Authors: Ed Greenwood
En otros sitios, las cosas no eran tan pacíficas. En el castillo de Zhentil, dos hombres se sentaban a una mesa el uno frente al otro.
—Lord Marsh —dijo el mago Sememmon con cautela—, ¿no te parece que los sacerdotes del Altar Negro, tal vez debido a alguna desafortunada disputa interna o algo así, se hallan sumidos en tal estado de confusión y de desorden que no nos es posible abandonar la ciudad sin solucionarlo? Sé que mis compañeros magos sienten que no se puede confiar en los tiranos observadores ni se les debe dar más autoridad que la mínima imprescindible para ganar su respaldo. Todos los informes indican que el observador Manxam actualmente tiene poder en el templo, y los cadáveres de algunos cientos de clérigos, mayores y menores, que allí yacen han comenzado a heder.
—He escuchado los mismos informes —asintió con calma lord Marsh Belwintle—, y he llegado a las mismas conclusiones..., como creo que haría cualquier hombre razonable. Ese asunto de la muchacha que puede crear fuego mágico tendrá sencillamente que esperar, al menos en tanto no aparezca ante nuestras puertas para hacernos daño. Así que confío totalmente en que el poder y la destreza de los magos reunidos en la ciudad la derrotarán, siempre contando con que no hayan quedado todos destruidos o debilitados en el ínterin tras haber sido enviados a desperdigadas misiones por alguien con buenas razones para desear que estuvieran fuera de la ciudad.
—Así es —asintió Sememmon—. He pensado discutir contigo la conveniencia de designar a uno de nuestros magos, tal vez Sarhthor, para que vigile cuanto haga la doncella, y así podamos enterarnos y controlar su captura por cualquiera de nuestros enemigos o cualquier otro tipo de sucesos. Si ella revelase alguna facultad o método mediante el cual consiguió dominar el fuego mágico, nos beneficiaríamos en gran medida de semejante descubrimiento sin derramar nuestra sangre y sin desperdiciar magia ni dinero ninguno. La prudencia aconseja adoptar algún tipo de vigilancia por nuestra parte.
—Un excelente plan, sin duda —convino lord Marsh, colocando ante él un vaso de vino rojo sangre—. El brazo luchador de los zhentarim con seguridad estaría de acuerdo con este tipo de táctica e incluso la esperaría. Un ojo puede sernos de utilidad allí donde una garra podría ser cercenada, si no queremos ser cogidos desprevenidos por algún enemigo acechante, y definitivamente derrotados. ¿Más vino?
—Ah, gracias —respondió Sememmon—, pero no. Es excelente, de hecho, pero su sabor perdura en la lengua y hace que la prueba de las pócimas, al prepararlas, resulte cuando menos bastante incierta. Me temo que esos onerosos deberes me llaman.
—Así es, así es —asintió Marsh levantándose—. Bien, entonces estamos de acuerdo. No te retendré más. Tendremos que hablar más adelante y con rapidez en caso de que los observadores resulten problemáticos. Pero, de momento, salud para ti y tus colegas de arte.
—Salud para ti —correspondió Sememmon, y se alejó.
Un ojo que ninguno de los dos pudo ver se deslizó bajo la mesa, observó cómo se alejaba Sememmon y, luego, desapareció de golpe.
—Los Portadores del Púrpura están reunidos. ¡Por la gloria de los dragones muertos! —dijo Naergoth Bladelord. El líder del Culto del Dragón mostraba como siempre una calma fría.
—Por su dominio —contestaron más o menos al unísono los otros según la respuesta ritual.
Naergoth paseó su mirada por la amplia y sencilla cámara subterránea. Todos estaban presentes excepto el mago Malark. Muy bien; a hablar pues, cuanto más rápido mejor, para luego celebrar un banquete arriba, en algún magnífico salón de festejos de Ordulin, y después a la cama y a dormir. El Consejo directivo del Culto esperaba con expectación.
—Hermanos —dijo Naergoth—, estamos reunidos aquí para tratar un asunto que preocupa a nuestros magos: el tema del fuego mágico y todo lo relacionado con él. Hermano Zilvreen, ¿tú que dices?
