Authors: Ed Greenwood
—No puedo evitar la sensación de que nos están vigilando —dijo él mirando a su alrededor. Tener esa sensación mientras se remontaban desnudos por los aires, por encima de la tierra, no dejaba de resultar extraño.
—Seguro que lo estamos, y lo hemos estado desde que cabalgamos por primera vez con los caballeros —respondió su compañera—. ¿De qué otro modo podrían protegernos?
—Bueno, sí... ¿pero ahora?
—Estoy segura de que han visto ya este tipo de cosas antes —dijo ella—. Recuerda los quinientos inviernos de Elminster.
—Sí, claro —suspiró Narm sin dejar de mirar cuanto los rodeaba. Se deslizaban a baja altura por encima de los árboles. Más arriba, la claridad del cielo tan sólo se veía interrumpida por una línea de nubes en el norte. No veía ningún tipo de criatura ni en el aire ni allá abajo, en la tierra. Narm se encogió de hombros.
—Quisiera que nada de esto fuese necesario —dijo—, y así podríamos caminar juntos sin tener miedo de nada.
Shandril fijó una mirada seria en él.
—Estoy de acuerdo contigo —respondió con tranquilidad—. Pero, sin el fuego mágico, ahora mismo tú y yo seríamos sólo huesos. —Pasaron sobre la desnuda cima de la Colina de los Arpistas y la dejaron de nuevo a sus espaldas—. Además, es la voluntad de los dioses. Por rabia que nos dé, es así y así será.
Narm asintió:
—Sí..., admito que tu fuego mágico puede ser bastante útil. Pero, ¿no te hará daño?
Shandril se encogió de hombros:
—No lo sé. La mayoría de las veces no me siento mal, ni dolorida. Pero no puedo detenerlo ni dejarlo, aunque quiera. Ahora es parte de mí. —Entonces giró la cabeza para mirar atrás y, mientras esto hacía, algo circular y de color plateado se deslizó desde el cielo hasta sus manos. Shandril lo cogió antes de pensar siquiera en la posibilidad de que fuese algo peligroso. Era un objeto frío y sólido y, al contacto con su lisa superficie, las puntas de sus dedos sintieron un hormigueo.
—¡Es el símbolo sagrado de Rathan! —dijo Narm atónito—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Por voluntad de Tymora —contestó con voz calma Shandril—. Para responder a tus dudas.
Narm asintió muy despacio y casi con severidad. El fino vello de sus brazos se le erizó de miedo. Pero siguió sosteniéndola con la misma firmeza y suavidad que antes.
—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó mientras, allá abajo, se divisaba la posada de La Vieja Calavera—. ¿Hacia la Torre Torcida?
—No —dijo Shandril, señalando las cotas de malla que resplandecían abajo sobre las espaldas de los guardias—. En su alarma, los arqueros podrían muy bien hacernos bajar antes de reconocernos.
—O precisamente —murmuró Narm entre dientes— porque nos conocen.
Shandril le dio un ligero golpe con la mano.
—¡No pienses tan mal! —susurró—. ¿Acaso quienes son verdaderamente del valle nos han mostrado alguna vez otra cosa que amabilidad y ayuda desde que vinimos aquí? Tenemos que ser desconfiados, sí, si no queremos morir..., pero no ingratos. Pero, como te iba a decir, no me atrae mucho la idea de saludar a todo el personal de la torre vestidos como estamos.
Narm se encogió de hombros.
—Ah, ésa es la verdadera razón —dijo, deteniendo su vuelo sobre la torre de Elminster—. Te pido disculpas por mis negros pensamientos. Sin embargo, es mejor desconfiar que morir rápidamente y por sorpresa.
—Sí, pero no dejes que eso te vuelva agrio —dijo Shandril—. ¿Bajamos aquí?
—¿Tenemos otro lugar? —respondió Narm—. Dudo que el arte que protege la casa de Storm sea amable con nosotros ahora, si llegamos cuando ella no
está
.
