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Authors: Mathew Stone

Tags: #Juvenil, Ciencia ficción

Fuego mental (10 page)

—Me duele la cabeza. ¿Dónde está María?

—Muerta.

—¿María? ¿Muerta?

—Se dejó engañar por ti. Por tanto, tenía que morir. No había alternativa.

Joey movió la cabeza,  aturdido. María era la única persona que se había portado bien con él allá abajo, en el Proyecto. Y ahora el Proyecto la había matado. Igual que había matado a Sara cuando él se negó a cruzar la calle para ir a comprar aquellos Doctor Peppers.

Cuando Mascarilla Blanca hizo los últimos ajustes en el banco de ordenadores justo detrás de él, Joey creyó que el cerebro le iba a explotar. Un dolor que le resultó familiar apuñaló su mente. Oyó aquel horrible sonido otra vez, el sonido del Fuego Mental.

Kriiii…

Y no pudo controlarlo.

El Instituto, laboratorio de química 2B
Jueves 11 de mayo, 10:47 h

—¿Tony? ¿Eres tú? —preguntó Marc al oír abrirse La puerta detrás de él.

—¡Marc! ¡Necesito tu ayuda!

—Colette, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Marc. Al levantarse se tambaleó ligeramente. Estaba mareado. Quizá fuese el calor. ¿Cuándo iba a llegar Antonio con la Coca-Cola?

—He venido lo más rápido que he podido —dijo Colette—¡Han cogido a Joey!

—¿A quién? —pero Marc cayó en la cuenta enseguida—: ¿Te refieres a Joseph Williams, el chico dé «mates» que no apareció? ¿Quién le ha cogido?

Pero Colette ya no le escuchaba. Se limitó a señalar con el dedo una pila de papeles que se encontraba sobre la mesa del profesor. Estaban empezando a crepitar y a dorarse por los bordes.

Kriiii…    

Ambos contemplaron horrorizados cómo un puntito de luz aparecía en medio del laboratorio. Tembló suspendido en el aire y empezó a crecer escupiendo lenguas de fuego.

—Colette, salgamos de aquí… —dijo Marc mientras la cogía del brazo.

La bola de fuego había cuadruplicado su tamaño en un par de segundos. Por todas partes a su alrededor surgieron llamaradas que les cortaban el paso hacia la puerta. Al otro lado del laboratorio, un ordenador provocó un cortocircuito y explotó. Las luces parpadearon y se apagaron.

El fuego ya había prendido las cortinas. Las llamas se acercaban a la puerta. Marc y Colette oyeron una serie de estallidos detrás de ellos. Varios tarros con productos químicos inflamables explotaron haciéndose añicos.

Un humo denso y tóxico empezó a llenar el laboratorio y Marc y Colette apenas podían ver.

No iban a conseguir salir a tiempo.

El Instituto, laboratorio de física 1A
Jueves 11 de mayo, 10:47 h

Rebecca bostezó mientras pasaba, una carga electromagnética a través de una bobina de alambre y miraba el contador para comprobar la corriente que había generado. Se trataba de un experimento de lo más banal y se había sentido frustrada cuando su profesor de física le había pedido a ella y a sus compañeros que lo llevaran a cabo.

Torció el gesto y volvió a comprobar la lectura. No había duda, el nivel de corriente que registraba el contador era sólo la mitad de la que había generado. ¿Adonde había ido a parar el resto de la fuerza electromagnética?

Volvió la vista hacia la mesa del profesor, al otro lado del laboratorio. El señor Boyle estaba demasiado ocupado corrigiendo exámenes como para darse cuenta de su inquietud.

Simón Urmston se acercó a ella. Tenía una expresión preocupada.

—¿Qué ocurre, Simón?

Simón le indicó con un gesto el transpondedor
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que estaba al otro lado del laboratorio.

—Acaba de empezar a subir. La electricidad no está pasando como debiera por la bobina de inducción.

—¿Has ajustado mal los controles? —preguntó Rebecca. Simón era un buen chico, pero no era muy preciso que digamos.

—¡Claro que no! —respondió Simón algo ofendido por tal sugerencia—. ¿Y qué me dices de esto? —preguntó a Rebecca mientras le enseñaba una pequeña brújula. Al fijarse en ella, Rebecca ahogó un grito.

La aguja de la brújula no indicaba el norte magnético. Daba vueltas, descontrolada, cambiando de norte a sur y de este a oeste.

—¡Esto es imposible! —exclamó Rebecca, que no podía creer lo que veían sus ojos. Se secó algunas gotas de sudor de la frente. Hacía cada vez más calor.

—Puede que sea imposible, pero está ocurriendo —dijo Simón—. Y los otros contadores se han vuelto locos también. Es como si…

Simón hizo, una pausa, no muy dispuesto a decir en voz alta lo que pensaba.

—¿Como si qué? —preguntó Rebecca, impaciente.

—Gomo si algo estuviera perturbando el campo geomagnético de la Tierra.

—¡No puede ser! —afirmó Rebecca. Estaba a punto de exponerle a Simón toda una serie de razones por las que no había nada, o al menos nada natural que pudiera interferir con las líneas de fuerza que se deslizaban por las profundidades de la Tierra, cuando de pronto se quedó paralizada.