—Hermanos —dijo con aire calmo y siniestro el Maestro Ladrón Zilvreen—, poco he podido saber por vuestros leales seguidores de los hechos del dracolich Rauglothgor y de la maga Maruel. Pero parece probable que Rauglothgor, sus tesoros, la maga e incluso Aghazstamn, el otro sagrado dragón nocturno que ayudó a Maruel sirviéndole de montura para volver a la guarida de Rauglothgor, hayan sido todos destruidos. Destruidos por Elminster, el maldito archimago del Valle de las Sombras, un grupo de aventureros que se llaman a sí mismos los caballeros de Myth Drannor y esa muchacha de quien hemos oído hablar, ¡esa Shandril Shessair, que es capaz de lanzar fuego mágico!
—¿Todos? —masculló Dargoth, de la flota mercante de Perlar—. Apenas puedo creer que todos ellos hayan sido destruidos. Me cuesta creer que algo pueda tener tanto poder como el de un ejército al que hemos visto acumular fuerzas, día tras día, durante mucho tiempo.
—No ha sido la fuerza de las espadas —añadió secamente Commarth, el barbudo general de las fuerzas fronterizas de Sembia.
—Los hombres que Malark envió han descrito el lugar donde estaba la guarida de Rauglothgor como un agujero lleno de escombros recién desparramados —respondió Zilvreen—. De modo que sacad vuestras conclusiones.
—¿Qué demonios es ese fuego mágico —preguntó Dargoth—, que lo mismo puede destruir a grandes magos que a grandes dragones?
Naergoth se encogió de hombros.
—Un fuego que quema y puede ser arrojado igual que un mago lanza sus rayos —dijo—, y que afecta tanto a los objetos de magia y a los conjuros como a las cosas que no son mágicas. Pero, qué puede ser, eso no lo sabemos. Y es la razón por la que enviamos a Malark.
—¿Qué hay de él? —preguntó Commarth—. ¿Has hablado con él recientemente?
Naergoth sacudió la cabeza.
—No, no sé nada más que lo que os he contado. él está ahora en el Valle de las Sombras, o cerca de allí, según lo que hasta ahora he podido saber, buscando el momento y la forma de llegar hasta la muchacha.
—Shessair —murmuró uno de los otros—. ¿No era ése el nombre de la maga que tus hermanos de arte que antecedieron a Malark mataron en el Puente de los Hombres Caídos, en aquella batalla que los llevó a la muerte?
—Sí, así era —dijo Naergoth—, pero todavía no existe ninguna relación evidente. Tenemos por lo menos tres espías en la Costa de la Espada, que yo sepa, cuyos nombres acaban en «Suld»... y ninguno guarda parentesco alguno con el otro ni se conocen siquiera.
—¿De qué sirve? —dijo Dargoth—. La historia antigua no hace más que calentar a las lenguas largas. No tiene ninguna relación con lo que decidamos hacer en este asunto.
—Por supuesto que no, si no hacemos nada —apoyó Commarth con tono seco—. ¿Tenéis algún plan en mente, hermanos?
Naergoth y Zilvreen se encogieron de hombros.
—Tú primero, hermano —apremió Zilvreen.
Naergoth asintió con la cabeza y habló:
—El precio por meter nuestras manos en ese fuego mágico parece demasiado alto, y sabemos que otros: los zhentarim y los sacerdotes de Bane, por nombrar sólo dos, van también tras él. Sin embargo, somos nosotros los que ya hemos pagado un precio, y detesto alejarme con las manos vacías. Puede que el precio os parezca demasiado elevado... pero debemos conseguir ese fuego mágico para nosotros a toda costa. Nadie puede hacerse con él. Todavía cabe esperar mucho derramamiento de sangre —y echó una mirada alrededor de la mesa—. Cómo vamos a conseguirlo, es algo que dejo para vosotros, hermanos.
