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Authors: Mathew Stone

Tags: #Juvenil, Ciencia ficción

Fuego mental (11 page)

—No seas estúpido, Marc —replicó Rebecca con dureza—. No sé por qué me da la impresión de que Kimber sólo trata de asustarnos para impedir que averigüemos la verdad de todo esto. ¿Qué es lo que sabe realmente sobre la hermana Uriel? ¿Por qué le interesa tanto? Después de todo, sólo hace un par de semanas que ese hombre llegó al pueblo…

—¿Y qué tiene que ver Joey con todo esto? —se preguntó Colette.

—¿Joey? —preguntó Rebecca. Con todo aquel alboroto ni Colette ni Marc habían tenido tiempo de contarle a Rebecca lo del visitante nocturno.

—Es su voz la que oigo continuamente en mi cabeza. Fue secuestrado en el aeropuerto.

—Tenemos que contárselo a la policía-dijo Marc.

—No; Joey no quiere que la hagamos.

—¡Pero la situación se nos está yendo de las manos! —dijo Rebecca—. Joey Williams es secuestrado, el Instituto ha sido puesto en peligro por una bola de fuego que desafía todas las leyes de la física, y vosotros casi no lo contáis… Tenemos que decírselo al general Axford.

La puerta se abrió y la enfermera hizo pasar a Eva.

—¿Qué es lo que queréis decirle al general Axford? —preguntó en cuanto se marchó la enfermera.

—Eh…, nada —contestó Rebecca.

—En ese caso, quizá podáis decirle nada en persona —respondió—. Me ha dicho que os lleve de vuelta al Instituto inmediatamente.

—No puede darme órdenes de esa forma —dijo Colette—. Yo no soy uno de sus alumnos. Mi padre es propietario del terreno sobre el que está construido el Instituto.

—Y se enfadaría mucho si supiera que anda entrando en los laboratorios sin permiso, señorita Russell.

—Pero…

—Déjalo, Colette —dijo Marc—. Haz lo que te dice,

—Me alegro de que por fin se haya vuelto usted razonable, señor Price —dijo Eva sonriendo, y procedió a llevárselos del hospital.

El Instituto, despacho del general Axford
Jueves 11 de mayo, 14:43 h

Marc, Rebecca y Colette siguieron a Eva en silencio hasta el despacho del general Axford, en la planta baja del edificio de administración. Eva abrió la puerta sin llamar primero, pero eso ya no les sorprendía. Desde el accidente del general, Eva se comportaba como si fuese la dueña y señora del lugar. Les hizo pasar al despacho.

Axford les esperaba sentado detrás de su mesa. La ventana que se encontraba tras él estaba abierta y soplaba una brisa helada de la que ni el general Axford ni Eva parecían percatarse. «Claro, cuando uno es tan insensible como ellos, ¿por qué iban a notar el frío?», pensó Marc.

El general clavó en ellos sus inquietantes ojos azules y les hizo una seña para que se sentaran en las tres sillas que habían sido colocadas frente a él.

Eva se dirigió a su mesa, bastante más grande que la del general, que estaba situada en una esquina del despacho. Se encontraba abarrotada de papeles y expedientes, y sobre ella había una hilera de teléfonos. Hizo como si se «k upara de sus propios asuntos, pero de cuando en cuando les lanzaba una mirada inquieta.

—¿Están ustedes bien, señorita Russell, señor Price, tras su terrible experiencia? —preguntó Axford.

A Marc, le dio la impresión de que al general no le preocupaba precisamente su bienestar.

—Sí, gracias —respondió Colette—. Marc lo ha pasado peor que yo.

—¿Qué es lo que ha pasado, general?—preguntó Marc—. ¿Se sabe cómo empezó el incendio?

—Esperaba que me lo dijera usted, señor Price. Tengo entendido que en ese momento se encontraba trastejando en el laboratorio. ¿Estaba usted solo?

—Sí, hasta que llegó Colette.

—¿Qué fue lo que ocurrió exactamente, señor Price?

Marc se preguntó cuánto debía contarle a Axford. Miró hacia atrás. Eva fingía estar trabajando, pero él sabía que escuchaba cada una de sus palabras.

—Estaba haciendo una prueba con el espectrógrafo sobre un trozo de tungsteno —explicó Marc—, cuando se produjo una tremenda explosión.

—¿Una explosión? ¿Alguno de los ordenadores quizá?

—Fue una explosión demasiado fuerte como para que se tratara de un ordenador —dijo Marc negando con la cabeza—. Se produjo un enorme estallido y todo empezó a arder.

—¿Y no tiene usted idea de qué pudo provocar esa explosión?

—No, general.

—¿Y usted, señorita Russell? —preguntó Axford mirando a Colette.

—Yo no entiendo mucho de cosas científicas —respondió Colette—. Simplemente fui a ver a Marc y, de pronto…,
¡pum!

—Usted no me mentiría, ¿verdad? —preguntó Axford volviéndose hacia Marc.

—No, señor —contestó Marc. Sabía que Axford sospechaba que le estaba ocultando algo. Miró hacia Rebecca buscando ayuda.