—Es verdad —asintió Shandril, y echó una última ojeada a su alrededor desde la altura, mirando hacia el norte, más allá de la masa de piedra de La Vieja Calavera, hacia las ondulantes tierras vírgenes que se extendían a lo lejos. El viento soplaba con suavidad en torno a ellos ahora—. Aprende este sortilegio tú mismo, tan pronto como puedas —lo instó mientras se agarraba con fuerza a su cuerpo—. Es tan bonito...
—Sí —la voz de Narm sonó ronca—. Pero su belleza apenas es nada comparada con todo lo que he visto hoy.
Los brazos de Shandril lo rodearon con fuerza, y ambos descendieron muy despacio a tierra, delante de la torre de Elminster unidos en un apasionado abrazo.
Por encima de ellos, un halcón agitó sus alas hacia un águila en señal de despedida y luego viró hacia el sur. El águila movió lentamente la cabeza a modo de respuesta y giró en círculo, lanzó un audible suspiro y se lanzó en picado hacia la tierra.
—¿Es necesario que andéis por ahí desnudos, besándoos y acariciándoos, inflamando las pasiones de un pobre viejo? —preguntó Elminster en voz alta a pocos centímetros por detrás de Narm.
Narm y Shandril dieron un respingo, sobresaltados, y apenas tuvieron tiempo de deshacer su abrazo y volverse antes de que el sabio comenzara a empujarlos con rudeza hacia la puerta.
—Adentro, adentro, y a entrenar vuestras manos pelando patatas. Lhaeo no puede alimentar a dos bocas más sólo con aire, ¿sabéis?
Las manos con las que Shandril se defendía se toparon con una barba espesa y sedosa. Elminster se detuvo un momento y se quedó mirándola:
—Conque tirándome de la barba, ¿no? Ridiculizando a un hombre lo bastante viejo para ser tu tatatatarabuelo ¿eh? ¿Te has vuelto loca? ¿O simplemente estás cansada de vivir? ¿Te gustaría pasar el resto de tu vida en el barro en forma de sapo, de babosa o de musgo rastrero? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh?
Y siguió empujándolos, un escalón tras otro, hasta llegar a la puerta. Narm había empezado a reírse tímidamente. Shandril estaba todavía pálida y con la boca abierta. La puerta se abrió a sus espaldas y Elminster añadió con repentina calma:
—Lhaeo, aquí tienes dos huéspedes otra vez. Necesitarán alguna ropa, antes que nada.
—Sí —fue la seca respuesta que vino de dentro—. Hace frío en los rincones, aquí dentro. ¿Qué tal se les da el pelar patatas?
La risa ahogada con que respondió Elminster los apremió a entrar, y luego él cerró la puerta y agregó:
—Estaré con vosotros enseguida...; me quedan algunas tareas.
Estaban ya dentro, en la titilante penumbra, dirigiéndose con Lhaeo hacia un cuarto ropero.
—Hemos gastado mucha ropa desde que vinisteis al Valle de las Sombras —dijo Lhaeo—. Eres una cabeza más baja que yo, ¿no, Shandril?
—Sí —asintió ella ya entre risitas.
Enseguida Narm coreó sus risas. Lhaeo sacudió la cabeza mientras pasaba las ropas hacia atrás sin mirar. «En verdad —pensó—, es muy importante que sepan cuándo reír y cuándo escuchar.»
Con un cálido estofado en su interior, Shandril se recostó feliz contra la pared, sentada en su taburete. Miró a Narm, que iba ataviado con las ropas de seda de un gran mago de Myth Drannor y le sonrió con el corazón rebosante de alegría. El hogar ardía y, delante de él, Lhaeo se movía suavemente hacia adelante y hacia atrás removiendo, probando y añadiendo pizcas de especias que guardaba en un estante sobre su tabla de cortar. Un faisán colgaba de una viga sobre el escriba y un rollizo pavo yacía sobre la mesa a la espera de ser desplumado y aderezado. Narm sorbía té de hierbas y contemplaba las diestras evoluciones de Lhaeo sobre sus cacharros.
—¿Podemos ayudar en algo? —preguntó.