Kriiii… Kriiii… Kriiii…

Era aquel horrible sonido otra vez, el sonido de algo siniestro. Sus compañeros se miraron unos a otros, inquietos. ¿Qué estaba ocurriendo? Hasta el señor Boyle alzó vista de sus correcciones.

Las luces del laboratorio empezaron a parpadear antes de apagarse todas a la vez.

Los libros comenzaron a caer de las estanterías que cubrían la pared del laboratorio. Los tubos de ensayo vibraban amenazadoramente.

Un transpondedor empezó a crepitar y Simón corrió a apagarlo.

Instintivamente, Rebecca miró por la ventana abierta, a través del patio, hacia el laboratorio de química, Se preguntaba si Marc estaría bien.

Observó horrorizada cómo la ventana del laboratorio quedaba envuelta en llamas blancas y anaranjadas anees de explotar provocando una lluvia de cristales. Las lenguas de fuego naranja lamían sus bordes.

—¡Marc!

A pesar del terrible espectáculo al que estaba asistiendo, Rebecca mantuvo la sangre fría. Le dijo a Simón que llamara a la policía y después salió corriendo del laboratorio de física.

Cruzó el patio en menos de medio minuto, justo cuando las nubes de humo maloliente empezaban a salir por la ventana rota del laboratorio del primer piso. Los alumnos salieron corriendo de los edificios adyacentes para ver lo que ocurría. Rebecca oyó la sirena de los bomberos que se acercaban.

Abrió de golpe las puertas del edificio del laboratorio de química y corrió escaleras arriba. Cuando llegó al descansillo, ya estaba todo lleno de un humo que quemaba los pulmones. Apenas podía ver su propia mano al extenderla. Sacó un pañuelo del bolsillo de sus vaqueros, se cubrió la boca con él y avanzó hacia la puerta cerrada del laboratorio.

Había algo que no conseguía quitarse de la cabeza,
¿Por qué no sonaba la alarma automática de incendios?
En principio, debería haber saltado en cuanto el humo hubiera llegado a los detectores, activando el sistema de aspersores. Este incendio era exactamente igual que el que había destruido la cocina hacía unos días. Tal vez el sistema de alarma se hubiera visto afectado por las fluctuaciones de electricidad que habían experimentado en el otro laboratorio.

Rebecca empujó la puerta y una ola de calor intenso le golpeó la cara. Empezó a toser y a tragar grandes cantidades de humo. La temperatura era tan elevada que resultaba doloroso soportarla.

«¡Vamos, Rebecca!», se dijo a sí misma. «¡Piensa en icebergs!»

Armándose de coraje luchó contra el calor, y obligándose a sí misma a ignorar el punzante malestar que sentía en los pulmones, Rebecca entró en el laboratorio.

El lugar estaba en llamas, como en una visión infernal de fuego y humo. Varios de los ordenadores estaban sufriendo cortocircuitos y añadían chispas a aquel caos. Otros ya habían empezado a derretirse. Los tarros de productos químicos habían explotado, y multitud de ácidos se esparcían por el suelo.

Rebecca alzó la vista hacia el techo. El sistema automático de aspersores seguía incomprensiblemente desactivado.

—¡Marc! ¡Marc! ¿Dónde estás? —llamó a voces mientras escudriñaba a través del humo que ya empezaba a hacerle llorar.

—¡Aquí…! —contestó Marc con voz ronca.

Rebecca miró hacia el suelo y vio a Marc. Colette estaba a su lado casi inconsciente. Corrió hacia él, le ayudó a ponerse de pie y luego se ocupó de Colette, para después conducirlos hacia la salida. Consiguieron llegar tropezando hasta el descansillo. Rebecca cerró la puerta de un golpe tras ellos para evitar en la medida de lo posible que se propagara el incendio.

Una bocanada de aire fresco ascendió por las escaleras desde el piso bajo y pareció reanimar a Marc y a Colette. Con Marc apoyado en un hombro y Colette en el otro, Rebecca les ayudó a bajar las escaleras y a salir del edificio.

Marc inspiró el maravilloso aire limpio del exterior mientras salían tambaleándose.

—¿Estás bien? —le preguntó Rebecca.

Marc sólo logró asentir con la cabeza antes de caer de rodillas. Rebecca se agachó para ayudarle a levantarse. Por suerte, podía oír cómo las sirenas de los coches de bomberos y de las ambulancias se acercaban.

—¡Uriel! —farfulló Marc.

—No seas estúpido… —empezó a decir Rebecca, pero decidió callarse. Aquél no era el momento de recordarle a Marc que se dejara de tonterías.

—Es cierto —dijo Colette—. Vimos la bola de fuego. Uriel casi nos mata a los dos ahí dentro. No quiere que nos entrometamos… Si lo hacemos, nos destruirá a codos.

Capítulo décimo

Un persuasor oculto

Hospital Brentmouth Cottage
Jueves 11 de mayo, 13:15 h

MARC y Colette tuvieron que someterse a tratamiento. Los médicos habían insistido en ello. Les colocaron mascarillas de oxígeno y los trasladaron al hospital en ambulancia.