—General, creo que hay algo que debe usted saber —empezó Rebecca.—. Justo antes del incendio hubo una alteración de la corriente en el laboratorio de física. Todos los instrumentos se volvieron locos, como si se hubiesen visto afectados por un enorme campo magnético. Quizá por eso también se estropeó el ordenador de Eva…

—¿Y qué conclusión saca de todo ello, señorita Storm?

—No estoy segura, general. Pero algo parecido ocurrió la noche en que el zorro… —Rebecca se corrigió rápidamente—, la noche en que se incendió la cocina.

—¿Y cree usted que ambos incendios fueron provocados por algún tipo de fuerza electromagnética? —preguntó Axford en un tono que daba a entender que la idea no le parecía especialmente convincente.

Rebecca guardó silencio unos instantes.

—No —respondió al fin—. Eso sería imposible, ¿verdad? Pero supongamos que lo que provocó los incendios también genere algún tipo de campo magnético. Eso explicaría el hecho de que no se hayan activado los sistemas de alarma, ¿no cree?

—Es una posibilidad —reconoció Axford—. ¿Y qué es lo que podría provocar ese campo magnético?

—'¿Una dinamo de algún tipo? —sugirió Rebecca encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, tiene que ser una máquina.

El general Axford tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras consideraba el asunto. Por un momento, Rebecca incluso pensó que la estaba tomando en serio.

—Así que, según usted, señorita Storm, hay una serie de personas desconocidas que están haciendo funcionar una máquina que puede generar fuego como por arte de magia —resumió—. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Pues…, me imagino que sí.

—Primero el señor Price me habla de una misteriosa explosión y ahora viene usted y me plantea teorías de películas de ciencia ficción baratas —dijo Axford—. Ésa no es la actitud que uno espera de los alumnos del Instituto.

—Es una explicación absurda —dijo, Eva.

—Desde luego —añadió Axford—. Y lo peor es que no se limita a los chicos. Ahí tenemos, por ejemplo, a Edward Kesselwood.

—¿Quién es Edward Kesselwood? —preguntó Rebecca. El nombre le sonaba de un viejo libro de texto de física que había leído tiempo atrás.

Axford cogió una fotografía enmarcada de su mesa y le dio la vuelta para que Rebecca, Marc y Colette pudieran verla. En la foto aparecía un grupo de cinco hombres con uniforme militar. Uno de ellos era Axford, cuando todavía podía andar. Rebecca no reconoció a ninguno de los otros cuatro.

—Estuvo bajo mis órdenes durante la guerra del Golfo —les contó Axford mientras les señalaba con el dedo a un hombre alto de pelo negro que se encontraba a su izquierda en la fotografía—. Un joven científico brillante, aunque algo excéntrico e insensato.

—¿Por qué trabajaba un científico en el ejército? —preguntó Colette. Para ella la ciencia consistía en salvar vidas, no en destruirlas.

—Fue contratado para desarrollar y mejorar nuestro armamento —explicó Axford—. Desgraciadamente, también tenía ideas poco ortodoxas sobre el arte de la guerra.

—¿Qué tipo de ideas?

—Eso es información confidencial —interrumpió

Eva.

—Como dice Eva, eso es información secreta —continuó Axford—. Al final me vi obligado a retirarle del servicio —añadió moviendo la cabeza de lado a lado con tristeza—. Fue una verdadera lástima, porque poseía una brillante mente científica. Pero fue todavía más lamentable que el avión en el que viajaba se estrellara en el desierto de regreso a Inglaterra.

—¿Está muerto? —preguntó Rebecca.

—Sí.

—Edward Kesselwood no nos concierne —dijo Eva, y por una vez Marc no tuvo más remedio que estar de acuerdo con ella.

—Se han producido dos incendios en el Instituto —les recordó Marc—. Alguien nos la está jugando.

—¿Cree que alguien desea hacer daño al Instituto deliberadamente? —‘—preguntó el general Axford con el ceño fruncido.

Ahora se apreciaba verdadera preocupación en su voz, lo cual resultaba extraño, pues hasta ese momento le había parecido perfectamente aceptable la explicación de los circuitos defectuosos, e incluso el hecho de que Marc y Colette casi muriesen en el incendio. Volvió la mirada hacia Eva, que en ese momento estaba hablando por teléfono en voz baja y parecía como si ya no les estuviera escuchando.

Axford iba a decir algo cuando el teléfono de su mesa empezó a sonar. Eva, que ya había terminado su conversación telefónica, fue quien descolgó. Marc creyó percibir un esbozo de sonrisa en sus labios cuando le pasó el auricular al general.

Rebecca observó a Axford mientras éste escuchaba a la persona al otro lado de la línea. Una mirada de preocupación nubló sus ojos azules como el acero. Según hablaba, empezó a mostrar un tic nervioso. Cuando por fin colgó el teléfono, algo parecía haber cambiado en él.

—Eso es todo —les dijo abruptamente. Estaba claro que quería deshacerse de ellos—. Eva les acompañará.

—Pero, general, ¿qué pasa con el incendio? —preguntó Rebecca mientras Eva se levantaba de su mesa, dispuesta a acompañarles fuera del despacho.

