa.
»Sólo espero que, tanto si camináis con nosotros como si no, o como si os unís a nosotros y luego lo dejáis, siempre caminéis juntos y disfrutéis de vuestra mutua compañía. Es a través de ese amor, o anhelo, a falta de él, como tienen lugar mucho aprendizaje y educación. éstos se suman a la cultura que nosotros nos esforzamos por salvar y alimentar. Y, más que eso, tanto seáis Arpistas como si no, yo quiero ser siempre vuestra amiga.
Shandril y Narm se miraron primero el uno al otro y, después, miraron a la barda, y dijeron a coro:
—Queremos ser Arpistas.
—Si nos aceptáis —añadió con timidez Shandril.
Storm los miró a los dos con una sonrisa y, entonces, se adelantó hasta ellos y los rodeó a ambos con sus brazos.
—Si nos aceptáis —repitió ella con dulzura—. Nosotros estaremos orgullosos y contentos de teneros. A vosotros, Shandril y Narm, no a vuestro arte y vuestro fuego mágico. Desde luego, no necesitáis quedaros aquí; estoy de acuerdo con Elminster, pues ya hemos hablado de ello. No debéis quedaros aquí. Debéis viajar lejos y ver muchas cosas, y desarrollar vuestro juicio y vuestros poderes. Si a medida que hacéis vuestro camino trabajáis contra el mal, seréis Arpistas, tanto si lleváis el emblema como si no. No luchéis siempre con la espada y el conjuro. Los modos más lentos son los más seguros: ayudar a cambio de nada, y forjar amistades y confianza. El mal no puede albergar en éstos y se aleja de cuanto no puede destruir con el fuego y la espada.
—¿Adónde debemos ir, entonces? —preguntó Narm mientras continuaban los tres allí abrazados en medio del bosque. Entonces, deshicieron su abrazo y Storm habló en voz baja, tanto que sus palabras quedaban casi apagadas por los sonidos del agua.
—Id por el Desfiladero del Trueno. Guardaos de los agentes del culto. Hay muchos en Sembia, y, además, también hay uno en Luna Alta. Su nombre es Korvan. —Shandril estiró el cuello con alarma—. Id hasta la misma Luna de Plata. Buscad a Alustriel, Alta Señora de aquella ciudad, y decidle que vais de parte de su hermana Storm y que os gustaría ser Arpistas.
»Con Alustriel allí, aquél es un buen lugar donde estar si tenéis intención de tener un niño —dijo la barda mirando significativamente a Shandril, quien se ruborizó—. Bien, después de todo, no seríais la primera pareja en cometer ese «error». —Y miró entonces a Narm—. Si tu señora se siente demasiado indispuesta para comer —le dijo—, dale un montón de estofado. Por la tarde, tendrá más ganas de cenar.
Narm la miró.
—Por favor, señora, me gustaría acostumbrarme a la idea de que voy a ser padre, primero —dijo con tono lastimero.
Storm volvió a echarse a reír.
—Pensad bien, los dos, en los nombres que vuestra descendencia habrá de llevar durante toda su vida. Yo nací en una tormenta, y así me llamaron por haber salido de ella. Es un nombre pegadizo, me han dicho, pero tuve que pelearme con muchos chicos y chicas más grandes y fuertes que yo, de pequeña, a causa de él —y separándose un tanto de ellos, se desabrochó la túnica.
Tras una mirada de asombro, Narm se volvió prudentemente de espaldas. Indiferente, la barda se descubrió el tronco hasta la cintura. Shandril vio cómo sus brazos, espalda y costados estaban cubiertos de tenues, blancas y retorcidas cicatrices de espada. Storm levantó la mirada hacia los estupefactos ojos de Shandril y le lanzó un guiño.
—He andado muchos caminos. Algunos de ellos dejan pequeños mapas —dijo siguiendo una cicatriz con su largo dedo, y se ató de nuevo la túnica.
—Puedes volverte, Narm —dijo Storm—. Pronto terminaré cansándome de hablar con tus hombros.. —Narm se volvió obedientemente con una amplia sonrisa—. Ahora —continuó Storm— os contaré algunas cosas sobre el viaje que vais a emprender. Primero: rastreo de marcas. Veréis algunas inscripciones grabadas o quemadas sobre rocas, árboles o en la misma tierra según avanzáis. —Storm cogió un palo y, después, lo desechó—. No..., os las dibujaré en la casa. Es costumbre de Elminster esperar que uno recuerde medio centenar de cosas en una mañana; yo no haré eso. Os diré los nombres de los agentes Arpistas que podéis encontrar a lo largo del camino. Id a pedirles ayuda si lo necesitáis.
»éstos también os los escribiré, en un vendaje. Luego necesitaré que os pinchéis un dedo y sangréis sobre él. Debe parecer bien manchado y desagradable si no queréis que nadie se interese en mirarlo de cerca, en caso de que alguien os registre u os robe. Pero, además, os los voy a decir de palabra para el caso de que os tuvieseis que separar o perdieseis la lista. Si perdéis la lista de marcas, manteneos apartados de todas las que veáis.
»Primero, en Cormyr...
Al cabo de un buen rato, Storm se levantó, se ató el cuerno a su cinturón y ascendió con ellos el sendero hasta su puerta trasera.
—¿Y qué sucede si alguien, por medio de magia, quiero decir, hubiese oído todo esto? —preguntó Narm mirando a su alrededor por entre los árboles.