Lhaeo levantó la mirada hacia él con una rápida sonrisa:
—Sí, pero no a cocinar. Hablad, si os apetece. Poca charla he oído que no sea la de Elminster. ¿Qué me contáis de vosotros?
—Es maravilloso, Lhaeo —dijo Narm—. Nunca he sido tan feliz en mi vida. Nos hemos casado hoy para siempre. ¡Es realmente estupendo!
—¿Y tú, qué dices? —le preguntó el escriba a Shandril.
Ella asintió con ojos brillantes.
—Recordad —dijo Lhaeo sonriendo— cómo os sentís ahora cuando vengan tiempos más oscuros, y no os volváis nunca el uno contra el otro, sino permaneced unidos para afrontar las durezas del mundo. Pero, ya basta..., no voy a sermonearos. Ya escucharéis bastante de todo eso de otros labios, por estos alrededores.
Todos se rieron. Shandril fue la primera en recuperar la compostura, y preguntó:
—Aquellos hombres de la boda, ¿quiénes eran? ¿Lo sabes?
—Yo no estuve en vuestra boda —dijo Lhaeo con timidez—. Perdonadme. Permanezco aquí para guardar ciertas cosas. Lord Florin me contó algo sobre los hombres que sacaron sus espadas con intención de atacaros, si es a ellos a quienes te refieres.
Narm asintió.
—Sí, a ésos.
Las miradas de ambos hombres se encontraron durante un momento y, entonces, Lhaeo dijo:
—Creo que eran más de cuarenta. Treinta y siete de ellos, o tal vez más ahora, están muertos. Uno habló antes de morir. Eran todos mercenarios a sueldo. Por diez monedas de oro a cada uno y las comidas, tenían que cogeros a los dos, o bien sólo a Shandril, si no podían con los dos.
»Fueron contratados en Selgaunt hace apenas unos días y volaron en una nave que surca los cielos. Oh, sí, esas cosas existen, aunque sean raros triunfos del arte. Fueron contratados en una taberna por un gran hombre calvo y gordo de fina barba que se presentó con el nombre de Karsagh. éste les dio instrucciones de llevaros a una colina, hacia el norte, donde volverían a ser recogidos por la embarcación celeste.
»Entonces se les pagaría el resto de lo convenido. Cada uno había recibido tan sólo dos monedas de oro. Muchos murieron con ellas encima sin haberlas gastado todavía. Quién era ese tal Karsagh y por qué os quería, es algo que aún desconocemos. ¿Tenéis alguna pista sobre quién pudiera ser?
—Medio mundo parece estar buscándonos, con espadas y conjuros —dijo con amargura Shandril—. ¿Es que no tienen otra cosa mejor que hacer?
—Evidentemente, parece que no —respondió Lhaeo—. Pero no todo es malo. Fíjate en quién te encontró, Shandril. Este aspirante a mago llamado Narm y los caballeros que te trajeron aquí.
—Sí —dijo ella en voz muy baja—, y de aquí es de donde debemos partir, dejando amigos y todo, a causa de este maldito fuego mágico —y el fuego brotó en diminutos hilillos que saltaron de una mano a otra mientras ella lo miraba con enojo.
—Buena señora, dentro de estas paredes no, por favor —dijo Lhaeo mirándola—. No conviene despertar con brusquedad ciertas cosas que duermen aquí dentro.
Shandril suspiró avergonzada y dejó que se apaciguaran los fuegos.
—Lo siento mucho, Lhaeo —dijo con tristeza—. No era mi deseo quemarte la casa.
En ese momento, un repentino crepitar los sobresaltó a todos cuando una pequeña bolsa de resina estalló al contacto con las llamas del hogar. Narm apartó los ojos del fuego y se quedó mirando a Shandril con una sombra de miedo en su cara. Ella casi estalló en lágrimas ante su mirada.