—Es la policía la que acaba de llamar —les informó Axford mientras empujaba su propia silla hacia la puerta abierta—. Su equipo forense acaba de determinar la causa del incendio sin ningún lugar a dudas.

—¿Y…? —preguntó Marc.

Eva intentó cogerle del brazo para sacarle del despacho, pero él se apartó de ella repitiendo la pregunta:

—¿Qué fue lo que provocó el incendio?

Por un momento, Axford dudó. Parecía trastornado. Era como si estuviera intentando recordar algo olvidado a medias. En aquel instante Rebecca se quedó impresionada al darse cuenta de lo vulnerable que parecía.

El general recuperó por fin su serena compostura militar habitual y respondió:

—Parece ser que uno de los ordenadores tuvo un fallo. Se produjo un cortocircuito que prendió fuego al laboratorio.

—¡Pero eso no fue lo que ocurrió en realidad! —insistió Colette;

—Olvídalo —le dijo Marc. Estaba claro que ni Axford ni Eva creerían su versión de los acontecimientos.

—Ya habéis oído lo que ha dicho el general —interrumpió Eva—. Otro cortocircuito.

—Tenemos que revisar todo el sistema eléctrico del Instituto —añadió Axford en tono cansado mientras empujaba su silla de ruedas hacia la puerta.

—General… —empezó a decir Marc, pero Axford levantó la mano para hacerle callar.

—¡Señor Price! —exclamó con su habitual tono cortante y autoritario—. ¡Un fallo eléctrico! ¡Y no se hable más!

—Pero…

—No se ocupará usted más de los incendios, ni hablará del tema con sus compañeros —le ordenó Axford—. ¿Está claro? .

—¡General, eso no es justo! —dijo Rebecca—. Marc sólo está mostrando una sana curiosidad científica. «La voluntad de saber» lo llamó usted en una ocasión, si no recuerdo mal.

Hubo un momento de tensión entre Rebecca y Axford, tras el cual el general se relajó y sonrió.

—Olvidemos toda esta desagradable experiencia —dijo.

—Pero no podemos olvidar a Joey Williams, ¿verdad? —añadió Colette sin pensar en lo que estaba diciendo. Rebecca le lanzó una mirada furiosa, pero ya era demasiado tarde… El mal estaba hecho.

—¿Quién?

Marc torció el gesto. ¿Sería posible que Axford no supiera realmente quién era Joey Williams ?

—Es un nuevo alumno del Instituto —informó Rebecca al general. Sólo que no se ha presentado.

—¡Sí que se ha presentado, pero ha sido secuestrado! —añadió Colette.

—Eva lleva todos los ingresos del Instituto desde que estuve en el hospital —les recordó Axford mirando a su asistente—. ¿Ha oído usted hablar de ese chico?

—Nunca he oído ese nombre —declaró Eva—. Y soy la más indicada para saberlo, general.

—¡Pero si nosotros vimos su nombre en el registro! —protestó Rebecca.

—Os habréis equivocado —dijo Eva.

—¡Ahí fuera hay un chico que está retenido en contra de su voluntad! —exclamó Marc—. ¿No les importa a ninguno de ustedes?

La mirada glacial que Axford le lanzó insinuaba que, en efecto, no le importaba en absoluto—.

—Si ha desaparecido alguien, debe de ser de por aquí, en cuyo caso les sugiero que llamen a la policía —declaró fríamente.

—Debería ser fácil determinar si ha desaparecido o no —añadió Eva—. Después de todo, hay muy pocos chicos negros aquí, en Brentmouth.

Aquel comentario pasó inadvertido para Marc.

Era tal la furia y el desprecio que sentía en ese momento hacia Eva que no se detuvo a pensar cómo podía saber ella que un chico al que jamás había visto era negro.

El general Axford salió del despacho en su silla de ruedas. Eva se levantó para conducir a Marc, Rebecca y Colette hacia el pasillo y después cerró con llave la puerta del despacho del general.

—Eva y yo tenemos una cita con los del seguro —les informó Axford—. Estoy seguro de que el tutor de la señorita Russell la estará esperando en su casa, y ustedes, señorita Storm, señor Price, tienen sus clases.

—Sí, bueno… Es verdad que tengo clase de biología —dijo Marc mirando su reloj.

—Y yo tengo clase de «mates» también —dijo Rebecca, e inmediatamente se sorprendió al ver la extraña reacción que sus palabras produjeron en Eva. Parecía muy alterada.

—Su clase de matemáticas… ha sido cancelada —le informó en tono cortante.

—¿Por qué? ¿Está enferma la doctora Molloy? El otro día parecía encontrarse perfectamente.

—La doctora Molloy ha dimitido esta mañana de su puesto en el Instituto con efecto inmediato —dijo Eva, y volviéndose hacia Axford, que .estaba tan sorprendido como ellos, añadió—: Estaba a punto de informarle, general, cuando me pidió usted que fuese al hospital a recoger a los chicos.

—Era una buena profesora —dijo Axford sin ningún tipo de emoción en la voz mientras Eva empujaba su silla por el pasillo—. Eva, asegúrese de que encuentra un sustituto inmediatamente.

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