Storm negó con la cabeza.
—Tengo mi propio arte para cercar este pequeño y escondido refugio. Ni el propio Manshoon podría oírnos a menos que se sentase a nuestro lado. —Y entró y puso a los curtidos hombres de armas a cortar queso y manzanas para todos mientras ella preparaba los vendajes.
Storm desapareció por una escalera semiescondida entre las sombras de la vieja cocina de piedra llevando de la mano a Shandril. Cuando reaparecieron, no había signo alguno del prometido vendaje. Los ojos de Shandril dijeron a Narm con diáfana claridad que se hallaba escondido en alguna parte de ella. La barda llevaba ahora sus atuendos de lucha de cuero negro y una espada.
—Al templo, pues —dijo Storm con viveza—, que tenemos mucho que hablar con Rathan y Eressea.
Al oeste de la torre, al otro lado del puente que cruzaba el río Ashaba, se elevaba el sólido templo de piedra de Tymora sin foso ni empalizada. Su abierta entrada se levantaba sin muro ninguno en medio de la verde y alta hierba, de manera que cualquiera podía fácilmente caminar a su alrededor. Storm los condujo a través de los pilares de la entrada y a lo largo de una amplia avenida enlosada que llevaba hasta el templo. La avenida desembocaba en unas dobles puertas de arco de metal brillante, construidas así para simbolizar el disco sagrado de Tymora. Un acólito montaba guardia delante de ellas haciendo sonar, en caso de alarma, un gong circular de metal pulido. Era joven y tenía una cara muy seria y llena de granos.
—¿Qué os trae a esta casa de honor a la Señora? —interrogó según las palabras rituales.
—Venimos a probar nuestra suerte —respondió Storm ceremoniosamente—, y a hablar con Eressea Ambergyles, el sirviente de la Señora, y con el fiel Rathan Thentraver si se encuentra también aquí.
—Sí, señora —dijo el acólito con respeto—. Está aquí. Sed bienvenidos. Entrad conmigo, por favor —y abrió las puertas y se acercó a otro acólito para pedirle que ocupase su puesto mientras él escoltaba a los visitantes hasta el interior del templo.
Un momento después, reapareció, les hizo una señal sin palabras, y los condujo hasta una gran sala circular cuyos pilares sostenían un techo abovedado a gran altura por encima de sus cabezas. Luego subieron sin prisa un ancho escalón y pasaron por delante de un vigilante sacerdote que se sentaba a la cabeza de la escalinata con varios anillos de metal brillando sobre sus dedos y una maza desnuda descansando sobre sus rodillas. La maza despedía suaves destellos.
Más allá del sacerdote, se abría una galería a derecha e izquierda que daba la vuelta al interior de la bóveda jalonada por muchas puertas cerradas. Su acompañante llamó a una que había justo delante de ellos, y ésta se abrió. Rathan y Eressea, ambos vestidos con sencillos hábitos, estaban sentados junto a una pequeña mesa redonda en medio de una estancia con grandes ventanas. Sobre la mesa, entre Rathan y la diminuta Precepta de rostro severo, había seis dados.
Storm los saludó con una inclinación de cabeza.
—Bien hallados seáis los dos. Juegos de azar?
—¿Qué otra cosa podemos hacer en el servicio de Tymora? —respondió Eressea—. Prever los resultados, hacer trampas o alterar el puro azar de cualquier otra manera, has de saber, constituye sacrilegio.
Storm asintió con un gesto.
—¿Sabes para qué hemos venido, Rathan?
—Sí —dijo él, y se levantó—. Podéis esperar en las puertas, pues ahora tenemos que hablar de asuntos sagrados —dijo a los guardias. Al instante, éstos sé retiraron entre saludos, murmullos y más saludos. Rathan indicó con un gesto al acólito que los siguiese pero dejase la puerta abierta. Y después se volvió hacia Narm y Shandril—. Así que deseáis casaros bajo el rostro luminoso de Tymora —dijo simplemente—. ¿Cuándo?
—Lo antes posible, con tu licencia —dijo Shandril con vacilación.
—Pasado mañana —insistió Storm—. Yo los apadrinaré.
—No, señora —dijo Rathan con amplia sonrisa—. Lord Mourngrym ha solicitado ya ese honor. Todo ha sido ya arreglado, excepto la petición de Su Gracia, Eressea.
Y se volvió hacia la sacerdotisa, que ya se había levantado. Su austero rostro estaba iluminado. Sonrió y dijo:
—Yo les daré la bendición de Tymora con mucho gusto. ¿Va a celebrarse aquí, en la torre, o...?
—Fuera, al aire libre, Precepta —dijo con suavidad Storm, sorprendiéndolos a todos—. En el solar de la cabaña de mi hermana Sylune, quemada y desaparecida ahora.
Hubo un pequeño silencio. Shandril se dio cuenta de que Eressea la estaba mirando en busca de su aprobación.
—De acuerdo —dijo ella sin más, ignorante de lo que debía decir. Pero Narm le hizo eco, dándole con ello cierto carácter oficial. Entonces habló Rathan.
—De acuerdo —fue todo lo que dijo, y Eressea inclinó la cabeza en aprobación.
—Pasado mañana, entonces, después del desayuno —determinó la Precepta—. Que se sepa la noticia.
Rathan saludó y salió y descendió las escaleras delante de ellos.