Rebecca fue con ellos. Tanto Marc como Colette preferían mil veces su compañía a la de Eva.

Eva había llegado al Instituto justo cuando los bomberos estaban acabando de apagar los restos del incendio del laboratorio. Quizá por primera vez en toda su vida, la máscara de fría serenidad que la caracterizaba se hizo añicos. Estaba furiosa y no paraba de abrir y cerrar los puños. Como más tarde diría jocosamente Marc en el hospital, fue un espectáculo digno de verse.

—Ha sido Uriel —insistió Marc mientras esperaban en una pequeña habitación privada a que el médico les diera el alta a él y a Colette.

—No seas ridículo —respondió Rebecca, enfadada—. ¿Cómo puedes pensar que pueda ser el fantasma de una monja muerta hace siglos el que haya provocado el accidente del laboratorio?

—Fue la misma bola de fuego que vimos en el patio —sostuvo Colette.

—Y, además, apareció cuando estaba haciendo pruebas con la cruz de tungsteno —añadió Marc—. A lo mejor el padre Kimber tenía razón después de todo y deberíamos dejar de investigar a Uriel.

Precisamente en ese momento se abrió la puerta y el padre Kimber entró en la habitación. Tenía una expresión preocupada al dirigirse a Colette:

—Mi querida, queridísima niña, ¿cómo te encuentras?

—Estoy bien —respondió Colette.

—¿Y tú, hijo mío? —continuó el padre Kimber, dirigiéndose esta vez a Marc—. ¿Te sientes bien? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Estoy bien. Pero ¿cómo se ha enterado del incendio?

—Me dirigía hacia el Instituto cuando vi las llamas.

—Es la segunda vez que va usted al Instituto en un par de días —observó Rebecca.

—¿Qué quieres decir?

—¿No recuerda? —dijo Colette—, Usted me llevó en su coche el día que vimos la bola de fuego.

—¡Colette! —exclamó Rebecca;

Se suponía que lo de la bola de fuego era un secreto que nadie debía conocer, ni siquiera alguien tan aparentemente digno de confianza como el padre Kimber. Rebecca miró al párroco, que de pronto parecía muy interesado en aquello.

—¿Una bola de fuego? ¿Qué bola de fuego?

—La que incendió el laboratorio… —contestó Marc.    

—La señorita Eva dice que el incendio se produjo a causa de una instalación eléctrica defectuosa —replicó el padre Kimber.

—¿Y cómo puede saberlo ella? —dijo Marc—. Me gustaría que alguien nos dijera lo que está ocurriendo realmente.   

—¿Qué más sabéis? —preguntó impaciente el padre Kimber.

—Nada —contestó Rebecca—. Pero vamos a investigar.

El padre Kimber dirigió una extraña mirada a Marc, y después a Colette y a Rebecca. De pronto ya no parecía el amable e inseguro viejo párroco al que creían conocer.

—Así que por fin está sucediendo —dijo—. Lo sabía…

—¿Qué es lo que está sucediendo? —preguntó Rebecca.

—La venganza de Uriel.

—¡No siga…! —exclamó Colette—. ¡Está asustándome!

—Me alegro —dijo Kimber.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Rebecca.

—Que si estáis asustados quizá os olvidéis de Uriel y dejéis de jugar con cosas que no podéis controlar sin haceros daño.

—Aquí hay un misterio y tenemos la intención de resolverlo —dijo Rebecca con firmeza—. No conseguirá impedir que busquemos la verdad de todo este asunto.

—Eso no es lo que me preocupa —aclaró Kimber.

—¡Claro que no! —dijo Rebecca con algo de cinismo.

—Me preocupan vuestras vidas…, vuestras almas, si lo preferís.

—¡Ya! —exclamó Rebecca.

Por el tono en el que hablaba Kimber cualquiera diría que aquello era un melodrama:

—Os lo pido por favor. Por mi propia paz de espíritu, y por la vuestra. Olvidad a Uriel… ¡antes de que sea demasiado tarde!

En ese momento volvió a abrirse la puerta y una enfermera entró para informarles de que alguien más quería verlos.

—¿Eva? ¿Qué hace Eva aquí? —se preguntó Marc después de que la enfermera les revelase el nombre de la visita y saliera de la habitación para hacerla entrar.

—Simplemente es una amiga que ha venido a veros —dijo el padre Kimber, que de repente parecía tener mucha prisa en marcharse.

—Eva no es una amiga —afirmó Rebecca en tono cortante.

—Debo irme —dijo el padre Kimber.

—¿Tan pronto? —preguntó Marc—. ¿Por qué no se queda un rato más? Podríamos seguir hablando sobre Uriel.

Pero el padre Kimber fue categórico y salió rápidamente de la habitación, no sin antes asegurarles que rezaría por ellos. Uriel era una fuerza malvada, les advirtió, y necesitarían toda la ayuda que él pudiese aportarles.    

—A las doce de esta noche comienza la fiesta de Beltane… —dijo Marc cuando el párroco se hubo marchado—. Quizá el padre Kimber tenga razón y Uriel se esté vengando.    

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