Fuego mental

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Authors: Mathew Stone

Tags: #Juvenil, Ciencia ficción

 

El Instituto es un centro de estudios para jóvenes científicos superdotados, y también el escenario de extraños y siniestros sucesos: fenómenos paranormales, presencias alienígenas, apariciones espectrales…, que sólo pueden encontrar explicación en la "Quinta Dimensión".

Una antigua maldición…

Un fuego creado a partir de la nada…

¿A qué se debe el misterioso secuestro de Joey?

¿Quién o qué está intentando controlar su mente?

Mathew Stone

Fuego Mental

ePUB v1.0

Noonesun
21.04.12

Portada e imágenes: Preferido

Del original
Título
Mindfire
Fecha de publicación
1998
De la traducción
Traducción
Myriam Nahón
Fecha de publicación
1999
De este ePUB
Fuente
Libro fisico. Editorial Bruño
Maquetación
Noonesun
Portada
Preferido
Personajes

El Instituto Brentmouth para Jóvenes Superdotados se convierte en el escenario de extraños y siniestros sucesos: fenómenos paranormales, presencias alienígenas, apariciones espectrales, manifestaciones extrasensoriales…

Marc, Rebecca y Joey estudian en este centro especial.

Colette no es alumna del mismo, pero participa como una investigadora más en el esclarecimiento de los peligrosos enigmas que rodean a esta institución.

Marc Price

Quince años, delgado, de complexión atlética. Buen estudiante: Mente científica. Le interesa la informática, la química y la biología. Fantasioso.

Rebecca Storm

Quince años. Ojos verdes. Estudiante aventajada. Valerosa, decidida y organizada. Racional e incrédula.

Joseph Williams

Trece años. Afroamericano. Argot barriobajero. Joey para sus amigos. Posee una enorme capacidad extrasensorial.

Colette Russell

Trece años. Ojos azules. Ingenua y supersticiosa. Poderes paranormales que no controla.

Capítulo primero

Atropello y fuga

Nueva York
Viernes 31 de marzo, 15:15 h

—NUNCA volveremos a vernos —dijo Sara Williams a su hermano mayor Joey.

Estaban sentados a la entrada de una vieja casa de vecinos en la calle 129 Oeste de Harlem, compartiendo una botella de Doctor Pepper
[1]
.

—Seguro que sí —dijo Joey con confianza.

Joey tenía trece años. Era un chico afroamericano muy guapo, con una sonrisa picara y unos ojos despiertos llenos de vida.

—¿Cómo puedes saberlo? —añadió su hermana—. ¿Estás adivinando el futuro otra vez?

—Yo no puedo hacer eso.

—Pues la vieja Henshaw, la del apartamento de al lado no piensa igual —le recordó Sara—. Dice que eres clarividente. El otro día me dijo que le da escalofríos la forma en que siempre sabes lo que están pensando los demás sin que ellos te digan nada.

—¡Ella sí que me pone los pelos de punta! —protestó Joey—. Se pasa la vida metiendo las narices en los asuntos de los demás. Sólo lleva viviendo aquí dos años y ya parece como si fuera la dueña y señora de todo. Además, ¿qué hace ella en este barrio? Apuesto a que se podría permitir vivir en un sitio mejor que Harlem.

—¿Estás utilizando tus poderes de adivino otra vez?

—¡Qué va! —dijo Joey—. Pero esa mujer no tiene nada que ver con nosotros. Se nota en su forma de actuar. ¡Debería haber una ley contra la gente como ella, hermanita!

—El día en que se perdió su gato tú supiste dónde estaba sin haberlo buscado siquiera… —le recordó Sara—. ¿Y quién, excepto tú, podría haber adivinado que un equipo de fracasados de tercera división ganaría la Superbowl el año pasado?

—No fueron más que corazonadas que resultaron ser ciertas por pura casualidad, eso es todo.

—Ya… —Sara no estaba muy convencida—. ¡Mi hermano mayor tiene la posibilidad de convertirse en el próximo Uri Geller
[2]
y es incapaz de admitirlo!

—¡Déjalo ya!, ¿vale? —replicó Joey, incómodo.

Odiaba hablar de las voces que resonaban de forma constante en su mente. Detestaba la manera en que a veces sabía lo que estaban pensando los demás. Le hacía sentirse diferente al resto de los chicos del barrio.

—Y si no tienes poderes de adivino, ¿cómo sabes que nos volveremos a ver?

—¡No te pases, Sara! ¡Ni que me marchara a vivir a otro planeta!

—Como si lo fuera… Yo no tendré ni en broma la oportunidad de salir jamás de este Estado, y mucho menos de viajar a Inglaterra.

—Oye, si no quieres que me vaya, no lo haré.

¿Y qué pasa con papá? ¿No tiene inconveniente en que te vayas de casa?

—Le trae sin cuidado, mientras pueda conseguirse su próxima dosis…

—No es culpa suya —dijo Sara, que siempre trataba de ver el lado bueno de cada persona—. Ha tenido mala suerte desde que murió mamá.

Joey se estremeció al recordarlo. El estuvo presente cuando un par de matones asesinaron a tiros a su madre a la salida del metro de Lennox. La poli no había detenido a nadie, como de costumbre. Dijeron que se trataba de otro caso de atraco frustrado, a pesar de que Joey insistió en que los matones no se habían llevado dinero alguno. ¡Qué diablos, los polis ni siquiera se inmutaron cuando él les comentó que uno de los asesinos tenía acento británico!

Jamás olvidaría aquel día. Para empezar, fue justo cuando empezó a sufrir unos dolores de cabeza insoportables. Y también cuando comenzó a oír aquellas voces en su mente.

—Tampoco es que últimamente vea mucho a papá, —dijo Joey—. Tú eres la única persona que me importa, hermanita. Lo sabes, ¿verdad?

—Claro que sí —respondió ella—. Y sé que debes marcharte. A la gente como nosotros no se le presenta todos los días una oportunidad como ésta.

—Y esa mujer, la doctora Molloy, dijo que podría volver a casa a pasar las vacaciones —prosiguió Joey—. El Instituto de Inglaterra pagará los billetes de avión.

—¿En serio? —Sara se animó al oír aquello. Si podía ver a Joey más o menos cada tres meses, quizá la vida en aquel barrio de Nueva York no iba a ser tan mala después de todo.

—¡Pues claro! —exclamó Joey—. ¡Esos tíos están forrados! ¿Cómo iban a pagarme si no una plaza en uno de los mejores colegios privados del mundo? Oye…, ¡a lo mejor consigo camelarme a la doctora Molloy para que te deje venir a visitarme!

—¡Eso sería genial! —asintió Sara—. ¿Quieres otro Doctor Pepper?

—¿Tú qué crees?

—Pues ve y tráeme uno a mí también.

—¡Tráelos tú, no te fastidia…!

—¡De eso nada!

—¡Venga, anda…! ¿Si te doy un par de pavos, vas tú y los compras?

Sara hizo como si se lo estuviera pensando.

—¿Me puedo comprar un Snickers
[3]
también?

Joey asintió con la cabeza. Metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y le dio dos dólares a Sara. Esta los cogió y se detuvo al borde de la acera. No pasaban coches, pero esperó a que el semáforo se pusiera verde para los peatones antes de cruzar a la acera de enfrente, donde se encontraba la tienda de chucherías.

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