—Dejemos que los magos lo ganen para nosotros —dijo Zilvreen con voz calma—. No malgastéis más espadas en ello... y, sobre todo, no más de vuestros dragones de hueso.
—Muy bien —asintió Dargoth—. Pero, con fuego mágico o sin él, no debemos dejar que esa muchacha, ni los caballeros, se queden sin castigo por lo que han hecho. No debemos olvidar nunca que hemos perdido en esto gran parte de nuestros tesoros, dos dracoliches y a Shadowsil. La muchacha debe pagar. Aun cuando se convirtiese en un aliado, debe morir una vez que hayamos aprendido sus secretos y sus poderes. Esto debe prevalecer sobre todo lo demás.
—Bien dicho, hermano —confirmó Naergoth. Hubo un murmullo de aprobación alrededor de la mesa—. ¿Estamos de acuerdo, entonces, en dejar por ahora a nuestros hermanos magos las riendas de este asunto?
—Sí, es su campo —respondió uno.
—Sí, sería descabellado hacer otra cosa —dijo otro.
—Sí. Y, si él no regresa, siempre podemos ascender a otros magos al Púrpura.
—¡Sí, de acuerdo!
—Sí —dijeron todos los demás uno tras otro.
Así quedó acordado y todos se levantaron y dejaron el lugar.
Era tarde en el Valle de las Sombras, y en la Torre Torcida las velas ardían tenuemente. En una habitación interior de las cámaras de lord Mourngrym, tenía lugar una importante discusión junto a los restos de la cena..., en voz baja, ya que lady Shaerl dormía en su sillón en un extremo de la mesa y Rathan Thentraver cabeceaba sobre el apoyabrazos de su sillón.
—Debemos irnos —dijo Shandril a punto de llorar.
—¿Iros? Oh, sí, por supuesto... ¿Cómo vais a llegar a conoceros a vosotros mismos y haceros fuertes si estáis siempre en medio de nuestra barahúnda? —dijo Florin—. Pero volved a vernos un día, no olvidéis —añadió con tono suave.
—¿Habéis pensado en algún lugar? —preguntó Jhessail mientras se inclinaba soñolienta sobre el hombro de Merith. Los ojos del elfo centelleaban a la luz de la vela. Esa noche había hablado poco y escuchado mucho.
Narm se encogió de hombros.
—Vamos en busca de nuestra suerte. Los Arpistas nos dijeron que fuésemos en busca de la Alta Dama Alustriel, en Luna de Plata.
—¿Queréis que algunos de nosotros os acompañen? —preguntó Lanseril—. Hay peligros mucho mayores en este mundo que los que habéis combatido hasta ahora.
—Con todo respeto, señor —le respondió Shandril—, no es necesario. Durante mucho tiempo nos habéis vigilado y habéis derramado mucha sangre por nuestra causa. Debemos abrirnos nuestro propio camino y librar nuestras propias batallas, o al final no habremos hecho nada.
—Nada, dice —le dijo Torm a Illistyl—. Dos dracoliches, la cima de una montaña y un buen pedazo de Manshoon de Zhentil, y todavía dice que «nada». ¡Es terrible! ¿Qué pasará cuando intente «algo»?
—¡Chitón! —dijo Illistyl, haciéndolo callar con un beso—. Eres más parlanchín que el propio Elminster.
—Vaya, gracias —dijo una voz familiar desde un alejado y oscuro rincón de la habitación.
Narm vio el viejo y gastado sombrero primero, colgado de la punta del cayado que llevaba Elminster, y luego vio aparecer la barbuda cara del anciano en medio de la luz mirándolos a todos. Por último, miró a Narm y a Shandril.
—Podríais —dijo con sencillez— ir a La Luna Creciente a pasar la noche, por lo menos. Sería un amable detalle para con Gorstag. Se ha estado preocupando por ti, Shandril.
La joven se encontró con su escrutadora mirada, y a los pocos instantes Narm se dio cuenta de que estaba llorando. Silenciosas lágrimas caían por sus mejillas y goteaban por su barbilla. él se volvió hacia ella y la estrechó entre sus brazos, pero las lágrimas continuaron rodando.