—No, no —dijo Lhaeo volviendo a su tabla de cortar—. Ya sé que no lo deseas, ni tampoco temo que vaya a ocurrir jamás. No debes odiar tu don, Shandril, porque los dioses te lo otorgaron sin esa furia. Y, ¿acaso no bendijo Tymora vuestra unión? —El escriba señaló al Símbolo Sagrado que Shandril había colocado con cuidado sobre una mesa alta. Como en respuesta a sus palabras, éste pareció iluminarse durante un instante mientras lo miraban.
—Sí —dijo Narm levantándose—. ¿De modo que estamos indefensos en las manos de los dioses? —y comenzó a pasearse. Lhaeo lo miró, con su afilado cuchillo lanzando destellos mientras cortaba las tripas de una oveja.
—No —respondió—, porque, ¿dónde entonces estaría vuestra suerte, que es la esencia de la sagrada Tymora? ¿Qué «suerte» podría haber si los dioses controlasen cada suspiro que damos? ¡Y qué aburrido sería para ellos también! ¿Te tomarías tú algún interés por el mundo que está bajo tu poder si fueses un dios y las criaturas que hay en él no tuviesen libertad para nada que tú no hubieses determinado de antemano?
»No, puedes estar seguro de que los dioses no suelen predestinar a los hombres a actuar de esta o aquella manera, si es que lo hacen alguna vez, a pesar de los muchos cuentos, incluso los de los grandes bardos, que dicen lo contrario.
—De modo que caminamos libremente y hacemos lo que deseamos, y vivimos y morimos de acuerdo con ello —asintió Shandril—. Entonces, ¿hacia adónde debemos caminar? Tú conoces los mapas, Lhaeo; he visto tu marca en las cartas de navegación de aquí y en la otra torre. ¿Hacia dónde, en toda esta tierra de Faerun, debemos dirigirnos?
El escriba la miró y extendió sus manos abiertas.
—Adonde os lleven vuestros corazones; ésa es la más fácil respuesta —dijo—, y la mejor. Pero, en realidad, me estáis preguntando hacia dónde debéis dirigiros ahora, en esta estación, con medio Faerun a vuestros talones y con los Arpistas como aliados elegidos. Una buena elección, por cierto, habéis de saber.
Entonces dio unas cuantas zancadas, y luego dijo:
—Yo iría hacia el sur, con rapidez y discreción, y pasaría por el Desfiladero del Trueno hasta llegar a Cormyr. Allí, seguid por poblados pequeños y uníos a alguna caravana o a algunos peregrinos de Tempus que busquen los grandes campos de batalla que se extienden hacia el interior desde la Costa de la Espada. Id hacia adonde haya elfos, pues ellos saben lo que es ser perseguido y os defenderán con furia.
Se volvió de nuevo a su tabla de cortar, y añadió:
—Me atrevería a decir que siempre escucharéis el mismo consejo de quienes viajan, si podéis preguntar a alguien en quien confiar.
Narm y Shandril intercambiaron miradas en silencio. Entonces habló Narm:
—Hemos escuchado ese tipo de instrucciones antes, es verdad —admitió—, casi palabra por palabra. Si el mejor camino es tan obvio como dices, ¿no estarán nuestros enemigos esperando que lo tomemos para cogernos?
—Sí, es probable que lo estén —asintió Lhaeo con una sombra de sonrisa—. De modo que tendréis que tener mucho cuidado.
Ambos jóvenes lo miraron durante un instante con un sentimiento de frustración y enseguida Shandril se rió.
—Está bien —dijo—. Intentaremos seguir tu consejo, buen Lhaeo. ¿Conoces alguna manera de evitar a quienes nos buscan?
—Los dos trabajáis con magia y camináis del lado de quienes poseen una magia poderosa. ¿Cómo es que me preguntáis eso a mí? —respondió Lhaeo elevando las cejas—. Si queréis aprender las formas de ocultaros y disfrazaros sin magia, preguntadle a Torm. Hasta el día de hoy yo he escapado, es cierto, pero en lo que a mí respecta, me oculté en la Dama Fortuna. —Y luego se volvió hacia Narm—: Si vas a seguir andando como un gran felino dentro de una jaula —añadió—, ¿podrías ir cortando patatas mientras lo haces?