—No llores, querida mía —la consoló Narm—. Estás entre...
—Déjala llorar —dijo Merith con suavidad—. No hay nada vergonzoso en el llanto. Sólo una persona que no se preocupa no llora. He visto lo que les ocurre a aquellos que, como Florin y Torm, aquí presentes, lloran por dentro e intentan ocultarlo a los demás. Eso marchita el alma.
Jhessail asintió.
—Merith está en lo cierto —dijo ella—, las lágrimas no nos deprimen; sólo lo hacen los motivos por los que lloramos.
—Llora aquí, mi señor —murmuró Shaerl entre sueños dando unos golpecitos en su propio hombro—. Es blando y te escucha. —Mourngrym la miró ligeramente embarazado. Torm esbozó una sonrisa burlona.
—¿Ves? —le dijo a Illistyl—. Podrías hacer eso por mí... Tienes hombros para ello —y ella le sacudió un manotazo cariñoso.
Shaerl se movió y frunció el entrecejo.
—Oh, ése es el juego de esta noche, ¿no? —murmuró—. Bien, mi señor, tendrás que cogerme primero, te lo aseguro.
Hubo risas por toda la estancia. Mourngrym se inclinó hacia adelante y levantó con cuidado a su dama del sillón. Adormilada, ella se le colgó del cuello y cruzó las piernas por delante de su pecho, acomodándose con murmullos de placer.
Mourngrym se volvió hacia ellos acunando a Shaerl en sus brazos.
—Buenas noches a todos —dijo con una tímida sonrisa—. Shaerl debería estar ya en la cama... y todos nosotros también, creo.
—Y ahora, ¿dónde estábamos? —preguntó Elminster recostándose en un sillón que tenía un aspecto tan viejo y gastado como él mismo—. Ah, sí..., vuestros planes para el futuro, Narm y Shandril.
Gruñidos, silencio y débiles ronquidos le respondieron desde todas partes mientras los recién sanados caballeros yacían dormidos sobre lechos y mantas. Jhessail lo miró y sonrió tristemente, pero no dijo nada. Narm también guardó silencio, pero el lento e incrédulo gesto de su cabeza resultaba elocuente.
Shandril fijó sus cansados ojos en el anciano:
—Supongo que nos dirás que nos mantengamos apartados de la lucha, o no duraremos vivos ni un día, ¿no?
—No —respondió el sabio con una profunda mirada de sus claros ojos azules—. Vosotros dos no tendréis esa elección. Debéis luchar o morir. Pero pensad en esto: basta tan sólo un fallo cuando se trata con aquellos que manejan el arte. No lo olvidéis —y su mirada se posó en Narm—. Tu también, León de Mystra.
Elminster se aclaró la garganta y luego continuó:
—Si te encuentras frente a un mago, no intercambies conjuros con él. Arrójale piedras, a menos que
esté
demasiado lejos para alcanzarlo. Luego aléjate corriendo y busca un lugar para esconderte en donde puedas reunir piedras para arrojar. Es simple, ¿no? Recuerda cómo, al principio, derribó tu dama a Symgharyl Maruel antes de que pudieras reír.
—Quinientos inviernos y pico, ¿no? —fue todo lo que dijo Narm.
El sol se elevó de nuevo sobre la tranquila torre de Ashaba. El señor y la señora del Valle de las Sombras, en compañía del mago Elminster, los jóvenes desposados y los caballeros permanecieron todos en un piso superior dentro de una gran esfera deslumbrante de trémulos colores, construida por Elminster. Rold advertía a todo el mundo que no se acercase.
Varias veces la esfera se disolvió y volvió a aparecer gracias al arte del anciano mago. En una de estas desapariciones, el sonriente Lhaeo, ayudado por varios guardias fuertes, trajo té, un gran caldero de estofado caliente, escudillas, un monstruoso cucharón y dos gruesos libros de magia para el anciano sabio. Luego, el escriba se alejó otra vez y aconsejó a todo el mundo, excepto a los guardias, que hiciese lo mismo.